LOS OJOS DE GAIA se agrandaron para encontrar cualquier atisbo de luz, pero la oscuridad era insondable. Oyó a Leon empujando algo contra la puerta y después los fuertes golpes y las voces ahogadas procedentes del otro lado.
—Ayúdame a empujar —urgió Leon.
A ciegas, Gaia extendió la mano y palpó el objeto grande y macizo que él intentaba poner contra la puerta. Luego apoyó el hombro y empujó lo mejor que pudo, ya que sostenía a Maya con el otro brazo. Al fin consiguieron acercarlo; la puerta vibraba pero resistía.
—No los contendrá mucho tiempo —dijo Leon.
En la oscuridad la niñita parecía aún más pequeña, así que Gaia la envolvió con ambos brazos.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el túnel que sale de la bodega. ¿Te acuerdas del mapa?
Gaia oyó un rascado y una luz brilló en la punta de una cerilla. La cara ceñuda de Leon apareció en el resplandor antes de que encendiera la mecha de una vela. De la puerta llegó un violento ruido de golpes que hizo respingar a Gaia. Vio que el banco, porque era un banco, que Leon y ella habían puesto haciendo cuña, empezaba a torcerse.
—¡Siguen ahí! —exclamó.
Leon sacó dos velas más de la caja de una estantería y se puso en marcha. Alzó la vela hacia un pasadizo angosto excavado en el lecho de roca y protegió la llama ahuecando la otra mano.
—No te apartes de mí.
—Tú anda, yo te sigo.
Se agarró a su camisa y trotó tras él. La llama daba suficiente luz para ver la oscura piedra que enmarcaba el túnel, en el que, a intervalos regulares, se habían añadido vigas de madera para sostener las paredes y el techo. Cuando Gaia se atrevió a mirar atrás, vio que sus siluetas arrojaban una sombra inmensa y aterradora, más negra que la propia negrura. En la primera bifurcación, Leon se dirigió a la derecha; en la siguiente, a la izquierda. A sus espaldas hubo un estrépito y después se oyeron gritos.
—¡Sujétate fuerte! ¡Corre! —dijo Leon, apretando el paso de tal manera que la llama parpadeó locamente.
Gaia tropezó y se agarró a él con más fuerza para mantener el equilibrio.
Leon se detuvo.
—¿Todo bien?
—Sí —le contestó enderezándose.
Él echó a andar de nuevo. Al aumentar la distancia que los separaba de sus perseguidores, las voces de estos se fueron amortiguando hasta extinguirse por completo. Gaia solo oía su laboriosa respiración y sus rápidas pisadas sobre el accidentado suelo. En ciertos lugares, el túnel se había derrumbado y tenían que gatear entre escombros polvorientos. De repente Maya emitió un gemidito y Gaia vio que Leon volvía la cabeza para ver qué pasaba.
—¿Todo bien?
—¿Seguimos perdidos?
Leon soltó una risa.
—Fiona, Evelyn y yo solíamos jugar aquí abajo —dijo. Su voz tenía un timbre sordo e inquietante entre aquellas paredes cerradas—. ¿Recuerdas lo que me preguntaste del escondite? Pues lo jugábamos aquí. De ahora en adelante es un poco más ancho, podremos ir del brazo.
—Este sitio da un poco de miedo —comentó Gaia. Algo levísimo le rozó la cara. Cuando miró hacia arriba vio el techo cubierto de telarañas, que en aquella penumbra parecían tan finas como cenizas. Miró hacia atrás—. No se oye nada.
Leon asintió y alzó la vela en el aire en calma.
—Vendrán. Tardarán más porque tendrán que imaginarse las bifurcaciones que hemos tomado —dijo, y volvió a ponerse en marcha ahuecando los dedos sobre la llama—. Sujétate fuerte a mi brazo.
—¿Adónde vamos?
—Más adelante hay un sitio donde lo decidiremos, si no se ha derrumbado.
