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Ya en mi casa, después de haber maldecido a Guzmán entre dientes, me arrepentí de mi ligereza y creí estar en lo cierto cuando pensé que me encontraba en un callejón sin salida. En esta situación, y aun habiendo claudicado ante la determinación del cura de cancelar su compromiso artístico, estudié la posibilidad de no volver a posar para mi amigo sacerdote, a quien veía excesivamente volcado en su tarea. Si lo hacía por ayudarme a superar mi crisis, se equivocaba de procedimiento. Yo necesitaba serenidad y no el constante hostigamiento al que me tenía sometido. Tantas exigencias me abrumaban. Guzmán no se percataba de mi suplicio. “Concéntrate en Ingrid y no pienses en el cuerpo de Rosa, ¡libidinoso!”, me exigió en cierta ocasión, repitiendo de nuevo el insulto con que otras veces me había agraviado. Pero mi preocupación nada tenía que ver con Rosa y sí con mi imaginación, que me reproducía los ojos de mi desaparecida compañera siendo devorados por los gusanos. Miles de necrófagos alimentando su blancura con la luz de una mirada verde. Y sus labios, ya sin colorido y descompuestos por los efectos de la cadaverina, exhalando el pútrido olor de la muerte. La boca que tantas veces me había besado, corrompida; su aliento, fétido y el semblante, dislocado.
Como no podía soportar el peso de tantos recuerdos: unos agradables y otros, la mayoría, amargos, decidí escuchar música. Sin lugar a dudas, Stravinski podría restituirme la fuerza perdida que necesitaba para no desfallecer. ¿Por qué no el furor de La consagración de la primavera, obra que motivó un gran escándalo el día de su estreno? Había escuchado varias veces esa composición, y después de haber leído el comentario de Jacques Rivière: “Se trata de un ballet biológico…”, comprendí que el compositor, cuando emprendió la tarea de escribir su obra, quisiera apartarse del modelo poético tradicional para exaltar la primavera partiendo de la realidad biológica: el reagrupamiento agresivo de las células, la lucha atómica de la savia para generar nueva vida y recrearla en las notas musicales más atrevidas.
Casi al principio de la audición, cuando el excepcionalmente agudo registro del fagot pone una nota angustiada en la melodía, quedaron suspendidas mis emociones. El sopor, pese a mi esfuerzo por superarlo, venció la terquedad de mi resistencia. No podía abrir los ojos y, sin embargo, en mi cerebro iba tomando forma la bruma que los clarinetes creaban con sus notas. Ignoro si a lo largo de la somnolencia la música dejó alguna huella en mi sensibilidad. Sólo recuerdo, antes de quedar dormido, los primeros compases de un corno inglés, cuando el silencio de los clarinetes abre un nuevo espacio melódico. Al despertar…
En el preciso instante de abrir los ojos, ya la iluminación solar invadiendo mi habitación, vi junto al tocadiscos –del que se desprendía una nubecilla de vivos colores— una imagen humana de reducido tamaño. Sus rasgos faciales no podía distinguirlos, aunque la evolución de la figura me recordaba a Ingrid cuando, en cierta ocasión, desnuda a los pies de nuestro lecho, me sorprendió con el inicio de una danza de acompasados y leves movimientos. “¿Te ha gustado mi representación? Me la acabas de inspirar al verte sonreír”. Fue aquélla una noche de inolvidables sensaciones. Llegué a pensar si podría tratarse de un fenómeno originado por el fosfeno, puesto que acababa de frotarme los ojos con las manos.
Fijé la vista en lo que estaba observando. No podía creerlo. Era ella. No me cupo la menor duda de que el espíritu o esencia de Ingrid estaba materializándose, posiblemente con el fin de animarme a recordarla de otra manera. Pensé si yo estaba en mi sano juicio. ¿Me he vuelto loco?, me pregunté con preocupación. Pero no pude reflexionar sobre este aspecto puesto que en esos instantes, inesperadamente, comenzó a funcionar el reproductor sonoro. No eran los compases de La consagración de la primavera lo que mis oídos estaban escuchando, sino una música exótica –para mí desconocida—, cargada de matices sensuales.
