16
Al día siguiente de haber estado con Merce en Mondoñedo, y aprovechando que se encontraba en Nadela visitando a su abuela, me acerqué a la librería de German para saludarlo, ya que hacía algún tiempo que no le había visto. Allí me tropecé —coincidencias de la vida— con Fermín, y algo más tarde el librero me presentó a Andrés, a quién pasado el tiempo me dio por llamarle Andrés el esotérico.
A Germán lo encontré tan risueño como despreocupado por cualquier cuestión humana, política, religiosa o social considerada seria por quienes estiman importantes determinados aspectos de la cotidiana existencia. Para él sólo el hambre, el dolor físico, el sufrimiento, la dignidad y el sexo son merecedores de atención. “Si la vida es corta, ¿por qué hemos de alargarla con padecimientos?”, me decía en cierta ocasión haciendo chistes del innecesario tormento.
En cuanto a Fermín, que desde que se despidió de mí precipitadamente en el río no había vuelto a saber de él, lo vi derrotado. No sólo su aspecto físico me resultó triste y abatido. Únicamente le restaba una hebra de dignidad, aunque difuminada por su desastrada apariencia.
Saludé a los presentes con sincera efusión. Sin embargo Germán, con su habitual desenfado y alegre atrevimiento, se permitió conmigo una pequeña libertad que no me hizo gracia, y menos en presencia de nadie: “Te veo ojeroso y algo preocupado. ¿Acaso tus investigaciones, o quizá algún escondido amor, te están quitando el sueño?
Fermín, con voz apática y dolida, como si con sus palabras quisiera liberarse de la amargura que lo estaba atormentando, se adelantó a mi respuesta antes de que yo pudiera reaccionar, y en un gallego un tanto burlón quiso aliarse con el librero:
— ¿Por qué o preguntas? Non podes ter dúbida ningunha.
No puedes tener ninguna duda, pensé alarmado. ¿Qué significaba todo aquello? Era lo que me faltaba para que mis escrúpulos se agrandaran de manera desproporcionada. No por la alusión a mi compromiso sentimental con Zaira, sino por el asunto de mis investigaciones.
Demostrando indiferencia ante la indiscreción de Germán, respondí al comunista en un gallego tosco que les hizo reír a carcajada limpia:
— Non fayas a crer todo o que vos digan certas persoas, porque cada lura ten a súa tinta.
— ¡Oye! —exclamó Germán dirigiéndose a Fermín—, este rapaz está aprendiendo nuestra lengua a pasos agigantados. Buena sintaxis y, por si faltaba poco, hasta sabe que lura en gallego significa calamar. Lo que tal vez no sepa es cómo se denomina mariposa en su idioma de adopción, aun a pesar de que su romanticismo le lleva a soñar con las alevillas.
— Mariposa..., mariposa... —fingí dudar—. Mariposa en gallego se llama bolboreta. Si queréis que os diga cuáles son los sinónimos que conozco de este lepidóptero, sé de dos: paxarela y papoia. Sin embargo, veo que Fermín no está hoy para chanzas y lo mejor que podría hacer nuestro amigo bibliófilo es sacar la garrafa de orujo que tiene escondida entre su colección de florilegios. De este modo podríamos alegrar nuestro encuentro.
Detrás de una larga y alta estantería donde se alineaban centenares de libros, y vigilando entre los anaqueles la puerta del comercio por si entraba algún cliente, brindamos por nuestra amistad. Era lo mejor que podíamos hacer para crear un ambiente más alegre, sin otras palabras que las propias de un brindis cualquiera y nuestro deseo de calentar el cuerpo a base de un fuerte licor.
