SIN DEJAR DE CORRER, perseguida por las furiosas voces de lo alto del muro, Gaia tropezó con un grupo de personas que la llamaron, que extendieron las manos hacia ella, pero las esquivó y siguió adelante. Había grupos de gente por todas partes, sentados en las aceras o en taburetes traídos de casa. Estuvo a punto de caerse sobre unos niños, cuyos padres también le gritaron. Era estrambótico, irreal, y ni siquiera podía detenerse para encontrarle algún sentido. Lo único que podía hacer era buscar la oscuridad, rehuir cualquier luz que la expusiera al sistema de vigilancia y seguir corriendo. El brazo izquierdo le dolía y estaba poco menos que inservible. Una especie de alarido interno vibraba en su cabeza, impidiéndole pensar. Lo más parecido que logró al intentarlo fue revivir la imagen de Leon desplomándose, inconsciente o muerto.

—Puede estar muerto —murmuró. Cuando se apoyó en una pared para recobrar el aliento, un tremendo estruendo la hizo respingar y el cielo nocturno se iluminó de pronto. La multitud que la rodeaba profirió un ¡oooh! de admiración. Gaia se volvió hacia el Enclave a tiempo de ver la desintegración del fuego artificial sobre una torre. Al explotar el segundo, cayó en la cuenta por fin de lo que pasaba: la celebración del cumpleaños de Evelyn proseguía, sin interrupción, aunque Leon y ella estuviesen luchando para salvar sus vidas.

Miró a su alrededor para orientarse. Sus pies la habían llevado al Sector Oriental Dos, cerca de la casa de Emily, su vieja amiga. El aire húmedo sabía a humo de madera. Mientras los fuegos artificiales atronaban en el cielo, se desvió a la izquierda y corrió por dos calles más hasta llegar a la última casa de una hilera. Llamó a la puerta de Emily y Kyle, jadeando, y se precipitó con tal ansia al interior en cuanto abrieron que estuvo a punto de caerse; sin embargo, unas fuertes manos la sujetaron.

—¡Gaia Stone! —dijo Kyle atónito—. ¡Emily, ven, corre!

Gaia sintió el extraño deseo de gritar otra vez, y una nueva oleada de dolor le recorrió la articulación del hombro izquierdo. Kyle la condujo hasta la chimenea y la hizo sentarse en una silla. Emily entró en la habitación con los ojos como platos. Cuando Kyle cerró la puerta los ruidos del exterior se amortiguaron.

—¡Gaia! —exclamó su amiga—. ¿Qué te ha pasado?

Esta abrió la bolsa que sostenía en brazos para ver a su hermana. La pequeña tenía los ojos abiertos, pero estaba muy quieta. Gaia la sacó de inmediato, dejando que la bolsa y todo su contenido cayera al suelo, y le sostuvo suavemente la cabeza en la palma de la mano.

—¡Maya! ¿Maya?

La niña parpadeó y frunció un poquito los labios. Gaia suspiró de alivio y la abrazó con ternura.

El matrimonio cruzó una mirada. Emily se sentó junto a su amiga y le pasó un brazo por los hombros.

—Kyle —dijo—, vete a ver si la ha seguido alguien.

Kyle agarró su abrigo de una percha.

—Se lo diré a los demás e iré a buscar a tu padre. No te preocupes, Gaia. Estaremos pendientes. Si se acerca algún guardia, te sacaremos de aquí.

Al mirarla directamente, Gaia se fijó en que Emily tenía el rostro más lleno y los cabellos caoba más largos que la última vez que la había visto. Sus ojos eran del mismo azul intenso, pero estaban cargados de preocupación.

—¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? —preguntó Emily tirándole con suavidad de la capa.

—Necesito cambiarme —respondió Gaia lentamente, y también necesitaba pensar. Leon no estaba con ella. No iba a venir. No podía. Aún no acababa de creérselo—. ¿Tienes preparado para bebés o alguna otra cosa que pueda llevarme al Bosque Muerto?

Emily la miró con asombro.

—Claro, pero ¿seguro que quieres irte?

Gaia no sabía ni por dónde empezar. Cuando intentó hacer un resumen de lo ocurrido desde que entrara al Enclave, fue totalmente incapaz. Era demasiado: su padre, su madre, Leon.

—No puedo explicártelo ahora, pero debo irme.

—Sabíamos que te estaban buscando, han puesto carteles con tu foto en el Tvaltar, pero sin explicar el porqué. ¿En qué lío te has metido?

