22

 

Cuando llegué a la catedral, don Benito me esperaba en la sacristía. Acababa de celebrarse un oficio y varios sacerdotes, unos quitándose las vestiduras eclesiásticas y otros conversando, me retrasaban la entrada en el recinto por si mi presencia molestaba. Pero nada más verme el canónigo lectoral, salió a mi encuentro.

— Hola!, Tico, si te parece bien, prefiero que hablemos en el triforio. Allí nadie nos molestará. —Me lo pidió en un tono de amable exigencia al que ni pude ni me interesaba oponerme. Iba a tener la oportunidad de contemplar gran parte de la iglesia desde una altura conveniente para apreciar nuevos matices estructurales.

— No sólo me parece bien, sino que le agradezco su amable invitación. La piedra catedralicia siempre me ha impresionado y ahora podré contemplarla desde otra perspectiva. Me subyuga pensar en los incontables rezos, invocaciones, plegarias y pensamientos, nobles unos y otros no tanto, que deben guardar todos estos sillares. No sé si será demasiado atrevido pensar que algún día los científicos puedan dar con la fórmula que nos permita saber lo que está grabado en la pétrea estructura de los templos.

— Al paso que camina la tecnología ya no me extraño de casi nada. Pero si algún día llega a suceder, más de una sorpresa se llevarán quienes sean capaces de leer en la piedra. Te estás preguntando el porqué, ¿no es así?

— Sí. Me interesa su opinión sobre este asunto.

— Monarcas, nobles, políticos y plebeyos no siempre han entrado al templo para rezar. También lo han hecho con fines innobles. Acuérdate de que Jesús arrojó del templo a latigazos a los mercaderes, y cómo a diario se comete el pecado de simonía. Mejor será que permanezca en la sombra lo mucho que ocultan las sagradas piedras catedralicias. ¿Sabes a qué me refiero al decir pecado de simonía.

— No.

— Negociar con cosas espirituales. Se trata del pecado de Simón el Mago, que ofreció dinero a los apóstoles para obtener el don del Espíritu Santo. Algo parecido sucede hoy, pese al tiempo transcurrido.

Mientras el canónigo me hablaba, me vino a la memoria la actitud de cierto sacerdote  en una iglesia de Valencia, cuando impartía la comunión. En el comulgatorio, de rodillas, había una joven hermosa a la que el eclesiástico, al llegar ante ella y ofrecerle la hostia, se inclinó ostensiblemente para atisbar en su escote. No pude entonces por menos que sonreír, pero aquella imagen me dejó marcado. También don Benito pensaba en ciertas situaciones enojosas a las que probablemente tuvo que hacer frente en el confesonario, aunque nada dijo sobre ello.

Ya en el triforio, cuando, sentados en sendas sillas tapizadas en rojo nos disponíamos a conversar sobre el motivo fundamental de mi visita, comenzó a sonar el órgano. La brusca impresión que recibí ante el estallido de la música sacudió todo mi ser. Un largo acorde fue el arranque de la armoniosa composición sacra. Era una auténtica catarata de notas sublimes.  El cuerpo enjuto del organista parecía descoyuntarse al accionar los pedales y descargar sobre las teclas su emoción. No puedo definir los sentimientos que me agitaban, arrolladores, inmerso como estaba en sensaciones de fascinante colorido y sonoridad.

Músico y órgano parecían un solo ser, como si el religioso, en su consola, fuese la voluntad de la gigantesca máquina musical. Lo evidenciaban sus movimientos cuando, levantando los brazos durante los obligados silencios armónicos, parecía estar invitando al espíritu catedralicio a fundir su esencia en la metálica armadura musical. Sus manos, brazos, piernas, pies y cabeza formaban un articulado ensamblaje cuya arrebatada movilidad se me antojaba el efecto de su exaltada sensibilidad artística.

Nunca tal diluvio de notas, en ocasiones ordenadas en un pianísimo celestial –como si un coro de ángeles, a sovoz, estuviese ensalzando a Dios—, y a sorpresivos intervalos reventando la melodía con estrépito, había logrado trastocar mis sentimientos como en ese día de contrafugas, pausas y alternados da capos.

Mi interlocutor, viéndome ensimismado mientras escuchábamos la composición, esperó a que el órgano acallase su voz para dar paso a nuestro dialogo.

