GAIA DOBLÓ LA ESQUINA de la calle Sally y sintió alivio al ver la luz de una vela en la ventana de su casa. Su madre debía de haber vuelto del otro parto. Gaia se apresuraba para llegar cuanto antes cuando oyó que alguien la llamaba en susurros desde una de las oscuras y estrechas bocacalles.

Se detuvo.

—¿Quién es?

Una figura encorvada salió de la oscuridad, lo justo para indicarle por señas que se acercara, y regresó a la negrura. Gaia entró en la zona de sombra tras echar una última ojeada a la fila de casuchas y la luz de su ventana.

—Se han llevado a tus padres al Enclave —dijo la Vieja Meg—, a los dos. Los soldados han venido hace una hora y uno de ellos se ha quedado a esperarte.

—¿Para arrestarme?

—No sé, pero ahí sigue.

Gaia, que sentía las manos cada vez más frías, dejó lentamente el bolso en el suelo.

—¿Estás segura? ¿Por qué iban a llevarse a mis padres?

—¿Desde cuándo necesitan un motivo? —preguntó a su vez la mujer.

—¡Meg! —Gaia jadeó. Hasta en la relativa seguridad del solitario callejón, tenía miedo de que alguien la oyera. La anciana la agarró por el brazo.

—Escucha. Acabábamos de volver del otro parto y tu madre salía para ir a buscarte cuando los soldaros vinieron a por ella y a por tu padre. Yo me iba, y estaba ya en la parte de atrás de tu casa, por eso no me vieron, por eso y porque me escondí en el porche. Ya es hora de que espabiles, chica, tu madre es muy útil, sabe demasiado sobre los bebés, y los de arriba necesitan información.

Gaia sacudió la cabeza y se envolvió en sus propios brazos. Aquello no tenía sentido.

—¿Pero de qué estás hablando? Mi madre no sabe nada que los demás no sepan.

La Vieja Meg acercó su cara a la de ella y tiró de su brazo para meterla aún más profundamente en el callejón.

—El Enclave cree que tu madre está dando datos de los niños a sus padres biológicos.

Gaia rio, incrédula.

—Niña estúpida —reprochó la anciana, estrujándole el brazo con sus dedos como garras—. He oído lo que les decían, lo que les preguntaban, y no los van a dejar salir. ¡Esto es muy serio!

—¡Ay, suéltame! —protestó Gaia.

La Vieja Meg se alejó aún más de la calle principal, lanzando miradas furtivas alrededor.

—Me voy de Wharfton —anunció—. Si no la próxima seré yo. Solo te he esperado para ver si querías venir conmigo.

—Yo no puedo irme —objetó Gaia—. Esta es mi casa. Seguro que mis padres vuelven pronto.

Supuso que la anciana estaría de acuerdo, pero cuando esta no dijo nada el miedo de Gaia reapareció.

—¿Cómo no van a dejar volver a mi madre? ¿Quién iba a encargarse de los bebés?

Una fea risa surgió de la oscuridad.

—Te tienen a ti, ¿no? —masculló la Vieja Meg.

—Pero yo no puedo sustituirla —murmuró Gaia angustiada—, todavía no. Esta noche ha sido cuestión de suerte. ¿Te puedes creer que la mujer me mintió? Me dijo que era su cuarto hijo, pero en realidad…

La Vieja Meg la abofeteó con tanta fuerza que Gaia rebotó contra la pared. Se apretó la mano sobre la dolorida mejilla.

—Piensa —susurró con aspereza la anciana—, ¿qué querrían tus padres que hicieras? Si te quedas aquí, serás la nueva comadrona del Sector Occidental Tres. Controlarás a las mujeres que atendía tu madre y ascenderás a los bebés que ella hubiese ascendido. Superarás su cuota mensual. Dentro de nada, no harás más que lo que te ordenen, como ella. Y al igual que ha pasado con ella, eso no te bastará para estar a salvo. Si vienes conmigo, probaremos suerte en el Bosque Muerto. Conozco a unas personas que nos ayudarán, si consigo encontrarlas.