—No puedo quedarme aquí, es peligroso para mí y para tu familia. Acabo de darme cuenta de que… saben que eres amiga mía. Lo siento, Emily, no debería haber venido.

Miró hacia la puerta y empezó a levantarse, pero Emily la empujó suavemente hacia la silla.

—No digas eso. No puedes marcharte así. Queremos ayudarte, y estoy segura de que Kyle encontrará gente que vigile.

Gaia se frotó el hombro izquierdo para aplacar el dolor.

—Te duele, ¿no? —dijo Emily—. Venga, deja que te ayude a cambiarte. ¿Necesitas un biberón para el bebé?

Su corazón seguía desbocado pero ya respiraba con más facilidad.

—Todavía no. Es mi hermana, Maya.

—¿Tu hermana? ¿Dónde está tu madre?

Con infinita tristeza, Gaia bajó la mirada hacia el rostro de la pequeña.

—Ha muerto.

—Ay, Gaia.

Esta sacó la manita de Maya y la sostuvo en alto, para mirarla a la luz de la lumbre. Del Enclave llegaron más explosiones sordas. Si recordaba a su madre, empezarían las lágrimas y quizá no se acabarían jamás.

—Lo siento muchísimo —dijo Emily bajito—, era una mujer maravillosa.

Gaia cerró los ojos al sentir que, pese sus esfuerzos, las lágrimas llegaban.

—Por favor —rogó—, no puedo pensar en ella, no puedo.

—Claro que no —respondió Emily con dulzura—, espérame aquí. Voy a cambiar a Maya y a preparar unas cuantas cosas para las dos. ¿Te importa que me la lleve?

Al darle a la pequeña, sintió en las manos un vacío inmenso. Emily salió silenciosamente de la habitación. Gaia se dejó caer en el banco situado junto a una mesa y hundió la cara entre las manos. Cada hueso, cada músculo de su cuerpo gritaba de dolor y de cansancio, pero el verdadero sufrimiento se encontraba en lo más hondo de su corazón.

En la calle se produjo una serie de explosiones bruscas, y el intenso resplandor de la traca final se coló por las ventanas. Las calles se llenarían enseguida de gente que regresaba a sus casas. Gaia se agachó para recoger los registros que habían caído al suelo y los apiló en su regazo. No era gran cosa en comparación con lo que había perdido. Abrió el de arriba y miró la primera página. Era una lista de bebés adoptados, a línea por bebé:

4 en. 2385 Niño sano. Lauren y John McManus. «John Jr.»

16 en. 2385 Niño sano. Verónica y Nabu Nissau. «Labib»

17 en. 2385 Niña sana. Beatrice Mairson y Ed Pignato. «Joy»

Y así sucesivamente, año tras año. Eso le quedaba de la herencia de sus padres: una guía, o un modo de abrir las heridas de la pérdida en quienes se preguntaran qué había sido de sus hijos. Ahora podrían conocer su nombre y apellidos y, si estaban dispuestos a arriesgarse para obtener más información en el Enclave, descubrir si estaban vivos o muertos. Se preguntó cuántos padres tendrían verdadero interés en saberlo. Su madre, desde luego, hubiera dado la vida por aquellos registros. En esencia, la había dado. Pasó las páginas y recorrió con el dedo las columnas de fechas hasta llegar a la que más le interesaba:

12 feb. 2389 Niño sano. Jodi y Sol Chiaro. «Martin»

Aquel era su hermano Arthur. Se había convertido en Martin Chiaro. De poco le servía saberlo; Arthur estaba tan perdido como antes.

Cerró el cuaderno y, al hacerlo, reparó en algo que brillaba en el suelo, entre el papel de la bolsa y la manta que Leon había metido al fondo. Se agachó y asió el objeto, que resultó ser un trozo de cadena. Al sacarla, un colgante de metal giró lentamente a la luz de la lumbre: su reloj.

—Ay, Leon —musitó.

Casi escuchaba su voz insistiendo en que era suyo. Ahora sí, en aquel momento sí, porque había recobrado la libertad. Abrió la tapa para ver las palabras grabadas en el reverso: La vida primero. Después envolvió lentamente la cadena en sus dedos, asió el reloj y apretó sobre su frente el puño que lo aferraba. Hacía tictac. No iba a llorar. No quería llorar.

—¿Estás bien? —preguntó Emily al regresar con Maya y un puñado de ropa.

