EN EL CIELO VIOLETA DEL ALBA, el obelisco se cernía sobre la Plaza del Bastión como un espectro negro. El traqueteo de las ruedas del carro sobre el húmedo empedrado llenaba los oídos de Gaia, aunque no le impedía oír el ritmo regular de la respiración de Leon, que iba a su lado. Él y Mace tiraban del carro en dirección a la torre sudeste. Ese era su objetivo: estar cerca de la torre cuando la hermana Khol pasara por allí buscando a un «chico» que le subiera su pesada carga por las escaleras de la torre. Gaia se encajó con cuidado el sombrero y miró hacia delante por debajo del ala. Dentro de su bolsillo, sus dedos se curvaban sobre los cubitos blancos de Perla.

En una esquina de la plaza dos soldados montaban guardia en la gran puerta de la torre sudeste del Bastión. Gaia trató de no mirarlos, igual que trató de no mirar hacia el lado opuesto, donde se encontraba el arco de la cárcel.

Llegaban más carros y ya había algunos estacionados: un verdulero, un pollero con huevos y gallinas que cacareaban, el relojero que a veces llevaba su mercancía a las afueras de Wharfton… Más tarde los colores y los olores serían vibrantes, pero tan temprano, en la luz grisácea, hasta las ollas de cobre exhibían un insulso color ceniza. Gaia mantuvo la cabeza gacha y ayudó a Mace a montar el puesto.

—¿Cuándo crees que vendrá la hermana Khol? —preguntó.

—No lo sé, pero estamos en un buen sitio. Recuerda: tráenos a tu madre tranquilamente —dijo Mace, revisando el plan que habían acordado—. Si puedes, haz que camine con naturalidad a tu lado. Luego tu madre (vestida con la capa de Perla) se sentará aquí, debajo del toldo, como uno más de nosotros. Después nos iremos todos, sin prisas.

—¿Y si los guardias nos descubren? —susurró Gaia—. ¿Hacia dónde huimos?

—Hacia allí —contestó Mace, asintiendo sobre su hombro—. Lo mejor es cruzar el mercado, ir por los soportales y entrar en la tienda de velas, que tiene una puerta trasera. ¿Podrá correr tu madre?

Gaia la recordó con sus camisas y vestidos marrones, rememoró sus movimientos gráciles y pausados, su actitud dulce y sosegada. Frisaba en los cuarenta años y era ágil y fuerte, o al menos así había sido antes del arresto.

—Sí, si no es mucha distancia —respondió con nerviosismo.

Mace sonrió y le pasó un par de barras para que las colocara en el puesto.

—Entonces, más valdrá que nadie se dé cuenta. Recuerda que la torre comunica con el Bastión, por lo que no se extrañarán al ver salir a una mujer que no ha entrado por esta puerta.

La plaza se fue llenando poco a poco de vendedores y compradores. El sol coronó los edificios orientales y, al ir avanzando la mañana, encogió lentamente la zona de sombra hasta que la plaza entera se llenó de la luz del mediodía y del agobiante calor de julio.

Gaia había ayudado a Mace a poner dos toldos, uno para los clientes, delante del carro, y otro para ellos detrás. Las cigarras empezaron su lenta y plañidera canción estival. Varias personas salieron de la torre y pasaron entre los guardias, pero ninguna entró.

Pese a que Gaia y Leon estaban detrás del carro y era Mace el encargado de atender a la abundante y sudorosa clientela, a Gaia le daba miedo que alguien pudiera reconocerlos. Además, cada vez que veía a alguien que le recordaba a la hermana Khol se le revolvía el estómago.

—¿No nos habrá mentido, verdad? —le preguntó a Leon—. Ya son más de las doce. Dijo que vendría esta mañana, ¿no?

El capitán se había afeitado y, con la camisa azul, sus ojos parecían más claros, hasta bajo la sombra del sombrero de Oliver.

—Siempre está muy ocupada, pero vendrá. Tiene su particular y retorcida honradez.

Mace se enjugó el sudor de la frente.