—No puedo —repitió Gaia. La mera posibilidad la aterraba. No podía dejar su casa, lo único que conocía. ¿Y si liberaban a sus padres y ella se había marchado? Además, no pensaba irse por ahí con una arpía enloquecida que la abofeteaba y la mangoneaba como a un niño travieso. El resentimiento y los recelos de Gaia no hacían sino aumentar. ¡Se suponía que aquella noche iban a celebrar su primer parto!

Cuando una nube cruzó por delante de la Luna, le pareció ver un brillo especial en los feroces ojos de la mujer. La Vieja Meg le dio un paquetito blando, de color marrón y tan ligero como una rata muerta. Gaia estuvo a punto de dejárselo caer por pura repulsión.

—Idiota —dijo la mujer, apretándole la mano sobre el paquete—. Es de tu madre. No lo pierdas. ¡Ni muerta!

—¿Pero qué es?

—Átatelo al muslo, debajo de la falda. Lleva una cinta.

En la calle se oyó un taconeo que las sobresaltó a las dos. Ambas se apoyaron contra la pared, se acurrucaron y no volvieron a decir palabra hasta que oyeron cerrarse una puerta y volvió a reinar el silencio.

Entonces la Vieja Meg acercó su cara a la de Gaia, tanto que esta sintió en la mejilla la tibieza de su aliento.

—Si te decides a ir al Bosque Muerto, pregunta por Dani Orión —le dijo—. Ella te ayudará, si puede. Recuerda, como la constelación.

—¿Mi abuela? —preguntó Gaia confundida. Su abuela había muerto hacía años, cuando ella era muy pequeña.

La Vieja Meg le dio un codazo.

—¿Te acordarás o no? —inquirió.

—¿Cómo se me va a olvidar el nombre de mi abuela?

—Tus padres eran unos locos —dijo la Vieja Meg—, unos pacifistas cobardes y confiados, y ahora lo están pagando.

Gaia se quedó horrorizada.

—No digas eso —protestó—, siempre han sido leales al Enclave. Ellos mismos ascendieron a dos hijos suyos. Llevan años a su servicio.

—¿Y tú no crees que se arrepienten? ¿Crees que no piensan en el precio cada vez que te miran?

Gaia no entendía nada.

—¿Qué quieres decir?

—Tu cicatriz.

A Gaia le daba la impresión de que debía entender alguna cosa, pero su cicatriz no tenía ningún misterio. Era una grosería, incluso una crueldad, que la Vieja Meg la mencionara en aquel preciso momento.

La anciana resopló con enfado.

—Aquí no hago más que perder el tiempo. ¿Vienes conmigo o no?

—No puedo —repitió Gaia—. Y tú deberías quedarte. Si te pillan huyendo, te meterán en la cárcel.

La mujer soltó una risita y se volvió para marcharse.

—Espera —dijo Gaia—, ¿por qué no me dio esto ella misma?

—Porque ella no hubiera querido dártelo nunca. Esperaba que no fuese necesario, pero hace unas semanas empezó a preocuparse y entonces me lo dio a mí.

—¿A preocuparse por qué?

—Yo solo te digo que, visto lo visto, sus razones tenía —contestó secamente la Vieja Meg.

—Pero ¿por qué no lo guardas tú?

—Porque es para ti. Me pidió que te lo diera si le pasaba algo. Yo solo cumplo mi promesa.

En ese momento, Gaia vio que la mujer había apoyado una mochila pequeña contra la pared. Cuando se la colgó de los hombros, pareció envejecer una década más. Agarró su bastón y acercó su ajado rostro al de Gaia por última vez.

—Ten mucho cuidado, eres muy confiada. Usa la cabeza, Gaia, y recuerda que todos somos vulnerables, sobre todo cuando amamos a alguien.

—Te equivocas —replicó Gaia pensando en sus padres—. El amor es lo que nos da fuerzas.

La anciana la miró de hito en hito y Gaia le devolvió la mirada, desafiante. Aquella anciana no era más que una amargada que llevaba toda la vida rechazando a la gente, ya no podía ni despedirse con un poquito de caridad. Se prometió que nunca sería como ella, marchita, sin nadie que la quisiera, cobarde. Nunca querría ser como la Vieja Meg, con sus temblorosas manos, carcomida por la idea de que el trabajo de comadrona fuera a recaer principalmente en Gaia y no en ella.