— ¿Bach?

— ¿Qué otro hubiese podido componer tal maravilla? –me respondió don Benito, e  inmediatamente centré la conversación en lo que le interesaba tratar conmigo.

— Don Benito, ¿en qué puedo servirle?

— A mí particularmente, hoy, en casi nada. A Fermín, en cambio, puedes hacerle mucho más soportable su agonía. Le quedan pocos días de vida y tú eres la única persona capaz de auxiliarlo con eficacia antes de que entregue su alma a Dios.

El sacerdote me estaba pidiendo para Fermín lo que yo no podía concederles ni a uno ni al otro con absoluta sinceridad. Era demasiado mi resentimiento contra el viejo comunista, quien estaba compartiendo celda y sufrimiento con rateros y maleantes. Sin embargo, ¿cómo negarle a quien fue amigo la paz que necesitaba para morir serenamente, y más todavía teniendo en cuenta que quien me pedía que fuese a visitarlo era don Benito?

— Don Benito –afirmé sin poder disimular la sorpresa que me había causado la noticia—, yo ignoraba que Fermín estuviese tan grave. ¿Qué le ha sucedido?

— No sé cómo explicártelo. Es necesario que antes comprendas la situación por la que en estos momentos está atravesando nuestro amigo.

Nuestro amigo fue una frase que no me gustó. Yo no me consideraba vinculado a mi antigua amistad con el moribundo ni llegué a sentir compasión alguna por él. Pero tampoco deseaba que dejara este mundo con desesperanza y desolación. Nacer y morir, pensé convencido, son los acontecimientos esenciales de la existencia humana, que en todos los casos merecen  respeto. Vi también en mi egoísmo la posibilidad de sentirme libre alguna vez de la violenta repulsión que me alejaba de Fermín. ¿Qué me sucedería entonces si mi conciencia me pidiera cuentas por un hecho tan reprobable? Don Benito notó mi inquietud y, al tiempo que me miraba con interés, continuó—: Fermín necesita con urgencia tu comprensión. Ignoro cuál es el motivo de vuestra ruptura, porque se ha negado de manera rotunda a confesármelo. Ni como sacerdote, ni como amigo. Le he instado a descargar sus pesares en confesión sacramental y no lo ha aceptado. Como amigo lo haré si Tico estima que debe perdonarme, me dijo ayer cuando fui a visitarlo al hospital. En el caso contrario que sea él quien lo haga si lo cree conveniente. Comprenda mi deseo de no querer forzar a ese hombre a través de usted. Y no quiero que le hable de mi estado de salud, se lo suplico. Necesito su indulgencia, no su lástima. Le he hecho mucho daño. Eso es todo.

“Como puedes ver, no he respetado su voluntad respecto a no hablarte de su enfermedad, y que Dios y Fermín me perdonen. Sé que tu enemistad con él es profunda y eso es lo que me ha obligado a no observar con todo rigor su deseo. De haberle hecho caso, tú probablemente no irías a verle…

Tuve que interrumpir a don Benito porque su confesión me estaba haciendo daño y  no deseaba sentirme víctima de mi propia piedad. Consideré preferible meditar allí mismo, en el triforio, yo solo, y después decidir si iba a visitar a Fermín. El canónigo estimó prudente mi propuesta y, cuando se levantó para ausentarse hasta que yo lo llamara, volvió a sonar el órgano desde la gravedad de los bordones.

Esa música,  ¡cómo me estaba condicionando! Yo desconocía su autoría, pero la consideré –tal vez por causa de mi estado de ánimo— de elegíaca belleza. En cada nota, en cada compás, en cada pausa y en cada acorde estaban presentes los espíritus sombríos del dolor clamando al cielo misericordia. Era como si las fusas y las corcheas, los silencios, los ritmos y los armoniosos acordes me estuvieran invitando a rezar. Percibía que era Fermín quien, desde su lecho mortuorio, boqueando, me pedía: “No me abandones en estos instantes”, y recordé las palabras de Ingrid cuando mi sentimentalismo poético me obligaba a soñar: “Poesía, poesía. Todo en ti es un poema tornasolado por la fantasía que rige tu cerebro”.

