AUNQUE GAIA LAS HABÍA TENDIDO por la tarde, la falda y la blusa seguían húmedas cuando salió de casa de sus padres, quizá por última vez. Se estremeció al sentir el aire nocturno, que le pegaba a la piel la tela mojada. Ocultaba el color rojo bajo su capa negra y llevaba el bolso de comadrona colgado del hombro derecho. Si alguien la veía por la calle, pensaría que iba a casa de alguna embarazada. El canto de los grillos la acompañaba durante el camino. Al acercarse a la panadería de Derek, la luna se deslizó tras una nube. Gaia sintió que se le aceleraba el corazón, tanto por la expectación como por el ascenso de la ladera. La panadería estaba a oscuras, así que tuvo que palpar la puerta para localizar el picaporte. Acababa de encontrarlo cuando la puerta se abrió hacia dentro.
—Muy puntual. —La voz de Derek salió de la oscuridad. Gaia sintió que la tomaba del brazo y tiraba de ella hacia el interior. Los rescoldos de uno de los hornos teñían la habitación de un resplandor rojizo, pero dejaban una profunda negrura en los rincones. Gaia volvió a estremecerse. La familia de Derek debía de estar durmiendo, porque no se oía nada. En el silencio, los carbones emitían un chisporroteo cálido y palpitante.
—¿Estás preparado? —preguntó.
—¿Estás segura de lo que haces? —preguntó él a su vez—. Tú podrías volver a casa y yo olvidarme de todo lo que hemos hablado.
Gaia meneó la cabeza.
—Tengo que ver a mis padres.
Oía la pesada respiración del hombre.
—Está bien. ¿Has venido de rojo?
—Sí, debajo de la capa.
Él alzó un cubo tapado con un paño.
—¿Dónde están los pases del Tvaltar? —preguntó.
—Aquí.
Derek los miró brevemente a la luz del horno y los guardó en un cajón.
—Vamos, pues —dijo abriendo la puerta.
Al salir, la impenetrable oscuridad violácea de la calle los envolvió. Gaia inhaló el aroma seco de las flores nocturnas y de la hierba. Pensó que debía haber cerca un eucalipto, porque también olió la fragancia medicinal de su corteza. Siguieron subiendo en silencio, ella detrás de Derek. Anduvieron pesadamente casi una hora, hasta que Gaia entró en calor y su ropa se secó por completo. La Luna volvió a salir, llena y cercana, para viajar sobre su hombro e iluminar las calles estrechas e irregulares. Las casas eran cada vez más pequeñas y decrépitas, hasta ser poco más que cajas podridas que reflejaban el sonido de sus pasos. Gaia nunca había estado en aquella zona de Wharfton. A su parecer, se estaban alejando del muro pero, al doblar una esquina, salieron por fin a la parte trasera del mismo, a un lugar remoto donde los sillares de la construcción fortificada se fundían con un barranco calizo.
—Espera —susurró Derek.
Gaia se detuvo y miró hacia atrás. Abajo, a lo lejos, se veía la luz de la puerta donde entregaba los bebés. Incluso se distinguían las figuras alertas de los guardias, empequeñecidos por la distancia. A lo largo del horizonte oriental, la breve noche de verano empezaba a teñirse de púrpura. Gaia miró de nuevo la descomunal masa del muro; arriba a la izquierda había una torre de vigilancia, pero no se veía si estaba ocupada o no.
Derek estaba haciendo algo en la base del muro, algo que provocaba un leve tintineo. Gaia se acercó y sacó una mano de la capa para abrazarse a sí misma frente a la fría y áspera piedra. De cerca, bajo aquella luz fantasmal, los bloques de granito cubiertos de liquen parecían burdamente labrados, pero juntos conformaban una barrera infranqueable de seis a siete metros de altura. Gaia vio que Derek sacaba del muro una piedra grande y plana. Sorprendida, cayó en la cuenta de que ya debía estar suelta.
—¿Es un pasadizo? —preguntó.
