Capítulo 11

Elizabeth tomó un desvío que conducía fuera del bosque, en dirección a uno de sus habituales supermercados. Al lado del aparcamiento había una valla que separaba una finca donde había cabras y vacas pastando.

Elizabeth aparcó el coche.

—¿Es aquí donde vamos a comprar? —preguntó Aidan.

—Lo llamamos la «despensa verde».

—¿La «despensa verde»? ¿Es la versión de Silvershire de las tiendas ecológicas?

—No se venden sólo verduras y no es una tienda convencional. Entra conmigo y verás —dijo Elizabeth.

Una vez fuera del coche, Aidan le ofreció el brazo y ella aceptó ante aquel gesto tan caballeroso. Se dirigieron hacia la puerta de lo que parecía ser una granja.

—Hola, Addy —dijo Elizabeth al entrar en la casa de campo.

Había una mujer de pelo canoso detrás del mostrador. En cuanto vio entrar a Elizabeth, corrió a darle un abrazo y dedicó a Aidan una mirada de sospecha.

—¿Y tú eres? —preguntó Addy tendiendo la mano a Aidan.

—Aidan. Soy el nuevo camarero de Elizabeth —contestó él.

—¿Qué tienes hoy para mí? —le preguntó Elizabeth a la mujer.

—El queso de cabra ha salido inmejorable y mi marido acaba de terminar con la mozzarella —dijo la mujer ofreciéndole unos trozos para probar.

Elizabeth primero probó el queso de cabra, que era cremoso, pero con cuerpo.

Después tomó otro trozo de pan, lo untó y se lo ofreció a Aidan. Él abrió la boca y mordió.

—¡Qué rico! —exclamó Aidan.

Después probaron la mozzarella recién preparada.

—Me llevo una docena de cada queso, si es que tienes. Pero no voy directamente a la ciudad, así que preferiría recogerlo mañana.

—No te preocupes, guapa. Mi marido tiene que ir a la ciudad mañana por la mañana, así que él te lo llevará.

—Muchas gracias. Y ahora queríamos llevarnos algo para hacer un pic—nic

dijo Elizabeth mirando a Aidan para ver si hacía alguna sugerencia.

Él se encogió de hombros, pero después señaló al queso de cabra.

—Es una excelente elección —confirmó Elizabeth.

Addy envolvió el queso en unas hojas de parra y se lo entregó a Aidan.

—Que paséis un buen día —se despidió Addy.

Una vez en el coche, Aidan puso el queso en la parte de atrás del coche, donde había un pequeño asiento. Elizabeth se acordó de cuando Dani y ella se habían sentado allí, ya que habitualmente la familia entera había ido a comprar a la

«despensa verde». Elizabeth sonrió.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Aidan.

—Quién sabe —contestó ella.

Aidan observó detenidamente aquel rostro y se preguntó qué habría detrás de aquella enigmática sonrisa. Una sonrisa llena de alegría, pero también de nostalgia.

Quizás estuviera actuando una vez más. Después de todo, no dejaba de ser Gorrión. O al menos eso era lo que tenía que tratar de no olvidar.

La siguiente parada la hicieron unos kilómetros más adelante, en una granja de cuyo interior salía un delicioso aroma a pan recién hecho. Había una fila de gente esperando para comprar.

Al igual que en la otra tienda, la dueña se alegró al ver a Elizabeth. Su alegría no era la de ver a una cliente cualquiera. Existía un lazo más fuerte, porque las mujeres se despidieron con un abrazo, tras comprar Elizabeth el pan. Después le dio la bolsa a Aidan.

—¿Soy yo el chico de las bolsas? —preguntó él.

Ella sonrió y le dio un golpecito en el hombro.

—Te tienes que ganar el pan de alguna manera, ¿no?

Tuvieron que hacer varias paradas más en distintos lugares para completar la lista de la compra. En una granja que parecía medio abandonada compraron unos tomates especiales para ensalada. No había nadie que les atendiera. Los tomates estaban sobre una mesa y Elizabeth dejó allí el dinero tras llenar una bolsa.