Quise meditar, dejar mi mente en blanco para poderme centrar en el asunto que me urgía poner en claro; pero no pude. Necesitaba la paz que el templo no me proporcionaba, porque la catedral era un campo de batalla, una desesperada lucha entre las conciencias y los demonios que en ellas moran. Música de órgano y coral de voces blancas, unidos en tonos de invocación y de súplica, supeditaban mi albedrío al arbitrio del oficio divino y a la febril actividad del organista: un anciano sacerdote de blanca cabellera cuya figura, encorvada sobre el teclado y a irregulares intervalos erguida como un rodrigón, me absorbía hasta la negación de mí mismo como ser pensante. No por el efectismo de sus movimientos; no por la fuerza expresiva de su ancianidad, sino por su fe, por su confianza en Dios, por su ¿ingenua? entrega a la causa religiosa para la que seguramente vivía. Y en el aire la fragancia del incienso, que en manos de los turiferarios alcanzaba a las fervorosas conciencias para, en comunión con la música, la mayestática presencia de la piedra y la solemnidad del acto litúrgico, hacerlas dignas del Altísimo.

Llamé a don Benito –que a prudente distancia de mí paseaba, breviario en mano, por el pasillo del triforio—, haciéndole señas con una mano. Mientras se me acercaba, me fijé en su aspecto. Aunque de semblante severo, su imagen irradiaba confianza. A la distancia que nos encontrábamos, me pareció como revestido de un doctoral empaque: solemne y digno.  Envolvía su persona, a modo de imperceptible halo, un suave flujo de ternura y una cierta gravedad que me hicieron recordar una vez más la mirada postrera de Ingrid, que, si no olvidada, porque es imposible borrarla de la mente y del corazón, sí, en grado aceptable para mi sosiego, la tenía entronizada en los confines de mi memoria. Y pensé con amargura, mientras contemplaba al anciano sacerdote, en qué poco quedan los besos de la persona amada, sus caricias, sus sacrificados desvelos cuando se ausenta para siempre, ¡en tan poco tiempo!, y en el momento del reemplazo por otros besos y caricias, por otras ansiedades.

— Lamento que la falta de tiempo no te haya permitido resolver tu importante problema con la debida calma. Debí haberte citado en el atrio en vez de aquí. Discúlpame. Hay ocasiones en que las circunstancias nos desbordan –me dijo, notoriamente afectado, don Benito.

— No se preocupe, porque he decidido visitar a nuestro amigo –enfaticé un poco la palabra amigo, que milagrosamente se había reincorporado al registro de mis afectos—.  Puede usted estar tranquilo, don Benito. La música y el ambiente religioso me han condicionado, pero lo prefiero a la perversa malevolencia que me tenía preso en la cárcel de los desafectos.

— Cuando usted quiera. ¿Prefiere que vayamos a verle ahora?

El canónigo, con ojos húmedos por el contenido llanto que lo atenazaba a un comportamiento moderado, no me respondió; pero su aspecto afligido lo decía todo. No era necesario que me diese la fatal noticia.

Volvió a sonar con fuerza el órgano en el espacio de un ritornelo que obligaba a silenciar las voces blancas. Bach en espíritu. Alma pecadora, consuela tu aflicción mirando el cielo. Y el incienso. Y de nuevo las inmaculadas voces de los niños acompañando al organista en su periplo emocional por las elevadas esferas de la inquebrantable fe. Y la silenciosa piedra. Y Fermín, sin la sacramental confesión que hubiera deseado su protector y amigo, ausente, silencioso, borrado de la Vida. Ya sin ansias ni pesares, ya sin labios que besar ni caricias, como las de Ingrid cuando seguramente mimaba sus escoriaciones faciales. Ya sin temores.  

— Mientras tú estabas meditando he bajado a telefonear al hospital. Fermín acaba de expirar. Si lo deseas, podemos rezar un padrenuestro por su alma –e inclinando la cabeza, comenzó a orar. Yo no le recé un paternóster, aunque sí busqué en mi memoria los nobles gestos que lo hicieron merecedor de mi amistad. Luego, cuando mi acompañante hubo terminado con su plegaria, le pregunté de qué había fallecido nuestro amigo.