—Calla —replicó él. Luego la atrajo hacia el hueco y ella se puso de rodillas y miró el interior. La abertura era poco mayor que el asiento de un taburete de cocina pero, arrastrándose, conseguiría entrar. «Ya está», pensó. «Voy a colarme en el Enclave». Metió la cabeza en el agujero; olía a tierra mojada.
—Toma —dijo Derek.
—¿Qué es? —Gaia vio que sostenía algo envuelto en una toalla.
—Masa de pan. En cuanto pases y yo coloque las piedras en su sitio, mete la masa entre los bloques, como si fuese cemento.
—¿Y si me ven?
—Estarás debajo de un saliente, cerca del vertedero. Es muy poco probable que alguien esté mirando. Además, si no pones la masa, alguien puede ver que las piedras están sueltas en cuanto amanezca. ¿Lo has entendido?
Gaia asintió y tomó la toalla.
—Después esconde la capa y lleva siempre puesta la capucha de tu túnica. Así podrás andar cierto tiempo sin hacerte notar. Los sirvientes del Bastión suelen pasear de noche, y los guardias no los molestan.
Gaia asintió de nuevo, pero su miedo aumentaba por momentos. Una vez dentro, no sabría dónde dirigirse y no habría nadie para ayudarla. Solo tenía una vaga idea de la situación de la cárcel.
—Gracias, Derek —dijo.
—Pase lo que pase, no intentes salir por aquí durante el día; te atraparían en un segundo y cuando vieran que el cemento no es cemento, irían a por mí.
—No lo haré, lo prometo.
Gaia sintió el peso de su mano en el hombro y la cercanía de su boca en el oído.
—¿Sabes adónde dirigirte?
—A la cárcel —susurró Gaia—; cerca del Bastión.
—Ve colina arriba, hacia el obelisco. Utilízalo como punto de referencia. Si necesitas ayuda, busca a un panadero con un horno negro. Se llama Mace Jackson. Ya le he hablado de ti.
Gaia deseó que le dijera más cosas.
—Y lleva siempre puesta la capucha, no es cuestión de que se fijen en lo bonita que eres —añadió. Luego le tiró del pelo cariñosamente—. Anda, a buscar a tu novio.
Gaia agachó la cabeza, apoyó las manos en la rugosa superficie del muro y se arrastró hacia la luz. En cuanto atravesó el hueco, oyó a Derek recolocar las dos piedras que lo tapaban. Con manos temblorosas, sacó la masa de la toalla y empezó a introducirla entre las junturas. Pese a la luz de la farola de la calle cercana, el sitio era oscuro. Gaia luchó con la masa para meterla lo mejor posible entre las piedras, arañándose las manos en el proceso. Por lo menos, haría lo que pudiera.
Se volvió de nuevo hacia la calle interior y vio la fosa vertedero de la derecha. Después de frotarse las manos en la toalla, arrojó esta a la fosa y, rápidamente, se quitó la capa y la introdujo debajo de un montón de trozos de vajilla rota. Luego se alisó la túnica y la falda y se dirigió a hurtadillas hacia la calle y la solitaria farola que la iluminaba. Un insecto chocó contra el globo de cristal y regresó a la oscuridad.
El miedo de Gaia se entremezclaba con la esperanza. Quizá pudiera encontrar a sus padres, e incluso ver a sus hermanos. En teoría, cualquier chico de diecinueve o veinte años podía ser uno de ellos. Se preguntó si sería capaz de reconocerlos por el simple parecido familiar. Sería estupendo.
De inmediato fue consciente de la limpieza que la rodeaba. Los edificios estaban pintados de blanco, de forma que hasta de noche emitían cierta luminosidad. En las estrechas calles, las puertas estaban situadas sobre altos escalones y se veían frecuentes sumideros, lo que demostraba que el agua de lluvia se recogía y se transformaba en agua potable, tal como se decía fuera del muro. «Costaría trabajo», pensó Gaia, «pero fuera podríamos hacer lo mismo». A la luz de las escasas farolas, vio que de algunas ventanas colgaban urnas, grandes contenedores de cerámica para el agua que la conservaban fresca incluso en verano. Eso al menos era igual.
