EN CUANTO GAIA hubo descubierto que los dos primeros nombres eran los de sus padres y hubo deducido que las primeras fechas correspondían a los nacimientos de sus hermanos mayores, averiguar la clave de los números fue un trabajo tedioso, pero bastante sencillo. Su hermano de más edad había nacido el doce de febrero de 2389 y los símbolos anteriores al nombre de su padre eran:
Antes se había equivocado al transcribir «I H C B — C D» por «R S X Y — X W», en función del sistema de letras inversas, pero cuando partió de la fecha de nacimiento de su hermano y escribió las letras de derecha a izquierda, descubrió cuáles había usado su padre para los números. Es decir, B C H I tenía que coincidir con 2389. Según esto, se trataba de un sistema de sustitución muy sencillo: A = 1, B = 2, C = 3, y así sucesivamente hasta J = 0. Asimismo, D C era 43. Estuvo liada hasta que cayó en la cuenta de que el doce de febrero era el día 43 del año. Su padre había asignado un número a cada uno de los 365 días anuales, de modo que la fecha de nacimiento de su hermano Arthur, el doce de febrero de 2389, figuraba como 43-2389.
Debería haberse alegrado por descifrar el código, pero solo se sentía desinflada, derrotada. No podía escapar de la culpa que la perseguía desde que reparó en el tremendo error de la cuota de bebés.
Además, no entendía bien a sus padres. Hubiera deseado volver atrás y prestar más atención a las conversaciones que había mantenido con su padre sobre sus hermanos. Era obvio que no le había hablado de la cinta, pero sí le había comentado lo de los lunares. Sus padres debían de haber disimulado, y mucho, el dolor que les produjo ascender a sus dos primeros hijos. O eso, o de verdad creían que habían hecho lo correcto, lo mejor para sus niños, aunque los extrañaran terriblemente y los siguieran amando. ¿Podían ser verdad dos cosas tan contradictorias?
Retomó el examen del código, hasta llegar al año 2390. Allí encontró los padres que coincidían con la fecha de nacimiento de Leon: Derek Vlatir y Mary Walsh. Cerró los ojos y se reclinó en la silla, ignorando la tortícolis y tratando de asimilar que Leon era el hijo de Derek, el panadero. Seguro que los Vlatir vivían en el Sector Occidental Tres cuando Leon nació. Si este no hubiese sido ascendido, habría sido panadero como su padre y se habría convertido en alguien totalmente distinto: alguien quizá en quien se pudiera confiar.
Cuando acabó de transcribir el mensaje ya había oscurecido y la sopa se había acabado hacía mucho. En el techo, una bombilla en espiral se había encendido automáticamente. Si Gaia se quedaba muy quieta un rato la luz se apagaba; si agitaba un brazo, se encendía de nuevo. Supuso que la cajita blanca con un punto luminoso rojo situada en lo alto de un rincón, era un sensor de movimiento.
Se levantó y se quedó en pie delante de la ventana, contemplando la tranquila ciudad mientras su mirada cansada seguía las farolas que bajaban describiendo amplias curvas desde el Bastión. No había nadie en la calle. Las chicas de rojo habían desaparecido. La quietud olía al empedrado de la plaza del obelisco.
Leon no había vuelto.
«Normal», pensó.
Apoyó la mano en la suave hoja de vidrio y se preguntó qué estaría dispuesto a darle Leon a cambio de la identidad de sus padres. Y también se preguntó si viviría para ver a Derek de nuevo y decirle que su hijo se había convertido… había llegado a ser…
Cerró los ojos y apoyó la frente en la frescura del cristal. No sabía qué pensar de Leon, pero pensara lo que pensase, un extraño sentimiento de opresión le constreñía el pecho. No solo estaba furiosa con él, estaba decepcionada. Mucho. Daba igual que estuviese cumpliendo con su deber, como cualquier buen soldado. Había pensado que se podía confiar en él. Peor que eso: había sido una completa idiota.
Se dejó caer en la cama, boca arriba, y miró el desbarajuste de papeles del escritorio. «Debería romperlo todo y tirarlo por el retrete». Eso sería la mejor prueba de que no le daba la real gana de seguir cooperando, pero el gesto le serviría de poco si no había nadie para verlo.
Se cubrió la cara con las manos y se frotó los ojos. Cuando llamaron rápido y bajito a la puerta, se sentó de golpe y la luz se encendió; debía de haberse dormido. El corazón le dio un vuelco de alegría, pero solo era el sargento Bartlett con otra bandeja; Gaia le hubiera atizado un buen manotazo a su corazón. «¡Idiota!», se dijo, «Leon no va a venir». Al acercarse al sargento para que le diera la bandeja, la mirada de este voló hacia el escritorio y después al rostro de Gaia.