Se estremeció otra vez de esperanza. Sus padres volverían, como todos los demás que habían pasado poco tiempo detenidos. Retomarían su vida donde la habían dejado, con la única diferencia de que habría dos comadronas en la familia y, por lo tanto, el doble de paga. Gaia tendría cicatrices y sería fea, pero a diferencia de la Vieja Meg, prometía y tenía gente que se preocupaba por ella.

La anciana meneó la cabeza y se volvió. Gaia la miró marchar por el estrecho callejón hasta que desapareció por una esquina. Entonces bajó la mirada hacia el paquetito que sostenía en las manos. A la débil luz de la Luna, vio que llevaba una cinta cosida; se subió la falda y se ató la cinta al muslo, de forma que el paquete quedara plano y no hiciese bulto. Después se bajó la falda de nuevo y dio unos pasos de prueba. De momento notaba la ligera frialdad del paquete contra su piel, pero estaba segura de que pronto dejaría de sentirla, incluso aunque anduviera. Cuando regresó a la calle Sally y vio que la vela seguía encendida en la habitación de la planta baja de su vivienda se acercó muy despacio, sin perder de vista el cuadrado de luz amarilla. Las casas vecinas estaban silenciosas, con las persianas bajadas. Gaia pensó en ir a casa de los Rupp, pero si era verdad que había un guardia esperándola, acabaría por encontrarla de todos modos. Era mejor enfrentarse al asunto y averiguar todo lo que pudiera sobre sus padres.

Al oír el crujido del primer escalón del porche delantero, le pareció sentir que la casa, expectante, le respondía. En tres escalones más alcanzó la puerta, que abrió con suavidad hacia dentro.

—¿Mamá? —dijo—. ¿Papá?

Miró de forma automática hacia la mesa, donde la vela brillaba sobre un platito de arcilla, pero el taburete situado enfrente estaba vacío.

La minúscula esperanza de que su madre estuviera allí para recibirla se evaporó por completo al reparar en el hombre que la miraba desde la chimenea. Llevaba el típico uniforme negro y un rifle cruzado a la espalda. La vela iluminaba la parte inferior de su mandíbula y el ala plana de su sombrero, pero no sus ojos.

—¿Gaia Stone? Soy el sargento Grey y me gustaría hacerte unas preguntas.

La vela titiló en la corriente de aire. Gaia tragó saliva nerviosamente y cerró la puerta mientras intentaba pensar. ¿Iría a arrestarla?

—¿Dónde están mis padres? —preguntó por fin.

—Han sido llevados al Enclave, para hacerles unas preguntas. Es una mera formalidad.

Como la voz era culta, baja y paciente, Gaia lo miró con más atención. Le resultaba vagamente familiar, pero no recordaba haberlo visto antes ni en la puerta sur ni junto al muro. Casi todos los soldados eran hombres fuertes y sencillos de Wharfton que habían sido seleccionados para recibir entrenamiento militar y que se enorgullecían de ganarse la vida sirviendo al Enclave, pero Gaia sabía que había otros de dentro del muro, hombres educados y ambiciosos, o con una inclinación natural a la estrategia que los alentaba a servir. Supuso que aquel pertenecía al segundo grupo.

—¿Por qué? —dijo.

—Solo para hacerles unas preguntas. ¿De dónde vienes?

Gaia se obligó a mantener la calma. Pensó en contestar con sinceridad; no había hecho nada malo. Su instinto le recomendaba cooperar para no causarles más problemas a sus padres, ni a sí misma. Pero tenía miedo. Aquel hombre no necesitaba apuntarle a la cabeza para que su arma representara una amenaza. Como al dejar el bolso sobre la mesa advirtió que le temblaban las manos, las escondió tras su espalda.

—De un parto. El primero mío —contestó—. En la última casa de la calle Barista. La mujer se llama Agnes Lewis. Ha tenido una niña que ya he ascendido.

Él asintió.

—Enhorabuena. El Enclave tiene suerte de contar con tus servicios.

