Capítulo 14

Como de costumbre, Elizabeth se despertó temprano. Enseguida salió al jardín, donde estuvo revoloteando como una hermosa mariposa o como pequeña abeja glotona. Escogiendo aquí y allá. «Llenando la cesta de posibles asesinatos y delitos», pensó Aidan mientras la observaba en la pantalla de la agenda.

Era demasiado pronto para ir a trabajar, pero a la vez no sabía qué hacer en la habitación del hotel. Recogió el equipo de vigilancia especial que Lucía había utilizado para abrir la caja fuerte y salió del cuarto. En la sala se encontró con Lucía, quien seguía vigilando los monitores mientras escribía algo en el ordenador portátil.

—¿Algo nuevo? —le preguntó Aidan.

—No, una mañana rutinaria de Gorrión. ¿Dónde vas?

—Creo que voy a ir a echar un vistazo a esos túneles para ver qué se puede hacer con ellos —respondió.

—Para tu información, te diré que al principio del primer túnel te encontrarás con las huellas de un pie pequeño. El túnel principal gira a la derecha y después se ramifica en un montón de túneles más. Ahí fue donde yo me detuve.

—Hiciste un buen trabajo. Sólo te pido que no pierdas de vista a Elizabeth y que me avises si hay peligro de ser descubierto —le pidió a su compañera quien había vuelto a teclear—. ¿Qué andas haciendo?

—Estoy espiando el registro de todo terrenos de Silvershire.

—¿Por qué espiando? Si estamos trabajando para el gobierno, nos tendrían que facilitar los datos. ¿O es que no te fías de quién pueda estar dentro por lo del chivatazo al periódico?

—Eso es. Si hay algún topo, no quiero que se entere de las pistas que estamos siguiendo —respondió Lucía.

Aidan le dio una palmada en la espalda antes de dirigirse hacia la puerta, pero Lucía lo llamó y él se volvió. Se dio cuenta de que su compañera estaba dudando, cosa extraña en una mujer tan decidida.

—Tú y Gorrión. Es sólo negocios, ¿verdad? Porque si no…

Un suave movimiento de la mano de Aidan la calló.

—Gorrión o Elizabeth. De momento hay muchas pruebas que las vinculan, pero no hay nada definitivo.

—Tienes razón. Pero no podemos olvidar toda la información que ya hemos recopilado, ¿verdad? —preguntó Lucía.

Aidan asintió a pesar de su inquietud.

—Pero necesitamos una prueba concluyente, Lucía. Tengo que resolver este caso. Tengo que hacerlo por Mitch –admitió, sin confesar que también necesitaba hacerlo por él mismo. Porque se sentía totalmente confundido. Pero Lucía ya lo había adivinado gracias a su gran intuición.

—Guárdate las espaldas —le aconsejó.

—Y tú me ayudarás a guardármelas —dijo Aidan antes de marcharse.

Aidan se había vestido con ropa deportiva. En la bolsa llevaba ropa para cambiarse después y el equipo de vigilancia especial, que él mismo había desarrollado.

Cuando llegó al restaurante, Elizabeth estaba enredando en el jardín delantero.

Él la saludó.

—Buenos días.

—¿Vas a entrenar? —le preguntó ella acercándose.

—Me dijiste que podía utilizar el gimnasio mientras no hubiera clientes.

—Y es cierto —contestó nerviosa—. Tenías razón ayer.

—¿Razón sobre qué?

—Sobre la policía. He llamado esta mañana y he denunciado lo ocurrido.

También he llamado a la agencia de seguros. Un perito va a venir uno de estos días para evaluar los daños.

Aquella era otra decisión que a Aidan no le encajaba con el perfil de Gorrión.

—Ya verás como en cuanto lo arreglen quedará como nuevo —le dijo para consolarla.

—Como nuevo —repitió ella poco convencida.

—Bueno, bajo a la bodega, a no ser que me necesites para algo.

«O a no ser que quieras que continuemos el beso donde lo dejamos ayer», pensó Aidan mientras dudaba si aquél sería el mejor camino para descubrir la verdad.

—No, gracias. Estoy bien. Tengo que hacer el menú del día y preparar algunas cosas.

Los dos entraron en la cocina. Elizabeth se quedó allí y Aidan bajó a la bodega.

