GAIA PASABA LOS DÍAS aturdida, entre una niebla de pesadilla. La lobreguez de la celda Q era tan distinta a sus recuerdos del exterior del muro, que parecía haber borrado por completo su existencia anterior. Le habían cortado el pelo y le habían dado una cama, un plato, una taza y una cuchara, diciéndole que debía mantener sus cosas limpias. Tres veces al día le proporcionaban una insípida papilla de micoproteína, pero como no tenía apetito, repartía distraídamente su ración entre sus compañeras, que se la comían encantadas. Cansada, entristecida y desesperanzada, apenas era consciente de la vida de la celda, ni siquiera cuando Sephie la animaba a caminar con ellas por el patio cuando se les permitía: una vez por la mañana y otra después de la cena. Seguía esperando alguna noticia sobre la ejecución de su madre, pero no había ninguna.

Durante el día llamaban a menudo a las doctoras, que a veces regresaban alegres y llenas de energía por haber ejercido sus habilidades. Sin embargo, era más habitual que volviesen calladas y taciturnas, sobre todo Myrna.

—Ven, Gaia —dijo Sephie una mañana—, necesito tu ayuda.

Gaia estaba sentada en el banco, mirando con ojos vidriosos un paño a medio coser situado sobre un montón de ropa, pero levantó la mirada hacia el agradable rostro de Sephie. Trató de espabilarse; al fin y al cabo Sephie había sido amable con ella desde el primer momento.

—Sí —añadió la doctora sonriendo—, me han dicho que me lleve a una ayudante, y ya es hora de que vayas ampliando tu formación.

Gaia se irguió.

—¿Me dejan salir?

Sephie se rio bajito.

—Más o menos, con una buena escolta. Lo hemos estado comentando, y pensamos que hay algo sobre ti que el Enclave ignora. Si no ya te habrían matado por tus crímenes, pero por alguna razón te quieren viva. ¿Es así? O quizá se deba a que pretenden influir sobre tu madre. Me pregunto por qué eres tan valiosa para ellos. ¿Tienes amistades entre los de arriba?

Por la mente de Gaia pasó como un relámpago la posibilidad de que el capitán Grey hubiera negociado de alguna forma para salvarle la vida. Sin embargo, se encogió de hombros. En aquel momento la vida significaba muy poco para ella, con su padre muerto y su madre a punto de morir. No le importaba nada lo que pudiera ocurrirle.

—Venga, venga —dijo Sephie con firmeza—. Arriba. Vamos a un parto, eso te gustará, ¿no?

Automáticamente, Gaia miró a su alrededor en busca del bolso, pero entonces recordó que se lo habían quitado, y el reloj también. Se puso en pie lentamente, con la sensación de moverse bajo el agua. Sephie la tomó del brazo y la llevó hacia la puerta.

—Cabeza alta, Gaia —ordenó—, ya te decía yo que comías muy poco; estás más débil que un gatito recién nacido.

Gaia respiró hondo.

—No tengo hambre.

—Bueno, vale, pues ponte derecha y procura parecer útil. Y péinate un poco.

Una sombra de sonrisa pasó por el rostro de Gaia.

—Te pareces a mi madre —dijo.

—¿De veras?

Se alisó el pelo con desgana; aún no se había acostumbrado al corte ni a la nuca desnuda.

—Mi madre quería que lo llevara recogido; decía que si me lo dejaba caer sobre la cara, llamaba más la atención sobre mi… sobre mí.

La puerta de madera empezaba a abrirse con un ruido fuerte y rechinante.

—Tenía razón —dijo Sephie.

Gaia echó un vistazo a los guardias, casi esperando ver al capitán Grey, pero los hombres le eran desconocidos. Se quedó atrás.

—No —le susurró Sephie con tono urgente, pellizcándole el brazo—. ¿Qué tal, caballeros? —dijo cortésmente dirigiéndose a ellos—. Mi maletín, por favor, y espero que esta vez no hayan olvidado mi fetoscopio.

Sephie le dio a Gaia el maletín (un objeto pesado y negro con grandes asas) y echó a andar a buen paso por el corredor, dejando que los demás la siguieran. Las paredes grises y las escaleras pasaban tan deprisa que Gaia tuvo que forzar sus débiles piernas para no perder a Sephie. En la última puerta, los soldados les entregaron dos sombreros de paja con las clásicas cintas grises y negras y les ordenaron que los acompañaran. Cuando al fin salieron del arco a un sol radiante, Gaia jadeó ante la luminosidad de todo. Un esplendoroso chorro de aire fresco invadió sus pulmones mientras parpadeaba sorprendida. Se sintió igual que si hubiese salido de una tumba, tan impresionada y maravillada como si acabara de regresar de entre los muertos.

