UNA VEZ QUE GAIA hubo acabado de lavar la tetera y las tazas, y de reemplazar las hierbas que había usado en el parto de Agnes, lo metió todo de nuevo en el bolso para dejarlo preparado, tal como le había enseñado su madre. A continuación recolocó los objetos que los guardias habían desordenado en el registro, para que la casita se pareciera lo más posible al hogar que había sido. Hasta las dos velas amarillas que encendían por la noche en honor de sus hermanos habían sido desplazadas algunos milímetros de su lugar de siempre. Pese al restablecimiento del orden, Gaia seguía inquieta. Cuando se derrumbó en la silla de su padre, ante los rescoldos de la chimenea, no consiguió calmarse lo suficiente para conciliar el sueño, ni siquiera cuando el calor aplacó la fatiga de sus músculos.
En ese momento oyó que llamaban con suavidad a la puerta de atrás. Se levantó.
—¿Quién es?
—Yo, Theo. Me envía Amy, para ver cómo estás.
Gaia abrió la puerta y Theo Rupp entró extendiendo los brazos.
—Dan miedo, ¿no? —dijo.
Gaia voló agradecida hacia él y cerró los ojos cuando sus fuertes brazos la envolvieron. El alfarero, con su olor habitual a polvo y arcilla, le dio palmaditas en la espalda. Ella estornudó.
—Oye —dijo liberándola—, a ver: ¿qué te parecería pasar la noche con Amy y conmigo? No creo que te apetezca estar aquí sola.
Gaia retrocedió hasta la chimenea y echó otro leño al fuego.
—Gracias —respondió, acercando un taburete e indicando al hombre que se sentara en la silla de su padre, más cómoda—, pero prefiero quedarme. Mis padres pueden volver en cualquier momento.
—En realidad no te he visto regresar a casa, en caso contrario hubiera venido antes —dijo Theo a modo de disculpa—. Amy ha visto irse al guardia hace unos diez minutos y ha dicho que tenías que estar aquí. Solo se había quedado uno de ellos, ¿no?
Gaia asintió y dijo:
—Con uno bastaba y sobraba.
Theo se sentó despacio y Gaia le estudió la cara para ver si sabía algo más. Él y su mujer, Amy, vivían en la casa de enfrente y, como los demás vecinos, debían haber visto que se llevaban a sus padres.
—Dime lo que sepas —apremió—. ¿Tienes idea de por qué los han arrestado?
—Ninguna. Es un absoluto misterio. Aunque, ya sabes, a veces pasa. El Enclave se lleva a alguien, le hace unas cuantas preguntas y lo suelta, como si tal cosa. Seguro que tus padres se han topado con alguna persona o han visto algo y el Enclave quiere información.
—Pero si solo es eso, ¿a qué viene el arresto? ¿Por qué no les han preguntado aquí lo que querían saber? Mis padres hubieran colaborado.
—No sé —dijo Theo—, pero ellos actúan así.
Gaia se miró las manos y extendió los dedos hacia la lumbre. Confiaba en Theo. Lo conocía de toda la vida, y su hija Emily era su mejor amiga.
—¿Sabes si mi madre guardaba algún tipo de lista? —le preguntó—. ¿O un calendario?
Él apretó los labios.
—Tu madre tiene un montón de listas. ¿Por qué lo dices?
—Eso es lo que quería averiguar el sargento Grey.
Theo se cruzó de brazos, con cara de perplejidad.
—Pues si fuera por listas, tendrían que arrestar a toda la comunidad.
Gaia miró detrás de él, hacia el rincón de costura de su padre, a sus cajas y sus cestas de materiales, agujas y patrones. Su alfiletero amarillo había rodado hasta el pedal de la máquina de coser.
—Entonces, ¿crees que no debo preocuparme? —dijo yendo a recogerlo.
—Yo no lo diría exactamente así, cielo. Yo diría que preocuparse no te serviría de nada.
Gaia observó su cariñosa sonrisa, la dulzura de su mirada.
—Ven con nosotros —insistió él—; si no, Amy me va a poner la cabeza como un bombo y Emily me la va a arrancar directamente.
Ella respiró hondo e hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Tengo que quedarme.
—Pero por lo menos vendrás a cenar, ¿no? ¿Mañana? Es posible que para entonces ya sepamos algo.
Gaia giró el alfiletero entre sus dedos, asintiendo. Estaba muy cansada y, gracias al consuelo que le había ofrecido su sensato amigo, esperaba ser capaz de dormir un poco.
—Gracias por venir —le dijo—, ahora estoy mucho mejor. Todo irá bien, ¿verdad?
Theo se levantó y le dio otra tanda de palmaditas en el brazo.
—Seguro que vuelven dentro de nada. Tú sigue haciendo tus cosas y ya verás como el tiempo se te pasa volando. ¡Y cuídame las pobres gallinas!
Gaia se rio.
—Esta noche he ascendido a mi primer bebé.