Caminó velozmente por las penumbrosas calles, sorprendiéndose cuando las farolas cambiaban a su paso: la lucecita blanca de la bombilla se intensificaba y arrojaba un círculo de luz a su alrededor. Siempre que debía decidir entre dos direcciones, tomaba la que iba cuesta arriba. Por fin llegó a una calle más ancha que las otras, bordeada de casas más elegantes. Detrás de sus tapias blancas se adivinaban jardines con árboles frutales y, a veces, la vegetación se desbordaba por encima de sus muros. Reconoció lo que en tantas ocasiones habían visto en los programas especiales del Tvaltar, aunque en directo era mejor.
Un par de veces se cruzó con parejas de mujeres, vestidas también de rojo. Por suerte, apenas la miraron. Se cruzó además con un anciano solitario y varios jóvenes, pero gracias a la capucha y a su andar rápido y decidido, todos la ignoraron. Con renovada confianza, pensó que Derek tenía razón: la tomaban por una sirvienta. Por fin, cuando el cielo empezaba a clarear por el Este, llegó a una zona cubierta de grava con varios comercios que desembocaba en una plaza amplia de suelo empedrado, presidida por un edificio inmenso. Aquella debía ser la Plaza del Bastión. A ambos lados había soportales con arquerías y, en el centro, un prodigioso obelisco que se perfilaba en negro sobre el púrpura del cielo.
Gaia se detuvo en un soportal para descansar junto a uno de los pilares de madera. Cerca del obelisco, un par de hombres daba martillazos a una plataforma de madera, con una sola bombilla para iluminar su trabajo; los rítmicos golpes levantaban ecos. Paralelo al Bastión, en el cuarto lado de la plaza, había un grupo edificios de aspecto funcional tras altas verjas de hierro. Más allá del gran arco de ladrillo que separaba dos de ellos, Gaia vislumbró un pequeño patio. Hacia allí se dirigía cuando oyó un llanto que la detuvo en seco.
Era el llanto de un bebé, y se le clavó como una flecha en el sistema nervioso, poniéndola en guardia. Miró los edificios en busca del ruido; sobre los soportales vio una ventana por cuyas cortinas se filtraba luz. Al primer llanto se unió otro distinto. Por la ventana iluminada salió un brazo para cerrar los postigos. Gaia escuchó atentamente, pero solo oyó la voz de uno de los obreros cuando dejaron de martillear. Nerviosa, se ciñó la capucha a la cabeza. Podían ser niños que ella misma hubiera ascendido.
Examinó la casa, pensando que quizá fuese la Guardería, pero más parecía un piso privado, como otros situados sobre las tiendas de los soportales.
—No pasa nada —se dijo para calmarse. Ya había llegado lejos y sin percance alguno, pero estaba impaciente por conocer más cosas sobre lo que la rodeaba. Era desalentador caer en la cuenta de la poca información práctica que daban los programas especiales del Tvaltar, que se centraban en las fiestas y las celebraciones; lo que hubiera necesitado en aquel momento era una guía o un buen plano. Se alejó al oír unos pasos que se aproximaban. De repente, cuatro guardias atravesaron el arco de ladrillo. Cuando pasaron por su lado, dando zancadas, Gaia observó que en medio de ellos había una figura, un hombre descalzo con las manos atadas a la espalda. Se dirigieron hacia el gigantesco edificio del fondo de la plaza y subieron por los escalones de la gran puerta, que se abrió para franquearles el paso. Los cinco desaparecieron en el interior del Bastión. Gaia sintió un escalofrío. Se volvió hacia el arco por donde habían salido los guardias: ahora sabía que la cárcel estaba detrás. Al mirar hacia arriba vio una torrecilla a la derecha del arco, silueteada contra el cielo cada vez más luminoso. Si había algún soldado vigilando la plaza, la vería en cuanto se moviera. Giró bruscamente a la izquierda y dobló la esquina del edificio para encaminarse a la fachada trasera, pero esta solo contenía ventanas con barrotes. Sus esperanzas se esfumaron. Era imposible entrar por allí. ¿Cómo iba a ver a sus padres? y, lo que era peor, ¿cómo iba a rescatarlos?