—¿Ya lo tienes? —preguntó.
—Puede, no estoy segura —Gaia partió un trocito de pan. El sabor añejo y seco le pesó en la boca, pero tenía hambre. Los horarios de comidas del Bastión parecían ser bastante raros—. ¿Qué hora es?
—Cerca de medianoche. ¿Podrías decirme quiénes son mis padres?
Gaia dejó de masticar; acababa de ocurrírsele una idea. Tragó.
—¿Sabes algo de mi madre?
Él pareció confundido.
—No. ¿Está aquí? ¿En el Bastión?
—No lo sé, pero sí sé que está presa en el Enclave. Yo vine para buscarla —contestó Gaia—. ¿Cuánto interés tienes por saber lo de tus padres? ¿El suficiente para dejarme escapar?
El sargento apoyó sus anchos hombros en la puerta y se cruzó de brazos. Los músculos abultaron la tela negra de su uniforme.
—Sería demasiado peligroso —respondió.
Gaia soltó una risa seca.
—¿Para ti o para mí?
Él pareció pensárselo y después se pasó los dedos por su abundante cabello rubio con un gesto que impresionó a Gaia, por la juventud que revelaba.
—Para los dos. Es imposible, créeme. Quien te ayudara tendría que marcharse definitivamente del Enclave. No puedes pedírmelo.
Gaia descubrió con amargura que eso mismo debía pensar Leon.
—Entonces no me pidas tú el nombre de tus padres. Espera, como todos los demás, a que el hermano Iris se digne a compartir la información.
Él le lanzó una mirada larga y escrutadora. Después agarró el vaso vacío de la bandeja y entró en el baño. «Estúpido», pensó Gaia. Se comió un trocito de queso blanco mientras oía correr el agua del lavabo. Cuando el sargento volvió con el vaso lleno, a Gaia le pareció más pálido. Tendió la mano hacia el vaso, pero él lo mantuvo en alto un poco más de lo normal, y Gaia notó que la miraba intensamente. Con un pequeñísimo movimiento de cabeza, el sargento le indicó el vaso; súbitamente alerta, Gaia se acercó de nuevo y vio el mensaje escrito en la palma de su mano:
Le echó una ojeada al sargento, que tenía los labios cerrados en una línea tensa y la miraba a su vez con mucha atención.
—Estarás sedienta —dijo.
Con miedo de volverse, con miedo de mirar, Gaia se acercó el vaso a los labios con manos temblorosas. «Ay, no», se dijo. La habían estado vigilando todo el tiempo. Lo que había tomado por un sensor de movimiento era una cámara. La habían visto con Leon, lo habían visto marchar. Su mente iba a mil por hora. La estaban vigilando en aquel mismo instante. Los estaban viendo a los dos. ¿Los escucharían también?
Se contuvo para no gritar de frustración. Comió otro poco de queso, masticando despacio. El sargento volvió a apoyarse en la puerta. Gaia vio que tenía el puño cerrado en un bolsillo. De hecho, todo su cuerpo estaba en tensión. Esperó que quienquiera que los vigilase no lo notara.
—¿Qué les ha pasado a esas chicas? —preguntó, simulando que iniciaba una conversación intrascendente.
—¿Qué chicas?
—Las que estaban antes en la plaza. Daba la impresión de que las habían detenido y las traían aquí.
El sargento sacudió la cabeza, perplejo.
—¿Cuándo las viste?
Gaia se impacientó.
—Antes. Cuando Leon estaba aquí. ¿No has hablado con él?
El sargento desvió la mirada de una manera que la puso en guardia de inmediato. Daba la impresión de que estaba escogiendo las palabras, y Gaia reparó en que también él debía fingir que no le había dicho que los vigilaban. ¿Por qué le había advertido lo de la cámara? Él pareció tomar una decisión y le clavó sus ojos castaños.
—El Protector lo mandó llamar —dijo— poco después de que ayer saliera de esta habitación. Desde entonces no lo ha visto nadie.
—Ya —contestó Gaia cortante—. Pues que su padre y él disfruten de la charla.
El sargento se giró hacia la puerta.
—Tengo que irme; volveré a por la bandeja dentro de diez minutos. Sírvete más agua si quieres —añadió asintiendo hacia el baño.
¿Agua? A Gaia le faltó poco para soltar un alarido. ¡Lo que quería era salir de allí! Se retorció las manos y se volvió. La puerta se cerró suavemente a sus espaldas, y ella exhaló un resoplido de aire acumulado. ¿Y ahora qué? Una cámara vigilaba todos sus movimientos. Le daba miedo mirar a la cajita blanca del rincón, pero estaba segura de que aquello era su vigía. De repente la asaltó una idea: en el baño no había cámaras, y al baño era donde había ido el sargento Bartlett. Fingiendo despreocupación, se acercó primero a la ventana, después a la bandeja para tomar el último trocito de pan y, entonces, asió el vaso, entró en el baño y cerró la puerta. A continuación miró con ojos desorbitados lo que vio en el espejo:
1 oportunidad
24-10-2390
El sargento lo había escrito con el trozo de jabón azul. Tratando de calmar los frenéticos latidos de su corazón, Gaia mojó la punta de la toalla y limpió el espejo. «24 de octubre de 2390», pensó, repitiendo mentalmente la fecha para memorizarla.