— Los lamentables acontecimientos que han llevado a Fermín a la sepultura y al inspector Blanco al estado en que se encuentra deben ser tenidos en cuenta para aprender del odio. Como tal vez sepas, nuestro desaparecido amigo apuñaló a Blanco en Doiras cuando se encontraron al pie de la torre de Ferreira. Ya ves, precisamente en Os Ancares, donde uno menos se lo puede imaginar. Otra casualidad fue que estuvieran solos. Fermín había ido allí a fotografiar el castillo, y el otro a tomar notas para escribir sobre las pertenencias del señorío de los Osorios. Después, cuando Fermín tuvo conciencia de lo que acababa de hacer, en el mismo coche de su enemigo lo condujo hasta el pueblo para que se hicieran cargo del herido, y se entregó a la Guardia Civil.

“Cuando, al cabo de tres semanas de prisión, pude visitarle, lo vi desesperado y dispuesto a suicidarse. No me lo dijo de un modo directo, pero lo aprecié en sus expresivas facciones; en su completo abandono y en su figura toda, abatida, rota, desolada. Me causó una profunda aflicción. Quise consolarlo, pero no me atendía. Era como si no estuviera en este mundo. Padre Benito, dijo por fin en un murmullo triste, desgarrador para mi sensibilidad: gracias por todo lo que ha hecho por mí; por lo mucho que le debo y que se lo he pagado con un gran disgusto. Padre Benito, su buen Dios me ha abandonado. Me abandonó cuando yo era inocente y los fascistas arruinaron mi vida, y me ha abandonado en esta odiosa cárcel por acuchillar a un hombre. He luchado hasta lo imposible para no caer en la tentación de asesinar a mi peor enemigo, pero los demonios han ganado la partida. Perdóneme y, por favor, usted que cree en la Providencia, rece por mí.

“Cuando se me permitió, fui a visitarlo un par de veces más, siendo la última ocasión hace unos días, tan pronto como me enteré de que había intentado suicidarse ingiriendo todas las pastillas de un tubo de barbitúricos, que sabe Dios cómo pudo conseguir. Nada más que yo sepa puedo decirte sobre el particular”.

— Y Blanco, ¿cree usted que se restablecerá de sus heridas?

— Afortunadamente, según los médicos que lo atienden, sí.

Mi convencimiento de que el canónigo había pronunciado la palabra afortunadamente, la atribuí a su bondad más que a su obligación sacerdotal. No obstante, consideré inapropiada dicha palabra en nuestro diálogo. Sobraba ese adjetivo. Blanco no merecía estar vivo; pero no me atreví a reprocharle su criterio. Sin embargo, y por dejar constancia de mi desacuerdo con su benévola intención, añadí a sus palabras:

— Es raro que la fortuna favorezca a los luchadores por la libertad. Fermín, que defendió los valores democráticos, sólo ha recibido de la sociedad liberada de la tiranía dictatorial el apoyo de usted y de unos pocos amigos, y el amor de mi extinta compañera –se me escapó la confidencia que pensaba hacerle luego sobre los encuentros de Ingrid con el luchador republicano.

En la faz del sacerdote vi un gesto de sorpresa. Como siempre, supo controlar sus reacciones y, siguiendo mi comentario con naturalidad, me aseguró desconocer lo último que le acababa de confesar.

— ¿Estás completamente seguro de ello?

— Totalmente. ¿Por qué cree usted que Fermín demandaba mi perdón?             

— Lo entiendo. Sin embargo, el amor puede interpretarse de diferentes maneras. Además de que en Fermín no puedo concebir que te haya traicionado, habría que analizar esta cuestión con detenimiento y rigor.

— Ingrid lo reconoció.

— ¿Entró en detalles?

— Quiso hacerlo, pero preferí no escuchar sus mentiras. Con Fermín procedí del mismo modo.

— Pues no actuaste correctamente. ¿Tenías alguna prueba para no querer escuchar las mentiras de tu compañera?

— Los vi entrar en el hotel…

— ¿En el hotel Xallas, de Villalba? –se adelantó don Benito.

Ante mi extrañeza, el sacerdote, esbozando una sonrisa que me pareció reveladora, como si con ella de pronto hubiera desvelado un enigma, continuó:

— El dueño de ese hotel es hijo natural de un sacerdote, ya fallecido, con quien me unió una gran amistad. Fermín trabajó allí de camarero en temporadas estivales, y de vez en cuando visitaba a quien siempre le había protegido.

