ESA NOCHE, mientras Gaia compartía su barra de pan en la celda Q, dejó atónitas a sus compañeras al contarles que Leon se la había comprado. Estuvo tentada de hablarles de los lunares y del miedo que le daba la posibilidad de que la interrogaran pronto, pero sintió un nuevo temor. ¿Y si alguna de ellas se lo contaba a los guardias? Había confiado en Sephie, y aunque según Leon no la había traicionado, a ella seguía pareciéndole una traición. Las mujeres se asombraron aún más cuando les dijo que Sephie estaba libre y había vuelto a su antigua vida.
—Entonces, hay esperanza —afirmó Cotty—, cualquiera de nosotras puede ser liberada.
Las doctoras murmuraron y sus ojos se llenaron de luz. La esperanza intoxicaba. Una de ellas soltó risitas. La única que no se dejó impresionar fue Myrna, que siguió leyendo su estropeado libro inclinándolo hacia la poca luz que entraba por las ventanas. Cuando alzó los ojos y la miró parapetada tras sus cejas negras, Gaia vio que la doctora se daba cuenta de que no les había contado ni la mitad de la historia.
—Ten cuidado con él —dijo.
Gaia desvió la mirada, confusa, y empezó a sonrojarse, confirmando al parecer las sospechas de Myrna, que asintió y cerró el libro sobre uno de sus dedos, a modo de marcapáginas.
—No subestimes al Enclave —añadió—. Lo están utilizando, igual que nos utilizan a todas nosotras.
—¿A ti también? —preguntó Gaia.
Myrna se rio, como si Gaia le hiciera gracia.
—Por supuesto. Me han sacado todo lo que han querido y sigo trabajando para ellos.
Las demás se callaron.
—No le hagas caso —dijo Cotty.
—¿Por qué, Myrna? —preguntó Gaia—. ¿Por qué lo haces? ¿Por qué no te rindes, o te fugas y dejas que te disparen? ¿Qué te lo impide?
—¡Ay, mi madre! —farfulló Cotty.
Myrna apretó la mandíbula y miró a Gaia con frialdad.
—¿Sinceramente? Porque no puedo soportar que los idiotas vivan más que yo.
Cotty y las demás soltaron la carcajada, y Gaia creyó entender lo que Myrna quería decir.
—Cuéntanos algo del capitán Grey, ¿qué tal es? —dijo Cotty. La franqueza y la curiosidad de su expresión la rejuvenecían, a pesar de las arrugas de su cara morena—. Es que, bueno, yo solía verle con el Protector, como todos, pero nunca he hablado con él. Es un joven increíblemente apuesto.
—¿Sabe todo el mundo que es hijo del Protector? —preguntó Gaia.
Cotty y las demás se miraron.
—Pues claro.
Gaia se sintió como una idiota.
—¡Anda, no lo sabías! —exclamó Cotty riéndose—. Ya te digo, si es que estos de fuera viven en otro mundo.
Gaia se cruzó de brazos, a la defensiva.
—Sí lo conocía, había oído hablar de él, lo que pasa es que no me di cuenta de quién era —explicó.
—¡Es estupendo! —siguió Cotty—, cuéntanoslo todo.
Gaia no estaba segura de qué decirles, pero todas salvo Myrna la miraban con curiosidad. Agradecerían cualquier cosa que las distrajera de su negro panorama, y Gaia estaba aprendiendo el poder que existía en las noticias más insignificantes del exterior de la prisión, pero no sabía qué contarles de él. Además, seguía pensando que debería haberle reconocido. Aunque para lo que le habría servido… Recogió la última miga de pan de la tela gris que cubría su regazo.
—No sé qué contaros —dijo para tratar de escabullirse.
Cotty se rio.
—¡Te gusta!
—¡No! —protestó Gaia.
Pero las demás mujeres también sonreían. Gaia empezó a sentir calor en las mejillas.
—Sería ridículo —añadió—, apenas lo conozco. Además, sé lo horrorosa que soy.
Cotty apoyó la cabeza en la pared; por vez primera sus hombros parecieron relajados.