—Se me está acabando el pan. Como no venga pronto, no tendremos más remedio que marcharnos. Ya me estoy quedando más de lo normal.

Por fin divisaron la figura blanca de la hermana Khol atravesando la plaza. Iba cargada con una gran cesta de mimbre. Gaia sintió tal alivio que hubiera corrido hacia ella derramando lágrimas de gratitud. Khol se detuvo muy cerca de la puerta de la torre, dejó la cesta en el suelo, se enderezó echándose la mano a la espalda con gesto dolorido y escudriñó la plaza. Gaia sintió un cosquilleo en la nuca. Los guardias se irguieron, imponentes.

—Vengo para el chequeo de la reclusa —dijo la hermana.

Uno de los guardias avanzó un paso.

—¿Qué llevas en la cesta?

Khol la empujó un poco con el pie.

—Una pistola y unas cuantas navajas —contestó burlona.

El guardia soltó una carcajada y levantó una de las tapas.

—¿Pipas de girasol y patatas? ¿Qué clase de dieta es esta?

—No es una dieta —contestó la hermana desdeñosamente—, es un complemento de la dieta: la reclusa necesita vitamina B6.

El soldado sacudió la cabeza.

—Siempre pasa algo. ¿Cuándo llega el bebé?

—Dentro de un mes, más o menos. Oye, ¿me podrías subir la cesta?

Él meneó la cabeza y el otro hizo lo propio.

—Órdenes —dijo el primero a guisa de disculpa.

La hermana Khol se puso una mano en la cadera y miró con irritación hacia la plaza. Gaia, que había escuchado ávidamente la conversación, estuvo a punto de caerse del susto cuando Khol la llamó:

—¡Eh, tú, acércate!

Gaia la miró y, aparentando naturalidad, miró a Mace. A su alrededor continuaba el barullo habitual del mercado.

—¡Sí, tú, chico! —insistió Khol—. ¡Ven a llevarme esta cesta!

Gaia soltó la barra de pan que aferraba con una mano; los dedos le cosquilleaban de nerviosismo.

—Quítate el delantal y sal corriendo —dijo Mace—, no la hagas esperar.

Gaia se lo quitó, se lo tiró a Leon y fue dando zancadas hasta la cesta. Al levantarla, el peso la ladeó y tuvo que inclinarse hacia el lado contrario para equilibrarse.

Los guardias se carcajearon.

—Así haces músculo, chaval —dijo el primero.

—Adelante —añadió el otro abriendo la puerta, y dio un capón al sombrero de Gaia cuando esta pasó por su lado. Aunque Gaia tuvo un instante de pánico al sentir la presión de la máscara sobre la frente, intentó reaccionar como un chico: se tiró del sombrero y lanzó al guardia una mirada aviesa.

—¡Así se hace! —dijo él, la voz guasona, pero agradable.

El disfraz había funcionado. Encantada, Gaia se apresuró a seguir a la hermana Khol cargando como podía con la cesta. La escalera ascendía en espiral y en el sentido de las agujas del reloj. A ambos lados había muros de piedra y, en el muro exterior, ventanas alargadas cada doce escalones. Pasaron por varios descansillos con puertas cerradas. La cesta cada vez pesaba más, pero Gaia se la fue cambiando de brazo y siguió subiendo hasta que el corazón le palpitó locamente y empezó a jadear. Pensar que cada paso la acercaba a su madre, la empujaba hacia arriba, aunque los músculos de sus piernas protestaran a gritos. No le quitaba ojo a la espalda de la camisa blanca de la hermana Khol ni a los talones de sus zapatos negros mientras subía los escalones. Cuando ya pensaba que no podría seguir, llegaron a un descansillo triangular donde la hermana se detuvo.

Cuando esta recuperó el aliento, deslizó un pequeño panel de la puerta y habló por la abertura:

—Soy la hermana Khol. Vamos a entrar.

A continuación giró una palanca de hierro hacia la izquierda y la puerta basculó hacia fuera.