 

Las circunstancias no eran las más adecuadas para continuar nuestra conversación en esos momentos y con el giro que le estábamos dando. En primer lugar por razones éticas, puesto que necesariamente habrían de salir a relucir cuestiones  que podrían afectar al amigo que acababa de fallecer, y luego porque a don Benito le urgía desplazarse hasta el hospital para hacerse cargo del cuerpo sin vida de Fermín. Pero pudimos abundar un poco más en el tema que estábamos tratando porque el eclesiástico, después de haber contactado por teléfono con el director del centro penitenciario, se vio obligado a esperar el aviso que lo autorizara a ver a su amigo fallecido. La misa había concluido y pudimos conversar con tranquilidad.

— Decías antes que Ingrid reconoció su relación sentimental con Fermín. Al menos fue sincera contigo, cosa que no es frecuente en estos casos. Por lo que aprecio, tu compañera debió de ser una mujer íntegra.

— Sí que lo era, y por tal motivo seguí viviendo con ella hasta el fin de sus días. No solamente por tratarse de una persona honesta. Debo reconocer que la quería.

— Supongo que después de sus amores con Fermín siguió contigo nada más, ¿no es así?

— Preferí dejar las cosas a su aire y aborrecer con toda mi alma al que fue mi gran amigo. No quise investigar más sobre aquel asunto. Ingrid me pidió que la dejara en paz con sus decisiones si quería que siguiéramos viviendo juntos. Al poco tiempo enfermó y me desentendí de cualquier problema que no fuese el de ayudarla a recuperarse.

— Ése es el tributo que se paga al Amor por no atender la llamada de los Evangelios en la búsqueda de la paz interior.

Partiendo del punto de vista evangélico, que de manera sutil me proponía el canónigo, era difícil que nos entendiésemos. Si ésa era su misión, a mí el apostolado religioso no me motivaba. Lo más efectivo desde la óptica racional sería adaptar los Mandamientos a las costumbres y cultura de los pueblos y no a la inversa, como sucede en muchos países, islámicos y de otros credos, cuya desobediencia a los dogmas se paga incluso con la muerte.

Por unos instantes dudé entre responder a don Benito de acuerdo con sus ideas o hacerle razonar desde mi perspectiva laica. Opté por lo segundo y, sin más titubeos, le contesté:

— Don Benito, con todos mis respetos. No estoy de acuerdo con la totalidad de los Diez Mandamientos.

— ¿Cuál es tu duda?

— Querrá usted decir mi convicción, supongo.

— Explícate, por favor.

Larga explicación, que el religioso escuchó sin interrumpirme. Procuré no extenderme en consideraciones que pudieran afectar a su sensibilidad. Don Benito me merecía y me merece un gran respeto, y no era cuestión de expresarle mis ideas con brusquedad. Mas sí con el rigor que demanda todo diálogo serio entre personas que anhelan el enriquecimiento personal.

Me fijé una vez más en la piedra y, como en un flash, momentos antes de comenzar mi exposición aglutiné en mi mente ojivas y arcos de medio punto, pinjantes y tímpanos, capiteles y arquerías; piletas, machones, hastiales, cornisamentos…Todo lo que de la arquitectura gótica y de la románica había contemplado en las catedrales y templos cuando los visitaba. ¿Qué tenía, qué tiene para mí de fascinante la silenciosa piedra de los templos? ¿Es la mirada de los siglos hablándome con críptico lenguaje mineral de osadías regias y de amores convencionales, de continuados esfuerzos humanos de braceros, canteros, albañiles y clérigos fanáticos? ¿Pretenden las columnas, los contrafuertes y los arbotantes, las bóvedas y los hastiales, las girolas cistercienses y la íntima soledad de las criptas góticas desvelarme los secretos centenarios que guardan para ser leídos en las pulidas, o romas, superficies de sus sólidos cuerpos? Porque sé que nos miran con severos ojos de colosos tristes. Ellos, que han sido arrancados de las protuberancias terrestres y después tallados y esculpidos con el cincel del sacrificio y de la fe…

— ¿En qué estás pensando, amigo Tico?