Era día de mercado en la plaza, y los sonidos y los colores eran vibrantes mirara donde mirase. El mercado abultaba diez veces, no, veinte veces más que el sencillo intercambio que se celebraba frente al Tvaltar.

Puestos entoldados llenaban la zona que rodeaba al obelisco, y los espacios libres estaban llenos de gentes de todas las clases que rebuscaban y reían y cambiaban mercancías por dinero. Un joven repartidor con un cesto rebosante de pan en la parte trasera de su bicicleta tocó el timbre tratando de abrirse paso entre la multitud, y alguien lo detuvo para comprar una barra. El lugar era alegre y estaba lleno de vida. Gaia retuvo una rápida impresión de gallinas chillonas, vistosos tejidos verdes y amarillos y brillantes cacharros de cobre antes de que ella y Sephie se desviaran por una calle, rodeadas por su escolta de cuatro hombres armados. Notó que más de un curioso miraba en su dirección, pero Sephie actuaba con total naturalidad. Al parecer conocía el camino, ya que después de unos minutos de andar a buen paso llegaron a una puerta pintada de azul y no fueron los guardias, sino ella quien llamó con los nudillos.

—¿Persephone Frank? —preguntó un joven al abrir la puerta.

—¿Y quién si no? —dijo Sephie ásperamente, con un veloz giro de cabeza en dirección a los guardias.

—¡Gracias al cielo! —exclamó el joven, dándole la mano—. Tom Maulhardt. Tenía miedo de que no vinieses. Mi mujer, Dora, va a tener su primer hijo, y todos dicen que tú eres la mejor… —Fue interrumpido por un grito procedente de la primera planta. El hombre palideció—. Sígueme —dijo.

Gaia entró detrás de Sephie y oyó que uno de los guardias cerraba la puerta a sus espaldas. Mientras la doctora se apresuraba a subir por las escaleras, Gaia se entretuvo en el vestíbulo, disfrutando de la sensación de estar fuera de la cárcel y de verse libre del escrutinio los guardias. Aquello era lo que echaba de menos: libertad. Se quitó el sombrero y miró con curiosidad hacia el luminoso salón. El sol que entraba a raudales por enormes ventanas se derramaba sobre dos sofás amarillos que rodeaban una mesa baja sobre la cual había un ajedrez de cristal, preparado para el siguiente movimiento.

Gaia sintió una punzada de dolor al recordar lo que disfrutaba su padre con aquel juego. El encerado suelo de madera estaba parcialmente cubierto por una alfombra blanca y el televisor se encontraba sobre una pared, entre estanterías. Gaia nunca había visto tantos libros juntos, ni tantas esculturas bonitas. Un niño de bronce, desnudo, echaba agua con una regadera sobre su hermana, que estaba en cuclillas, y de la regadera salía un chorro de agua de verdad.

—¡Venga, chica! —le gritó Sephie desde el piso de arriba.

Gaia agarró el maletín de la doctora y se apresuró a subir. Una vez arriba siguió los gritos de la parturienta y, tras doblar una esquina, entró en un dormitorio tan amplio y luminoso como el resto de la casa. Sobre la enorme cama con dosel, una joven jadeaba, con el cabello castaño claro revuelto y los ojos agrandados por el miedo. Gaia se quedó sorprendida al ver que, aparte de su marido, no había ningún pariente: ni una madre o una tía para apoyarla, ni unas hermanas haciendo comida extra o dispuestas a ayudar. Aquella mujer estaba más sola que la mayoría de las del exterior.

Sephie le hablaba con voz tranquilizadora mientras sacaba unos guantes del maletín.

—Ánimo, hermana Dora, todo irá bien —dijo y dirigiéndose a Gaia añadió—: Átame el delantal.

Sephie trabajaba de forma competente, ayudó a la mujer a encontrar la posición más cómoda y se dispuso a examinarla.

—¿Vas a quedarte? —le dijo a Tom. Este miró angustiado a su mujer y asintió—. Muy bien, pues ayúdanos. Sostenle la espalda; quita esos cojines.

Cuando el joven siguió paralizado, Sephie llamó a Gaia con voz cortante. Pero esta ya se había puesto manos a la obra, yendo a lo que más interesaba. Por una parte era como estar con su madre, ayudándola en el parto y a combatir el miedo y el dolor de la parturienta pero, por otra, era diferente. Como en las semanas anteriores a su incursión en el muro había sido la única responsable de las decisiones que tomaba durante su trabajo, la aliviaba ocupar de nuevo el papel de aprendiz. Gracias a que Tom le había dado la mano, Dora se calmó lo suficiente para que Gaia pudiera ver que la fase del parto no se correspondía con los gritos que habían escuchado al entrar en la casa.