Gaia meneó la cabeza. No, no estaba bien. Ni siquiera sabía si llegaría a estarlo alguna vez. Se frotó un ojo con la muñeca. Cuando miró a Emily, se fijó en la curva sutil de su vientre. Frunció el ceño.

—¿Estás embarazada otra vez?

Emily se rio.

—¿Cómo no ibas a notarlo tú?

Gaia miró el cuarto con más atención: unos cuantos muebles sencillos y una trona arrinconada. La gente pasaba riéndose por la calle.

—¿Dónde está tu bebé?

—¿Paul? Durmiendo como un tronco. —Emily sonrió de nuevo—. Y que dure. Toma, ¿por qué no te cambias? La verdad es que pareces una princesa, pero eso no es muy práctico por aquí fuera.

Gaia se quitó sus ropas blancas y se puso un vestido marrón y un suéter azul moteado de blanco. Tenía muy sensible el hombro izquierdo, pero no parecía roto.

—Toma, sostenla tú —dijo Emily devolviéndole a Maya—. Voy a traerte un poco de estofado.

—No tengo hambre, ni tiempo. De verdad.

—Me da igual. Te lo vas a comer de todas formas.

Emily empezó a ir y venir afanosamente: se llevó la ropa que Gaia se había quitado y le trajo un cuenco humeante y una cuchara. Gaia intentó levantarse para recoger sus cosas, pero la conmoción y el agotamiento no se lo permitieron. Se dejó caer de nuevo en el banco con Maya en brazos y levantó la cuchara de la mesa.

—¿Qué es eso? —preguntó Emily señalando los cuadernos.

—Me gustaría que los guardaras tú, Emily. Son los registros de los niños ascendidos y de sus padres adoptivos del Enclave.

Emily arrugó la frente, incrédula.

—¿En serio?

Gaia se llevó una cucharada de guiso a los labios y sopló con delicadeza. Olía bien, a especias, a patatas, a carne.

—En serio —contestó—. ¿Podrías copiarlos? ¿Tienes gente en quien confíes, tus padres…?

Emily se sentó a su lado y miró algunas páginas.

—Es increíble —dijo asintiendo—. Algunos de nosotros, no muchos, pero algunos hemos empezado a reunirnos —su expresión se volvió sombría—. Hace unas semanas vi algo que me dejó de piedra.

—¿Cuando dispararon al cuervo? ¿En el inlago?

Emily se giró para mirarla, atónita.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo enseñaron. Querían demostrarme que estaban dispuestos a todo.

—Y así es. Han ido demasiado lejos, Gaia. Se llevaron a tus padres y han subido la cuota a cinco bebés. Además, hace poco, dos guardias le dieron una paliza a un panadero del Sector Oriental Uno. La gente habla, y no creo que puedan contentarla con unos cuantos fuegos artificiales.

—¿Crees que habrá una revuelta o algo así?

—Es pronto para decirlo, pero esto —Emily dio golpecitos sobre los cuadernos—, esto puede cambiarlo todo. ¿Qué pasaría si todo el mundo les reclamara a sus hijos?

—¿Y la cuota de bebés? —preguntó Gaia—. ¿Qué pasa con eso?

Emily asintió y apoyó la mano sobre su vientre.

—Yo no podría hacerlo, no puedo darles a mi niño, y conozco a otras madres que piensan igual. No sé lo que haríamos si… Bueno, sé que es tu trabajo, pero…

Gaia apartó el cuenco.

—No, ya no —respondió. Emily se quedó pasmada—. Ni nunca más, te lo aseguro.

Miró a su hermana, otra vez pacíficamente dormida. Su nariz era todavía plana y sus cejas, mera insinuación. Una fuerza potente y posesiva creció en su interior mientras la acunaba.

—Ahora tengo que cuidar de Maya —añadió.

Emily convirtió su mano en un puño sobre los cuadernos.

—Pues es una pésima idea —dijo—, ¿de verdad quieres llevártela a los páramos? Yo podría cuidártela, aquí estaría a salvo.

No era necesario que se lo deletreara para que Gaia lo entendiera: Emily estaba convencida de que iban a morir. Gaia no podía pensar así, ni podía abandonar a su hermana. Ya estaba harta de familias rotas.

—Gracias, pero seguiremos juntas.

Hubo una llamada en la puerta y Emily se levantó para franquear el paso a su marido. Detrás entró Theo Rupp.

—¡Gaia! —exclamó Theo—. ¡Nos tenías muertos de preocupación! ¿Estás bien? ¿Dónde están tus padres?