Después de andar en silencio y a toda prisa durante varios minutos, llegaron a un ensanchamiento donde el túnel se bifurcaba de nuevo. Cuando Leon se detuvo, Gaia le soltó el brazo y miró a su alrededor. Varios cajones de embalaje que formaban un cuadrado irregular, encerraban una pequeña zona al lado de la pared más cercana. A sus pies, un viejo cojín gris había servido de nido a un ratón, que lo había decorado con heces negras y cáscaras de semillas. Leon estaba encendiendo el par de velas restantes con el cabo de la antigua; le pasó la primera.
—Toma —dijo.
Gaia la levantó para iluminar las cajas. Estaban forradas con tiras de papel masticado, restos de cómics y de revistas. Entre ellas vio la forma inconfundible de un yoyó y un puñado de tabas. Más arriba, en un estante, había pilas de papeles, y sobre esa misma pared un mapa del Enclave y de Wharfton manchado por la humedad. Aquel aire que olía a tierra le pareció helado y poco acogedor; le resultaba difícil imaginarse a unos niños jugando en un lugar así. A unos niños normales, al menos.
—¿Qué lugar es este?
—El centro de mando. Nuestro fuerte. Mis hermanas y yo nos refugiábamos aquí, hace mucho —respondió Leon. Luego, con la punta de la bota, empujó una lata llena de canicas—. A Fiona le encantaba imaginar quiénes serían mis padres y dónde vivirían, sobre todo cuando cumplí trece años. A esa edad debía decidir si quedarme en el Enclave o marcharme, pero, claro, nadie se va. Era un juego con infinitas posibilidades y ninguna solución —apartó sus ojos del rostro de Gaia para mirar hacia el mapa de la pared—. Ahora que sé la respuesta, resulta irónico haber vuelto. Desde aquí tenemos dos opciones. ¿Estás bien?
—Más o menos.
—Encontraste a tu madre.
Gaia intentó pronunciar las palabras necesarias para decirle que había muerto al dar a luz, pero no pudo. En lugar de ello, miró a la pequeña y vio que enfocaba sus ojos azules hacia la vela, con expresión ausente y soñadora.
—Fue duro, ¿no? —dijo Leon. Se limpió la comisura de la boca con la manga, para quitarse la sangre del puñetazo de su padre.
—No pude salvarla —contestó Gaia; y nada más, porque no quiso que la pena la abrumara.
—Lo siento mucho, Gaia. Ojalá hubiera podido ayudarte.
Lo había intentado, al menos. Por eso lo atraparon, porque intentaba llegar hasta ellas. Más adelante, quizá, se permitiría pensar en su madre, pero en ese momento tenía que salvar a su hermana.
—Maya va a necesitar comida dentro de nada. ¿Adónde conducen estos túneles?
Leon alzó la vela hacia el izquierdo.
—Por aquí se va al noreste, donde el muro se encuentra con el precipicio. Acaba en el sótano de un bar. Si pudiéramos salir por allí, estaríamos cerca del muro.
Asintió hacia el de la derecha y añadió:
—Por ahí se ataja un poco hacia el sudeste, hacia el cementerio cercano al café de Ernie, donde nos vimos aquel día.
—¿Cerca del jardín de las piedras? —preguntó Gaia acercándose al mapa—. ¿El café está aquí, en esta placita?
—Sí. El túnel ha sufrido algunos derrumbamientos, pero creo que podremos sortearlos. La última vez que estuve se podía pasar, aunque de eso hace ya bastantes años.
—¿Quién más sabe dónde conducen los túneles?
—Media docena de personas, más o menos. Mi hermana Evelyn los conoce todos. El Protector debe de conocer la salida del bar, porque esto era una mina de hierro antes de la construcción del Enclave, pero la mayoría de los túneles se derrumbaron y lo que queda no es nada seguro.
Gaia sabía que los fundadores del Enclave habían excavado hondo, muy hondo, en una mina de hierro para localizar fuentes de energía geotérmica, pero nada más. Miró los túneles tratando de dilucidar por cuál de los dos ir; le daba la impresión de estar en una ratonera.