—El bebé viene de nalgas —dijo abruptamente Sephie—. ¿Seguro que han pasado los nueve meses?

Tom pareció confundido.

—Salía de cuentas la semana que viene.

Sephie asintió con el ceño fruncido y sujetó las rodillas de la mujer cuando esta tuvo otra contracción. Gaia sabía que los partos en que el bebé sacaba las nalgas en vez de la cabeza solían ser más largos y más complicados. Pero, al menos, con el embarazo finalizado, las caderas serían tan anchas como la cabeza, por lo que era menos probable que se quedara atascado. Gaia había asistido con su madre a media docena de ese tipo de partos, pero nunca había atendido uno ella sola, por lo que aún se alegró más de contar con Sephie, que sabría cuándo y cómo girar el bebé según fuese saliendo.

—Pero de nalgas, nalgas —remachó Sephie—; ha salido muy poco en relación a la frecuencia de las contracciones. Creo que… —Hizo una pausa, concentrada en su labor.

Gaia observó cómo palpaba la barriga de la mujer, pasándole suavemente las manos y presionando ligeramente aquí y allá.

—Sí —dijo Sephie—, vamos a girarlo.

Los ojos de Gaia se desorbitaron.

—¿Podemos?

Sephie ya se había subido a la cama, al lado de Dora.

—¿Tienes vodka? —le preguntó a Tom—. Y trae una botella de agua caliente. Hay que ralentizar esto.

La conmoción de Gaia crecía por momentos. Si Sephie se equivocaba, si retrasaba el parto más de lo debido, el bebé correría mucho más riesgo. Sin embargo, la doctora estaba tan tranquila, explicándoles que trataría de girar al bebé muy poco a poco y desde más arriba, desde la matriz, para que saliera de cabeza. Gaia colocó las manos donde Sephie le indicaba y, al tacto, reconoció sin dificultad los pequeños codos y rodillas en el interior del distendido vientre de la mujer.

Nunca había hecho algo así, ni sabía siquiera que pudiese hacerse. Se imaginó las protestas del bebé en el interior, y el riesgo de que el cordón umbilical se le enrollara alrededor del cuello o de las rodillas, pero Sephie trabajaba con seguridad, calmando a Dora y dejándola descansar entre contracciones, y cuando, más tarde, la pequeña salió por fin cabeza abajo, con suavidad, Gaia se quedó atónita con la habilidad de la doctora.

—¡Es preciosa! —exclamó Tom, estrechando las manos de Dora—. ¡Es un milagro!

Sephie la envolvió en una manta suave y blanca, y se la dio a la madre para que la sostuviera, haciendo que Gaia recordara súbitamente el primer bebé que había traído al mundo por su cuenta. También ella se lo había dado a su madre, pero sabiendo que debería quitárselo a los pocos minutos. Esta niña tenía un hogar donde quedarse, con padres que la querrían y un futuro de salud y privilegios. ¿Por qué se sentía triste, cuando debería estar contenta? Sephie limpiaba en silencio sus pertenencias. Gaia miró el maletín en busca de una tetera, un frasquito de tinta y una aguja, pero no encontró nada de eso.

—¿No le haces los lunares? —preguntó.

Sephie levantó la mirada.

—¿A qué lunares te refieres? Yo no le he visto ninguno —dijo observando al bebé.

A Gaia le parecía muy raro no honrar a Arthur y Odin, como siempre hacía con su madre, pero claro, Sephie no tenía por qué seguir el mismo procedimiento.

—¿Y el té?

La doctora alzó las cejas en un gesto de curiosidad:

—¿Qué té?

Como el silencio se prolongaba, Gaia cayó por fin en la cuenta de que Sephie no tenía ni idea sobre el asunto, y la culpabilidad se abatió sobre ella sin previo aviso: había jurado a su padre que nunca le hablaría a nadie de los lunares, y se le acababa de escapar. Se volvió a toda prisa hacia la ventana, dando vueltas a una posibilidad que jamás se le había ocurrido: los lunares tatuados no eran solo una forma secreta de honrar a sus hermanos ascendidos.

Con cuatro pinchazos, su madre había marcado a sus propios hijos y a todos los demás bebés. El té era una mera distracción, un ritual calmante y reconfortante para honrar a la parturienta y a la propia comadrona. El añadido de un somnífero, la agripalma, no dejaba rastro alguno, pero el tatuaje duraba toda la vida.