Su mano se detuvo sobre el cristal. Conocía aquella fecha. Era la del nacimiento de su hermano Odin. De forma instintiva, se llevó un puño a los labios.
—No me lo puedo creer —susurró—, ¡es mi hermano!
¿Sería verdad? ¿Y si era otro de los niños ascendidos llevado ese mismo día? La respuesta estaba en la cinta.
Tras comprobar que no quedaba ningún rastro de jabón en el espejo, Gaia volvió al cuarto amarillo, dejó el vaso en la bandeja y miró los papeles. Le llevó varios minutos buscar la fecha, pero era evidente que a su lado solo figuraban los nombres de sus padres. El sargento Bartlett era su hermano Odin, no había otra. La mente de Gaia era un torbellino.
El parentesco parecía dudoso, porque el sargento tenía el cabello rubio y la piel blanca mientras que ella y sus padres eran morenos, pero no era imposible. No todos los niños se parecían a sus padres. El sargento Bartlett iba a quedarse de piedra. Cuando regresara, Gaia debía estar preparada para cualquier tipo de reacción. Se metió el espejito en el bolsillo. Sin duda el hermano Iris o cualquiera que la hubiese estado vigilando, conocía sus descubrimientos: se los había explicado a Leon con todo detalle, aunque había procurado no revelar nada más sobre sí misma. Ordenó sus notas en un montón, para dejarlas preparadas por si debía llevárselas.
Después de llamar a la puerta, el sargento Bartlett entró en la habitación. Expectante, Gaia lo miró a la cara y supo al momento que el sargento tenía un plan; pero hubo algo más impactante: sus ojos castaños le recordaron a los de su padre. Ahora que sabía la verdad, el parecido, aunque leve, resultaba evidente. Se estremeció de placer, y después de miedo.
—Tenemos diecisiete segundos para marcharnos —dijo él en voz baja.
Gaia agarró los papeles y lo siguió al pasillo.
Él la condujo por una escalera estrecha, y luego por otra, tras las cuales cruzaron varias puertas y doblaron media docena de esquinas. Luego entraron en un cuartito trastero, donde el sargento escogió una capa roja con capucha.
—Vete por el patio del colegio —dijo—. Ve despacio, atraviesa el colegio y sal por la puerta del lado opuesto. Saldrás a la calle. Desde allí tendrás que apañártelas sola.
—¿Adónde vas tú? —Gaia no esperaba separarse de él tan pronto.
—Eso es asunto mío. —El sargento se estaba poniendo una camisa marrón y un sombrero oscuro—. Rápido —exigió—, ¿quiénes son mis padres?
Gaia le agarró con fuerza las manos.
—Bonnie y Jasper Stone, del Sector Occidental Tres —contestó—. Eres mi hermano.
Las mejillas del sargento palidecieron al tiempo que la incredulidad y el asombro le hacían fruncir el ceño. La miró fijamente a la cara, como si quisiera memorizar cada uno de sus rasgos.
—¿Cómo es posible?
—Es la verdad —dijo Gaia. Lo sabía en los huesos, lo sabía hasta en la fibra más profunda de su ser—. Eres Odin Stone, y tienes otro hermano, mayor que nosotros, que también fue ascendido al Enclave. No sé quién es. Nuestro padre ha muerto. Nuestra madre está encarcelada, pero no sé dónde.
En algún lugar de los pisos superiores se oyó un estrépito y unos gritos. Aterrada, Gaia se acercó a Odin, que la estrechó un instante entre sus brazos.
—Hermana… —dijo con voz quebrada—. Entonces todo esto ha valido la pena —añadió apartándola de sí—. ¡Vete! ¡Corre!
Hubo otro grito y fuertes pisadas en la escalera. Gaia agarró el pomo de la puerta y la abrió. Oyó más voces a su espalda, pero no se atrevió a mirar atrás. Lo único que esperaba era que el sargento Bartlett consiguiera escapar. Se ciñó la capucha al rostro y atravesó un patio umbrío y silencioso. Le resultaba muy difícil mantener un paso normal cuando su instinto le pedía a gritos que echara a correr. Al mirar hacia arriba, vio a una mujer cerca de una ventana, pero la mujer no le prestó atención.