— Pienso en el silencio de la piedra y en la soledad de los muertos. Pienso en Ingrid y en la grandeza de Fermín, a quien he odiado tanto como le he temido a usted. Y pienso, padre Benito, en que si Dios enviara  algún mensajero a enseñarnos la bondad de Su divina Mente, se borrarían del Decálogo el sexto y el noveno Mandamientos. Y le ruego, padre Benito, que no considere blasfemas mis palabras. Su Dios antropomorfo no es el mío. Mi Dios es la creación y lo que antes y después de ella está implícito en su inabarcable espíritu. Yo no necesito la protección del Altísimo, sino su sentimiento de libertad para con su obra. Como orientación, estaría dispuesto a prestar mi aquiescencia a unas nuevas Tablas de la Ley; pero no como el mandato riguroso que nos convierte en siervos de la Voluntad Suprema.

El sacerdote no quiso interrumpir mi discurso. Estaba atento a mis palabras, y en su semblante había un destello de comprensión indulgente. Entendí por su expresión que se sentía complacido por mi creencia en Dios. Aunque no fuese el suyo, aunque mis ideas panteístas las considerase paganas convicciones. Pero en el fondo de su alma tolerante pude vislumbrar un atisbo de  aproximación a mi angustia existencial. Don Benito tenía ante sí a un hombre vencido por las circunstancias, al que prefirió dejarle hablar. Que se desahogara, que incurriera en mil errores si fuera preciso, pero que amara a Dios. De este modo lo comprendí y, amparado por su silencio, proseguí con mis reflexiones:

— Desde hace algunos años entiendo la vida afectiva de diferente manera a como la mayoría de los humanos. No creo en la fidelidad. Como decía Ingrid, el corazón no es un único compartimento. Cuando las presiones de distinta naturaleza lo condenan a ser esclavo de la moral al uso, se rebela y difunde sus variados sentimientos por capilaridad, y permítame que emplee este término físico con que ejemplificar la resistencia del sentimiento cuando se le pretende someter al rigor de las conveniencias religiosas o de otra índole. De ahí que la fidelidad en la pareja resulte utópica. Se podrá ser fiel; pero no por tendencia natural, sino por respeto mutuo. En esto es en lo que creo, aunque cuando la realidad me ha tocado de lleno mi actuación haya sido contradictoria con mis convicciones. Porque una cosa es la teoría y otra, muy diferente, la aceptación de lo que en verdad es.

“Ingrid me quiso y yo también la quise. ¿Qué de malo hay en compartir? ¿No celebramos la cesión al necesitado de parte de nuestros bienes? Y dígame si el amor es o no el más preciado bien que el ser humano puede poseer. ¿Acaso no nos solidarizamos a veces con nuestros semejantes y sentimos como propias sus desgracias? ¿Es que la Iglesia no premia las buenas acciones con promesas que habrán de ser gozadas después de la muerte? ¿Por qué ha de ser falta grave o pecado mortal, como ustedes dicen,  que una mujer o un hombre amen a varias personas a la vez, incluso compartiendo su carne y su espíritu –que significan su totalidad— con otro ser humano, y más, mucho más cuando la pareja lo ve normal? Cosa distinta es el engaño, que la mayoría de las veces acontece por temor.

“Mi amigo Guillermo  (usted no le conoce) es un colombiano que ha vivido y sufrido por y para el amor. Y nunca, ¡jamás!, ha necesitado el Catecismo o la Biblia para proceder rectamente. Ha conocido a mil mujeres, pudiendo contarse por decenas las que se le han entregado. Aun así, cuando le llegó su hora  se casó y nunca más, hasta el momento, pese a haber seguido teniendo oportunidades para ello, ha estado con otra mujer. Él no es un hombre fiel. Simplemente es una persona que no necesita ni desea a ninguna mujer que no sea la suya propia.

“¿Qué es el amor, don Benito, sino un don divino para gozarlo y proporcionar felicidad a los semejantes? ¿Por qué anclarnos en las hipócritas ideas, contrarias al orden natural, que sólo aspiran al dominio humano? “No desearás a la mujer de tu prójimo”. ¿Pero por qué no? ¿Acaso mi prójimo tiene derecho a poseer el corazón de un ser inteligente? ¿Por qué no añade el Decálogo o al hombre? Así: No desearás a la mujer o al hombre de tu prójimo. Don Benito, redáctelo usted como crea más conveniente, pero de modo que ese mandamiento contemple también el derecho de la mujer a no desear al hombre al que está amarrado, muchas veces contra su voluntad a la ley, ya sea la del Decálogo o la del Parlamento.