A Gaia le dio un vuelco el corazón. «¡Mamá! ¿Dónde estás?». Primero vio a la mujer sentada en una mecedora. Persephone Frank, con su característica cara de luna y su cabello castaño, dejó de hacer punto y la miró sin interés. Gaia se quedó atónita al encontrársela allí. Leon le había dicho que estaba en casa, practicando la medicina en completa libertad.

O Leon le había mentido o Sephie había preferido servir al Enclave de perro guardián. La doctora pasó los dedos por el punto para alisarlo y volvió a tejer.

La mirada de Gaia voló hacia las otras ocupantes. La segunda estaba echada en el camastro más alejado y cubierta por una colcha. La tercera, desconocida, estaba en una silla con una revista en la mano. Sus cabellos castaños descansaban a su espalda en una gruesa y desarreglada trenza. Era una joven rechoncha de párpados hinchados y cara de aburrimiento; a Gaia no le pareció que tuviese pinta de presa política.

—¿Quién es? —murmuró la última.

—La hermana Khol, so marmota —dijo Sephie—, a ver si te peinas un poco.

Cuando la mujer de la cama no se giró para ver quién había entrado, a Gaia le dio un vuelco el corazón. ¿Y si no era su madre? Dejó la cesta en el suelo y se quedó junto a la puerta, temerosa de hacer o decir nada. Con una rápida ojeada a lo alto, localizó la cajita blanca que ocultaba la cámara de vigilancia. Seguro que el hermano Iris o alguno de sus secuaces vigilaban estrechamente la celda. Gaia gruñó por lo bajo.

—Ven, Bonnie —dijo la hermana Khol, la voz zalamera, casi tierna—, mira las pipas de girasol que te he traído. ¿Cuánto hace que no comes pipas?

El bulto de la cama ni se movió.

—No tengo ganas.

A Gaia le dio otro vuelco el corazón al oír la voz; tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no salir corriendo hacia ella.

Entonces, mientras Khol insistía en que se levantara, su madre se incorporó y Gaia vio algo imposible de creer: su camisón azul abultaba mucho en la zona del vientre. Demasiado. ¡Estaba embarazada! Gaia inspiró con dificultad. No podía ser. ¿O sí?

De repente, comprendió la verdad: su madre no era la comadrona, sino la presa política. Por raro que pareciera, debía estar de unos cinco meses cuando Gaia la vio por última vez fuera del muro. Una vocecita relegada al fondo de su mente se preguntó por qué su madre no se lo había dicho, pero después su empatía se desató anulando todo lo demás. Dio un paso involuntario hacia ella.

Su madre alzó unos ojos cansados y apáticos, pero no fue solo eso lo que conmocionó a Gaia. Su antigua madre, llena de vitalidad y de alegría, había sido reemplazada por una mujer exhausta y completamente abatida. Sus brazos, antes fuertes y ágiles, eran delgados y huesudos; sus mejillas y sus labios estaban descoloridos; sus ojos sin brillo flotaban sobre enormes ojeras; su larga trenza se había esfumado y su pelo era una triste maraña. Daba la impresión de que la vida hubiera huido de su cuerpo para concentrarse en su vientre, a fin de mantener vivo al hijo, dejando tras de sí una cáscara vacía.

—¿Quién es? —preguntó Bonnie con voz sorda.

—Un chico del mercado —contestó la hermana Khol.

Bonnie desvió la mirada con expresión ausente; a Gaia se le rompió el corazón.

—Levántate, por favor —pidió la hermana Khol—, necesitamos una muestra de orina.

—No necesitamos nada —dijo Bonnie tumbándose de nuevo.

—No —insistió Khol agarrándola del brazo. Sephie se levantó para ayudarla y, entre las dos, consiguieron ponerla en pie. Sephie le calzó las zapatillas.

—Nos llevará un minuto —dijo esta en voz baja—. Venga, Bonnie, hazlo por el bebé.

La madre de Gaia apretó los labios, pero dejó que Sephie la acompañara al cuarto de baño. La hermana Khol fue tras ellas.