—¡En serio! ¡Estupendo! Pues eso celebraremos mañana cuando vengas. ¡Vaya, vaya, la pequeña Gaia se ha convertido en toda una comadrona! Amy se pondrá loca de contenta. Antes de la cena iré a buscar a Emily y a Kyle, para que estemos todos.
Gaia vio que le hacía feliz tener una excusa para reunir a la familia. Sonrió y le sostuvo la puerta. Cuando se hubo ido, fue capaz de acostarse en la cama de sus padres, cubrirse con sus mantas, respirar su aroma y dormirse por fin.
Bajo el brillante sol del mediodía, enfiló con el tercer bebé de mayo hacia la puerta sur del Enclave, pero esta vez no sentía orgullo ni emoción sino simple agotamiento y el perpetuo horror que rondaba en el fondo de su mente. El polvo marrón de la carretera raspaba sus zapatos mientras avanzaba pesadamente hacia el muro. Se bajó las mangas largas de su vestido marrón, agradeciendo que, al ser de tejido ligero, no diera demasiado calor. Al echarse el sombrero hacia delante para protegerse la cara, notó que unos rayitos de luz se colaban por la trama del ala y caían sobre el bebé que llevaba en brazos.
Hacía ya tres semanas que no tenía noticias de sus padres, ni de Agnes, ni de la Vieja Meg, y empezaba a perder la esperanza de volver a verlos. Al principio, el terror y la soledad fueron tan agudos que llegó a sentir que la inmensa necesidad de estar con ellos la volvería loca. Entonces trataba de recordar las palabras que Theo Rupp no dejaba de repetirle, que todo iría bien, pero solo su trabajo la obligó a continuar y, gracias a él, había logrado convertir la impotencia y el pánico iniciales en una suerte de agotamiento hiriente y aturdido. Sus sueños estaban plagados de pesadillas. En la plaza, delante del Tvaltar, varias familias habían instalado puestos y los habitantes de Wharfton acudían en masa al bullicioso mercadillo. Había incluso algunos residentes del Enclave, para los cuales, Gaia se había escandalizado al saberlo, se «ascendían» considerablemente los precios. Saludó a Amy Rupp, situada delante de una manta extendida sobre la que había colocado sus cuencos, fabricados el mes anterior en su rueda de alfarero. El viejo Perry estaba sentado bajo una sombrilla improvisada, con un barril de agua y una fila de tazas. El olorcillo del vinagre para enjuagarlas entre cliente y cliente daba ganas de beber, pero Gaia tenía que seguir a lo suyo. Otro hombre vendía alfombrillas y sombreros de lana. Otros huevos, canela molida, hierbas y panes integrales.
Gaia oyó un tintineo de monedas y vio al herrero cambiar un cuchillo por varios pases para el Tvaltar. En lo alto, un par de palomas volaron con energía hasta desvanecerse en el nido del tejado del edificio que presidía la plaza. Varios niños sucios y descalzos corrían entre los puestos, riendo y jugando a la pelota. El viejo mezquite arrojaba un estanque de sombra donde varios ancianos descansaban en los desvencijados taburetes que siempre rodeaban el tronco del árbol.
—¿Vas a ir luego al Tvaltar, Gaia? —le dijo Perry, que se abanicaba con un paipay.
—Esta noche, no.
—Pues otra será.
Gaia miró la fachada del Tvaltar, con sus puertas cerradas para mantener fresco el interior. Desde el arresto de sus padres, había evitado el edificio comunitario y su escapismo paliativo, pero en ese momento, al ver entrar a dos niñas, recordó el lugar mágico que había sido para ella durante la infancia.
Hasta hacía muy poco le habían encantado los trajes de colores, la música y el baile que se extendían por la gigantesca pantalla, y también le encantaban los programas especiales sobre la vida del Enclave, con sus modas, sus fiestas y sus refinamientos. Y los que hablaban de la familia del Protector, de sus dos hijos, el ascendido y el propio, y de sus gemelas, solo algo menores que ella. Disfrutaba con las imágenes de archivo de la Edad Fría, con su tecnología extraña, y de los documentales sobre naturaleza, donde salían caballos, elefantes y otras especies extinguidas.
Pero, de pequeña, lo que más le gustaba eran los cuentos de hadas, porque la transportaban a una vida distinta. Esos le hacían compañía durante muchas semanas. Con cerrar los ojos en el porche trasero, viajaba al mundo submarino donde cantaban las sirenas, al país donde los duendes vivían en un claro del bosque, o a la torre del castillo donde la princesa víctima de una maldición dormía años y años acumulando polvo y después crecía un bosque encantado y llegaba un príncipe y tenían hijos para ellos solos. Recordaba en particular que la noche del quinto cumpleaños de Emily Rupp, los padres de esta prometieron llevar a Emily, Gaia y su amiga Sasha al Tvaltar para ver Rapunzel. Encima, Sasha no había ido nunca, porque su familia no podía permitirse los pases, así que Gaia y Emily contaban con la emoción añadida de describirle la maravilla que le esperaba:
—Es enorme —dijo Emily—, tan alto como el muro del Enclave, y tiene dibujos que se mueven.
