LA NOCHE SIGUIENTE a la desaparición de Sephie, Gaia intentó que las demás la ayudaran de nuevo con los bancos pero Myrna no dio su brazo a torcer. Hablando con voz baja y dura dijo:

—Tus tonterías nos ponen a todas en peligro.

—Pero podríamos escaparnos —adujo Gaia.

—Tú podrías —corrigió Myrna—, o podrías desnucarte al otro lado. Aunque ates las mantas, como supongo que te propones, no todas nosotras podríamos trepar hasta la ventana. Algunas ni cabríamos por ella. Y en cuanto los guardias descubrieran tu fuga, nos matarían por haberte ayudado.

Gaia comprobó en los ojos de otras que decía la verdad. Estaba segura de que ella podría conseguirlo, pero ¿cómo hacerlo sin perjudicarlas?

—Al menos te queda un poco de sentido común —masculló Myrna cuando Gaia se sentó mirando a las ventanas mientras su sueño se reducía a cenizas.

—No te preocupes —dijo Cotty en voz baja, dándole palmaditas en la rodilla—, ya se nos ocurrirá algo. Por lo menos nos has hecho pensar.

«Les hice concebir esperanzas para nada», se dijo Gaia. Dudaba de que las mujeres estuvieran mejor entonces que antes de su llegada.

En los días siguientes nadie les dio noticias de Sephie ni de la madre de Gaia, ni los guardias ni las personas con quienes trataban al visitar pacientes. Gaia se despertaba a menudo por la noche, angustiada por la muerte de su padre y el destino de su madre. Sola, en la oscuridad, trataba de consolarse recordando buenos momentos, cosas pequeñas de su antigua vida, como los huevos fritos y el pan con miel que su padre y ella le preparaban a su madre para el desayuno en su cumpleaños, pero las imágenes se esfumaban y ella se quedaba a solas, con la única compañía de la respiración de Cotty, que dormía enfrente. Entonces pensaba de nuevo en cómo escapar y daba vueltas y más vueltas al tema sin el menor resultado hasta que amanecía, cuando caía por fin en un sueño inquieto.

Con el paso de las semanas, Gaia se convirtió en la ayudante de Myrna, que la hacía depositaria de su vena sarcástica más que a menudo; pero Gaia no se quejaba. El trabajo mitigaba el dolor y el miedo que la atenazaban, y siempre que salían de la cárcel albergaba la esperanza de averiguar algo sobre su madre.

Dos veces más las alinearon detrás de la verja para que presenciaran las correspondientes ejecuciones: un hombre acusado de contrabando y una mujer de fuera del muro que se ofrecía como prostituta, y un padre acusado de comprar sangre en el mercado negro para su hijo hemofílico. Además, hubo flagelaciones públicas, de un adolescente enamorado que había tratado de entrar en casa de su amada y de una mujer que había contaminado un tanque de micoproteína en la fábrica. Gaia respingó con cada latigazo, pero descubrió que también había algunas cosas buenas. De vez en cuando, un guardia llevaba regalitos a las doctoras de la celda, objetos que les demostraban el aprecio de la gente y que renovaban sus esperanzas de liberación: un libro, una jarrita de miel, una madeja de lana y agujas nuevas, y un pequeño atlas de anatomía.

Una vez, milagrosamente, les entregaron una naranja.

—No es posible —dijo Myrna al sacarla de su cajita y quitarle el paño verde que la envolvía. Después la giró delante de la luz de la ventana para enseñar el brillo de la porosa piel a sus compañeras—. ¿Quién ha podido mandarnos esto? ¿Y cómo ha podido pasar entre los guardias sin que la birlaran?

Gaia se acercó para sostenerla; su frescura y su peso la maravillaron. Recordó las palabras del capitán Grey, que cooperar con el Enclave tenía su recompensa; pues parecía ser verdad.

—A lo mejor el hombre aquel al que suturaste una herida la semana pasada tiene un naranjo —sugirió.

Myrna sacó una tarjeta de la caja y la inclinó hacia la luz. Por su hipermetropía, tuvo que estirar el brazo para leerla a mayor distancia.

—Es para ti. Gaia Stone, Celda Q. Pero no dice quién la envía.

—¿Para mí? —preguntó Gaia confundida, mirando la tarjeta y admirando la letra pequeña y clara—. ¿Será de Sephie? ¿Estará libre por fin?

Cotty le pidió la naranja y Gaia se la dejó, y observó la delicadeza con que la mujer se la acercaba a la nariz.

—Qué más da quien la envíe —farfulló Cotty—, es una naranja. Llevo años… años sin comer naranjas.

Gaia se rio.

—Pues ya va siendo hora —dijo.

Como si se tratara de una piedra preciosa cortada en trocitos, las mujeres miraron sus gajos al trasluz antes de metérselos a la boca. Gaia saboreó el suyo, lo mordió por la mitad, y dejó que el vivo y jugoso sabor impregnara todas y cada una de las papilas de su lengua antes de tragárselo. Cuando terminó se dio cuenta de que Myrna seguía mirándola de hito en hito.