La terrible verdad golpeó a Gaia de nuevo: su madre estaba embarazada y, lo que era aún peor, ¿cómo narices iba a sacarla de allí?

—¿Ya está, Bonnie? —apremió Khol.

Al preguntarse por qué no les habría hablado la hermana Khol del embarazo, Gaia pensó que quizá dio por hecho que lo sabían.

—Vamos a darle un poco de intimidad —dijo Sephie. Después cerró la puerta del baño, volvió a sentarse en la mecedora de la chimenea y retomó su punto. Las agujas hacían un agradable ruidito metálico. Mientras Gaia recorría la habitación con la mirada en busca de ideas, advirtió que era una celda muy extraña. Para empezar era confortable. Las paredes curvas estaban construidas con piedra oscura, pero un pequeño fuego para cocinar brillaba en la chimenea y una alfombra suave con dibujos de rosas cubría el suelo. Las tres ventanas tenían visillos blancos, que enmarcaban el luminoso cielo vespertino, y había un aparador con utensilios de cocina y varios libros. En lo alto, del vértice de una estructura cónica de vigas de madera, colgaba un silencioso ventilador que giraba pacientemente en el aire.

Sephie fue a buscar la tetera que colgaba cerca del fuego.

—¿Quieres un té antes de irte, Joyce? —preguntó.

La hermana Khol rebuscaba en la cesta que Gaia le había llevado. De pronto, con expresión triunfante, sacó una latita negra y la agitó.

—Me daba en la nariz que lo preguntarías. Es una buena mezcla, con un toque de vainilla.

Sephie sonrió y se retiró el pelo de la cara.

—Estás llena de sorpresas.

Mientras Sephie destapaba la tetera y echaba el té al agua, la hermana Khol se dirigió a la tercera mujer:

—¿Cómo te va, Julia?

—He tenido trabajos mejores. Este es un aburrimiento, mayormente —contestó. Se estaba haciendo la trenza de nuevo—. ¿No decían que era un peligro para sí misma y para el bebé?

Sephie alzó las cejas en lo que a Gaia le pareció un gesto de desdén. Había puesto tres tazas delante del fuego cuando miró de nuevo a Gaia y, súbitamente, entrecerró los ojos.

—Tú, acércate —dijo.

A Gaia se le paró el corazón.

—¿Sí, hermana? —preguntó casi en un murmullo.

Sephie la miró ceñuda y Gaia esperó, presa de los nervios, forcejeando consigo misma para no apartar la mirada. Cuando la doctora giró en silencio la cabeza hacia la izquierda, se resistió a imitar el movimiento.

Sephie levantó de nuevo las cejas, parpadeó y chasqueó la lengua.

—Una vez tuve una ayudante muy útil —dijo con despreocupación, pero su voz cambió—: ¡Haz algo útil, chico! —ordenó mientras vertía el té—, reparte las tazas. Después puedes irte.

El corazón de Gaia tamborileó de nuevo a paso ligero. Sephie debía haberla reconocido, pero no había dado la voz de alarma. ¿Por qué? De pronto, recordó lo que Cotty había dicho sobre ella: siempre hacía lo más fácil. Pero ¿qué era lo más fácil para ella en aquel momento? ¿Dar la alarma o esperar a ver qué pasaba? Gaia toqueteó los cubitos blancos de su bolsillo, preguntándose cuánto tardarían en disolverse en agua caliente y, lo principal, cuánto tardarían en hacer efecto.

—Ya lo has oído —dijo con dureza la hermana Khol—, no te quedes ahí como un pasmarote. ¿Estás sordo?

—A lo mejor quiere pipas —dijo Julia entre risitas—, yo desde luego sí que quiero.

La puerta del baño se abrió de golpe.

—Espera, Bonnie —dijo Sephie levantándose—, deja que te ayude.

Cuando Sephie entró en el baño, Gaia supo que no tendría otra ocasión. Se acercó al fuego y echó con disimulo un cubito en la taza más cercana, que a renglón seguido entregó a Julia. Luego repitió la operación con la hermana Khol. Cuando su madre reapareció, apoyándose en Sephie, Gaia dio la espalda a la cámara de vigilancia y echó el tercer cubito en la última taza.