Entre copa y copa (Fermín no quiso beber) cruzó por mi cabeza un concepto cuya fuerza psicológica es notoria: el del ritual del copeo. Inmediatamente, por asociación de ideas, rememoré la liturgia por la que doña Cayetana era ensalzada en sus exequias. Estaba próximo el momento en que iba a jugármela y tal vez el orujo reavivó el tremendo miedo que sentía al pensar en lo que me quedaba por hacer unos días después. De no haber sido por la feliz circunstancia de que el claustro de la catedral todavía estaba abierto —probablemente hasta que los albañiles se llevasen las últimas herramientas y enseres—, era casi seguro que hubiese dejado para más adelante, siempre para más adelante, la tarea a la que no estaba dispuesto a renunciar. Pero ya no me valían las excusas ni los pretextos. Se hacía necesario proceder de inmediato, antes de que el atrio quedase cerrado y me viese en la necesidad de entendérmelas con el hurto de la llave que en circunstancias normales lo mantenía cerrado.
Al conocer a Andrés, la impresión que me causó fue excelente. Jovial, alto, fuerte y delgado, su aspecto jupiterino (permítaseme el calificativo, por lo que de apariencia mitológica tenía el joven según mis ideas paganas) me impactó. De su rostro fluía una corriente de optimismo que me sedujo.
— ¡Hola, señores! — prorrumpió nada más vernos, en una exclamación de manifiesto agrado, que al instante me infundió una cierta confianza en su persona.
Yo ignoraba que Fermín y Andrés se conocieran. O si me lo dijo alguna vez lo había olvidado.
— Seguramente no conoces a Tico —me presentó el comunista al recién llegado— Es un valenciano que con su presencia en Lugo honra a los gallegos —se pasó Fermín un poco en la presentación.
— Bueno, te acepto el halago sólo porque te considero un buen amigo. Pero ¡coño!, haz el puñetero favor de no sofocarme más en presencia de nadie —protesté un tanto ruborizado pero en tono amable—. ¿Qué podría pensar de mí este amigo si aceptase tu lisonja dándote mis más efusivas gracias, y encima te ofreciera un caramelo? —Saqué del bolsillo unos toffees que ofrecí a los presentes.
— Si no me equivoco, tú eres... —terció Andrés dudando un instante y poniendo cara de pillo— un géminis. ¿He dado en el clavo?
— No sólo has dado en el clavo, sino que lo has hundido en la madera. ¿Cómo lo has sabido? – inquirí sorprendido.
— No sé. Quizá tu espontaneidad es lo que me ha hecho deducir tu signo natal. Se te nota en el carácter la exaltación de Plutón. Sólo me falta conocer tu ascendente. Pero no me lo digas, por favor. Creo que podré descubrirlo a no mucho tardar.
¿Estaba yo ante la presencia de un brujo? Mi espontánea elocuencia —en ocasiones arrebatada—, siempre contradictoria con mi barroquismo dialéctico cuando alguien me adulaba, me delató más de una vez ante los buenos astrólogos. Sin embargo, Andrés carecía de datos y antecedentes míos, necesarios para haber acertado a la primera de cambio.
Seguimos hablando sobre Astrología durante unos minutos, girando luego la conversación hacia temas esotéricos en los que Fermín no creía. Andrés, según nos dijo, practicaba la nigromancia desde hacía bastante tiempo pese a su juventud. Era dirigente principal de un grupo esotérico clandestino. ¿Por qué clandestino?, le pregunté. ¿No estamos en democracia? Él me respondió que Lugo no era Valencia, y que la democracia en nuestro país todavía no estaba ni mucho menos arraigada. (Tres días después se dio en el Parlamento el fallido golpe que hizo temblar en toda España a las conciencias comprometidas con la libertad.)
— Andrés, lleva cuidado —me atreví a recomendarle—. Puedes ir a presidio. —Fermín sonrió con amargura. Era evidente que recordaba su tormento en la cárcel cuando los falangistas, asidos a la retórica gloriosa de una España grande y libre y al floripondio político/literario, con licencia total para asesinar y hacer sufrir, propiciaban el redoble de los tambores del miedo en las conciencias libres. O quizá estuviese leyendo en su corazón aquel triste y célebre parte de los vencedores: En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
El esotérico, haciendo un gesto que interpreté como de menosprecio al legalismo vigente, manifestó su desdén hacia toda idea opresora, con el beneplácito de Fermín y el aplauso divertido de Germán. Me aseguró no sentir temor alguno ante la posibilidad de ser investigado por la Policía. “Que se jodan los píos y todos los conservadores de Lugo”, sentenció con manifiesto desprecio hacia los tradicionalistas.