—¿No hay ninguno más? —preguntó examinando el mapa.
—Hay otro que parte de este, pero la salida está muy lejos del muro, detrás del Bastión y cerca de la Guardería y la granja apícola.
—¿La Guardería?
—Lo encontró Fiona, le encantaba ver a los bebés —dijo Leon dando golpecitos sobre un lugar del mapa situado al norte del Bastión. Gaia recorrió con la mirada las antiguas señales de colores, pequeñas X en su mayoría, desperdigadas por Wharfton; se quedó muy quieta, pero su mente era un torbellino. Acababa de ocurrírsele una idea. Al oír un ruido lejano, pegó un respingo.
—Leon —dijo—, cuando eras pequeño querías encontrar a tus padres biológicos, ¿contabas con algún tipo de información?
—Con ninguna, en realidad, aparte de mi fecha de nacimiento. Fiona buscaba familias del exterior que hubieran tenido hijos un año o dos antes o después de mi nacimiento, pero no había niños de mi edad. Era como averiguar dónde faltaban pedazos en un rompecabezas sin haberlo compuesto.
—Porque no existían los datos sobre los padres biológicos del exterior. No se conocía el registro de mi madre.
—Claro, nadie lo tenía. Buscamos en los archivos de nuestra familia, pero no había nada sobre ellos. A veces me da la impresión de que tengo algún recuerdo de aquella época, aunque sería absurdo.
—Pero sí había información sobre quién te adoptó —dijo Gaia.
La vela arrojaba una luz temblorosa sobre los rasgos de Leon, que expresaban curiosidad.
—Claro. ¿Adónde quieres llegar?
Gaia lo agarró del brazo.
—Lo único que mi madre quería, lo que de verdad quería, era saber si mis hermanos estaban bien, pero no podía averiguar quiénes eran. Ay, Leon —dijo estremeciéndose—, tenemos que entrar en la Guardería. Quiero mirar los registros para saber qué familias adoptaron a los niños ascendidos.
—¿Para averiguar quiénes son ahora?
Hubo otro ruido a sus espaldas, en esta ocasión más cercano.
—Es lo contrario a la cinta de mi madre —explicó con urgencia—, es la información que necesitamos para los del exterior, para los que son como mamá. Además, habrá biberones para Maya. ¡Tenemos que ir!
Leon la tomó del brazo y echó a correr por el túnel más estrecho.
Gaia emitió un jadeo cuando la cera se derramó por sus dedos y su vela se apagó.
—Lo siento —dijo Leon.
—Da igual. Sigue. Iré pegada a ti. Corre.
Le agarró de nuevo la camisa mientras él abría camino con su vela. En la siguiente esquina giró a la izquierda. Poco a poco, Gaia tuvo la sensación de que estaban subiendo. Pasaron junto a los huesos secos de un animalillo, y justo cuando el túnel empezaba a ensancharse, su estado empeoró. Las rocas desprendidas del techo dejaban tan solo unos pasadizos angostos y zigzagueantes. Una vez, Leon tuvo que cruzar primero, dejándola casi a oscuras, y ella tuvo que pasarle al bebé por un agujero antes de trepar a gatas por una roca. Dos veces se detuvieron para escuchar si había nuevos ruidos a sus espaldas, pero, en el silencio agobiante, Gaia solo escuchó el sonido de su agitada respiración.
—¿Y si nos están esperando a la salida? —preguntó.
—Pues no sé.
En la oscuridad el tiempo perdía su significado; a Gaia le parecía que llevaban una eternidad recorriendo los antiguos y tortuosos túneles de la mina. Maya hacía ruiditos quejumbrosos, pero apenas se movía; Gaia confiaba en que estuviera bien, porque lo único que podía hacer era mirarla de cuando en cuando. Por fin, le pareció que percibía un brillo grisáceo a lo lejos y, al siguiente giro, vio que por delante y algo más arriba una roca reflejaba luz.