—¿Qué? —preguntó.

—Nada.

Pero Gaia sintió un escalofrío de alarma. Suponía lo que Myrna estaba pensando. Que Sephie no hubiera podido mandar una naranja, y que aquel regalo no tenía nada que ver con las atenciones de Myrna hacia algún paciente. Alguien estaba interesado por Gaia, alguien con suficiente poder para hacerle llegar una naranja hasta la cárcel.

Mordió un trocito de la aromática piel. «¿Quién habrá sido?», se preguntó. ¿Y por qué a ella?

A última hora de la tarde, cuando Myrna y ella acababan de traer al mundo una niñita prematura, Gaia miró a un trío de soldados que descansaba frente a un café y su sorpresa fue mayúscula: uno de ellos era el capitán Grey. Cuatro hombres armados las rodeaban, pero Gaia dejó de ser consciente de ello y se paró de golpe; el soldado que iba detrás le pisó el talón.

—¡Eh! —protestó el hombre.

—Lo siento —farfulló Gaia, calzándose de nuevo el zapato.

El capitán Grey se acercó a los labios una tacita blanca de café, y giró un poco la cabeza en dirección contraria, de forma que Gaia veía con claridad su límpido perfil mientras tragaba. Le pareció más delgado, pero seguía con su uniforme negro y su sombrero de ala ancha, y se comportaba con su elegancia de siempre. Si Gaia se hubiera permitido pensar en él durante todas las semanas que llevaba en la cárcel, le habría considerado como una pieza más del engranaje, como un cobarde que permitía el asesinato de un bebé. Pero en ese momento, además, le pareció una soberana injusticia que él estuviera libre y ella prisionera. ¿Cómo se atrevía a disfrutar de un café? ¡Con amigos, encima!

—¡Guardia! ¡Espere! —ordenó el capitán.

Los soldados se detuvieron y se pusieron firmes. Myrna también se detuvo, y aunque indicó a Gaia con la mirada que se quedara detrás de ella, esta la ignoró.

—¿Qué sucede, capitán? —preguntó la doctora con brusquedad.

Gaia oía las botas que se aproximaban por el empedrado, pero mantuvo la mirada con aplicación en la parra florecida que crecía en un muro cercano. El capitán traía con él un leve olor a café, un olor a libertad. Sin poder hacer nada por evitarlo, Gaia fue presa de un furioso ataque de envidia.

—¿Te es útil tu aprendiza? —preguntó el capitán Grey. A Gaia volvió a sorprenderle su voz culta y suave, tan distinta a las ásperas voces de los guardias.

—Sí, bastante —contestó Myrna.

Gaia miró asombrada a la doctora. Sus ojos negros la contemplaban abiertamente por debajo del sombrero de paja, con las cejas algo levantadas. Era lo más parecido a un elogio que Gaia le había oído desde que la conocía.

—Yo la llevaré a la cárcel —dijo el capitán. Gaia vio que, además, hacía un gesto de asentimiento al sorprendido sargento—. Siga, sargento. Yo me hago responsable de la hermana Stone.

—A la orden, capitán —contestó el guardia.

Gaia no quería estar con él a solas de ninguna de las maneras, pero no tenía forma de protestar. Miró a Myrna a tiempo de ver que a su expresión regresaba la sempiterna ironía. Con un resoplido perentorio, la doctora le quitó el maletín de las manos, liberándolas de su carga habitual. A continuación los guardias se pusieron en marcha, rodeando a Myrna, y todos doblaron la esquina. Sus pisadas se apagaron poco a poco; Gaia oyó por fin el clinc de porcelana del café de la calle y el mundo prosiguió su avance.

La habían dejado sola con el capitán Grey. De improviso, le resultó sorprendentemente doloroso estar delante de él, aunque nunca hubiera estado tan cerca de la libertad desde el aciago día en que fue capturada y llevada a la cárcel. Miró más allá del capitán, colina abajo, preguntándose si sería capaz de salir corriendo, pero tras echar una ojeada a la constitución física del soldado, decidió que la alcanzaría en un periquete.

—¿Qué tal te va? —preguntó él por fin.

Al oír su serena voz, Gaia atisbó la línea de sombra que el sombrero arrojaba sobre su rostro. Sus ojos azules la contemplaban con la gravedad que recordaba de antes, de cuando ignoraba cómo era de verdad; el capitán se sonrojó. «¿Por qué?», pensó Gaia, «¿A ti qué te importa?». La brisa le agitó su vestido gris contra las piernas y Gaia se estiró la tela sin pensar.

—De maravilla —contestó secamente.

Él giró sobre los talones para ponerse a su lado e hizo un gesto invitador con la mano.

—Da un paseo conmigo.

—¿Puedo negarme? —preguntó, pero al instante deseó retirar la pregunta. Ese tipo no se merecía saber que la sacaba de quicio.