—Me complace servir —contestó Gaia, con la frase de rigor.

—¿Por qué no fue tu madre a ese parto?

—Ya estaba asistiendo a otra mujer. Le dejé una nota para que se reuniera conmigo en cuanto acabara pero…

La nota seguía sobre la mesa, al lado de la vela. Al pasear la mirada por el cuarto, sintió que la huella del miedo había borrado la habitual calidez de su casa. Los rollos de tela, las cestas con material de costura, el tablero de ajedrez, los pucheros, la media docena de libros de su madre, hasta el banjo que su padre siempre dejaba en el estante estaban torcidos, como si los hubiesen registrado de forma sistemática. El sargento Grey sabía de sobra por qué su madre no había ido con ella.

—Así que fuiste sola.

—Sí. Vino a buscarme un chico y dijo que era urgente —contestó. Luego se acercó al fuego y agarró un atizador para remover el carbón. Hasta que no la arrestara, no tenía reparos en fingir que aquello era una conversación normal y corriente. A altas horas de la noche, eso sí, y para rematar el arresto de sus padres. Estaba buscando un trozo de leña cuando él extendió la mano.

—Permíteme —dijo.

Gaia se retiró un poco mientras el sargento arrojaba dos leños al fuego; una lluvia de chispas iluminó la habitación con la promesa de más calor. Gaia se quitó el chal y lo dejó junto al bolso. Para su sorpresa, el soldado hizo lo mismo con el fusil que colgaba de su hombro y lo apoyó en un lateral de la chimenea. Casi daba la impresión de que iba a ponerse cómodo, como si su cortesía hubiera ganado la batalla a su entrenamiento profesional… a no ser que pretendiera manipularla para sonsacarle más información.

—Dices que fuiste sola —repitió él—, ¿por qué no te acompañó la ayudante de tu madre?

Gaia se fijó en que tenía la nariz muy recta y el pelo castaño oscuro cortado al estilo militar, corto por detrás y un poco más largo sobre la frente. Aunque no distinguía bien sus ojos en sombra, presintió en ellos una vacuidad que hubiera cuadrado muy bien con el férreo control que ejercía sobre sus rasgos. Daba escalofríos.

—¿La Vieja Meg? —respondió—. No, no vino conmigo. ¿No estaba con mi madre?

El soldado no contestó. Gaia frunció el ceño y se acercó a él para intentar verle los ojos, para comprobar la frialdad que presentía pese al tono amable y los modales refinados.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó.

El hombre se volvió sin contestarle hacia la repisa de la chimenea, tomó algo parecido a un folleto o un libro y lo arrojó sobre la mesa a fin de que Gaia viera la cubierta. Esta apenas distinguía el título a la luz de la vela:

Solsticio de verano de 2403

Convocatoria de los miembros de la

Cohorte de Ascensión de 2390

Solicitud de No Ascensión

—¿Lo reconoces? —preguntó el hombre.

Gaia no lo había visto en su vida:

—No.

Lo acercó para hojearlo; en la primera página figuraba una lista de nombres:

Jacob Abel

Mara Ageist

Dorian Akimo

Dawn Alvina

Ziqi Amarata

Greta Appling

Kirby Arcado

Sali Arnold

Francesco Azarus

Jack Bartlett

Bintou Bascanti

Jesse Belletier

Alyssa Benson

Zack Bittman

Pedro Blood

Zephryn Broda

Milo Brosen

Chloë Cantara

Brooke Connor

Tomy Czera

Yustyna Dadd

Isabelle Deggan

Seguía así, por orden alfabético, durante varias páginas. A primera vista ninguno de los nombres le resultaba familiar. Las páginas tenían unos agujeros diminutos que parecían hechos al azar. Gaia negó con la cabeza.

—¿Nunca has visto a tus padres con eso en las manos?

—No. Nunca lo había visto. ¿De dónde lo has sacado? Parece algo del Enclave.

—Estaba en el fondo del costurero de tu padre.

Gaia se encogió de hombros y dejó el cuadernillo en la mesa.

—Lógico. Recoge todos los papeles que encuentra para usarlos de alfiletero.