Me incorporé en la cama con ánimo de levantarme, y en esos instantes se desvaneció la escena que ante mis ojos estaba ejecutándose, quedando el tocadiscos enmudecido. Sin embargo, una fragancia de fácil recuerdo fue impregnando mis sentidos. Era el mismo aroma que desprendía el cuerpo de Ingrid en sus momentos de exaltación sexual. Incomparable perfume que, no obstante, me recuerda el de un trigal donde ella y yo nos amábamos con frecuencia.
Acostumbrado ya a determinados fenómenos inexplicables, apenas sentí temor aunque sí inquietud. Ese aroma y las voces que oía en mi interior, casi imperceptibles, que parecían estar invitándome a rememorar pretéritos gozosos, anularon mi voluntad dejándome a expensas de los instintos. Pero fue la fuerza emotiva de Ingrid, siempre incitadora de emociones, la chispa que prendió en mi ánimo. Confieso que sentí un poco de temor y repugnancia ante la perspectiva de lo que estaba dispuesto a llevar a cabo, sin que mi lucha interna propiciase el cambio de actitud que me exigía la conciencia. No me cabe la menor duda de que vencieron mis demonios, a quienes después del acusado desvarío que me iba corroyendo, agradecí su intervención. Gratitud ésta fundamentada en la razón, puesto que dejé de lado ciertas estrecheces mentales originadas por determinados conceptos morales que aún tenía arraigados. ¿No era mejor, con un tanto de realismo, revestir los recuerdos que me ataban a Ingrid, ofrendándole la fuerza de mis estímulos? ¿Qué ofensa podía infligir a la mujer que tanto amé rememorando sus favores sexuales de la manera más práctica posible en esos momentos?
Me tendí de nuevo en la cama boca arriba. En esa posición, a través de la cristalera de la alcoba, se divisaban los tejados de pizarra de algunos edificios. Escuché el carillón y unas campanadas del Ayuntamiento, pero no quise saber en qué hora me encontraba. El tiempo era en esos momentos un enemigo más al que combatir. Persistía el perfume que me tenía embriagado, y en mi imaginación se iba desarrollando la danza al desnudo con que Ingrid adornó mis sueños eróticos por única vez. Su perfil facial era hermoso, aunque mis creaciones no podían aprehender la irradiación de aquellos ojos que continuamente me llevaron del asombro a la gloria, y a veces a los portales de mis infiernos.
Me quité el pijama y, en cueros ante su retrato, me ofrecí a ella pensando en los momentos felices cuando, excitada, me mordía y arañaba en la espalda como si estuviera poseída por algún ente mitológico. Luego, satisfecho por haber vencido un tabú, sostuve un duelo con la oposición moral que todavía me ofrecía resistencia. Pero nada, ni los recuerdos más tiernos ni las reflexiones religiosas a que me obligaba Gustavo ni, menos aún la serena expresividad de Ingrid, hirieron mi sensibilidad. Porque, necesitado de un desahogo sexual, ¿qué mejor ofrenda podía ofrecerle a la memoria de mi compañera que la que le dediqué? ¿Hubiera sido mejor regalo para su sombra el que hubiese pensado en los pechos de Rosa mientras yo hacía palmas con una sola mano? ¡Ay, si de momento nos quitáramos de encima todas las prohibiciones que la educación religiosa y el conservadurismos nos han impuesto!, pensé antes de quedar resuelta mi necesidad sexual. Nos sorprendería tal vez tanta inocencia.
Ahora, con la serenidad suficiente para valorar mis acciones, sonrío de un modo indulgente al recordar los prolegómenos de mi furor carnal. Necesitado de nuevos estímulos para hacer más placentero el goce, quise aproximarme a la realidad buscando entre las prendas íntimas de Ingrid aquellas que, plegadas como ella las dejó por última vez, pudieran satisfacer mis impulsos libidinosos. Un sujetador de encaje, negro, delicadamente bordado en rojo, y unas braguitas haciendo juego con el ajustador me retrotrajeron a ciertos instantes de nuestro pasado, cuando Ingrid acompasaba mis ambiciones eróticas con caricias, besos y novedades sensuales. Y aunque en los primeros momentos de tener entre mis manos su ropa interior sentí el peso de la conciencia recriminando mi acción, pudo más el lastre lascivo que los sentimientos morales.