Leon apagó la vela antes de seguir. Cuando el túnel se estrechó de nuevo y volvió a girar, el reflejo de la luz se agrandó y se hizo más luminoso. El suelo adquirió de pronto el aspecto de una gran losa irregular y empinada, con grietas por las que corría agua. Gaia tuvo que agacharse y apoyar la mano libre en el áspero muro de piedra. Leon gateaba por delante. Al fin salieron a una cueva natural donde la altura les permitió ponerse en pie. Al mirar atrás, no vieron señal alguna del túnel por el que habían entrado. Cuando se aproximaron a la luz, el ruido del agua se acrecentó hasta convertirse en un torrente que levantaba ecos. El pasadizo que conducía al exterior era tan bajo que obligaba también a ir a gatas y la abertura estaba cubierta por una maraña de raíces y enredaderas. A través de estas se distinguía una cortina de lluvia torrencial que chocaba ruidosamente contra el suelo de cemento y, más allá, apenas visibles, las colmenas artificiales.
—¡Llueve! —exclamó Gaia maravillada.
Hacía meses que la sequía era absoluta. ¡Meses! El agua de lluvia transformaba la vida en el exterior del muro, era salud caída del cielo. ¡Y cómo olía! Gaia saboreó la dulzura de la humedad, que convertía en especia a la tierra misma.
—Leon, mira.
—Ya veo —susurró él, la voz apenas audible frente al aguacero. Le echó un brazo sobre el hombro y se inclinó hacia la abertura—. Voy a comprobar que no haya nadie. Espérame aquí, tardo un minuto.
Se marchó antes de darle ocasión de protestar. Un relámpago fue seguido por un fuerte trueno que la sobresaltó. La niña soltó un chillidito de protesta. Gaia la acunó contra su cuello y la envolvió con el borde de la capa para abrigarla mejor. Pasó un angustioso minuto en el que no dejó de aguzar el oído por si había algún disparo. Leon apareció súbitamente en la abertura.
—¡No vuelvas a hacerme esto! —chilló Gaia.
—¡Rápido! No hay nadie. ¡Ven!
Gaia parpadeó al salir gateando bajo la intensa lluvia. Cuando se puso en pie, ya estaba empapada. Tiró de su capa para cubrir bien a la niña. Leon la tomó de la mano y ambos corrieron hacia la granja apícola, pasando entre colmenas y bajo árboles goteantes. A su alrededor, los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos retumbaban, sobre todo en los nervios de Gaia, que acabó por chillar y soltarse de Leon para sujetar mejor a su hermana.
—¿Dónde vamos? —preguntó al salir de la granja.
—Un poco más adelante, solo unos metros —gritó Leon para hacerse oír por encima del diluvio.
Corrieron por un callejón y doblaron una esquina. El agua que caía y salpicaba a su alrededor ya había inundado los zapatos de Gaia. Casi no veía el pavimento por el que avanzaban y el fragor de la lluvia le llenaba los oídos.
En ese momento Leon la atrajo hacia sí y la llevó hacia una pared, donde el alero del tejado les proporcionaba unos centímetros de refugio. Gaia se lamió los labios para probar la lluvia. Al mirar a la niña, vio que hacía un leve mohín con la boca.
—Ya estamos —dijo Leon—, esta es la Guardería.
Gaia paseó la mirada por la pared y las ventanas superiores. Era un edificio pequeño, de dos pisos, fachadas blancas y postigos verdes. Las ventanas estaban decoradas con maceteros de geranios, de cuyos extremos caían chorros de agua de lluvia. La construcción la sorprendió. Ella se esperaba algo más grande, más impersonal, pero aquello era casi acogedor. En la zona donde se encontraban había varios cubos de basura de los que emanaba el inconfundible olor a lejía y pañales usados.
—¿Cómo entramos? —preguntó.
—¿Estás segura de que quieres entrar?
—¿Cómo entrabas tú con Fiona para ver a los bebés?
