—DATE PRISA —le dijo la guardia en el cuarto de las duchas. Gaia se apresuró a quitarse la falda, la túnica y los zapatos y a dárselo todo, pero enrolló la cinta con disimulo y se la guardó en el puño. Ya echaba de menos el peso familiar del reloj en el cuello. Al pisar la ducha, le maravilló que saliera agua caliente, chorros y chorros de agua caliente, por una tubería de la pared. El gasto de energía la dejó atónita, y el jabón era una barra azul y suave que enseguida hizo espuma sobre su piel y su pelo. Nunca habría imaginado que en una cárcel pudiera haber tales lujos.
—¡Sal ya! —gritó la guardia pasándole una toalla, seguida de ropa interior y una túnica gris que, una vez puesta, le llegaba a las rodillas. El áspero tejido le raspaba la piel y sus dedos temblaron al intentar abrocharse los tres botones blancos de la pechera. No había peine, pero hizo lo posible por alisarse el pelo y después se lo sujetó otra vez con la cinta.
Tras mirarla con escepticismo cuando salió de la ducha, limpia y vestida, la guardia señaló un par de mocasines estropeados. Al calzárselos, Gaia vio que eran demasiado grandes para sus pies.
—Tendrás que quitarte esa cinta —dijo la mujer—; en cualquier caso, en Q te cortarán el pelo.
—Hasta entonces, prefiero llevarla puesta.
La guardia, una mujer mayor de brazos musculosos y mandíbula cuadrada, la miró entrecerrando los ojos. Luego gruñó y dio media vuelta, como dando a entender que no había problema, pero a renglón seguido se volvió otra vez y le propinó un revés en la mejilla derecha, golpeándola tan fuerte que le ladeó la cabeza y la tiró al suelo, jadeando, momento en que aprovechó para arrancarle la cinta del pelo.
—Eso por pasarte de lista —dijo.
Gaia se contuvo las lágrimas y apretó la mano contra su dolorida mejilla, observando con desesperación a la guardia mientras esta añadía la cinta a la pila formada con su ropa y sus zapatos.
—¡Adelante! —gritó la guardia, y la familiar escolta de soldados reapareció al instante, como si hubiera estado esperando junto a la puerta.
Con un dolor ardiente en la mejilla, Gaia se levantó para seguirlos. Los hombres la condujeron por varios pasillos y unos cuantos tramos de escaleras hasta que el lugar empezó a oler a cerrado, como si el aire rara vez penetrara en aquella zona del edificio. Cuando llegaron al fondo del último pasillo, uno de los guardias abrió una gran puerta de madera y se quedó a un lado.
Al atisbar el interior, Gaia solo vio un corredor penumbroso y vacío pintado de gris.
—Tienen que darme de comer —le recordó al sargento Bartlett.
—¡Mira tú! —dijo él fríamente dándole un empujoncito hacia delante.
—¿Esta es la celda Q? —preguntó Gaia, volviéndose.
Pero el guardia cerró la puerta.
—¿Cuándo podré ver al capitán Grey? —gritó.
Oyó una risotada y la mirilla de la puerta se abrió de golpe.
—Dudo mucho que lo vuelvas a ver, pero le diré que lo has solicitado. Se sentirá muy conmovido —se mofó el sargento Bartlett, tras lo cual con voz más grave y los duros ojos marrones pegados a la mirilla, añadió—: Esperemos que no te hayas cargado su carrera.
Gaia sintió el impulso de meter los dedos por la abertura para espachurrarle los ojos, pero él cerró el postigo y la dejó parpadeando en la oscuridad.
Se volvió y escuchó, esperando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, presionando sus dedos fríos contra la dolorida mejilla. Estaba en un pasillo corto que un poco más lejos giraba a la derecha. Oyó voces de mujer. Avanzó en silencio, curiosa, mientras le sonaban las tripas de hambre. Debido a las instrucciones del capitán, había esperado que le dieran algo de comer, pero una de dos: o le habían desobedecido, o él lo había dicho para regalarle el oído y hacerle creer que estaba de su parte. Palpando levemente la pared con los dedos, llegó hasta la esquina, donde el espacio se abría a una gran celda de techo alto. Gaia se detuvo en la entrada; arriba, a la izquierda, se abrían tres ventanucos enrejados que arrojaban una luz grisácea sobre media docena de mujeres de pie o sentadas en bancos de madera. Todas vestían de gris, como ella, y todas llevaban el pelo corto.