—¡Eh, tú! —llamó una voz. Gaia pegó un respingo y se volvió. Un soldado alto se acercaba a ella—. ¿Qué vendes?
—Nada —contestó Gaia, jadeando—. Solo estaba…
—Entonces, vete. No te quedes ahí como un pasmarote. Aquí no hay nada que ver… hasta el mediodía. A esa hora empieza el espectáculo.
Gaia retrocedió un paso.
—Sí, hermano —dijo. Luego dio media vuelta y se alejó deprisa sin darse apenas cuenta de en qué dirección; solo quería poner distancia entre el soldado y ella. Le oyó reír, y la risa le sonó amarga y fría.
Cada vez había más luz y la gente empezaba a salir a la calle. Gaia siguió andando, temerosa de pararse, temerosa de alejarse demasiado. En las casas, la gente colgaba ropa de los tendederos situados entre los edificios. Al bajar la vista, le maravilló que todo el mundo fuese calzado, hasta los niños. Jóvenes o viejos: todos parecían sanos y bien alimentados.
En el exterior del muro era corriente ver cicatrices, manos deformadas o muletas, pero allí, en el Enclave, donde no había deformidades ni impedimentos físicos de ninguna clase, su cicatriz resultaría incluso más rara. Todo el que la viera sabría que era del exterior, por lo que caminaba en continua tensión, sujetándose siempre la capucha. Una vez un niño la miró a la cara y tiró de la mano de la mujer que iba con él.
—Mira —dijo señalando, pero para cuando la mujer miró, Gaia ya se había ajustado la capucha.
A media mañana, se había recorrido la mayor parte de la zona que rodeaba la plaza. Estaba sedienta, cansada y asustada. No le quedaba más remedio que pedir ayuda a Mace, el amigo de Derek, si era capaz de encontrar la panadería del horno negro; o a la hermana Khol, de la Guardería, al fin y al cabo ella le había dado la nota de su madre; o esconderse hasta la noche, cuando podría escaparse por el agujero del muro. Mientras buscaba la panadería o la Guardería, pasó por un patio, una tienda de bicicletas, varios almacenes y cafés y la fábrica de micoproteína, antes de llegar de nuevo al fondo de la plaza.
Como faltaba poco para el mediodía, la plaza empezaba a llenarse de gente. Ansiosa, Gaia estudió sus caras bajo los sombreros de ala ancha y las capuchas de gasa en busca de la hermana Khol o de algún joven que pudiera ser uno de sus hermanos, pero al aumentar los rostros a docenas y después a centenas, descartó la posibilidad de encontrar alguno reconocible. Poco a poco advirtió un patrón en los colores de los trajes. Los guardias iban de negro. Las sirvientas, que pasaban a menudo con cestas al brazo o niños de la mano, de rojo. Las mujeres y los hombres de clase media (Gaia lo supuso por su aspecto orondo y relajado, y por la forma jovial en que los hombres se daban palmaditas en la espalda) de azul, gris y marrón. Los niños vestían de amarillo, rojo y verde; y una clase especial, de elegantes hombres y mujeres, vestía solo de blanco, que brillaba al sol. Estos últimos charlaban y reían en pequeños grupos cerca del Bastión, a la sombra de una fila de frondosos nogales, y de cuando en cuando daban monedas a sus hijos para que se compraran baratijas o bebidas en alguno de los puestos.
Gaia regresó a la esquina de los soportales, donde podía apoyarse en un pilar que tapaba su lado izquierdo. Otras jóvenes vestidas de rojo se reunieron delante de ella, cuchicheando en voz baja. Mientras los guardias salían por el arco de ladrillo de la cárcel, oyó que una de ellas decía:
—No, no creo. No se atreverá a faltar.
—¡Oh, mirad! ¡Está delante del Bastión! ¡Cerca de la familia del Protector! —exclamó otra.