—¿Cómo sabes que no dejas dinero de más? ¿Y cómo se asegura el granjero de que la gente pague?

—Dan, el granjero, es un poco tímido. Pero sabe que la gente pagará lo que se lleve. Es una cuestión de honor.

—Cuestión de honor —repitió él, sin poder evitar una nota de incredulidad en su voz.

—Señor Rawling, es evidente que has viajado y has visto muchos sitios donde las cosas son… distintas. Pero aquí, en Silvershire, somos muy simples. Algunas cosas, como el honor, existen todavía —dijo Elizabeth riéndose.

Después se dirigió al coche con la bolsa de tomates en la mano.

Aidan la observó caminar. Estaba perplejo. Por lo que estaba comprobando aquella mañana, Elizabeth era una persona querida, respetada y, por lo que parecía, también honorable.

Se obligó a recordar que incluso entre los asesinos podían existir códigos de honor.

Cuando ya estaban en el coche, Elizabeth le dijo que sólo harían una parada más antes de dirigirse a un lugar especial para comer. La parada era una bodega.

—Hector tiene unas uvas impresionantes. Por lo visto, tiene que ver con la niebla y la humedad que cada amanecer viene desde de la costa y con que los viñedos estén rodeados de ciruelos y de zarzamora —le explicó Elizabeth mientras conducía.

—¿De aquí viene el prestigioso vino Lionshead? —preguntó él y Elizabeth asintió.

Descendieron por una estrecha carretera que conducía a un edificio de piedra, parecido al restaurante de Elizabeth. Aparcaron el coche y descendieron.

Dentro se encontraron con una sala donde había dos mostradores y algunas sillas y mesas.

—¿Hector? ¿Está abierto? —preguntó ella.

Inmediatamente un hombre asomó la cabeza desde la habitación trasera. Al ver a Elizabeth, su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Amiga —dijo el hombre con los brazos abiertos.

—¿Cómo estás, Hector? —preguntó ella abrazando al hombre.

Debía de tener treinta y tantos, y además era bastante guapo. Aidan se sintió un poco celoso. Héctor lo miró con cara de pocos amigos. Soltó a Elizabeth.

—¿Y él es? —preguntó mientras se dirigía a la barra para abrir una botella de vino.

—Es Aidan, el nuevo camarero —aclaró Elizabeth.

—Oh —se limitó a decir Héctor. Puso dos vasos delante de ellos—. Probad mi nueva cosecha.

Aidan tomó un largo trago, y Héctor lo miró enfadado. Elizabeth, sin embargo, primero admiró el color de la bebida y su olor.

—Tiene buen color. Y un bouquet vigoroso —advirtió. Después tomó un breve sorbo—. Excelente, Héctor, un sabor afrutado muy conseguido.

—Entonces ¿te gusta? —preguntó el hombre entusiasmado.

—Me gusta mucho. ¿Puedo encargarte una caja para el restaurante y una botella para ahora?

Héctor entró de mala gana en el almacén ya que sabía que Elizabeth iba a disfrutar de aquella botella con Aidan. No obstante, regresó, botella en mano, y se la entregó a su clienta.

—Disfrútala, amiga —dijo sonriendo a Elizabeth.

Después miró con desdén a Aidan, quien se limitó a sonreírle.

Elizabeth se inclinó sobre el mostrador y le dio a Héctor un beso en la mejilla, sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo entre él y Aidan.

Salieron de la casa y Elizabeth sonrió a Aidan.

—¿Estás preparado para comer?

—Sí, son casi las cuatro. Va a ser casi una cena.

—Es verdad, lo siento. Se me ha pasado el tiempo volando. ¿Prefieres que volvamos a la ciudad?

Aidan se detuvo delante de ella. Elizabeth había puesto cara de preocupación y él le acarició la mejilla con suavidad.