Sin embargo, él murmuró un simple «ah» y echó a andar. Gaia se vio obligada a seguir sus pasos.

Era una tarde preciosa y despejada. Subieron poco a poco por una calle tranquila de una zona residencial que Gaia no conocía. El tintineo de un carillón de viento emergió de una ventana. Cascadas de polemonios con flores moradas y blancas caían alegremente sobre un muro cercano. El sol se filtraba por el entramado del sombrero de paja de Gaia, arrojando pecas de luz sobre su nariz y sus mejillas, pecas móviles que bailoteaban al caminar.

Cuando entró en el Enclave por primera vez, le pareció un verdadero paraíso, lleno de pureza y paredes blancas. Después, cuando presenció la primera ejecución, se quedó atónita por la brutalidad que se escondía tras la fachada y pensó que allí dentro no se podía confiar en nada ni en nadie. Pero, poco a poco, a través de sus salidas con Sephie y Myrna, había visto un aspecto práctico del Enclave: la rutina del bullicioso mercado, el duro trabajo de las doctoras de la celda, y la satisfacción y la dignidad que daba hacer bien ese trabajo, incluso aunque sus esperanzas de liberación fuesen mínimas. Allí había mucha gente que trabajaba duro, en la fundición, en la fábrica de vidrio, en los molinos, y que hacía un trabajo útil. Había cosas que merecían ser respetadas, vidas en las que por lo menos no todo era brutalidad.

Aquella zona desplegaba una belleza tranquila, una atmósfera invitadora que combinaba a la perfección con su aroma a madreselva. Parecía más vieja, más asentada, más apacible. El blanco de las casas era más bien un color crema, las aceras eran más anchas y los árboles más frondosos. La cima estaba coronada por un parque, donde los niños corrían tras un balón de fútbol, las voces eran claras y llenas de vida. Aunque no se pareciera nada, aquella zona le recordaba al inlago. Si ella no hubiese sido una prisionera y el capitán no hubiese sido un carcelero, podrían haber sido dos compañeros dando un agradable paseo en una calurosa tarde de verano. Pero Gaia no estaba dispuesta a bajar la guardia. Aquel tipo no era su amigo.

—Espero que la naranja estuviese madura —dijo él.

—¿La mandaste tú?

Él se metió la mano en el bolsillo.

—Una amiga me dijo que te había visto mirándolas en el mercado. —Su voz disminuyó con una suave resonancia—. Bueno, en realidad me dijo que te había visto «babeando». Te hubiera mandado más, pero son difíciles de conseguir.

Gaia recordó los otros regalos de las doctoras, y levantó la mirada para verle el perfil.

—¿Enviaste también la madeja, el libro y lo demás?

Él la miró brevemente a los ojos.

—Se lo sugerí al Protector. Tú has hecho pensar a mucha gente, Gaia. En los últimos tiempos le están presionando para que libere a las doctoras; a veces, las cosas pequeñas son importantes.

O sea, que había sido él. Recordó el día en que recibieron la naranja, en cómo había cambiado a mejor el ambiente de la celda Q desde aquel momento. Seguía siendo una prisión, seguía siendo horrible, pero desde entonces encerró también un poquito de esperanza. Una paloma que rondaba entre unos carrizos picoteando migas los adelantó y dobló un recodo de la carretera. «Debería darle las gracias», se dijo Gaia, pero las palabras se le atragantaban en la garganta.

—Me han encargado que descifre el bordado de tu cinta —añadió él.

Los nervios de Gaia zumbaron. Ya habían descubierto, entonces, que era un mensaje en clave. ¿Cuánto tardaría el capitán en descifrarlo? ¿O lo había hecho ya? Al mirarlo vio que su expresión era meditabunda.

—Debería haber dicho que me lo encargaron —se corrigió con voz seca—, porque después me destinaron a una tarea menos delicada. Por lo visto, no soy de fiar en lo referente a tu caso.

Ella miró con fijeza la carretera y enlazó las manos sobre su falda.

—Supongo que debería darte las gracias —dijo.

—¿Por qué?

Gaia se encogió de hombros y dejó que el sarcasmo matizara su respuesta:

—Porque, con tu mente privilegiada, lo hubieras descifrado en un par de días.

—Entonces… ¿tú sabías que era el registro? —preguntó él.

Gaia se dio cuenta de que había metido la pata.

—No —mintió.

—¿Sabes lo que dice?

Ella se abrazó con sus propios brazos.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? No tengo el menor interés en cooperar contigo. Si quieres coaccionarme, hazlo, pero no pienso decirte nada por voluntad propia. El Enclave asesinó a mi padre. —Solo por mencionarlo el dolor la asaltó de nuevo.

El capitán Grey se detuvo junto a un murete de piedra, apoyó las manos sobre él y miró a lo lejos.

—Eso no debería haber pasado.

Gaia soltó una risita ahogada.

—¿En serio, no me digas?