Cuando Gaia se levantó los fuertes brazos del hombre las envolvieron a su hermana y a ella en un gran abrazo.

—¿Viene alguien? —le preguntó Emily a Kyle.

—Los guardias van registrando casa por casa —dijo este a Gaia—. Te perdieron entre el gentío, pero se acercan cada vez más. He dejado a Rufus vigilando.

—Entonces no hay tiempo que perder —dijo Gaia volviéndose hacia Emily—. Ayúdame a prepararme.

—No lo entiendo —dijo Theo—. ¿Qué pasa?

Emily apoyó una mano en el brazo de Gaia.

—Gaia nos deja, papá. Jasper y Bonnie han fallecido. Ella se marcha al Bosque Muerto con su hermana.

Los otros se miraron; después Theo se quitó el sombrero y le dio vueltas en sus grandes manos.

—Voy contigo —dijo. Gaia negó con la cabeza.

—No puedes venir, Theo. No puedes dejar a tu familia.

—Pero, cariño, ¿conoces al menos el camino?

—¿Lo conoces tú?

La expresión desconsolada de Theo se reflejó en los rostros de todos los demás.

—Lo suponía —dijo Gaia.

La familia empezó a preparar las cosas. Emily trajo el arnés de tela gris que había usado para llevar a su hijo y le enseñó a Gaia cómo ponérselo entre el hombro derecho, el sano, y la cadera izquierda, para llevar a Maya en el bolsillo que quedaba sobre el pecho. Kyle guardó varios objetos en una mochila: una caja de cerillas, un cuchillo, un cazo, un saquito de harina de maíz, una tableta de micoproteína y una bolsa de pacanas. Después llenó de agua un par de botellas y las añadió al resto. Theo enrolló una lona impermeabilizada y un par de mantas y ató el rollo con tiras de cuero. Emily agregó pañales, tres latas de preparado para bebés y dos biberones. En la mochila ya no cabía ni un alfiler.

—Llévate esto por si llueve o hace frío —le dijo Emily, dándole una capa gris que llegaba a las rodillas. El tejido había sido impermeabilizado con cera de abeja.

—Es preferible que viajes ligera para que te alejes de aquí cuanto antes —le aconsejó Theo—. Ve hacia el norte. Dicen que al norte los páramos se convierten en bosque y que allí hay agua, y eso es lo que más necesitarás.

—El Bosque Muerto —dijo Gaia.

—Sí —respondió Theo—, eso dicen.

Al pasear la mirada por la confortable casita y la unida y cariñosa familia, Gaia sintió una punzada de envidia y de nostalgia. No solo dejaba para siempre aquel lugar, sino todo lo que en él podría haber vivido.

—Estoy muy agradecida —dijo—, a todos. Más de lo que se puede imaginar.

—Te llevaremos al límite de Wharfton —dijo Kyle, agarrando la mochila.

Gaia le vio tan decidido que no se atrevió a negarse.

—Cuida los registros —le dijo a Emily.

—Lo haré, lo prometo. Y tú cuida de ti, ¿de acuerdo?

Emily le dio un abrazo apretado, fiero.

—Te echaré de menos.

Gaia le devolvió el abrazo en silencio. Después ella, Kyle y Theo salieron a hurtadillas.

Había escampado y las calles estaban tranquilas. Solo quedaban pequeños grupos de rezagados. La niebla parecía despedir el olor penetrante del humo de explosivos. En una ocasión, Gaia oyó voces y unos golpes bruscos de nudillos contra madera, pero al irse alejando del muro y acercándose al inlago, los sonidos disminuyeron. Los tres caminaban velozmente, evitando las pocas luces que los harían visibles para las cámaras. A Gaia no le cabía duda de que el hermano Iris estaría en su despacho, pendiente de su escritorio-pantalla, dispuesto a ordenar a sus soldados que cayeran sobre ellos. Al llegar al inlago se dirigieron hacia el oeste. El lago seco era un inmenso vacío negro a la izquierda de Gaia, un vacío que absorbía hacia la nada los arroyuelos de agua que cruzaban bajo sus pies. Enseguida pasaron por la calle Sally y su antiguo vecindario. Por un instante, Gaia recordó su viejo hogar, el umbrío porche trasero, el olor de las telas secándose al sol, el tintineo del carillón de viento. Oyó a su padre cosiendo a máquina, vio a su madre enjuagando su tetera azul. Trató de imaginarse cómo habría sido su vida si los guardias no hubiesen arrestado a sus padres, si su madre se hubiera quedado en casa, embarazada y sana, disfrutando de aquella nueva hijita con su marido. Entonces miró en dirección al cementerio de pobres, invisible en la noche, y se preguntó si también su madre estaría allí, junto al hombre que amaba.