—Me lo estoy pasando muy bien. Está siendo muy… revelador.

A Elizabeth le sorprendió aquel adjetivo. Aunque parecía ser cierto que se lo estaba pasando bien.

—De acuerdo. Entonces, vayamos a comer.

Se dirigieron hacia la costa, donde se situaba Leonia. Elizabeth condujo durante quince minutos hasta llegar a su paraje favorito. Lo había descubierto hacía muchos años. Era su lugar y estaba libre de fantasmas. Aparcó el Gaston a un lado de la carretera.

—¿Estás listo? ——le preguntó a Aidan.

—Sí, listo —confirmó él.

Le entregó algunas bolsas a Aidan mientras ella sacaba del maletero una manta y una cesta. Su madre siempre las había llevado ahí por si improvisaban alguna excursión.

Con la cesta y la manta en un brazo, Elizabeth se acercó a Aidan y le ofreció la mano. Él la agarró. Caminaron dados de la mano por una pradera verde, hasta llegar a una zona rocosa. Se detuvieron para admirar el paisaje. A la izquierda estaban los impresionantes acantilados de la costa norte de Silvershire. A la derecha, la bahía de Leonia y a cada lado, las dos ciudades hermanas: Leonia y Tiberia. En la bahía los pescadores se preparaban para hacerse a la mar.

—Qué belleza —dijo él.

Sus miradas se cruzaron y quedó claro que no se estaba refiriendo sólo a las vistas.

La intensidad de aquella mirada hizo que Elizabeth diera un paso adelante y acariciara la mejilla de Aidan. Pudo sentir el tacto de la barba de dos días y la calidez de su piel. Sus dedos descendieron hasta rozar aquellos labios que la tenían fascinada. Él la fascinaba.

Lo miró a los ojos, que con el mar de fondo eran aún más azules.

—¿Tienes hambre? —le preguntó, aunque no se estaba refiriendo precisamente a la comida.

Aidan posó la mano sobre la piel desnuda de su cintura. La mano estaba caliente.

—Me muero de hambre —confesó él antes de acercarse aún más. Inclinó la cabeza dispuesto a besarla—. ¿No es una locura?

Elizabeth se sintió confundida ante aquella pregunta. No obstante rozó los labios de Aidan.

—¿Por qué soy tu jefa?

Aidan se separó. La expresión de su rostro era de perplejidad y de retirada.

—Vamos a comer –dijo, tomando la cesta de las manos de ella para que pudiera extender la manta.

Elizabeth dudó unos instantes. Estaba confusa y también… dolida.

No era de esas personas que fácilmente se lanzaban a los brazos de un hombre.

Y había estado a punto de hacerlo.

Su lado más contenido, se alegró por lo ocurrido. Pero ella no estaba dispuesta a arruinar lo que había sido, hasta aquel momento, un día estupendo.

Extendió la manta sobre la hierba y sacaron la comida de las bolsas.

Cortó el queso de cabra y lo acompañó con unos tomates y con aceite de oliva, que también había comprado. Después colocó el plato entre ella y Aidan, quien se había sentado en la otra punta de la manta.

Sacó unos panecillos y un poco de jamón, y le entregó a Aidan la botella de vino para que la abriera, junto con el sacacorchos y dos copas.

—¿Siempre sales así de preparada? —preguntó él.

—Nosotros siempre solíamos ir de pic—nic. A veces después de ir a la compra, otras veces pasábamos el día en la playa.

—Parece que en tu familia os divertíais mucho.

—Si que nos divertíamos. Los echo mucho de menos —reconoció Elizabeth con voz temblorosa.

Aidan se dio cuenta de que las lágrimas inundaban sus ojos y se acercó a ella.

Quiso tomar sus manos porque quería reconfortarla, pero no lo hizo. Aquello era una locura. Había demasiados secretos entre ellos. Demasiadas dudas.

Se concentró en abrir la botella y sirvió las copas. Le entregó una a ella y brindaron en silencio. Elizabeth tomó un panecillo y lo rellenó con el queso y una rodaja de tomate.