Para resultar creíble, decidió comenzar con el saco de boxeo. Puñetazo tras puñetazo, después la rutina de patadas, asegurándose todo el tiempo de que hacía ruido para que Elizabeth lo oyera desde arriba.

Se dio cuenta de que la puerta de la bodega estaba abierta y vio un pie de Elizabeth al lado. Había conseguido atraer su atención.

Elizabeth tras comprobar lo que Aidan estaba haciendo, cerró la puerta de la cocina.

«Perfecto», pensó Aidan. Preparó unas pesas sobre la colchoneta para poderlas agarrar en caso de que ella volviera a asomarse.

—Red Rover, voy a entrar —anunció.

—Perfecto. Ella está trabajando en la cocina.

Aidan se dirigió a la taquilla y la abrió con la contraseña que previamente le había dado Lucía. Allí encontró mucho más de lo que se había esperado. Había una camiseta y unas zapatillas de una talla pequeña. En la camiseta no había rastro de ninguna fragancia. Elizabeth nunca llevaba colonia, sólo usaba crema de manos. Con esencia de lirio, le había dicho Kate cuando le había comprado un bote, que después había enviado al laboratorio para un análisis químico.

No había rastro de lirio, sino que parecía una camiseta recién lavada que todavía no había sido utilizada. Aidan volvió a colocarlo todo en su sitio y apretó el botón que había en una esquina. La puerta del pasadizo se abrió, como Lucía le había informado. Aidan se internó en él, aunque no había sido diseñado para su tamaño y tuvo que agacharse para entrar y caminar.

El túnel estaba ligeramente iluminado por unas bombillas. Examinó las huellas, unas probablemente de Lucía y otras de un pie mucho más pequeño. ¿El de Elizabeth?

Aidan colocó una moneda como referencia junto a las huellas pequeñas y sacó una foto. Oyó un ruido extraño y tuvo miedo de perder la señal.

—Llamando a Red Rover, ¿me escuchas?

—Recibido. Te escucho, pero no tan claramente como antes.

Aidan caminó hasta el punto donde el túnel se ramificaba en dos. Lucía le había dicho que había seguido por el de la derecha, así que decidió explorar el de la izquierda. Caminó casi de puntillas, tratando de no dejar apenas huella para que Gorrión no pudiera advertir su presencia.

—Llamando a Red Roven. Llamando.

—Casi… no… oigo —dijo Lucía.

Aidan continuó caminando, consciente de que si perdía la señal con Lucía, Elizabeth podría descubrirlo.

—Me puedes perder en cualquier momento —le dijo a Lucía.

A medida que avanzaba, no veía nada salvo las paredes de tierra y las bombillas desnudas. Le pareció oír un rumor. Cerró los ojos para concentrarse en aquel sonido.

El océano. Era como si estuviera caminando por una concha gigante, pero había otro ruido. ¿Una pisada?

Aidan contuvo la respiración y lo oyó de nuevo. Y más cerca. Era, sin lugar a dudas, el sonido de pisadas. ¿Elizabeth?

Lucía no lo había avisado, pero quizás se hubiese quedado sin señal. Y si quería seguir escuchando las pisadas de Gorrión, tenía que mantenerse en silencio.

Avanzó sigilosamente hasta llegar a una piedra y se escondió detrás de ella.

La conexión con Lucía se perdía constantemente y sólo podía oír palabras aisladas que no tenían sentido. —… se ha movido… perdido… playa —oyó Aidan por el auricular. Sólo podía tratar de rellenar los huecos en blanco.

«Gorrión se ha movido, pero la he perdido en la playa», pensó Aidan.

A juzgar por el sonido, el mar debía de estar al final de aquel túnel. Continuó quieto esperando oír la siguiente pisada.

Nada. ¿Se habría dado cuenta Gorrión de su presencia y se habría esfumado?

Si seguía caminando se la podía encontrar y entonces…

¿Tendría ya la prueba de que Elizabeth era la malvada asesina?

Aquel pensamiento le hizo sentir mal, pero no era el momento de entretenerse a pensar por qué.

—Vuelve… bodega… rápido —oyó por el auricular.

Aidan soltó un sonido de frustración y cuando se dio la vuelta para marcharse vio que algo se movía. Antes de que se diera cuenta sintió un fuerte puñetazo en medio del plexo solar. Se agachó y recibió una patada en la cabeza, que fue a chocar contra la pared. Mientras caía al suelo, lo único que pudo ver fueron dos pequeños pies de mujer con unas zapatillas de deporte.