—¿Sabes? —dijo—, yo pensé lo mismo al verte, pero luego me acostumbré a tu cara y, desde entonces, solo te veo la parte bonita, porque lo demás se esfuma en una especie de punto ciego.
Las demás murmuraron; Gaia no se lo creyó. Llevaba tanto tiempo viviendo con su fealdad, escondiéndola detrás de la cortina de su pelo siempre que le era posible, que no se podía creer que alguien la considerara bonita. Recordó intencionadamente cómo caminaban ella y Leon para corroborar que él siempre se ponía en el lado contrario al de su cicatriz. Era natural evitar ese lado; eso no significaba que ella le pareciese bonita.
Aunque había estado a punto de besarla.
Cerró los ojos y reprimió un quejido.
—¿Cómo es? —preguntó Brooke, una presa alta y desgarbada de profundas ojeras y nariz larga y afilada. Dejó el atlas de anatomía y sonrió de un modo alentador.
Gaia bajó la mirada hacia sus propias manos. «No pasa nada por darles el gusto», pensó.
—Es difícil de decir. Cuando lo conocí, acababa de arrestar a mis padres y yo le tenía miedo. Entonces me pareció serio y muy frío; pero ahora creo que, en realidad, es solo reservado —dijo. Luego frunció el ceño—. Es educado y habla bien, lo que tiene sentido, supongo. —Recordó que él había salvado al bebé de la madre colgada, eso tampoco podía explicarlo—. Yo pensaba que podía ser cruel —añadió en voz baja—, pero ahora no estoy tan segura.
«Puede ser un manipulador», pensó, echando un vistazo a Myrna. El descubrimiento de que Leon provenía de fuera del muro era demasiado personal, demasiado confidencial para contarlo y, por alguna razón, tampoco quería contarles que la naranja era de él.
—Es difícil reconciliar su buena educación con el hecho de que esté en la guardia. Es como si no encajara en ningún lugar.
Las mujeres asintieron.
—Y lo del pan ha sido toda una sorpresa —dijo Brooke—. Debe tener una vena generosa por alguna parte. Se ha criado en el Bastión, como sabrás.
—Hasta que le dieron la patada —añadió Cotty—. ¿Cuándo fue? Hace dos… no, tres años.
Gaia miró a las demás para ver si aquel era un tema que todas conocían.
—Pero en los programas del Tvaltar hace más tiempo que no sale. ¿Alguien sabe por qué? —preguntó.
Cotty le dio una madeja de lana azul.
—Enróllamela, ¿quieres? —dijo—. Salió con regularidad hasta los diez años, más o menos. Después desapareció, y empezaron a hablar más a menudo de los niños menores. No sé, a mí me intrigaba.
—Y a mí —convino Brooke—, pero después los otros niños desaparecieron también, por eso del respeto a la intimidad de los mayorcitos.
Gaia encontró el cabo de la madeja y, distraída, pasó las primeras vueltas alrededor de tres de sus dedos.
—¿Por qué lo repudiaron? —preguntó.
Cotty chasqueó la lengua.
—Fue todo supersecreto. Entonces debía de tener unos dieciséis años, que fue también cuando su hermana sufrió aquel desafortunado accidente. Fiona, se llamaba, vaya tragedia.
Gaia miró a su alrededor, esperando que alguna de las otras pidiera detalles. Las agujas de hacer punto de Cotty emitían sus regulares clics. Myrna había vuelto a su libro, negándose de forma evidente a unirse a la conversación.
—¿Qué le pasó? —preguntó Gaia por fin—. Vamos, yo me acuerdo de que fue un accidente, ¿no?
—Fiona —contestó Brooke— se cayó por la ventana de su dormitorio una noche y se rompió el cuello.
Gaia sintió un extraño cosquilleo de inquietud al recordar la advertencia de Leon sobre el precipicio del jardín. Se preguntó si no estaría entonces pensando en su hermanastra.
—Después de la muerte de Fiona, no ponían casi nada sobre la familia del Protector en el Tvaltar —dijo acordándose ya de algo más—. Genevieve. Recuerdo una foto de ella llorando en el funeral.