—Así que tiene otros papeles… ¿Recuerdas alguno?

La joven frunció el ceño.

—¿No se lo preguntaste a él?

El sargento recogió el folleto y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Quiero saber si tu madre te ha dado algo hace poco: una lista, un cuaderno de notas o algún tipo de calendario.

Gaia, confundida, miró inconscientemente al calendario colgado junto a la ventana trasera. Allí anotaban los días que su padre debía entregar la ropa que confeccionaba, las reuniones con amigos en el Tvaltar y las fechas del primer huevo que ponían sus gallinas. Además contenía los cumpleaños familiares, incluidos los de sus hermanos. Hasta ese momento no había vuelto a recordar el paquetito de la Vieja Meg. No sabía lo que era, pero si el sargento la registraba, ¿la creería? Trató de averiguarlo en las líneas visibles de sus pómulos lisos y angulosos, en sus labios bien dibujados pero descoloridos.

—Está ese calendario de ahí —dijo señalando la pared.

—Eso no. Otra cosa. Una lista, quizá.

—Todo lo que me ha dado está en mi bolso, y no hay ninguna lista.

—¿Puedo? —preguntó él acercándose a la mesa.

Gaia le indicó por señas que mirara lo que quisiera, como si tuviese elección… El sargento Grey abrió el bolso y examinó con cuidado cada objeto que iba sacando: la rechoncha tetera de metal azul oscuro y las dos tazas a juego, el kit herbal, la bolsa de felpa con los viales y los frasquitos de pastillas, las hierbas y las bolsas que su padre cosía para ella y que su madre llenaba con sus propias existencias de medicinas; fórceps, un cuenco de metal, tijeras, kit de escalpelos, un cuchillo, agujas e hilo, una jeringuilla, una pera de goma, la botella de tinta que no había tenido tiempo de meter en su kit herbal y un carrete de bramante rojo. A continuación volvió el bolso del revés y examinó el forro, cada costura y cada pliegue de la tela gris, marrón y blanca. El padre de Gaia había cosido amorosamente, puntada a puntada, aquel bolso bonito, resistente y práctico, cuya correa encajaba a la perfección en el hombro de su hija, quien ya lo consideraba una parte de ella. Por eso el examen del sargento Grey le pareció una violación de su intimidad, sobre todo por la precisión y la meticulosidad de sus movimientos. Con las manos ya quietas pero aún sobre la tela, el sargento miró por fin a Gaia con expresión neutra. La chica no hubiera sabido decir si estaba decepcionado o aliviado.

—Eres joven —dijo él.

El comentario la sorprendió, pero no vio motivo para replicar. Además, ella hubiera podido decirle lo mismo. Él se enderezó, exhaló un suspiro y empezó a guardar todo de nuevo.

—Deja —dijo Gaia—, ya lo haré yo. En cualquier caso, tengo que limpiar algunas cosas.

Extendió la mano al mismo tiempo que el sargento agarraba el frasco de tinta y, cuando él no se lo dio, ella levantó la vista para mirarle. Un destello de la vela iluminó por fin sus ojos. La lobreguez que había presentido en ellos era tan real como una piedra gris y plana, aunque estaba suavizada por un matiz de curiosidad. Tras un instante en que su mirada sostuvo la de ella, sopesándola, el sargento le dejó el frasquito en la palma de la mano y retrocedió, alejándose de la luz de la vela.

—Necesito saber algo de mis padres —dijo Gaia obligándose a mantener la calma—. ¿Cuándo volverán a casa?

—No lo sé.

—¿Tardarán mucho? ¿Podré verlos? —preguntó. ¿Por qué aquel tipo había renunciado a fingir que no pasaba nada?

—No, no podrás.

Cada una de sus respuestas no hacía sino aumentar su pánico, pero también su ira, como si un puñado de arena le subiera por la tráquea.

—¿Por qué no?

Él se ajustó el sombrero para cubrirse los ojos con el ala.

—Más vale que no olvides cuál es tu lugar —contestó en voz baja.