Después, todo se volvió negro.

—¿Aidan? ¿Aidan? —repitió Elizabeth mientras le humedecía la frente con una toalla mojada.

Aidan entreabrió los ojos e instantáneamente se puso en alerta. Agarró las muñecas de ella y la tumbó contra la colchoneta con todas sus fuerzas.

—¿Qué me has hecho? —le preguntó.

—¿Qué demonios te ocurre? —dijo ella tratando de liberarse.

Aidan parecía completamente desorientado. Miró alrededor y pareció extrañado al reconocer la bodega. Fue entonces cuando la soltó, pero estaba muy confundido.

Natalie descendió por las escaleras de la bodega apresuradamente con una bolsa llena de hielo en la mano.

—Aquí está, Lizzy —dijo dándose cuenta de que había interrumpido algo.

Elizabeth se levantó de la colchoneta y se dirigió hacia su amiga. Tomó la bolsa de hielo y la colocó en la cabeza de Aidan.

—Esto ayudará —dijo Elizabeth.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó él.

Elizabeth se encogió de hombros.

—Como no subías, Lizzy bajó para ver qué estabas haciendo —explicó Natalie.

—Te he encontrado tumbado sobre la colchoneta y las pesas estaban tiradas en el suelo. Estabas desmayado y frío, así que he subido a por unas toallas húmedas y le he pedido a Natalie hielo.

—Oh —dijo él.

Sujetó la bolsa de hielo sobre la herida.

—¿Necesitas un médico? —preguntó Elizabeth, pero Natalie se metió de nuevo en la conversación.

—No vas a demandarnos, ¿verdad? Ha sido culpa tuya que las pesas se soltaran y te golpearan —dijo preocupada de lo que le pudiera pasar a su jefa.

Aunque lo hacía con buena intención, no era la actitud adecuada en aquel momento.

—Nat, Aidan no va a ponerme una demanda —le dijo Elizabeth, arrodillada junto a él.

—Ya sabes lo que les gustan los pleitos a los americanos —dijo su amiga exagerando.

—Anda, sube y termina de preparar la cocina. Yo me quedo aquí cuidando de Aidan pero subiré enseguida —dijo para calmar a su amiga.

—No voy a demandar a nadie. Ha sido un accidente. Creo que las pesas se me debieron de resbalar de las manos —aclaró Aidan.

Tras oír aquello, Natalie se marchó dejándolos a solas.

—Ya te ha salido un moretón —dijo Elizabeth.

Aidan quería decirle que acababa de meterle una paliza. Pero ella estaba tan preocupada, que parecía imposible que estuviera fingiendo.

—No es nada —contestó a pesar del terrible dolor de cabeza que tenía.

—Me has asustado. Pensé que realmente te había pasado algo —admitió ella.

—No es nada. Y ahora supongo que tienes que trabajar, así que me voy a ir a casa a descansar.

—No me parece buena idea. Has estado inconsciente durante un rato. Podrías tener alguna contusión.

—¿Y entonces que me propones, Lizzy? —preguntó él mareado.

Tenía la cabeza a punto de estallar.

—Vamos a mi casa. Allí podrás descansar y yo podré echarte un ojo —le contestó Elizabeth.

Lo ayudó a levantarse y Aidan subió la escalera sujetándose en ella. Agradeció el apoyo, ya que le temblaban las piernas. Cuando llegaron a la puerta de la casa, un sudor frío cubría la piel de Aidan.

—¿Estás bien?

—Necesito sentarme —reconoció él.

Elizabeth lo llevó hasta el sofá y Aidan se recostó sobre una pila de almohadones.

—Estás pálido.

—Estoy bien —mintió.

Cerró los ojos.

Se moría de ganas de estar a solas. Y no para aprovechar la situación para investigar, sino porque no podía disimular su malestar por más tiempo. Elizabeth salió de la habitación.

De repente, Aidan, se dio cuenta de que no sabía nada de Lucía. Sacó el auricular de su oído y se dio cuenta de que con el golpe se había soltado un cable. Lo arregló y recuperó la señal.

—Llamando a Red Rover. Llamando.