Brooke asintió y Cotty emitió un murmullo comprensivo.
—Fue una tragedia —repitió Cotty—, todo el asunto. Es mejor no removerlo.
—¿Pero por qué repudiaron a Leon? —insistió Gaia—. ¿Qué es un crimen contra el estado?
Las mujeres se miraron con nerviosismo, pero nadie dijo nada hasta que Myrna le clavó sus inexpresivos ojos negros.
—Un delito genético —contestó.
—¿Cuál? —Gaia miró a Cotty y a Brooke.
—El mismo por el que nos encarcelaron a nosotras —respondió Cotty.
Gaia recordó lo que le dijeron las doctoras al principio, pero estaba confusa.
—¿Cómo pudo Leon falsificar pruebas genéticas o ayudar en abortos?
Ni Cotty ni Brooke contestaron. Gaia miró el círculo de mujeres y, por último, a Myrna.
—Se acostó con su tía —dijo esta.
—¡No! —exclamó Gaia horrorizada.
Myrna se encogió de hombros y volvió a su libro.
—Eso dicen.
Gaia le susurró a Cotty en tono suplicante:
—¿Es verdad?
—Claro que no —contestó Cotty, mirando de través a Myrna—, no fue más que un rumor. Hubo un montón de rumores, la mayoría absurdos, seguro. Su tía Maura le lleva diez años y es una mujer casada y muy digna. Myrna, ya podías dedicarte a cosas mejores que hacer rabiar a la chica.
La aludida puso los ojos en blanco, como si ambas le resultaran espantosamente aburridas.
—Entonces, ¿qué pasó? —preguntó Gaia a Cotty.
—Bueno, no estoy segura. Nadie lo está. Hay habladurías para dar y tomar, pero nadie conoce los hechos. Yo opino que las especulaciones fueron odiosas, la verdad. Desde aquel momento se empezó a decir que se había acostado con todas las chicas del Bastión, por ejemplo. El caso es que él se cambió el apellido por el de soltera de su madre, Grey, y se alistó en la guardia. Desde entonces se ha sabido poco de él.
Gaia siguió enrollando lana azul en torno a sus dedos.
—¿Y por qué no hubo habladurías fuera del muro? —preguntó.
—Seguro que las hubo, tuvo que haberlas. Quizá tú no te enteraste.
Gaia pensó que por entonces tendría doce o trece años. Sus padres, poco dados a murmuraciones, quizá hablaran algo del asunto, y la Vieja Meg seguro que mucho, pero a Gaia no debió interesarle. Se había enterado de la muerte de Fiona, pero no del nuevo apellido de Leon. Quizá el duelo había tapado el escándalo del hijo del Protector.
Al recapacitar sobre los escasos datos, las nuevas y sórdidas posibilidades le resultaron inquietantes. Seguro que no se había acostado con su tía, la idea era desquiciada, estaba en contra de todo lo bueno que había en él. Eso no se lo creía, pero desde luego algo tenía que haber pasado para que cayera en desgracia. Y él pensaba que se lo merecía.
Aquella era la clave. Sus manos se detuvieron sobre la madeja, su mirada vagó hacia las ventanas. Fueran cuales fuesen los rumores, Leon estaba convencido de haber hecho algo malo que justificaba su expulsión de la familia y una vida en la guardia. Aquella existencia, en la que cumplía sin rechistar las leyes del Enclave, había sepultado los demás aspectos de su naturaleza y la había elegido él, voluntariamente. Había elegido ignorar tanto su propia ética como sus sentimientos.
Cuando la mirada de Gaia cayó sobre Myrna, vio que la observaba con ojos cansados. Sintió que se le helaba el corazón al recordar su advertencia: te utilizarán. Ellos y él.
—Si le das tiempo, este lugar te destruirá a ti también —dijo Myrna en voz baja.
Gaia se levantó, dio la madeja de lana a Cotty y entró en el dormitorio.
Después de cenar, mientras las otras caminaban por el patio, Cotty le cosió un bolsillo en el interior de la cinturilla del vestido.