Antes de proseguir con mis desvaríos, me abstraje en la contemplación del retrato de Ingrid. En sus labios brillaba la sonrisa que a veces esbozaba, rebosante de encanto juvenil, y de sus ojos fluía una corriente capaz de convertir en sosiego las inquietudes que me tenían sujeto al concepto del mal. Una mirada que parecía decirme: “¿Por qué sufres? Si de mi sombra te alimentas, goza con los recuerdos. Yo quería que me olvidases, pero mis deseos de nada han servido para tu completa liberación. Prefiero que cuando me evoques, lo hagas para sentir la dicha. Nunca para atormentarte”. Me bastaron de su iluminada faz estas mudas palabras para justificar ante mí mismo la densidad de mis movimientos lascivos. Ya nada podía contener el fuego carnal que me abrasaba, y, sin más pensamientos ni ringorrangos sentimentales, envuelto en el fluido que manaba de los amados ojos, me abandoné sin precauciones a los brazos de la embriaguez sexual.
Supondría un abuso narrativo explicar con detalle las secuencias que me condujeron al orgasmo. Exceso que prefiero atenuar haciendo uso de la razón. Sí, por el contrario, me detendré con brevedad en el siguiente relato, fruto del hastío que sentí:
Concluida mi experiencia y aplacada la lujuria que me tenía atormentado, contuve la respiración por unos instantes al contemplar de nuevo el retrato de Ingrid. Sus pupilas seguían siendo las misma que me observaban momentos antes de mi embrutecimiento sexual. Sin embargo, al recordar los espasmos y jadeos cuando estaba fundido con sus ojos, me sentí culpable. Ingrid no me ha hablado, pensé con amargura. He sido yo con mi egoísmo a cuestas el que ha puesto en sus labios las palabras que deseaba escuchar, me dije de un modo recriminador, al tiempo que la vista me llevaba a la indolente contemplación de tejados y cornisas, palpando en el silencio el vacío de mi ser. Ni la tibia mañana ni el garipío de los pájaros, ni menos todavía los nimboestratos que, sin haberme percatado, amenazaban la paz atmosférica, supusieron motivos suficientes para ahuyentar de mi espíritu la vacuidad. Hasta que el abandono, que también me hastiaba, puso fin a mi inactividad al advertir el repiqueteo de la lluvia en los cristales de la ventana.
Comenzó a llover con intensidad. Ingrid me miraba. Aparté los ojos de su retrato y me detuve en la contemplación de los visillos que ella misma había bordado con esmero. Pequeñas flores aisladas, de sedantes tonos, ponían una agradable nota en el tejido de las cortinillas. Cuánta hermosura se lleva la muerte, reflexioné con tristeza. ¿Dónde guardará la Parca tanta belleza, y para quién? Pero no quise volver a maldecir a Dios ni al cura. Sí, en cambio, abominé de mi nacimiento.
Tenía sueño y no podía dormir. Los ojos de Ingrid me volvieron a hablar. “Descansa, amigo. No has hecho nada malo. Has estado a punto de volver a maldecir a Dios y a Guzmán. No lo hagas. Pero tampoco te arrepientas de haber nacido. Agradezco de tus lujuriosas acciones los hermosos sentimientos que me has dedicado, pero debes olvidar la mirada de mis ojos ya vacíos. Consérvala para que brille en las pupilas de otra mujer”. Me fijé entonces en el reloj despertador que tenía sobre la mesilla de noche. Estaba a punto de marcar las diez de la mañana.
— Ingrid… —recuerdo que pronuncié, y quedé dormido.
Desperté sobresaltado. Había soñado con ella, con la juvenil mujer a la que tantas veces había besado en los labios y a quien amé hasta su despedida con caricias nacidas del alma. Fue un dilatado ensueño, lleno de terneza. Traspasando la barrera del tiempo, revivimos auténticos momentos de dicha. Desde que la conocí, hasta su… No quiero que sus últimos instantes empañen la visión onírica que de ella tuve. Sólo diré que, momentos antes de rememorar mi primer viaje a Lugo, volví a fijarme en el reloj.