Bonnie parecía más agotada que nunca. Se sentó en la cama y agarró el borde del colchón, como para mantener el equilibrio. Gaia se adelantó vacilante, sosteniendo la taza de Sephie. Cuando su madre levantó los brazos en busca de la taza, Gaia se quedó de piedra. No se movió hasta que su madre alzó la vista con expresión intrigada.

—No, Bonnie —dijo Sephie, tomando la taza de las manos temblorosas de Gaia—. Lo último que necesitas en este momento es un diurético.

Gaia estuvo a punto de soltar una carcajada de alivio.

Su madre la estaba mirando con una cara muy rara.

—¿No te conozco? —le preguntó a su hija.

Gaia apretó la mandíbula y sacudió la cabeza. Sephie se rio.

—Porque has visto la primera hora de vida de unos cuantos chavales del Enclave, te crees que los conoces a todos —dijo. Después se volvió hacia Gaia—. Hala, ya has visto a nuestra preñada celebridad. Va siendo hora de que te marches.

Gaia lo entendió: Sephie le permitía echarle una dolorosa ojeada a su madre, pero nada más. Miró angustiada a la hermana Khol, pero esta bebía tranquilamente su té, como si Gaia no le interesara lo más mínimo. Al sentirse invadida por la desesperanza, miró desconsolada a su madre, cuya cabeza gacha colgaba sin fuerzas.

Las ideas se le agolparon en la mente.

—Ya que no toma té, ¿puedo darle agua? —preguntó, procurando mantener la voz tranquila. Sephie la miró con recelo. Entonces, como tomando una decisión, asintió.

—Eso es galantería —dijo señalando una taza de metal del estante—. Tráele un poco.

Mientras Gaia llenaba la taza en el lavabo, intentó pensar en alguna otra cosa para retrasar su partida. Las mujeres hablaban de las novedades del Enclave. La voz de Julia era chillona, con risas ocasionales, la de la hermana Khol más grave y más pausada. El agua caía a la tacita metálica. Si encontrara algún modo de sacar a su madre mientras las otras seguían hablando, ganaría tiempo antes de que el vigilante de la cámara advirtiera que pasaba algo raro.

—Pásame la manta, Joyce —dijo Sephie a la hermana Khol—. Está cansada otra vez. Creo que necesita más hierro, y le vendría de perlas tomar un poco el sol. Que repose en cama no significa que tenga que estar encerrada todo el día.

—¿Se lo digo yo al Protector o prefieres decírselo tú? —preguntó la hermana Khol.

Gaia salió del baño con la taza en la mano.

—Si viniera por aquí, se lo diría yo misma —contestó Sephie—, pero como no es así, tendrás que decírselo tú.

Echó la manta sobre los hombros de Bonnie, que se la ciñó sobre el pecho con una mano pálida.

—Yo también tengo un poco de sueño —dijo Julia, desperezándose y bostezando—. Ojalá pudiera darme un paseíto por el mercado.

—Échate otra siesta —sugirió la hermana Khol.

Julia no se enteró del sarcasmo.

—No, no —contestó la otra apoyando la cabeza en su cojín blanco y los pies en la cama cercana—, quiero ayudar a Sephie —añadió cerrando los ojos.

—Viva la holgazanería… —dijo la hermana Khol, y Gaia vio con asombro que cerraba los ojos e inclinaba la taza, derramándose el té sobre el regazo; sin embargo, estaba ya tan profundamente dormida que ni se enteró.

—Tú, víbora —le siseó Sephie a Gaia—, no te he delatado, te he dejado hacerle la visita.

Gaia la observó trastabillar hasta la mecedora, a cuyo brazo se agarró para sentarse pesadamente. Abrió con esfuerzo los párpados y miró a Gaia.

—Llévatela —dijo—, al menos no podrán echarme a mí la culpa.

Dicho esto, se durmió.