—Nosotros también cometemos errores —dijo él en voz baja.

Gaia estuvo otra vez a punto de soltar la risa. ¿Pero se daba cuenta de lo ridículo que era? El Enclave no se limitaba a cometer errores. El sistema entero era intrínsecamente inmoral, y él solo admitía un diminuto punto flaco. Al seguir la dirección de sus ojos, vio el terreno en declive del inlago, gris al principio y azulado en la lejanía; en la orilla más cercana, las casuchas de Wharfton quedaban casi ocultas por la colina y el muro. Cualquier habitante de aquella zona que mirara aquella vista con regularidad, podía olvidarse sin problemas de Wharfton y de la gente que lo poblaba. La peculiar belleza del paisaje parecía burlarse de ella, como si él también pensara que sus muertos eran insignificantes. Se retorció las manos.

—Ni siquiera me dijiste que había muerto —la voz le salió entrecortada—. Me lo podrías haber dicho, cuando fuera, y no lo hiciste.

El capitán Grey se volvió lentamente para mirarla.

—Lo siento —dijo.

Hasta aquel momento, Gaia no se había dado cuenta de que eso era lo que necesitaba oír. Sabía que no era culpa exclusiva del capitán que su padre hubiese muerto, pero alguien debería habérselo dicho, y él era el único que la conocía de antes. Estuvo en un tris de echarse a llorar, pero la disculpa había abierto un grifo de preguntas en su interior:

—¿Dónde está enterrado? —inquirió.

—Puedo averiguarlo.

—¿Dónde está mi madre?

Él parpadeó extrañado.

—No lo sé.

Gaia se le acercó un pasito.

—¿Está viva?

—Tampoco lo sé. No he oído que haya muerto.

—Qué bien informado estás, ¿no?

El ala del sombrero mantenía sus ojos en la penumbra, pero se quedó muy quieto, mirándola intensamente. Gaia pensó que aquella actitud vigilante podía ser una estrategia, un escudo para ocultar sus sentimientos cuando se sentía inquieto o inseguro.

—Creo que sabes —dijo él con suavidad— que estoy haciendo un esfuerzo para hablar contigo en un tono cortés.

Gaia se abrazó aún con más fuerza. Su cortesía y su reprimenda no le importaban en absoluto.

—Perdóname —dijo mordazmente—, qué descuido el mío. Se supone que debo estarte agradecida, ¿verdad? Me mandaste una naranja. Es un intercambio muy equitativo.

Él entrecerró los ojos.

—Yo no…

Gaia oyó que tomaba aire súbitamente y vio que desviaba la mirada por encima y por detrás de ella, hacia dos mujeres que se habían detenido y los miraban desde una calle más alta. Sus vestidos blancos brillaban al sol y, hasta de lejos, a Gaia le parecieron muy bellas. La mayor llevaba un sombrero de ala ancha, pero la más joven llevaba el sombrero colgado del cuello por una cinta y sus cabellos rubios y sueltos ondulaban suavemente al viento, obligándola a retirárselos del rostro con sus delicados dedos. Un ligero aleteo de esos mismos dedos podría haber sido un saludo, pero Gaia no estaba segura.

—Vámonos —dijo él abruptamente, y echó a andar con brío por la calle.

—¿Quiénes son? —preguntó Gaia, que tuvo que apretar el paso para seguirle.

—Mi madre y mi hermana.

—Pero ellas… —Gaia estaba confusa. Eran sin duda de la clase más rica, del tipo de familias que no deja a sus hijos entrar en la guardia—. ¿No conocen al Protector? —añadió, preguntándose por qué no habían liberado al capitán Grey del servicio. Él se volvió de nuevo para mirarla y ella vio un relámpago de dolor y de angustia en sus ojos. Después la miró de una manera extraña, como si le hubiese dicho algo chocante.

—El Protector es mi padre —contestó.

Gaia se quedó paralizada, atónita. Capitán Grey. Aquel era el capitán Leon Grey, antes Leon Quarry, el hijo mayor del Protector.

—He oído hablar de ti —dijo sorprendida.

Él no reprimió el tono irónico de su respuesta:

—¿En serio?

Luego avanzó un par de pasos, pero se volvió y se detuvo, también. Miró por encima del hombro; con la inclinación de la colina, ya no estaban a la vista de su familia. Gaia luchaba por cuadrar lo que sabía de aquel joven, de aquel capitán de la guardia, con lo que había oído decir del hijo del Protector. El ascendido. Leon era el chico que había desaparecido de los programas especiales del Tvaltar hacía años. Ya entendía por qué le resultó vagamente familiar al conocerlo: había visto imágenes suyas de niño, imágenes de diez metros de altura. Pero había cambiado. Completamente.

—No lo entiendo.

El capitán apretó los labios hasta convertirlos en una línea recta y dura; parecía estar tomando una decisión.