Leon señaló un balcón de la segunda planta.
—Subiendo hasta allí.
La pared estaba cubierta por un enrejado endeble. Gaia tragó saliva al imaginarse trepando por allí con un solo brazo.
—¿Trepando? ¡Es una locura!
—Trepaba Fiona —contestó Leon, y le tiró de la manga—. Vamos, hay una puerta trasera.
Gaia miró con atención a la derecha, donde otra cortina de lluvia se aproximaba a ellos, golpeando la pared y el pavimento y repiqueteando sobre el alero. Leon la condujo hasta la cancela de madera de un estrecho patio trasero, donde un par de gallinas cacarearon desde el gallinero que recorría la fachada. Débilmente, por encima del ruido de la lluvia y las gallinas, Gaia oyó el llanto de un bebé. Leon siguió bordeando el edificio. En la siguiente fachada un par de escalones subían hacia una puerta.
—Entro yo —dijo—, sé dónde está la oficina. Veré lo que puedo hacer.
—Debemos estar juntos —objetó Gaia. Cuando él se volvió para mirarla y, por supuesto, llevarle la contraria, Gaia se enjugó la lluvia de los ojos y espetó—: No es negociable.
—No puedes entrar, Gaia, sería una locura. Si alguien te reconoce, llamará a la guardia.
—¿Y a ti qué? ¿A ti no te están buscando?
—Yo tengo labia para salir de cualquier aprieto.
Gaia estuvo a punto de soltar la carcajada ante su arrogancia.
—¿No me digas? Pues eso no me lo pierdo.
—La hermana Khol puede estar ahí dentro.
—La dejé en la torre, drogada.
—Pero de eso hace horas.
Gaia no tenía ni idea del tiempo transcurrido, pero no quería quedarse con su hermana bajo la lluvia ni un segundo más. Agarró el pomo de metal y lo giró, sorprendiéndose al comprobar que la puerta no estaba cerrada. Sin más dilación, se coló en una cocina limpia y penumbrosa.
Leon entró detrás y cerró la puerta, que aplacó el ruido ensordecedor de la lluvia. En ausencia del estruendo, el goteo de uno de los grifos resultaba increíblemente fuerte. Las encimeras y la mesa estaban vacías, salvo por un colador cercano al fregadero. Una ristra de ajos colgaba de un gancho junto a la ventana. La pared del fondo, hecha de piedra, contenía un horno y una enorme chimenea, cuyo pequeño fuego bastaba para caldear la habitación. Sobre una encimera había una fila de cunas estrechas con mantas pequeñas, algunas arrugadas. La mirada de Gaia se detuvo en los biberones de un escurreplatos.
—¿Hola? —dijo una mujer. La voz era cansada, pero tranquila, de un timbre agudo y casi aflautado—. Franny, ¿eres tú?
Cuando Leon echó a andar hacia la voz, una joven vestida de rojo atravesó la puerta de la cocina con un bebé sobre el hombro, al que daba palmaditas en la espalda con mano firme. Se detuvo, pasmada.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó a Leon. Solo tendría algunos años más que Gaia. Sus mejillas eran regordetas y sonrosadas, y sus manos rollizas. Los miró alternativamente, y su mirada se suavizó al reparar en el bebé.
—Yo soy Rosa. ¿Nos conocemos?
—¿Está la hermana Khol? —preguntó Gaia a su vez.
Rosa inspeccionó con curiosidad sus ropas empapadas.
—No. ¿Qué ha pasado? ¿Y por qué sigue ese bebé todo mojado?
Puso al niño que llevaba en brazos en una de las cunas y se colocó meticulosamente un mechón de pelo suelto detrás de la oreja. Luego extendió los brazos hacia Maya.
—Ven, cariño —gorjeó.
Cuando Gaia se apartó por instinto, Rosa la miró perpleja. Entonces se volvió hacia Leon y su extrañeza se trocó en seriedad.
—Tú eres Leon Quarry, o Grey, ¿no?