Iban de la mano, con Emily en medio, guiando a sus padres hacia la plaza.
—Primero se pone todo negro —añadió Gaia—, con luces en el techo que parecen estrellas, y en las paredes otras luces que bajan hasta una especie de horizonte, como cuando anochece. Entonces sabes que va a empezar.
—¿Y la gente va todas las noches? —preguntó Sasha.
—No. Bueno, los mayores a lo mejor, pero solo cuando tienen pases —dijo Emily. Cuando esta acercó la cabeza a las suyas, Gaia olió en su aliento la tarta de cumpleaños—. Mi mamá los tiene porque es mi cumpleaños.
Gaia esperaba que Rapunzel fuese tan buena como las otras. Su madre le había dicho que salía una torre, como las del Bastión, y una princesa con una trenza larguísima. Ella y sus dos amigas se habían trenzado el pelo para la ocasión, y las trenzas castañas de Gaia eran las más largas. Las rubias de Sasha eran las más cortas, y Emily tenía el cabello tan fino que solo se había hecho una.
En cuanto cruzaron las altas puertas, Gaia miró a Sasha, que contemplaba las estrellas del techo con el debido sobrecogimiento.
—¿Lo ves? —dijo Gaia.
Sasha se limitó a quedarse con la boca abierta, muda de asombro.
Emily le dio un codazo.
—Te va a encantar. ¡Todavía te falta la función!
—Vamos —dijo Gaia, empujando de nuevo a Emily para meterla por el largo pasillo que bajaba hacia la inmensa pantalla.
La gente empezaba a llenar los bancos, hablando y riéndose. Muchas de las mujeres se abanicaban despreocupadamente con sus paipays y algunos de los hombres más jóvenes, los que no se habían cubierto los brazos al trabajar en los sembrados, lucían quemaduras de un rojo intenso.
Gaia miraba hacia atrás para buscar a los padres de Emily, deseando mentalmente que se dieran prisa, cuando para su sorpresa, vio que se metían en una fila de bancos situada a medio camino de la pantalla.
—¡Niñas! —llamó la madre de su amiga.
Emily y Sasha se volvieron obedientemente, pero Gaia tiró de la mano de Emily y dijo:
—No, vámonos delante. Los bancos buenos están ahí. ¡Mira! Hay muchos.
Emily meneó la cabeza. Un par de adultos pasó por su lado, empujándolas.
—Ahí no podemos ir —contestó Emily.
—¿Por qué no?
—Ahí se sientan los raros.
Gaia no la entendió. No tenía ni idea de quiénes eran los raros. Ella y sus padres se sentaban siempre delante, y sus amigos igual, y era desde donde mejor se veía. Soltó la mano de Emily y se volvió para seguir bajando por el pasillo, hacia la pantalla.
—¡Gaia! —llamó autoritariamente el padre de su amiga.
Pero ella siguió avanzando, como si no pudiera hacer otra cosa, como si la cuesta la empujara hacia abajo. Allí estaban los bancos donde ella y su familia se sentaban siempre, y el chico con el labio partido y el chico con muletas. Los padres de ambos estaban todavía de pie, hablando entre ellos. Vio al niño silencioso y malhumorado que vivía con el artista, y a una niña muy pequeña con un brazo que no le había crecido bien. La niña levantó la mano para saludarla.
«Raros», pensó. «Dejan que las familias raras se sienten delante».
—¡Gaia! —dijo el padre de Emily. Ella respingó al sentir su pesada mano en el hombro—. Hoy nos sentaremos un poco más atrás —añadió con suavidad.
Un susurró llegó hasta ellos:
—Eh, Theo, puede sentarse aquí —dijo con naturalidad un hombre—, y sus amigas también, si quieren.
El padre de Emily la tomó de la mano.
—Gracias, no hace falta.
Gaia, enmudecida, sintió que tiraba de ella.
—Vamos, Gaia —dijo él en voz baja—, la función va empezar.
De repente, se dio cuenta de que casi todos se habían sentado y de que las conversaciones se apagaban. Al volverse vio filas y filas de caras y, al empezar a mirarlas una a una, todas se volvieron hacia ella como movidas por una sola voluntad. Gaia llevaba su vestido nuevo, el que le había hecho su padre hacía una semana; era marrón y bonito, con un cuello suave y redondo y un lazo en la espalda, un lazo que hacía juego con los de sus trenzas. Pero sabía de sobra que la gente no miraba su vestido, sino su cara. Cuando volvieron a subir por el pasillo, oyó murmullos. Murmuraciones. No necesitaba oírlas con claridad para saber que eran de lástima. Lo único que hacía más daño era lo que no decían: rara.
Ni siquiera Rapunzel, la función más impresionante que había visto en el Tvaltar, pudo quitarle de la cabeza lo que realmente era. Justo antes del final, le pidió a la madre de Emily que la dejara salir antes, antes de que las luces se encendieran y aquella gente volviera a cebarse en ella. Para disipar cualquier tipo de duda que pudiese quedarle, la compasiva madre de Emily no puso reparos y sacó a la rara antes que a las demás.