A Gaia le llevó un momento darse cuenta de que la estaba regañando, por impertinente. Había sido amable y considerado mientras le servía para algo, pero era un soldado del Enclave y, como tal, ostentaba un poder que ella apenas se atrevía a imaginar.

Agachó la cabeza, con las mejillas ardiendo, y citó las palabras deferentes:

—Ruego tu perdón, hermano.

Oyó el frufrú de su abrigo negro mientras él metía la cabeza por la correa del fusil para colgárselo al hombro, de forma que la correa cruzara en diagonal sobre su pecho.

—Caso de que encuentres una lista, una libreta o un calendario entre las cosas de tu madre, llévalo de inmediato a la puerta sur y solicita ver al hermano Iris, a ese y a ningún otro. ¿Lo has entendido?

—Sí, hermano.

—Reemplaza a tu madre como comadrona y sirve al Enclave en los nacimientos del Sector Occidental Tres de Wharfton. Ascenderás los tres primeros bebés de cada mes al Enclave, a la puerta sur, dentro de los noventa minutos siguientes al parto.

Gaia retrocedió un paso. La perspectiva de hacer el trabajo de su madre sin ayuda la aterrorizaba.

—¿Lo harás? —insistió él con voz dura.

Gaia alzó la vista, sobresaltada.

—Sí, hermano.

—Serás compensada. Recibirás doble cantidad semanal de micoproteína, agua, tela, velas y combustible. Se te concederán catorce horas a la semana en el Tvaltar que podrás acumular o dar a otros, como prefieras.

Ella inclinó la cabeza, consciente de que aquella última compensación le permitiría conseguir otras cosas necesarias. Era una paga increíble, el doble de lo que su madre ganaba y mucho más de lo que Gaia había esperado.

—Doy gracias al Enclave —murmuró.

—El Enclave sabe que has ascendido a tu primer bebé, sin ayuda —contestó él bajando la voz—. Era un bebé que podía haberse ocultado con facilidad, o vendido, o entregado a la madre. El Enclave reconoce que has demostrado la máxima lealtad, y la lealtad se recompensa.

Gaia apretó los puños. Daba la impresión de que el Enclave conociera las dudas que la habían atenazado mientras ascendía al bebé. Pero, aunque había cumplido con su obligación y había recibido su recompensa, tenía miedo. ¿Sabían también que se había parado a hablar con la Vieja Meg? ¿Sabían que en aquel preciso momento llevaba el paquete de su madre atado a la pierna? Antes, cuando no tenía secretos, no le importaba nada lo que el Enclave supiera o dejara de saber. Deseó que la anciana no le hubiera dado nunca el paquetito aquel.

Al mirar de nuevo al soldado, cayó en la cuenta de que estaba en su mano resolverlo en aquel mismo instante. Su corazón se desbocó. Podía decirle que esperara, darse la vuelta para subirse la falda, desatar el paquete y dárselo. Podía decir que ni siquiera lo había mirado y que no tenía ni idea de qué era. Los guardias atraparían a la Vieja Meg en un dos por tres.

Se mordió los labios.

—¿Sí? —preguntó el sargento Grey—. ¿Se te ha ocurrido algo?

Gaia volvió hacia él la mejilla izquierda, la quemada, como hacía siempre de forma instintiva cuando quería ocultar sus pensamientos. Durante un momento, recordó el llanto desgarrado de Agnes Lewis mientras le suplicaba que le devolviera a su hija Priscilla. ¡Agnes Lewis! Gaia apenas había considerado a la parturienta como a una persona. Aquella madre era antinatural, avariciosa y desleal al Enclave pero, pese a ello, había algo tan potente y tan desesperado en sus ruegos… Gaia no podía cerrarse del todo a aquel dolor ni pensar que no tenía algún tipo de relación con el paquete, como si su madre le hubiera enviado el misterioso regalo a modo de antídoto.

—¿Gaia?

Agitó la cabeza, sorprendida de que el soldado la llamara por su nombre de pila. Era una absoluta falta de etiqueta. Lo observó con curiosidad. La rígida línea de su mandíbula se había relajado, o quizá era que ya no estaba tan tieso.

—Perdona, hermana —dijo él—, creía que recordabas algo.