Leon no contestó. La mirada de Rosa saltó de nuevo entre ellos, pero por fin se detuvo en Maya. Gaia estaba a punto de hablar cuando Leon meneó la cabeza a guisa de advertencia. Rosa carraspeó y le miró de nuevo.
—Bueno —dijo en voz baja—, para todo hay una primera vez.
Antes de que Gaia supiera lo que Leon se proponía, él agarró un cántaro de metal de la encimera y describió velozmente un arco que acabó en el cráneo de Rosa. El impacto provocó un ruido sordo e inflexible; Leon la agarró para que no se cayera al suelo de golpe. Rosa no profirió el menor sonido, ni siquiera un gemido de dolor.
Gaia le miraba con los ojos desorbitados.
—¿Esta es tu labia para salir de los aprietos?
Leon dejó a Rosa en el suelo y agarró un delantal del respaldo de una silla. A continuación, Gaia observó atónita cómo le ataba rápidamente las manos a la espalda.
—Quédate aquí —dijo, asiendo de nuevo el cántaro.
—¿Pero qué haces?
Él cruzaba ya la puerta por la que Rosa había entrado y, poco después, Gaia oía sus pisadas subiendo unas escaleras. Hubo un grito, interrumpido enseguida por otro golpe sordo, y un ruido de cuerpo arrastrado. Gaia miraba a la cautiva del suelo, tratando de averiguar si todavía respiraba. A la luz de la lumbre, vio sus ojos cerrados y la palidez de su cara, pero su boca estaba abierta y su pecho se movía.
Leon bajó las escaleras e irrumpió en la cocina.
—Listo —dijo—; solo tendremos unos minutos antes de que aparezca alguien más. Las cosas para tu hermana están en el piso de arriba, yo iré a la oficina. Tengo una idea. ¿Gaia?
Esta despegó los ojos de Rosa y abrazó con fuerza a su hermana.
—¿Era necesario que hicieras eso? —murmuró.
Él ladeó la cabeza y la miró fijamente, sin disculparse. Gaia advirtió que no debería asombrarse por sus reflejos. A fin de cuentas estaba en la guardia, había sido entrenado para ejercer la violencia.
—Lo siento —dijo Gaia.
Leon miró a su espalda y escuchó, tras lo cual dio un paso hacia ella y le habló con dulzura:
—¿Quieres cuidar a tu hermana o no?
Aquel recordatorio reavivó su sensación de urgencia. Dejó caer la capa empapada de Perla sobre el respaldo de una silla, miró al bebé de la cuna para comprobar que estaba dormido y, a continuación, esquivando a Rosa, salió de la cocina y corrió escaleras arriba. Leon se encaminó a la oficina.
Las estrechas escaleras recibían poca luz natural. Al final, había una puerta abierta a cada lado. La habitación de la izquierda estaba más oscura y contenía una fila de cunas. Gaia se volvió hacía un sonido débil e indefinido procedente de la estancia de la derecha y se metió en una guardería pequeña, limpia y de techo bajo, que olía a jabón de lavanda y algodón. Filas de cunitas rodeaban las paredes, más de una docena, pero Gaia vio que solo unas pocas estaban ocupadas y que los bebés dormían. ¿Qué posibilidades tendrían Leon y ella de salir de allí sin incidentes? ¿Qué horarios regirían aquel lugar? La lluvia caía por dos ventanales que dejaban entrar la luz grisácea del exterior. Un relámpago parpadeó en el cielo, seguido por un trueno sordo, pero el mal tiempo resaltaba lo bien y calentito que se estaba allí dentro.