—¿Me quieres decir de qué estás hablando? —repitió Sephie, acercándose a la ventana.

—Me refería a la agripalma. —Gaia intentó sonreír con naturalidad, pero sabía que era una mentirosa consumada—. Nosotras damos a la madre una infusión de té y agripalma, y frotamos un poquito al bebé con ella para que no le salgan marcas de nacimiento. ¿Tú no?

Sephie la miró a los ojos.

—No sé lo que te habrán dicho sobre la agripalma, pero no tiene el menor efecto sobre las marcas —dijo agarrándola por el brazo. A Gaia le asombró la fuerza de la mujer—. Sin ánimo de ofender, fuera de estos muros hay muchos ignorantes.

Gaia se puso tensa, pero Sephie ya la estaba soltando.

—Nosotras ya nos vamos —dijo a Dora y a Tom. La pareja se deshizo en elogios, que Sephie ignoró con un vaivén de la mano—. Que tengáis muchos más hijos para servir al Enclave.

—Déjame darte algo —insistió Tom siguiéndolas por las escaleras.

—No. Además, nos lo confiscarían —contestó Sephie. Se puso el sombrero y le indicó a Gaia que hiciera lo mismo.

—Por favor, Persephone, debe haber algo que podamos hacer. Dora y yo estamos muy agradecidos. Yo no tengo influencias en el Enclave, pero…

Al volverse hacia la puerta, Gaia vio que Sephie apoyaba una mano en el brazo de Tom.

—No —repitió muy seria—. Venir aquí es ya para mí un privilegio. Me siento honrada por haber participado en este momento de vuestras vidas. Disfruta de tu hija y de tu bella esposa. No nos debes nada.

Los ojos de Tom se detuvieron un momento en los de Gaia, y por su repentina y aguda mirada, esta tuvo la sensación de que esa era la primera vez que se fijaba en ella, pese a todo lo que habían pasado juntos. Cuando la mirada cayó sobre su cicatriz, sintió tanto su curiosidad como su congoja.

Con aspecto de sentirse incómodo, Tom se aclaró la garganta y forzó una sonrisa.

—Pues deja que al menos le dé algo a tu ayudante —dijo—. Perdona, ¿cómo te llamas?

Sus esfuerzos por congraciarse con ella no la engañaron. Al ver que no contestaba, Sephie le lanzó una mirada de advertencia y dijo:

—Es Gaia Stone, la chica del exterior.

Tom asintió, como si varias piezas hubieran encajado en su mente.

—¿La de la pareja de hace un par de semanas? ¿La del bebé condenado?

—Sí —contestó Sephie.

Tom se inclinó para meter la mano en el cajón de un pequeño escritorio situado junto a él.

—No es gran cosa —dijo— pero, por favor, me gustaría que lo aceptaras.

Extendió la mano hacia Gaia. Cuando esta bajó la mirada vio el brillo de un espejito dorado, de esos con tapa que las señoras usaban para retocarse el maquillaje. Sintió que palidecía al mirarlo. ¿Para qué quería un espejo? ¿Se estaba burlando de ella?

Sephie lo asió y lo apretó firmemente contra los dedos rígidos de Gaia.

—Gracias —dijo después—, eres muy generoso.

Gaia no se atrevía a levantar los ojos, no sin revelar la furia y la vergüenza que sentía al ser tratada como una rara. Buscó a ciegas el picaporte, masculló una despedida y abrió la puerta. Los cuatro guardias, que haraganeaban en una sombra cercana, la miraron.

Hubiera tirado el espejo y lo hubiera roto a pisotones allí mismo, pero Sephie la agarró sin contemplaciones por el brazo.

—Compórtate —le susurró salvajemente. Luego le empujó el maletín entre los brazos y le quitó el espejito.

Los guardias se acercaron mientras Sephie se despedía de Tom. A Gaia le daba vueltas la cabeza por todo lo que había visto y había descubierto aquella mañana: Sephie sabía darle la vuelta a un bebé que venía de nalgas; los lunares del tobillo eran una marca; Gaia era famosa por salvar al bebé condenado; sus servicios valían lo que una baratija de cristal. Se inclinó el sombrero para taparse la frente y sintió el leve roce de la paja; ojalá tuviera su pelo para taparse.

Sephie se puso a su lado y empezó a caminar con calma. Los guardias iban detrás. La doctora le apoyó suavemente el brazo en la cintura.

—No estás nada mal como ayudante —dijo. Gaia se encogió de hombros—, pero tienes mucho que aprender sobre modales. En esa casa me has avergonzado.