—Ven —le dijo, y la agarró del brazo para seguir caminando, con más prisas que antes. En la siguiente esquina entró en una calle estrecha que iba cuesta abajo y los alejaba aún más del centro del Enclave.

—¿Dónde me llevas?

Él no contestó. Tras unos pasos más, abrió el pasador de una puerta enrejada y la hizo pasar a un jardín. Después cerró la puerta y la condujo cuesta abajo hacia el rincón más alejado, bajo la sombra de un majestuoso abeto blanco con un fresco olor a agujas, tanto de las verdes en lo alto como de las marrones del suelo, que formaban una mullida capa bajo sus pies.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Gaia.

—Un lugar seguro, por ahora —contestó el capitán. Estaba sonrojado y sudoroso, por lo que se quitó el sombrero para enjugarse la frente—. Sus propietarios, los Quirk, son viejos amigos de mi familia. Pasan la mayor parte del día en el Bastión, y no suelen volver a casa hasta tarde.

Gaia paseó la mirada más allá de una fila de manzanos y de una cuesta herbosa, hasta llegar a la refinada casa de piedra, pintada de un suave color crema. El tejado de tejas blancas y las ventanas en forma de arco transmitían una sensación acogedora y, aunque estaba lejos de ser lujosa, la elegancia y sencillez de sus líneas daba a entender que aquella casa y aquel jardín privado eran aún más valiosos que la prístina casa blanca de Tom y Dora. El jardín estaba cuajado de flores moradas y amarillas (prueba de que usaban el agua para conservar la decoración), y punteado de rocas blancas que trazaban dibujos armoniosos y proporcionaban asientos naturales.

Un alto muro de piedra lo protegía por tres lados, ya que el cuarto se abría a un precipicio con una vista espectacular del inlago y del lejano horizonte meridional.

—No te acerques —advirtió el capitán Grey cuando Gaia hizo ademán de asomarse al borde—. No conviene que nos vean.

Gaia miró hacia abajo y retrocedió hasta la sombra del abeto. Se volvió para observar al capitán, y el asombro volvió a hacer presa en ella.

—Me parece increíble que seas Leon Quarry —dijo.

—Yo pensaba que lo sabías.

Gaia meneó la cabeza.

—¿Cómo lo iba a saber? No te pareces nada al niño que vi en el Tvaltar. ¿Qué te ha pasado?

Él apretó el borde de su sombrero con sus cuidadas manos.

—Que me alisté en la guardia.

Como era tan obvio que había muchísimo más que eso, Gaia estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¿Y qué quiere de mí el hijo del Protector? —preguntó.

Él la miró de hito en hito.

—No nos vimos en el café por casualidad: te estaba esperando. Sé que podrías darnos información y creo que yo puedo ayudarte.

Gaia levantó las cejas, dudosa.

—Escucha, Gaia, el Enclave se dispone a interrogarte por última vez, y no me encargaré yo, sino un especialista. Quieren saber todo lo referente a la cinta bordada y a la tinta.

—¡La tinta! —exclamó Gaia.

—En tu bolso no había ninguna pluma, pero según ellos la tinta prueba que escribías anotaciones sobre los nacimientos y que esa información se transfería después, mediante un código, a la cinta.

—Pero yo no tengo ninguna anotación —protestó—, ni sé nada de códigos.

—Gaia —dijo él acercándose—, van muy en serio. Si sabes algo, lo que sea, te obligarán a decírselo. Es infinitamente mejor que cooperes desde el principio. Siempre recompensan la lealtad, siempre lo hacen.

Ella se tambaleó hacia atrás, hasta quedarse apoyada en el tronco negro del abeto, sintiendo una gota de resina en el pulgar.

—Yo no sé nada —insistió.

La boca de él trazaba una línea abrupta.

—Entonces morirás.

De forma instintiva, Gaia se llevó una mano al pecho. Daba la impresión de que al capitán le daba igual que la matasen o no, pero la había llevado hasta allí para advertírselo. Era absurdo. Se devanó los sesos en busca de una solución. Tenía que salir del Enclave, pero ya. Tendría que volver después para rescatar a su madre, porque si la mataban ahora no podría rescatarla después. Miró a su izquierda, hacia el precipicio. ¿No sería mejor arriesgarse a bajarlo y librarse del capitán Grey?

—¿Dejarías que me fuera? ¿Ahora mismo?

Él hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Aunque te dejara, los soldados tienen orden de disparar a todos los reclusos que circulen sin escolta. Te matarían en cinco minutos.

Gaia seguía dudosa.

—Si les digo algo… no entiendo en qué me puede ayudar eso, pero si les digo algo, ¿me dejarían marchar?

El capitán Grey apoyó el rostro en una mano, apretando los dedos con fuerza sobre su frente; su sombrero cayó lentamente a la tierra.

—No puede ser —dijo en voz baja.

Su reacción amedrentó aún más a Gaia.

—Espera, capitán, por favor. Debe haber alguna forma de salir de aquí.

Él le clavó sus ojos furiosos y doloridos.