Gaia se giró hacia el rincón más alejado de la habitación. Una mujer vestida de blanco yacía desmadejada sobre una mecedora, con la barbilla sobre el pecho y las muñecas atadas a los brazos de la silla. Fascinada y amedrentada por lo que Leon era capaz de hacer, le observó el tórax para comprobar si respiraba. Por suerte, así era. A su lado había una mesa con pañales, mantas pequeñas y una cesta de ropa. Uno de los bebés emitió un ruidito de succión y Gaia palmeó a Maya por instinto. En cualquier momento uno de ellos podía despertarse y llorar, y despertar a los demás, y entonces ¿quién se ocuparía de ellos? No se atrevió a cambiar ni a limpiar a Maya, pero le envolvió por encima dos mantas y guardó unas cuantas más y algunos pañales en la cesta de la ropa. Luego asió esta por las asas y salió a toda prisa de la habitación, haciendo el menor ruido posible.
Bajó la escalera de puntillas.
—¿Leon? —susurró.
Atisbó por otra puerta. Un escritorio atestado de objetos ocupaba el centro de la oficina, rodeado de armarios y estantes. Junto a una de las paredes había dos cunas vacías, por si era necesario dejar algún bebé. Una lámpara de tulipa verde situada en el escritorio apartaba la grisura vespertina. A él se sentaba Leon, escribiendo en un teclado; el brillo del monitor arrojaba una luz azul pálida sobre sus mejillas y sus manos.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Gaia.
—Todavía no.
Gaia era consciente de que debía buscar alimento para su hermana, pero esta se había dormido y ella no pudo evitar el deseo de echarle un vistazo a la habitación. En el tablón de anuncios de la pared, sobre la esquina derecha, descubrió un folleto similar a una invitación, pero más grueso. Le resultó familiar y se acercó para mirarlo.
Solsticio de verano de 2409
Convocatoria de los miembros de la
Cohorte de Ascensión de 2396
Solicitud de Retrocesión
Gaia pasó la primera página y vio columnas de nombres. «Yo he visto antes un folleto de estos», pensó intentando recordar cuándo. La letra era pequeña y había varias páginas. Calculó que contendría un centenar de nombres.
—Leon —dijo arrancándolo del tablón—. ¿Qué es esto?
Él pulsó unas teclas más y se detuvo para mirarla y mirar el folleto de su mano.
—Es un anuncio de retrocesión —contestó—. El Enclave publica uno todos los veranos, dirigido a los niños de trece años. Es una mera formalidad. Para guardar las apariencias.
—Pero es una lista, ¿no?, de todos los niños de cierto año. Tú encontraste una de estas listas en el costurero de mi padre, cuando los arrestaron.
Leon alargó la mano y Gaia le entregó el folleto.
—Así es. Se trata de una lista, pero no figuran las fechas de nacimiento.
—¿De qué año era la de mi padre?
—Era el anuncio del año de uno de tus hermanos. Del menor, creo.
—Así que no solo era un alfiletero —comentó Gaia—. En ella figuraba el nombre que los padres adoptivos pusieron a mi hermano.
—Sí. Quizá tu padre pensó que podría averiguar quién era —dijo Leon, tras lo cual giró la cabeza, alerta. Gaia guardó silencio, pendiente de cualquier ruido. Del piso superior, llegó el sonido amodorrado, pero inconfundible, del llanto de un bebé, que enseguida remitió. Leon le clavó los ojos.
—Ay, no —jadeó Gaia. En cuestión de segundos el niño soltaría una llamada mucho más alta y perentoria, y despertaría a otros que lo imitarían—. Tengo que encontrar el preparado para biberón.
—Te espero aquí.
Corría por el pasillo cuando oyó un nuevo lloro, más fuerte. Al entrar en la cocina vio que Rosa se había acercado a la chimenea y estaba tratando de levantarse.
—No te muevas —le advirtió.
Rosa giró la cabeza en su dirección. El cabello negro le caía sobre el rostro y la punta de un mechón se le pegaba a la comisura de la boca.
—Por favor, desátame —rogó con su voz de soprano—, tengo que cuidar a los niños.
El bebé de la encimera agitaba una manita y emitía un alegre gorjeo. Un nuevo lloro en la planta superior fue seguido al instante por el de otro bebé.