—Delicioso —dijo.

Aidan se dispuso a seguir su ejemplo y tomó pan y queso. El sabor era…

impresionante. Los tomates también eran ricos y sabrosos.

—Muy, muy rico —coincidió él.

—Prueba esto —dijo ella ofreciéndole un poco de jamón. Aidan permitió que ella le metiera el bocado en la boca.

— Hmmm.

Los dos bebieron de sus copas y sus miradas volvieron a cruzarse. No importaba quien fuera aquella mujer. Aidan la encontraba increíblemente interesante. Compleja. Deseable.

Y por la forma en la que Elizabeth le estaba mirando los labios, resultaba evidente que la atracción era mutua.

Tenía que ir despacio. Debía de estudiar cada matiz. Y en aquel paréntesis quizás pudiera irla desnudando para descubrirla mejor.

Tomó una fresa de un plato y la llevó hasta los labios de Elizabeth. Ella posó la mano sobre la de él de forma suave.

Mordió la fresa y su jugo resbaló entre los labios. Elizabeth chupó el jugo con la lengua.

Aidan estuvo a punto de gemir, al imaginar aquella lengua chupando otras cosas. Tuvo que moverse porque los vaqueros estaban presionando su miembro erecto.

Elizabeth pensó que los hombres a veces eran demasiado simples. Al darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo a Aidan se quedó con la boca seca. Aunque, quizás no hubiera tanta diferencia entre los hombre y las mujeres porque de repente se estaba sintiendo muy excitada.

A pesar de la atracción que sentía por el cuerpo de Aidan, apenas sabía nada de él, salvo que se marcharía. Él tampoco sabía nada de ella. Ni quién era ni lo que esperaba de la vida.

Pero quizás estuviese ante un momento para aplicar la fórmula del carpe diem.

Disfrutar del momento, sin pensar en lo que vendría después. Cuando oyó la voz del Escaneado por Mariquiña y corregido por Sira

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sentido común diciéndole que aquello no llegaría a buen puerto, hizo oídos sordos.

Estaba cansada de ser siempre tan sensata.

Elizabeth tomó un trozo de pan y lo untó en el queso. Después lo llevó hasta la boca de Aidan, donde una pizca de queso resbaló.

—Déjame a mí —dijo ella.

Y suavemente con la lengua rozó los labios de Aidan.

Él soltó un gemido, pero no hizo ningún movimiento de aproximación.

Quizás no fuera un chico tan fácil como ella había pensado.

Aidan tomó aire para tratar de contenerse. Se moría de ganas de besarla y de tumbarse sobre ella y… Se obligó a no perder la perspectiva. Estaba investigando a aquella mujer. Era probable que fuera una asesina de renombre dispuesta a degollarlo con el cuchillo con el que inocentemente estaba pelando una pera en aquel instante.

Con el mismo cuchillo cortó la pera en rodajas y las puso en el plato de las fresas. Después bebió un poco de vino y prosiguió comiendo.

Aidan la observó mientras ella disfrutaba de la comida. Él también se animó a seguir picando. Cuando fue a tomar un trozo de pera, ella lo hizo por él y se lo metió en la boca. Aidan la contestó con el mismo gesto. Se miraron y cuando la pieza de fruta se acabó, Elizabeth le sorprendió de nuevo. Llevó la mano de Aidan hasta sus labios y despacio, chupó el jugo de la fruta de sus dedos. Finalmente introdujo el dedo índice de él en su boca y lo acarició con la lengua.

Aquello dejó desarmado a Aidan, cuyos pantalones estaban a punto de estallar.

Tomó la cabeza de Elizabeth entre sus manos y tuvo su último gesto de caballerosidad.

—¿Estás segura? —le preguntó.

—No —repuso ella con sinceridad.

—Yo tampoco —añadió él justo antes de darle el beso que llevaba todo el día conteniendo.