—¿Que yo te he avergonzado? —protestó Gaia, luego miró hacia los guardias y bajó la voz—. Pues ese me ha insultado a mí. ¿Para qué quiero yo un espejo? ¿Para ver mi horrorosa cara con todo detalle?

Sephie la miró de forma extraña.

—Es solo un recuerdo. No podía darte nada de valor; estás presa. Es posible que perteneciera a su mujer, Gaia. Ha sido una muestra de gratitud y de respeto.

Al menos de momento, Gaia no estaba en absoluto de acuerdo. Se apartó de ella para que no siguiera agarrándola por la cintura, como si fuera su amiga.

Sephie suspiró.

—De acuerdo. Pero de vez en cuando deberías darle a la gente una oportunidad. No todos te tratamos como si fueses un monstruo.

Al llegar a la avenida que conducía a la Plaza del Bastión, Gaia oyó los sonidos del mercado. Cuanto más se acercaban a la cárcel, menos quería volver, y no pensaba perderse la oportunidad de mirar todo lo posible por muy mal humor que tuviera. Miró los paseantes, los escaparates y las palomas que picoteaban en las alcantarillas. Pese a sí misma, buscó la familiar silueta del capitán Grey, y se enfadó consigo misma por decepcionarse al no encontrarla. Olió el pan recién hecho y se volvió para mirar la fuente. «Imbécil», se reprendió. Todo aquel rato debería haberlo pasado buscando la panadería del amigo de Derek.

Examinó la calle de arriba abajo, buscando barras integrales o algún cartel con el grabado habitual de una espiga de trigo, pero no vio nada y el olor se desvaneció. En la Plaza del Bastión la actividad seguía siendo frenética, aunque el ruido empezaba a disminuir y algunos comerciantes ya estaban guardando sus mercancías.

Había barriles llenos de coles y patatas, y un puesto de vestidos colgantes blancos y azules para niños pequeños. Gaia vio que la pechera de uno de ellos tenía un delicado nido de abeja. «A papá le hubiera encantado», pensó con dolor, tanto el mercado como el refinamiento de su artesanía. A su padre; a él le debía el tributo de vivir tan intensamente como pudiera, aunque estuviese presa. Vio manzanas e incluso, en un plato hábilmente resaltado, seis naranjas. Una séptima estaba partida en gajos. Gaia nunca las había probado, pero las había visto en la foto de un libro. El vivo color la atraía como un imán. Pasaron tan cerca que pudo oler los gajos, y su apetito se volvió tan feroz que se le hizo la boca agua.

—¿Son naranjas de verdad? —le susurró a Sephie, que se volvió en la dirección que Gaia le señalaba.

—Sí, y son carísimas —contestó la doctora—. Normalmente, se las comen los mismos propietarios de los naranjos o, si no, se las regalan a la familia del Protector; pero de vez en cuando las venden. ¿Ya has recuperado el apetito?

—Sí.

—Bien. Estabas empezando a preocuparme.

Como se acercaban a la cárcel, los guardias las rodearon de nuevo, pero antes Gaia vio a una chica con capucha roja pararse junto al puesto de las naranjas.

La chica sacó un puñado de monedas, y aunque los guardias la empujaron, Gaia alcanzó a presenciar la venta por encima del hombro. Mientras la chica estiraba la mano para hacerse con una, la capucha se le bajó un poco, descubriendo sus cabellos rubios: era Rita, la que había tratado de darle un consejo durante la ejecución, la que le había dicho que no interviniera. Por un instante sus ojos oscuros se encontraron con los de Gaia y su boca formó una «O» silenciosa.

—Cuidado —dijo Sephie.

Uno de los Guardias sujetó a Gaia por detrás y la empujó hacia el arco de entrada. Gaia perdió de vista a Rita pero, al rememorar el momento, pensó que reconocía un brillo de pena en sus ojos. ¿O era de simpatía? Quizá Sephie tenía razón, quizá Gaia estaba tan empeñada en que se burlaban de ella, que no era capaz de interpretar ni cómo la miraban.

Bajó la cabeza cuando la sombra del arco cayó sobre ella. Devolvió su sombrero y fue escoltada a las profundidades de la cárcel. Enseguida ella y Sephie se encontraban de nuevo en la celda Q, pero incluso cuando la pesada puerta de madera se cerró con fuerza tras ellas, Gaia supo que no iba a caer de nuevo en la desesperanza, como después de enterarse del asesinato de su padre.

Había vuelto a descubrir lo que era estar vivo y tener hambre.

Se había dado cuenta de que los cuatro lunares eran algo más que un homenaje a sus hermanos.

Iba a sobrevivir a aquel entierro en vida e iba a encontrar la forma de escapar de él.