—¿Dónde está el preparado? —inquirió Gaia, inspeccionando la cocina. Una de las paredes estaba forrada de armarios y cajones. Dejó el cesto y a Maya en la mesa central y empezó a revisarlos a toda prisa. El primer armario contenía comida para adultos; el segundo, platos; el tercero, tarros de cerámica. Gaia sacó uno y levantó la tapa: polvo color crema.
—No te lo lleves —dijo Rosa—, lo necesitamos.
Después de meter el meñique para probarlo, Gaia puso uno de los tarros en la cesta, a cuyo contenido añadió tres biberones del escurreplatos, previamente rellenados de agua y cerrados con las correspondientes tetinas. Los llantos del piso superior aumentaban por momentos, en intensidad y en cantidad.
—¡Leon! —gritó. Luego tomó en brazos a su hermana y agarró las asas de la abultada cesta. Por último preguntó a Rosa—: ¿Hay alguna lista de las fechas de nacimiento de los bebés? ¿Un registro?
Rosa se rio.
—¿Te crees que te la voy a dar? Te atraparán —con-testó acercándose un poco más a la chimenea— y te colgarán delante del Bastión, y yo estaré mirando.
—¡Leon! —volvió a gritar. No hubiera podido decir qué la angustiaba más, si los llantos cada vez más fuertes de los bebés o las siniestras predicciones de la chica de la voz aguda. Leon apareció en la puerta.
—No lo encuentro, debe de ser información clasificada —anunció, sacando dos capas rojas de un armario.
—Esa sabe dónde está —dijo Gaia señalando a Rosa—, pero no quiere decírmelo.
Leon la miró un instante a los ojos, como sopesando algo importante. «Hazlo», pensó Gaia, «haz lo que tengas que hacer».
—Nadie sale del muro —chinchó Rosa desde el suelo—. Habrá gente vigilando en todas las ventanas, guardias por todas partes.
Leon le echó a Gaia una de las capas por los hombros y ella se acomodó en el suave y confortable tejido. Luego dejó la otra capa sobre la mesa y asió el mango de un cuchillo que sobresalía de un bloque de madera. Su hoja, corta, afilada y de sierra, despidió un destello azulado bajo la luz de la lluviosa ventana. Mientras los llantos del piso superior crecían en desespero, Leon dio un paso hacia Rosa y la apuntó con el cuchillo.
—No puedes hacer eso —dijo ella con los ojos como platos. Leon giró en su mano el cuchillo que empuñaba.
—¿Dónde está la lista? —preguntó.
Gaia contuvo el aliento y se mordió los labios. Rosa se alejaba de Leon cuanto podía. Su voz se agudizaba aún más con el miedo:
—¡No lo sé! ¡De verdad!
El bebé de la encimera rompió a llorar, añadiendo un chirriante contrapunto a las súplicas de Rosa.
Leon se acercó otro paso y le apoyó la punta del cuchillo en el centro de la garganta. Gaia, aterrada, abrazó con fuerza a su hermana.
—Dímelo —exigió él, la voz baja y dura—. Y nada de ordenador. Quiero un registro escrito. Sé que la hermana Khol guarda una copia.
La hoja del cuchillo se deslizó un poco cuello abajo. Rosa jadeó de miedo.
—¡No me hagas daño! En el último cajón del armario grande, en la pared del fondo. Allí hay registros. ¡Míralos! ¡Por favor!
Leon alzó la vista hacia Gaia, que asintió, volvió a dejar la cesta y a su hermana sobre la mesa y fue corriendo a la oficina. El cajón indicado estaba lleno de cuadernos. Al mirar rápidamente las tapas, vio que cada uno de ellos se refería a un periodo de cinco años, y en su interior encontró nombres y fechas escritos con letra clara y menuda. Agarró el montón de cuadernos con los brazos.
Cuando regresó a la cocina, Rosa tenía lágrimas en los ojos y Leon no se había movido ni medio milímetro.
—Aquí están —dijo—. Lo hemos conseguido, Leon, déjala.