—¿Qué es lo que sabes? —inquirió agarrándola por ambos brazos y empujándola hacia atrás hasta que Gaia se tropezó con una raíz; su sombrero cayó hacia atrás y acabó también por los suelos. El capitán la agarró con más fuerza aún—. Por tu propio bien, ¡dímelo!

Era el secreto de sus padres. Había prometido no contarlo nunca. ¿Quién le garantizaba que contarlo no empeoraría las cosas? El capitán la zarandeó de nuevo.

—¡Dímelo, Gaia!

—Los lunares.

El capitán Grey rebajó ligeramente la presión de sus manos, pero su tono siguió siendo apremiante:

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es eso de los lunares?

—Nosotras ponemos un dibujo de lunares a los bebés. No sé si eso significará algo para el Enclave. A mi madre y a mí nos sirvió para reconocer a algunos bebés ascendidos que fueron devueltos, al Sector Occidental Tres, creo.

La presión sobre sus brazos se relajó tanto que el capitán se limitó a sujetarla.

—¿De qué estás hablando?

—Lo hacíamos en honor de mis hermanos, de mis hermanos genéticos. No pensé que pudiera importar hasta hace poco. Siempre que nacía un bebé, mi madre se sentaba con la parturienta para beber té, y fue ella quien me enseñó a hacer los pinchazos en la piel del niño.

—¿Un tatuaje? ¿Anotaba algo? ¿Tenía la cinta?

Gaia agitó la cabeza. Él la liberó pero se quedó cerca, con expresión de perplejidad. Gaia se frotó los brazos, doloridos por el apretón de las manos del capitán.

—¿Puedes enseñármelo? —dijo él—. Supongo que tú también lo llevarás.

Gaia se puso al sol, se quitó el zapato y se subió la falda para enseñarle el tobillo izquierdo. Luego señaló el área interna del tobillo, donde su suave piel morena estaba marcada con un dibujo de cuatro manchitas que parecían lunares.

—Cuatro puntos —dijo Gaia—. Tres en línea horizontal, como las tres estrellas del cinturón de Orión, y uno debajo que representa la nebulosa de la Espada.

—¿La marca es igual en todos los bebés?

Pero antes de que Gaia pudiera contestar, el capitán se giró como una peonza para sentarse en una roca y puso el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha. Con un movimiento rápido se quitó la bota izquierda, un calcetín negro y, entonces, casi brutalmente, se enrolló la pernera del pantalón para enseñarle su tobillo.

Sobre la piel, desdibujados pero claramente visibles, había tres lunares alineados y, algo más abajo, a la izquierda, un cuarto lunar. Gaia miró el dibujo fijamente, ¡era increíble!

—Soy de fuera del muro —dijo el capitán, la voz apenas un susurro.

Los ojos de Gaia saltaron a los suyos y sostuvieron su mirada.

—Mi madre te ayudó a nacer, ella te marcó —dijo. Dio vueltas al asunto para tratar de encajar las piezas. Su madre había ascendido a Leon—. ¿Cuándo naciste?

Él parpadeó.

—¿Cuándo nací? El doce de junio de 2390. ¿Por qué?

Gaia estaba decepcionada, y al mismo tiempo sentía un extraño alivio.

—No eres mi hermano —dijo ruborizándose—. Naciste el mismo año que Odin, pero no el mismo día.

El capitán cerró brevemente los ojos. Gaia sintió el fuerte deseo, la compulsión casi, de tocar el dibujo de su madre. Extendió la mano y le rozó con suavidad el tobillo. El capitán se retiró con un respingo y la miró intrigado.

—Perdona —dijo Gaia retirando la mano. La punta del dedo índice le cosquilleaba por el contacto con su piel.

—¿Eres consciente de lo que esto significa para mí? —preguntó él. Gaia meneó la cabeza—. ¿Tienes idea de quiénes pueden ser mis padres? Mis padres biológicos, claro.

Gaia volvió a negar:

—Lo siento. No tengo ni idea.

—¿La información no estará en esa cinta, no?

—Lo mismo sí —contestó dudosa, expresando con los ojos tanto ruego como el propio capitán—. Pero yo no conozco el código. Además, ¿qué más da quienes sean tus padres biológicos? Te has criado aquí. Tú mismo has dicho que tu padre era el Protector. ¿Qué puede haber mejor que eso?

Él se estaba calzando de nuevo.

—Seguro que recuerdas el documental Cómo es nuestra familia —dijo con voz tensa—. Como la primera esposa del Protector no podía tener hijos, adoptaron a uno… a mí —se levantó para acabar de meterse la bota a pisotones—. Después mi madre adoptiva falleció y mi padre se casó con Genevieve, una mujer fértil que le dio tres hijos propios.

Gaia pensaba a todo correr.

—Entonces esas mujeres que llamaste tu madre y tu hermana son técnicamente madrastra y hermanastra, ¿no?