Fermín, más moderado en sus expresiones pero contundente en el fondo de su intervención, mostró, en abierto desacuerdo con el impetuoso joven, su idea de mantenerse siempre alerta, incluso en democracia, ante los sofisticados e injustos procedimientos del Clero y la burguesía. La Galicia rural, obediente al poder y supersticiosa por naturaleza, únicamente se rebela, incluso contra Dios, cuando se le intenta despojar de un sólo palmo de la tierra que cultiva con más amor a su dignidad que al dinero que genera el surco.
El discurso de Fermín trajo como consecuencia una encendida discusión que, entre copeo de orujo y blasfemas expresiones, concluyó bastante después de que Germán, luego de atender a un par de clientes, cerrase su librería antes de hora.
— ¿Puedo fumarme un peta? — solicité a Germán, buscando la aprobación del resto de los contertulios.
— ¡Coño con el valenciano! —saltó Andrés de inmediato—. ¿Te queda otro para mí?
— Siempre que no me incendiéis la tienda —autorizó el dueño de la librería—, adelante con los canutos. Después, si os apetece echar un polvo, Fermín tiene un buen tafanario —concluyó riendo de manera estruendosa.
— Agradezo as vosas intencións, pero ainda non esotou disposto a poñer—lo cu —respondió el aludido sin excitarse. Fermín no estaba dispuesto a poner el trasero para nuestro deleite ni, por supuestísimo, a nosotros nos gustaba la carne con pelo. Pero celebramos con risas —que durante un rato serían ruidosas— la ocurrencia del librero, hasta que nuestro amigo leninista, quizá ansioso por liberar la carga oscura de sus recuerdos, arremetió contra el policía Blanco y toda la cohorte fascista lucense. Desde aquel momento (Andrés y yo emporrados), hasta que nos fuimos a comer a la taberna de Julián, la tertulia adquirió un sabor agrio. Sin embargo, todos menos Fermín acordamos algo positivo que con el tiempo se convertiría en adversidad para mí: reunirnos todos los sábados por la tarde con un amplio grupo de amigos y amigas en un reservado de la taberna de Julián. Allí, en plan bohemio, hablaríamos sobre política, literatura y arte en general. En ese lugar, durante un tiempo dilatado, Zaira y yo disfrutaríamos sin reservas.
— ¿Por qué no quieres formar parte del grupo? —le preguntó Germán a nuestro discrepante amigo, puesto que consideraba importante su presencia.
— Por desgracia sé cómo, a la larga, terminan los grupos numerosos, máxime los que tratan de política, religión, literatura y arte. En esas comunidades siempre hay dos clases de líderes: el que sabe y el que envidia. El primero aporta; el segundo resta y destruye. Y al final, invariablemente, la gresca.
Nada pudimos hacer para convencer a Fermín de que el grupo iba a ser abierto en cuanto a comportamientos y tolerancia. Que no y que no, hasta que desistimos de rogarle.
Nos habrá dejado un sabor agrio, decíamos de nuestra tertulia de esa mañana, porque Fermín, que no había probado en la tienda ninguna bebida alcohólica, tenía su día negro enquistado en lo más hondo del corazón. Cuantas veces intentábamos desviar la charla hacia cuestiones desenfadadas para evitarle, o en su defecto amortiguar, el dolor que le atenazaba, él, sin atender a razones ni a súplicas, encontraba motivos para incidir en lo mismo: El fascista Blanco y sus acólitos, la horrenda deformación del rostro como resultado de la tortura, y algo más que los presentes ignorábamos porque nunca nos lo confesó: la extirpación de uno de sus testículos. “Con un huevo, afirmó que le dijo Blanco, podrás todavía engendrar hijos de puta comunistas, si es que la Divina Providencia te libra del paredón, cosa que dudo. Porque Dios, entiéndeme bien, castrón, en beneficio de la patria, y aunque se apiade de los miserables como tú y como toda tu ralea, no puede permitir que a nuestra invicta e imperial España la mancille ningún miserable marxista”.