“Ahora sé que Fermín no me traicionó. Yo llegué a desconfiar de mi amigo Rafa porque es un gran poeta y podía robarme a Ingrid con sus sutilezas literarias. Sin embargo, confié  siempre en Fermín. ¿Por qué confié tanto en él siendo, como Rafa, también un gran amigo? Porque Fermín era viejo, pobre y deforme por la tortura, y eso, señor, no es confianza plena en la amistad. A eso le llamo yo humillante seguridad en quien creemos incapaz de  traicionarnos porque, por sus circunstancias, no puede engañarnos. Fermín tenía un corazón más grande y generoso que el mío, e Ingrid era una mujer sensible que necesitaba el amor y la comprensión que yo no supe darle.

“Ansiaba nuestro buen amigo que yo lo perdonara. Él eral quien debió perdonarme a mí por haberle odiado, por haberle deseado las mayores desgracias en un ambiente hostil, mezcladas sus ansiedades con los nobles sentimientos que siempre le acompañaron. Su delito fue haber amado sin poderlo remediar. Sí, don Benito, el mal llamado amor no es más que un tremendo egoísmo sentimental que no respeta amistades ni parentescos cuando nos arrastra, a veces por sorpresa, que confundimos con el néctar de los dioses. Por eso nombramos a Cupido cuando, a lo sumo en un par de ocasiones en nuestra vida, quizá tres veces y no más, se nos eriza la piel sin saber por qué al contemplar unos ojos y unos labios concretos de mujer. Y por lo mismo, ciego y dislocado nuestro ego afectivo, sufrimos en los momentos en que la razón, cansada de su destierro, se subleva y nos obliga a contemplar con ojos asombrados nuestro error. Pero ya es tarde para rectificar. Ni siquiera cuando el amor deviene en desamor aprendemos de las enseñanzas del sufrimiento. Es entonces cuando odiamos para que el fracaso y la frustración nos duelan menos. Pero es inútil, porque el dolor permanece. Aunque sea hibernando en los pliegues del alma; en estado letárgico, esperando una nueva oportunidad. Como el oso en la caverna, confiando en la llegada de la primavera. Ése es el tributo. No por desoír la voz de los Evangelios, sino por atender con premura –sin reflexión capaz ni precaución alguna— los dictados de la opresora Naturaleza. Apremio y compulsión, desbordamiento emocional, deseo de rosada carne. Eso es el amor. Hay quienes dicen al respecto que la vejez es sabiduría. ¡Mentira! Mentira otra vez, don Benito. En el amor, que no abandona ni a los ancianos, no hay sabiduría. El viejo no es sabio en este aspecto. Es sólo un impotente”

Al concluir con mi parlamento, don Benito se hallaba en actitud beatífica (la cabeza ligeramente inclinada y los párpados cerrados), casi seguro que meditando sobre mis palabras. Tardó unos pocos segundos en abrir los ojos.

— Tico, he de marcharme. Tus palabras me han impresionado y no quiero improvisar la respuesta que te debo. Sería como mostrar indiferencia ante unas reflexiones dignas de ser contestadas después de una profunda reflexión. Permíteme que te invite  a continuar en mi casa nuestro diálogo. Creo que a ti y a mí nos hace falta debatir bastante sobre lo que acabas de exponerme, como también retomar el asunto de los supuestos amores de Ingrid y Fermín. Pese a tus palabras comprensivas sobre el tema, creo que todavía no estás curado. Estoy seguro de que ni Fermín ni Ingrid te traicionaron. En todo caso, lo más probable es que te hayas traicionado tú mismo sin saberlo.

El canónigo y yo nos estrechamos la mano.

— ¿Mañana, después del entierro?

— Mejor pasado mañana, si a usted le viene bien. Mañana tengo un compromiso que atender.

— En ese caso… De acuerdo. ¿A las seis de la tarde?

— A la seis de la tarde, don Benito.