Gaia miró hacia el enorme edificio. La puerta doble se abrió para dar paso a una pareja formada por un hombre y una mujer vestidos de blanco. La tela de sus trajes brillaba con reflejos dorados, y la mujer llevaba un sombrero de ala ancha coronado de plumas. Tras ellos salió otra pareja incluso más deslumbrante, hasta que una veintena de personas se reunió en el pórtico de la gran mansión con los otros asistentes vestidos de blanco. La familia del Protector y sus amistades se comportaban con una gracia natural que impresionaba todavía más en directo que en las funciones del Tvaltar.
—¿En serio que Rita bailó con él? —preguntó entre risitas una de las chicas. Cuando la más alta de ellas se giró como una peonza para responder, Gaia supuso que era la tal Rita. Sus rasgos tenían la misma fascinante vitalidad que sus ojos color azabache, sus cabellos color miel se desbordaban por el borde de su capucha roja.
—¿Insinúas que mentiría respecto a esa bobada? —preguntó Rita en tono cortante.
—¿Tú? ¿Mentir? Oh, jamás —se burló la otra.
Gaia percibió el centelleo en los ojos de Rita: la había visto. Durante un momento sintió la intensidad de su escrutinio, similar al de un gato arañando a un insecto con la zarpa; después la ignoró y miró de nuevo a sus amigas.
—Baja la voz, Bertha Claire —reprochó a la chica de las risas.
—Es tan maravilloso… —se burló esta. Rita le atizó un golpe en el brazo.
—¡Ay, vale! —protestó Bertha Claire sin dejar de sonreír—. ¿Sabes que ya es capitán?
Hasta sin verla, Gaia notó que Rita echaba un último vistazo en su dirección antes de volverse, pero no pudo oír su respuesta.
Miró de nuevo a la gente del pórtico y los escalones del Bastión, y esta vez lo vio: un joven alto y serio de uniforme negro con un fusil al hombro. Su sombrero arrojaba sombra sobre la mitad superior de su rostro, pero Gaia estaba lo bastante cerca para reconocer su angulosa mandíbula y la firme línea de su boca. Supo por instinto que las chicas se habían estado refiriendo a él. El sargento Grey se levantó el sombrero con expresión ausente y se pasó una mano por el cabello. A su lado había un guardia rubio, alto y también joven, que le dio un codazo y asintió en dirección a las chicas.
Gaia volvió rápidamente la cabeza para que no pudiera verle la cara.
—¡Nos está mirando! ¡Rita! —chilló Bertha Claire. Hubo un arrebato de conversación entre las jóvenes y después se oyó la voz de Rita:
—Por favor, silencio. ¡Parecemos unas crías!
Gaia se retiró un poco para esconderse tras el pilar. En la cárcel, filas de prisioneros empezaban a ser formadas detrás de la verja de hierro; Gaia estudió cada cara, en busca de sus padres. Los hombres y las mujeres parecían agotados, sus rostros tan grises y apagados como sus uniformes de presos. Algunos llevaban las manos atadas a la espalda; otros se sostenían entre sí con aterrados abrazos; todos miraban hacia la multitud y la plataforma situada ante el obelisco. Gaia no veía a sus padres por ninguna parte. Tras un fuerte golpe en la plataforma, el silencio se extendió como una onda por toda la plaza. Habían colgado dos sogas de la viga, el sol de mediodía brillaba sobre las cuerdas.
—Oh, no —murmuró Gaia, apretando los puños.
Un prisionero, con las manos atadas, se había caído en los escalones de la plataforma y se quedó allí, inmóvil, hasta que un guardia lo puso en pie y lo empujó hacia la horca. Su cabello negro estaba despeinado y su ropa, sucia; pero sus ojos echaban chispas. Lo seguía una joven con las manos también atadas, que precisaba la ayuda de un guardia para mantener el equilibrio. Sus cabellos negros cubrían su pálido rostro y sus hombros se encorvaban bajo el uniforme gris. Cuando llegó al último escalón y miró hacia el gentío, hubo un murmullo audible entre los espectadores.
El vientre de la prisionera tenía la inconfundible forma del embarazo.