— Noche tras noche oyendo delirar a los presos. Hambre y piojos; insoportables goteos de agua maloliente en la abarrotada celda donde malvivíamos siete hombres inocentes; y para más escarnio, diariamente, a la hora de las comida —si es que se podía llamar así a la bazofia de aquella putrefacta cárcel—, me traían en una bandeja plateada, con servilleta y cubierto completo incluidos, algo de carne y pan moreno, fruta y vino, para que comiera y bebiera de lo mejor que había en ese asqueroso presidio en presencia de mis camaradas. “Esto —me lo decía el carcelero de turno señalando la comida— nos lo manda hacer nuestro glorioso Caudillo para premiarte por el chivatazo que le costó la vida a tu amigo Fausto, que en gloria esté o, mejor aún, en el mismísimo infierno”. Luego se reía el hijo de puta, mientras mis camaradas lloraban lágrimas secas por mí.
De esta manera, en tono apagado y monocorde, nos contó Fermín su odisea carcelaria en Lugo, aunque no le dejamos concluir. Había que almorzar y Germán estaba obligado a abrir la librería por la tarde a la hora acostumbrada. Sin embargo, aún pudo vomitar algo que le corroía el alma:
— Desde hace bastante tiempo, mi más cruenta lucha no es la que sostengo contra mis recuerdos. A esa batalla hace años que me he acostumbrado. La más dura tiene que ver con los impulsos que me apremian a rajar de arriba abajo a Blanco. Por esa delicia bien merece la pena el pago de unos cuantos años más de cárcel. Sin embargo, está por delante don Benito que es el único cura digno que he conocido, y al que debo gratitud y respeto por lo mucho que ha hecho por mí.
— ¡Ah!, ¿sí? — protestó Andrés irritado. Por el tinte enrojecido de su rostro, parecía dispuesto a enfrentarse a Fermín—. ¿No te deben a ti mucho más la Iglesia y los miles de españoles que con su interesada ayuda a Franco propiciaron tu dolor? ¿No fue el puto Clero, en particular el gallego y de modo descarado el lucense, con la bendición de Pío XI a la Santa Cruzada el que blasfemó contra los Evangelios por apoyar una de las más injustas causas que ha soportado España y por extensión el mundo entero? ¿Qué clase de ideales defiendes cuando no eres capaz de rajar a un asesino que se vale de la democracia que siempre ha negado (estoy seguro de que ha votado en contra de las libertades para vivir como un rajá), simplemente porque la noble actitud de un canónigo te ha sido favorable? ¿Es que deseas irte a la tumba sin vengar al menos a quienes entregaron su vida por la justicia y la libertad?
En este punto intervino Germán con cierto ahínco (aunque estaba tocado por el orujo era consciente de la gravedad de la situación) con el fin de contener la filípica de Andrés.
— ¡No! ¡Ni se te ocurra, Fermín! ¡Andrés está loco y no sabe lo que dice! —Ya en tono moderado, levantando los brazos y moviendo la cabeza de un lado a otro como si no diese crédito a lo que acababa de escuchar, continuó—: A mi padre lo asesinaron unos falangistas, de los cuales todavía vive uno que es coronel retirado de la Guardia Civil, y que para desgracia mía ha sido durante mucho tiempo cliente de esta casa. Precisamente ayer vino a comprarme una colección de cartas fascistas que sabe que poseo. No se las vendí, pese a la sustanciosa ganancia que me hubiera supuesto tal venta. Alegué que ya forman parte de mi colección privada sobre la Guerra Civil. No ignora de quién soy hijo; pero sí que mi madre se enteró de que fue él el instigador de la muerte de mi padre. Me ofreció mucho dinero por esas cartas e insistió para que se las vendiera. “No las vendo ni por todo el oro del mundo”, le respondí. “Espero que algún día, a no mucho tardar, cuando tengamos consolidada nuestra democracia, pueda enviarlas a un periódico de izquierdas para que España entera sepa quién fue el criminal que asesinó a mi padre y a otros inocentes defensores de la República.