Gaia estudió con ansia las caras, con la esperanza de encontrar a su madre, pero aunque todas eran de la edad de esta o algo mayores, ninguna le resultó familiar. Se hundió en la decepción como una piedra en un lago profundo. Las mujeres guardaban silencio, recelosas.
Por fin, una de las que estaban sentadas se levantó y se le acercó con las manos extendidas.
—Te daría la bienvenida —dijo—, pero no me parece apropiado para un sitio como este. Soy Sephie Frank. ¿Tú quién eres, niña?
—Gaia Stone.
Hubo un murmullo instantáneo de voces sorprendidas.
—¿La hija de Bonnie? —preguntó Sephie, mirándole la cara con más atención—. ¿Sabes dónde la tienen?
—No. Yo creía que estaba aquí, en la cárcel.
—Estuvo aquí unos días —confirmó Sephie—, después de su arresto, pero luego se la llevaron. De eso hace… ¿tres semanas? La vimos de lejos durante la ejecución de esta mañana, pero no pudimos hablar con ella.
—¿Y mi padre? ¿Se sabe algo de él?
Sephie miró a las demás mujeres, pero todas guardaron silencio. Alguna tosió tapándose la boca con la mano. El miedo, como una dosis doble de gravedad, tiró de sus huesos. ¿Era la situación aún peor de lo que Derek le había dicho?
—¿Qué sabes? —susurró. Su voz cayó al suelo de piedra y se extendió por la habitación transformándose en un ominoso silencio. Sephie se le acercó y le apoyó amablemente la mano en el brazo.
—Tu padre ha muerto. Lo mataron cuando trataba de escapar. Hace semanas.
—No, no puede ser —dijo Gaia; se le doblaron las rodillas y Sephie tuvo que acompañarla a un banco—. Su ejecución estaba programada para la semana que viene.
Las mujeres se miraron.
—Lo siento —dijo Sephie.
Gaia agitó la cabeza.
—Siempre les he servido, les he entregado bebés… deberían habérmelo dicho —se le entrecortó la voz. ¿Era posible que fuese verdad? Su padre, tan bueno, que cosía tan bien, que siempre tenía una risa amable y un consejo sensato para sus vecinos, que tocaba el banjo de maravilla, que irradiaba alegría en presencia de su mujer… ¿cómo podía haberse ido sin que ella se enterara? Sintió que el dolor la atravesaba como una corriente eléctrica.
—Lo siento —repitió Sephie.
Gaia no daba crédito a sus oídos, ni era capaz de salir de su aturdimiento. Su padre podía haber sufrido… no quería ni pensarlo. Se lo imaginó corriendo locamente por el trigal verde hacia los páramos, con su camisa marrón flotando tras él, su sombrero volando, su fuerte cuerpo derrumbándose al recibir los disparos y cayendo por fin bocabajo entre las plantas de trigo.
—Por favor, no —gimió. Había arriesgado la vida al entrar al Enclave, para salvarlos a él y a su madre, pero era demasiado tarde.
—Tu madre sigue viva —dijo Sephie.
—¿Por cuánto tiempo? ¿No pensaban ejecutarla?
Gaia miró los rostros, uno a uno, y su confusión dio paso a la esperanza.
—Nosotras no hemos oído nada de eso. Es posible que sea así, por supuesto, pero nosotras no sabemos nada —dijo Sephie alzando una mano hasta su pecho—. Seguro que está orgullosa por lo que hiciste con el bebé.
—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Gaia tensa.
—Porque es lo que ella hubiera hecho.
Las demás mujeres murmuraron su asentimiento, pero Gaia recordó el mensaje silencioso de su madre: no hagas nada. Ahora que sabía que su padre estaba muerto, le encontraba más sentido. Su madre quería protegerla.
—Gaia, todo el mundo sabe lo que has hecho hoy, saben que has salvado al bebé —dijo Sephie—. Hasta aquí lo hemos oído; has hecho pensar a la gente.