—Por si consigues más pan —le dijo, alisando la tela antes de devolvérselo—, o lo que sea. A ver si nos contrabandeas unos cuantos caprichitos.
Gaia sonrió y le dio las gracias, pero dudaba que hubiera más ocasiones de pasear con Leon, como Cotty daba a entender. Se metió el vestido por la cabeza.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —susurró mientras se abrochaba los botones—. ¿Hace mucho que conoces a Myrna?
Cotty soltó una risita y pinchó la aguja en una bobina de hilo gris.
—Tú quieres saber por qué es tan mala, ¿no?
Gaia lo hubiera expresado algo menos a lo bruto, pero asintió.
—Tiene corazón, te lo aseguro —dijo lentamente Cotty—, pero yo creo que asusta a los demás antes de que ellos la decepcionen. He oído decir que estuvo casada algún tiempo, hace mucho, y que la cosa acabó mal. Sí sé que quiso abrir un hospital y no pudo; arguyó que necesitábamos un banco de sangre para los hemofílicos y un hospital clínico para formar nuevos médicos, pero el Protector se negó de lleno.
—¿Por qué? —preguntó Gaia.
Cotty meneó la cabeza y guardó las bobinas y las tijeras en una cajita.
—Era uno de los principios fundacionales: nada de hospitales, nada de medicina extrema. Solo antibióticos y morfina, y catéteres para los débiles. Fue debido a la falta de recursos, algo brutal pero necesario. Myrna piensa que ahora las cosas han cambiado.
Gaia miró hacia las tres ventanas, cavilando sobre las posibilidades.
—Es una buena doctora. Si ella estuviera al mando, la gente viviría más —dijo.
—Estoy de acuerdo, pero el Protector lleva también algo de razón. Morirse no es ninguna vergüenza. Él se centra en el conjunto de la población, en lo que es mejor para el grupo, no para el individuo. Su enfoque es distinto al de Myrna.
—Y el que manda es él.
Cotty chasqueó la lengua, y sonrió con su sonrisa cálida y torcida.
—No te preocupes por Myrna —dijo amablemente—. Es maligna pero es lista. Y no es como Sephie.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Gaia desconcertada.
Cotty la miró de reojo, con cara de disculpa.
—No me gusta hablar mal de alguien que no está presente. Solo te digo que es fácil que alguien como Sephie caiga bien, porque es amable y cariñosa; pero, cuando llega el momento de la verdad, siempre elige lo más fácil.
Gaia se sintió incómoda, no sabía qué decir.
—Lo siento, solo intentaba decirte que Myrna es de fiar —prosiguió Cotty; se frotó el puente de la nariz con aire pensativo—. Quizá por eso sigue aquí.
Aquella noche, cuando las demás dormían, Gaia sacó su espejito y trató de verse en la oscuridad. Fue un intento vano, por supuesto. El pequeño óvalo se burló de ella reflejando tan solo las sombras casi negras de la noche, como si Gaia misma fuese invisible. Pasó el pulgar lentamente por la superficie suave del espejo y después se lo guardó en su bolsillo nuevo. Por la noche, sin distracciones de ningún tipo, era cuando más echaba de menos a sus padres, cuando la soledad invadía su corazón como una niebla queda y fría. Ni Myrna, ni Leon, ni siquiera Cotty… Esas personas que habían entrado en su vida no la conocían. No sabían cómo era por dentro, no veían la intrincada labor de su corazón. No había nadie que la quisiera. Nadie salvo su madre, estuviera donde estuviese. Gaia la vio de repente en pie, al borde del porche trasero, con el rostro vuelto hacia el sol, parpadeando con una media sonrisa mientras alzaba las manos para desenredar los colgantes del carillón de viento.
«Deberías echarte el pelo hacia atrás, Gaia, en serio. Déjame que te haga una trenza».
Las lágrimas se arremolinaron contra sus párpados. Tenía el pelo corto; su madre se había ido. Giró la cabeza sobre el colchón, dejando hacia arriba de forma inconsciente la sensible piel de su cicatriz, diciéndose que no iba a llorar.