Cuando llegó a la puerta, el pomo giró con suavidad entre sus dedos, pero para abrir la pesada hoja de madera tuvo que empujarla con el hombro, lo que acrecentó su temor. ¿Y si la siguiente puerta estaba cerrada y el sargento la había enviado a un callejón sin salida? Una luz titiló en el pasillo, iluminando las paredes de color crema. A la derecha de Gaia, aquel se abría a una pequeña estancia con una chimenea encendida.
Una anciana vestida de blanco levantó la vista desde la chimenea.
—Buenas noches, hermana —dijo la mujer con voz somnolienta.
Sin atreverse apenas a respirar, Gaia contestó:
—Sirvo al Enclave.
—Servimos —murmuró la otra volviéndose hacia el fuego.
Sintiéndose como una impostora que podía ser descubierta en cualquier momento, Gaia caminó decidida por el corredor, pasando por delante de puertas cerradas y un reloj de pared grande y anticuado que llenaba la quietud con su pausado tictac. Al fondo, el corredor se bifurcaba en dos direcciones. Por impulso, Gaia giró a la izquierda, el camino menos iluminado. Tardó solo una docena de pasos en percatarse de su error. Estaba en una especie de dormitorio, con dos filas de camas. Su llegada provocó el encendido automático de la luz y la forma cubierta por mantas de la cama más cercana se volvió en su dirección.
—¿Dónde te habías metido? —susurró una voz de chica, entre enfadada y curiosa.
Gaia dio un paso atrás. La propietaria de la voz se había incorporado y Gaia vio que se trataba de una jovencita, más o menos de su edad, vestida con un camisón blanco. Su rostro oval y abierto, de nariz recta y labios carnosos, estaba enmarcado por rizos castaños. Sus ojos se agrandaban por momentos; de forma instintiva, la joven tiró de la manta hacia su barbilla.
—¿Quién eres tú? —dijo sin subir, todavía, la voz.
—Me he confundido —se disculpó Gaia retrocediendo otro paso. Si la chica daba la alarma, la atraparían. Gaia tiró de la capucha para taparse bien el lado izquierdo de la cara, pero el movimiento fue otro error. La chica soltó un gritito ahogado.
—¡Eres la de la cicatriz!
—¡Shhh! —rogó Gaia—. ¡Por favor!
Luego dio media vuelta y se alejó tan deprisa como pudo, regresando por donde había venido y continuando en la otra dirección. Al doblar la primera esquina encontró una gran puerta de madera que hacía juego con la del patio. La abrió con decisión. La calle estaba llena de soldados que corrían, así que la cerró de nuevo para esperar a que pasasen.
Después salió a hurtadillas y enfiló en dirección contraria a la de los soldados. El corazón le saltaba a cada paso y le resultaba imposible orientarse. Quería ir colina abajo pero, cada vez que lo intentaba, veía más soldados y no tenía otra que subir de nuevo. Por fin llegó a una calle que le resultó conocida, con un café, muy iluminado, en el que un grupo de hombres soltaba risotadas en la barra. Si seguía colina arriba llegaría al jardín donde la llevó Leon y, si rodeaba ese jardín, podría llegar a la panadería del horno negro, aunque eso estaba cerca de la Plaza del Bastión, donde seguro que habría más soldados. No sabía qué hacer.
En aquel momento los hombres del café profirieron grandes carcajadas y dos de ellos salieron diciendo adiós. Se dirigieron a la izquierda, así que Gaia giró de golpe hacia atrás, hacia el oeste y la plaza.
Echó a correr, incapaz de contenerse más. Oía pasos y voces por todas partes. A la derecha, estaba encajonada por muros cuyas farolas se encendían a su paso. «Cámaras, seguro que son cámaras», pensó con terror. Al doblar una esquina y ver que un grupo de soldados avanzaba hacia ella, se le cayó el alma a los pies; pero lo único que podía hacer era seguir andando, la capucha echada, la espalda bien erguida.
Cuando estaba a punto de entrar en el círculo de luz de una farola oyó una voz grave y cortante a su derecha:
—¡Stone!
Un hombre rechoncho le hacía señas desde un umbral oscuro; a Gaia le faltó poco para echarse a llorar de alivio. A escasa distancia, los soldados apretaban el paso.
—¡Venga! —apremió el hombre, aunque Gaia iba hacia él como una flecha.
El hombre tiró de ella con una mano enorme y cerró la puerta a sus espaldas. Corrían por un pasadizo estrecho y bajo que olía a basura y orina, pero a lo lejos se vislumbraba una luz amarilla y cálida. El hombre la hizo pasar por otra puerta, que cerró con llave y aseguró con una tranca.
Gaia no había sido tan feliz en toda su vida. Ante ella, afable y orondo, se hallaba el propietario de la panadería del horno negro.