Gaia estaba aturdida, pero como sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, se obligó a estudiar los rasgos de las mujeres que la rodeaban. La morena Sephie tenía un rostro agradable y entristecido que le recordó la Luna llena, con grandes y separados ojos grises y boca pequeña. Aquella mujer había conocido a su madre, allí, en aquella celda; y en ese momento, cuando Gaia más lo necesitaba, le ofrecía consuelo.
—¿Por qué estás aquí? ¿Y las demás? —preguntó.
Las cejas de Sephie se alzaron por la sorpresa.
—Somos médicos.
—¿Y eso es motivo para estar presas?
—Increíble —dijo una mujer desde el banco más alejado. Tenía los cabellos blancos, las cejas sorprendentemente negras y la nariz estrecha, y miraba a Gaia con descaro. De una manera rara, su falta de simpatía ayudó a Gaia a recobrarse un poco, a no caer en la desesperación absoluta.
—Cállate, Myrna —advirtió Sephie, que se sentó en el banco, al lado de Gaia, y se alisó el vestido pulcramente sobre las rodillas.
—Nos acusan de crímenes contra el Estado: falsificar los resultados de los tests genéticos, practicar abortos y no matar a los niños con defectos.
—¿Has hecho eso? —preguntó Gaia, atónita.
—He dicho que nos acusan de eso —corrigió Sephie—. Como médicos, nos pueden tener aquí dentro cuanto quieran y sacarnos cuando seamos necesarias. Es absurdo, ¿no?
A Gaia le sonó a espantoso.
—No comprendo cómo se puede seguir cooperando después de esto.
Sephie sonrió y varias de las otras se removieron en los bancos.
—¿Qué otra opción tenemos? Si nos negásemos, seríamos ejecutadas como esa pareja de hoy. Ya no estamos en edad fértil. De no ser por nuestra experiencia, resultaríamos totalmente prescindibles.
—No lo entiendo —dijo Gaia—. La familia y los amigos habrán protestado. ¿No pueden ellos pedir la liberación?
Sephie meneó la cabeza.
—Eres muy ingenua, Gaia. En el Enclave no todo es de color de rosa. Nuestros amigos tienen miedo, y con razón. Además, de vez en cuando una de nosotras es absuelta y liberada. Vivimos con esa esperanza.
Gaia miró hacia arriba, hacia la ventana central, donde se veía un cuadrado distante de cielo gris. Cuanto más sabía del Enclave, más traicionada se sentía. Era como si engañasen a propósito a la gente del exterior, haciéndoles creer que la vida dentro del muro era la vida ideal, cuando en realidad estaba llena de crueldades e injusticias. Aquel lugar había matado a su padre, una de las personas mejores y más queridas que se podía imaginar. La Plaza del Bastión se había llenado aquel día con una multitud de ciudadanos aparentemente normales y absolutamente crueles. ¿Se hubiera vuelto ella igual si hubiese crecido allí?
—No entiendo este lugar —dijo.
Myrna, la mujer canosa del banco más alejado, soltó una risita amarga.
—Únete al club —dijo secamente.
Gaia se inclinó hacia delante y hundió el rostro entre las manos. Su mejilla derecha estaba hinchada y empezaba a salirle un moratón; la piel cicatricial de la izquierda se rizaba familiarmente bajo su palma. Pero lo más doloroso, con mucho, era su nueva pérdida, aunque no dejase una cicatriz visible. Su cabello cayó hacia delante alrededor de sus manos, como una cortina; Gaia emitió un gemido desesperado. Su padre. El peso que sentía en el corazón apenas la dejaba respirar; y quizá el momento en que había visto a su madre aquella mañana sería el último de toda su vida.
—Vamos, vamos —canturreó con voz suave una mujer de piel oscura, frotándole el hombro con mano consoladora.
La gentileza desató las lágrimas que había tratado de contener, y los sollozos sacudieron su cuerpo de forma incontrolable. Sephie trató de abrazarla, pero Gaia se encogió sobre sí misma, alejándose de todas, acurrucándose en el banco con la cara vuelta hacia la pared. Durante largo rato estuvo perdida en la más ciega y enmudecida tristeza. Ni las caricias ni las palabras tiernas fueron capaces de traspasar su pena mientras lloraba en silencio la muerte de su padre. Alguien la cubrió con una manta y puso algo blando bajo su cabeza; entonces, por fortuna, se rindió al sueño.