—Técnicamente, pero agita tu varita mágica, Gaia. Somos una familia —el capitán arrastró la última palabra, como si la escribiera con mayúsculas y música de fondo.

Gaia se echó hacia atrás, molesta por su ácido sarcasmo.

—No creo que sepas lo que es una verdadera familia, Leon —dijo con suavidad.

Él soltó una risotada.

—¡No me digas! Gracias. Vaya, «Leon» por fin, vamos progresando.

Gaia se cruzó de brazos.

—No te entiendo —dijo.

Él se alisó el pelo y la miró ceñudo.

—Aquí no se trata de entenderme a mí —replicó—. Lo que tienes que entender es que cuando sepan lo de los lunares, querrán descifrar la cinta a toda costa. Los lunares son como una marca de fábrica.

Gaia se quedó estupefacta.

—¿Se lo vas a decir? —preguntó con incredulidad.

Él se volvió para mirarla, los ojos penetrantes.

—No, se lo vas a decir tú.

Ella se apartó.

—Yo no.

—Tú sí. Tienes que convencerlos de que quieres cooperar. Y tienes que hacer todo lo posible para desentrañar el código. ¿No ves que es tu única oportunidad? Si te niegas, te matarán. Pero si los ayudas, se darán cuenta de lo valiosa que eres. Piensa en Sephie.

—¿Qué pasa con Sephie?

Él se enderezó, con expresión de sorpresa.

—La liberaron. Persephone Frank ha vuelto a casa con su familia y sigue practicando la medicina como si no hubiera pasado nada. ¿No lo sabías?

Gaia dejó escapar una risita de asombro.

—No te creo.

—Pues es la verdad. Podría demostrártelo, pero tenemos poco tiempo.

Gaia estaba estupefacta.

—Sephie les dijo que investigaran sobre el té y la agripalma —prosiguió Leon—. Los convenció de que tú sabías cosas sin ser consciente de que las sabías.

—¿Me traicionó?

Leon agitó la cabeza y trató de explicarse mejor:

—No. Cooperó. Cooperó y ellos la dejaron marchar.

Gaia se esforzó por verlo desde el punto de vista de Leon.

—Pero tú mismo has dicho que era como una marca de fábrica. Si les cuento lo de los lunares, el Enclave podrá identificar a todos los bebés ascendidos por mi madre. —Se detuvo, confundida—. ¿Es que no saben cuáles son? ¿No tienen sus propios registros?

—Saben qué personas han sido ascendidas, por supuesto. No es ningún secreto. Y saben sus fechas de nacimiento. Sin embargo, ignoran quiénes son sus padres biológicos. No saben siquiera de qué parte de Wharfton proceden.

—¿Y a la gente de los lunares? —preguntó dudosa—. ¿Les serviría de algo que yo lo contara?

Leon retorció una ramita de abeto y jugueteó con las agujas.

—Supongo que serían aún más cuidadosos a la hora de enamorarse, para no hacerlo entre sí.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gaia ofendida.

Él agitó la cabeza, frustrado.

—Aquí dentro se convence a los ascendidos de que no deben casarse entre sí. Para un ascendido, casarse con alguien nacido en el Enclave es una especie de deber cívico. De igual forma, los ascendidos se han convertido en cónyuges deseables para los nacidos en del Enclave. ¿Me sigues?

—¿Y tú crees que pueden controlar de quién se enamora uno?

—No es exactamente así. Dos ascendidos pueden casarse siempre que su perfil genético demuestre que no son parientes, pero se considera un desperdicio de su diversidad genética. —Leon cerró los ojos y meneó la cabeza—. De nuestra diversidad genética —aclaró—. Yo soy uno de ellos. Uno de los ascendidos.

A Gaia le dio la impresión de que Leon seguía lidiando con su identidad.

—Sabías que eras adoptado. ¿No sabías que eras del exterior? —Gaia vio que su rostro adquiría cierta rudeza.

—Hasta hace cinco minutos creía que era el hijo bastardo de mi padre —contestó él. Estrujó las agujas de abeto y las soltó.

—¿Era mejor eso? —preguntó Gaia en voz baja—, ¿ser un bastardo del Enclave?

Leon había estado mirando a la lejanía, pero en ese momento se concentró en Gaia y sus labios se curvaron en una mueca con la que parecía burlarse de sí mismo.

—No se te escapa ni una, ¿eh? Era peor. Antes que su hijo bastardo, hubiera preferido mil veces ser un don nadie legítimo del exterior.

—¡Que ya es decir! —exclamó Gaia. Leon soltó una risita y la miró, con los ojos llenos de gratitud un punto recelosa—. Pero ten en cuenta que aunque seas del exterior, puedes seguir siendo hijo suyo.

—Tú no lo conoces. Él nunca tocaría a una mujer de fuera.

La brisa pasaba por las ramas de los abetos susurrando dulcemente. Gaia oyó a un pájaro dando chasquidos.

—Lo siento —murmuró Leon—. Es su forma de pensar, no la mía.