Un leño de la chimenea se ajustó al calor con un crujido y del hogar emanó un destello de luz que resaltó el adusto perfil del soldado. Gaia pensó que tenía que inventarse algo, cualquier cosa para convencerle de que no tenía nada que ocultar. Le dedicó una sonrisa con la que esperaba demostrar una vanidad avergonzada, y dijo:

—Solo estaba pensando que me gustaría conseguir unas botas como las que salen en las películas del Tvaltar, de esas de estilo cowboy para chicas.

El soldado profirió una risa breve y seca.

—Pues desde luego podrás permitírtelas. Es tu privilegio.

Ella se acercó de nuevo a la mesa con aire más decidido y empezó a guardar sus cosas en el bolso, excepto las que debía limpiar. Respiró hondo para evitar el temblor de sus manos.

Cuando el sargento se dirigió a la puerta, Gaia pensó que la abriría y se despediría, pero al ver que no era así, levantó la vista para mirarlo otra vez.

—¿Qué te pasó en la cara?

Sintió la familiar patada en las entrañas y después una punzada de desagrado. Dos veces en la misma noche. Se había figurado que el sargento tenía educación suficiente como para no preguntar o que, al conocer a su familia, se sabría ya su historia.

—Cuando era pequeña, mi abuela tenía un barreño de cera caliente para hacer velas en el patio trasero, y yo tropecé con él —contestó. Aquello solía poner fin a la conversación—. Yo no me acuerdo de nada —añadió.

—¿Cuántos años tenías?

Gaia ladeó un poco la cabeza para mirarle.

—Diez meses.

—¿Ya andabas a los diez meses?

—No muy bien, como se ve —respondió ella con aspereza.

Él guardó silencio un momento mientras Gaia esperaba que, por fin, echara mano al pomo. Sabía lo que estaba pensando: con aquella cicatriz no pudo ser ascendida al Enclave. En cierto modo, su caso era el ejemplo perfecto de por qué era mejor ascender a los bebés al poco de nacer. Tiempo atrás solían dejarlos con sus madres durante el primer año de vida, pero estas se volvían cada vez más descuidadas y sus hijos enfermaban o resultaban heridos antes de cumplir los doce meses. Con el sistema actual de cuotas, el Enclave recibía bebes sanos y enteros el mismo día en que nacían, y las madres podían volver a quedarse embarazadas enseguida, si lo deseaban.

Nunca se ascendía a los niños deformes. En opinión de Gaia, por un accidente se te garantizaba una vida de pobreza fuera del muro, sin educación, sin buenos alimentos, sin diversiones y sin amistades fáciles de hacer, mientras que las chicas de su edad que habían sido ascendidas vivían con electricidad, comida y educación. Llevaban ropa bonita, soñaban con maridos ricos, se reían y bailaban. Gaia las había visto una vez, de niña. La hermana del Protector había contraído matrimonio y la gente de Wharfton pudo entrar al Enclave para ver, desde una calle con barricadas, el desfile de boda. A Gaia le pareció un sueño: los colores, la música, la belleza, la abundancia. Los programas especiales del Tvaltar palidecían en comparación. Más adelante se dio cuenta de que aquel único vislumbre era la prueba de la vida que podría haber llevado si no hubiese sido tan torpe o si hubieran instituido la política de seguridad antes de que ella naciera.

Quería asegurarse de que los bebés que fuesen responsabilidad suya tuvieran las oportunidades que ella nunca tendría, esos tres afortunados de cada mes. El resto, media docena o más, que no podía ser ascendido sufriría su mismo destino: sobrevivir en Wharfton, como ella.

No tenía ni idea de si su rostro traicionaba lo sombrío de sus pensamientos, pero el sargento Grey la miraba con una expresión atenta y expectante.

—Me complace servir al Enclave —dijo por fin.

—Nos complace —respondió él.

A continuación dio media vuelta, y Gaia le vio aferrar el pomo. Poco después la puerta se cerraba con suavidad y ella se quedaba sola en casa, con la luz de la chimenea iluminando las silenciosas cuerdas del banjo de su padre y el hecho irrefutable de que tanto él como su madre ya no estaban.