— ¿Cómo reaccionó? —preguntó ansioso Fermín.
— Me amenazó, diciendo: “Pues guárdelas bien, no vaya a ser que a no mucho tardar tenga usted que rendir cuentas ante ese... criminal y asesino de su padre”. Acto seguido, mirándome con un odio indescriptible, se marchó. Debo reconocer que sentí miedo cuando se fue, y valoré su advertencia. Sé que no volverá a pisar mi librería, de lo cual me alegro infinito. En la taberna de Julián (por almuerzo lacón con grelos y cachelos y el mejor vino de Galicia) no se volvió a conversar sobre política ni mujeres, por evitarle a Fermín en lo posible recuerdos ingratos. Sin embargo, con una mezcla de temor e interés por mi parte, Andrés sacó a relucir algunos temas astrológicos:
— Dentro de tres días, el 23 de febrero, Marte en Piscis y Saturno en Sagitario, será un día crítico. No sé por qué me preocupa; pero esa configuración celeste me tiene en vilo. Piscis es un signo de agua. De aguas profundas. Marte, el guerrero, ¿qué pretende encontrar en los fondos abisales del sentimiento? ¡Me fío tan poco de Piscis! En cuanto a Urano en Sagitario, ¿qué puede hacer un planeta electrizante en los dominios del viento suave y reparador? ¿Qué pretende revolucionar?
— Déjalo que revolucione lo que sea— terció Fermín, que no creía en milongas (como solía llamar a todo lo que oliese a esoterismo). A ver si de ese modo hay suerte y la cona galega alumbra a otro Lenin para compensar su parida franquista. ¿No os percatáis de que Galicia está en deuda con España por haber traído al mundo a un repugnante fascista?
— ¿Qué es la cona? —pregunté con inocencia.
— ¿Qué va a ser? ¡Pues el coño! ¿No te jode? ¿Sabes lo que significa bolboreta e ignoras el significado de la cona?
— ¡Ah! Perdón — me excusé. Menos mal que todos reímos. No obstante, me dolió la excesiva dureza que Fermín tuvo conmigo. No porque no me inspirasen confianza sus palabras, cosa que le agradecí mentalmente, sino por el tono con que me zahirió y que movió al resto del grupo a la hilaridad. ¿Qué le sucedía a Fermín conmigo? Transcurrido el tiempo lo pude saber.
Terció Germán en la conversación para recriminar a Losada. Aun no haciendo referencia a su comportamiento conmigo, todos comprendimos la intención del librero. Lo hizo en un gallego que de momento no entendí, aunque, por el tono, me percaté de que no hablaba en broma.
— Ainda que non o saibas, contribúes ó malestar xeral.
Cuando me di cuenta de que el recriminado hacía ademán de levantarse, intervine con celeridad. No podía consentir que Fermín, afectado como estaba ese día y encima reprochado por causa de un pequeño desliz, se marchara ofendido y pudiera crearse un clima de enemistad entre nosotros:
— ¿Acaso no he sido yo el primero en reír la salida de Fermín? —dije en tono distendido.
— Eso digo yo también —se defendió el aludido, acomodándose de nuevo en su silla—. Si contribuyo, como acaba de decir Germán, al malestar general, ¿por qué ha sido él quien ha empezado a carcajearse?