Clavó los ojos en la negrura, hacia delante, hasta que llegaron a la última calle, la última casa, el último patio.

—Ya estamos —dijo.

Kyle la ayudó a ponerse la mochila. Gaia se la recolocó un poco para repartir el peso y comprobó que el arnés de su hermana siguiera equilibrado sobre su tórax. Se remangó un poco la falda y se rio al advertir que aún llevaba los botines blancos. Por lo menos eran cómodos.

—Buena suerte, Gaia —dijo Kyle dulcemente. Luego le dio un abrazo y se la dejó a Theo para que le diera otro.

—¿Lo tienes todo? —preguntó este.

Gaia se llevó la mano al cuello para palpar la cadena del reloj, que colgaba por debajo de su vestido.

—Sí. Dile a Amy que la quiero.

—¿Reconocerás tus estrellas?

Gaia miró al cielo oscuro y encapotado. Un pálido resplandor demostraba que la Luna seguía detrás y que las nubes se movían con rapidez.

—Cuando aparezcan sí.

Theo le dio un último abrazo.

—Eres una chica muy valiente —dijo.

Gaia no estaba de acuerdo. Solo hacía lo que tenía que hacer. Después de despedirse por última vez con la mano, se adentró en la noche. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, pero apenas veía lo suficiente para no tropezarse. El abrupto camino se fue estrechando hasta desaparecer por completo.

Los grillos cantaban en la húmeda noche. Después de recorrer cierta distancia, Gaia se volvió para ver si Theo y Kyle seguían mirándola, pero solo distinguió las luces del Enclave que ascendían por la colina hacia el Bastión.

Al retirarse un mechón de pelo de los ojos, las yemas de sus dedos tocaron la cicatriz de su mejilla izquierda. Ajustó el bultito tibio de Maya en el arnés y echó a andar de nuevo, alzando con cuidado los botines al dar cada paso para subir la empinada cuesta.

El agua de lluvia corría entre las piedras y una niebla de fragante olor terroso se elevaba del suelo. Por delante solo quedaba el gran espacio abierto de la noche: a aquel lado del horizonte no había un solo árbol, ni muerto ni vivo.

En la cima de la primera elevación, Gaia se detuvo otra vez para mirar atrás. La línea blanca y ondulada del muro era claramente visible bajo las luces lejanas de los focos que dividían la descomunal colina en dos mitades. Por debajo había reflejos dispersos y algunas luces aisladas. Por encima, puntitos de luz que decoraban el Enclave hasta lo más alto, donde las torres del Bastión se fundían con la oscuridad del cielo. Desde aquella distancia, las luces parecían tan alegres, cordiales e inofensivas como luciérnagas, pero Gaia sintió un escalofrío de miedo.

«¿Qué habrá sido de Leon?», se preguntó. «¿Lo habrán encerrado en la torre donde estuvo mi madre? ¿Lo habrán matado?».

Leon la había salvado. Había proporcionado a los guardias un nuevo objetivo para que ella pudiera escapar. No dejaba de preguntarse si lo tendría ya planeado o lo habría decidido después de besarla. Tenía la esperanza de que, si seguía vivo, pensara que su sacrificio había valido la pena pero, sobre todo, esperaba hacerse merecedora de ese sacrificio.

Leon le había dicho que se dirigiera al norte, al Bosque Muerto, a un lugar de cuya existencia dudaba. Quizá decidió que debía creer. Si alguna vez lograba encontrarla y volvían a estar juntos, tendría que ser allí.

Oteó hacia el sur, hacia el inlago, y oyó el gorjeo de un pájaro a su izquierda. Cuando giró a la derecha, sintió que ante ella se desplegaba el vasto espacio vacío de los páramos, una oscuridad tan hueca y postrera como el terciopelo de un sudario. Una brisa rozó sus mejillas y le agitó la falda. El bultito que era su hermana formaba ya parte de su cuerpo.

«Vamos al norte, Maya», le dijo.

Mientras atravesaba la oscuridad, abriéndose paso quedamente entre las piedras mojadas, miró a lo alto, a la primera y cautelosa estrella que conseguía titilar entre las nubes.