Yo no quería disgustarme ni, mucho menos, sentir miedo. Sin embargo, un cierto temor me acompañaba. En primer lugar por las actitudes de Fermín y de Andrés, marcadas por la irracionalidad y un odio contenido. Y luego por la persecución implacable de la mirada de doña Cayetana, en todo momento haciéndome sentir la carga insoportable de su dominio. Ambas sensaciones coartaban mis ansias de libertad. Recordaba mis momentos dichosos con Rosa en la playa y en los naranjales, el sol unas veces y la luna en otras ocasiones elevándonos a las más altas cimas de la dicha, ávidos por extraer de la vida su ambrosía. Yo le decía a Rosa, cuando sus besos me enloquecían: El amargor de la existencia está hecho para que los poetas lo conviertan en sutiles versos. Versos que permitan al hombre contemplar la belleza allí donde no existe. ¿Qué decir de su respuesta en aquellos instantes? Abrazada a mí, emitía enajenados suspiros que acababan cuando en el orgasmo concluían las placenteras sensaciones y el sol de la dicha, o la luna melancólica, se ocultaban. Así, hasta que nuevos besos descubrían los renovados fulgores de la felicidad.
No es que mi vida en Valencia discurriese al compás de dulces ritornelos, con sus repetidos pasajes magnificando la música de mi existencia. Tenía que estudiar y obedecer; dos impedimentos que me obligaban a renunciar a mis ansias de permanente renovación. Sin embargo, cuán lejos estaban mis experiencias de entonces de los tormentos posteriores. Galicia y sus gentes, desde que comencé a conocerlas, me sedujeron. Zaira representaba para mí, además de la síntesis mágica de un pueblo, el compendio de la fertilidad. En ella era todo un brote persistente: lo que tocaba, florecía; su palabra no era verbo, sino germen poético del que yo extraía su savia para sentirme un dios. Aún recuerdo...
Era un anochecer de embrujo. (No voy a describir paisajes crepusculares, ni por asomo caeré en la tentación lírica. Sólo voy a transcribir lo que Zaira me dijo en los aledaños del parque de Rosalía de Castro después de un beso):
— Tico, la emoción del beso tiene la magnitud y la claridad del amanecer.
Agasajé a Zaira con una caricia por su lirismo. Luego, sí, cuando la dejé en su casa, sobre aquellas palabras compuse para ella el mejor poema que hasta entonces había elaborado mi numen creador.
En todas estas cosas pensaba yo durante el almuerzo, aprovechando como pausas para mis reflexiones las acaloradas discusiones mantenidas por Germán, Andrés y Fermín. Aun en los momentos en que mi intervención era necesaria, mi mente estaba en otro plano; sobre todo cuando me llegaban los ramalazos del miedo al pensar en lo que podría sucederme en poco tiempo. Este temor me inclinaba a contarle a don Benito lo que me sucedía. Un hombre como él, severo pero justo, humano y comprensivo, podría ayudarme a resolver mi problema psicológico sin necesidad de cometer un acto delictivo como el que yo proyectaba llevar a cabo. Valoré esta posibilidad, aunque finalmente la desestimé por considerarla un riesgo para mis planes. En el caso de fracasar en mi acercamiento al canónigo lectoral, ¿cómo iba a sentirme en adelante con el lastre de tamaña frustración?
— ¡Coño, despierta! —me gritó Andrés con desparpajo—. Ahora ya sé cuál es tu ascendente. Nada menos que de fuego abrasador. Fuego y aire. ¡Menuda mezcla! — Dirigiéndose a los demás amigos, les explicó—: Aquí tenéis a un géminis con ascendente Aries. Un tipo astrológico exaltado, mentiroso, ladrón y sincero a la vez y, por si faltaba algo para completar su retrato, con una lengua capaz de poner en pie al Parlamento. ¡Cuidado con Tico!
Pensé que no podía ser. Aun siendo Andrés el mejor astrólogo del mundo, no era posible determinar con exactitud el signo y el ascendente de ninguna persona sin tener otras referencias que las del simple estudio de su personalidad durante unas horas. Tal vez fuera que a mis espaldas Germán o Fermín, o ambos por separado, le hubieran hablado de mí; o que Andrés se hubiese marcado un farol con acierto casual.
Nos dijimos adiós, hasta vernos dos sábados después en la taberna de Julián. Luego yo, solo, me fui a la catedral.