—No pasa nada.

Gaia se miró las manos y se preguntó por qué entendía a Leon, por qué empezaba a resultarle tan fácil hablar con él, hasta de las cosas más personales. Era muy distinto de lo que suponía.

—¿Por qué Orión? —preguntó él—. ¿Por qué esa constelación precisamente?

Gaia apoyó los pies contra una roca y se miró las marquitas del tobillo.

—Orión era el apellido de soltera de mi madre —habló despacio, admirando el dibujo—. Podrías estar viéndote el tatuaje de Orión toda la vida y no saber qué significa.

—Hasta que lo sabes. Y entonces significa todo.

Gaia asintió. Leon le pareció cansado, con la mirada ausente.

—Tenemos que irnos —dijo él. Luego recogió los sombreros, les quitó las agujas de abeto y tendió a Gaia el suyo.

—Gracias —dijo ella.

Él le dedicó una mirada larga y seria, y después le dijo gentilmente:

—Es un placer.

Gaia se sintió invadida por una extraña torpeza y una opresión en los pulmones. De forma inconsciente, buscó el reloj que le había quitado, pero solo encontró los botones de su vestido.

—Acabo de acordarme. —Leon extrajo el reloj de uno de sus bolsillos y se lo ofreció—. Esto ya lo hemos registrado.

Gaia frunció el ceño al ver el familiar objeto en su mano.

—Quédatelo.

—¿Por qué? —dijo él—. Es tuyo. Todavía funciona. Le he dado cuerda para ti.

Gaia negó con la cabeza.

—Es más lógico que pertenezca a una persona libre. A mí no me sirve para nada. Además… —No podía decírselo, pero el objeto ya estaba envilecido, arruinado por los ojos extraños que lo habían examinado.

Leon cerró lentamente los dedos sobre el reloj y se lo guardó de nuevo en el bolsillo.

—Gaia, una vez me dijiste que fuese bueno, si sabía cómo…

Ella esperó sin mirarle a los ojos. Deseaba que siguiera hablando, pero cuando no lo hizo, el silencio los atrapó como una tela de araña. En algún rincón sombrío, Gaia cayó en la cuenta de que ella también tenía deseos, deseos escurridizos más propios de una chica en un jardín que de una prisionera.

Leon se aclaró la garganta.

—Aquella niñita —dijo él por fin—. La, ya sabes, la de la mujer que ejecutaron… Pensé que te gustaría saberlo. Resulta que le fue muy bien en el mercado negro.

Gaia puso unos ojos como platos. ¿Lo había organizado él? Aquello era importante, muy importante. Si Leon había salvado a la niña, lo había hecho por Gaia. Y no le habría resultado fácil.

—Gracias —dijo.

Leon giró una vez más el sombrero que sostenía en las manos, inclinó la cabeza para ponérselo y echó a andar por el jardín. Gaia lo siguió al exterior y esperó mientras él cerraba cuidadosamente la puerta hasta oír un pequeño clic. Significaba mucho para Gaia que Leon hubiera dado una oportunidad al bebé que consiguió salvar, y que le hubiera mandado la naranja. Había hecho por ella todo lo que había podido, como le había dicho que haría. Aunque siguiera siendo un guardia y formara parte de un sistema corrupto, le estaba agradecida.

Se aproximaban al centro de la población cuando Gaia se detuvo un instante para recuperar el aliento. Al mirar a Leon vio que él la observaba, pero con una naturalidad desacostumbrada. Gaia olió a pan recién hecho y, casi sin darse cuenta, miró a todas partes para localizar el origen del atrayente aroma. En un callejón, colgado de una barra de hierro, estaba el cartel de madera con el grabado de la espiga de trigo.

—Cómprame pan —pidió bajito.

Leon rebuscó en sus bolsillos y le dijo con una pequeña reverencia:

—Me temo, hermana Stone, que me va a ser imposible.

Gaia se quedó encantada: Leon casi le había sonreído. Se acercó a él, tanto que los botones de su vestido le rozaron el pecho y, cuando levantó la cara para mirarle, el ala de su sombrero tocó la de él. Gaia estaba más que dispuesta a ser atrevida, todo lo atrevida que hiciera falta. Oyó que Leon tomaba aliento, vio que sus pupilas se dilataban, sintió que su cuerpo se ponía rígido un instante; pero el capitán no se apartó.

—Leon —le dijo dulcemente—, voy a entrar en esa cárcel y es posible que no vuelva a salir nunca más. Quiero pan.

El capitán entrecerró sus amables ojos azules y se lamió el labio inferior. Gaia empezaba a tener problemas para respirar. Al pensar que si Leon se permitiera una sonrisa de vez en cuando sería poco menos que irresistible, sus propios labios empezaron a curvase hacia arriba, para animarle.

Él retrocedió medio paso, cerró los ojos y asintió. Gaia sintió un ramalazo de vergüenza y se puso como un tomate. Había creído, por un segundo había creído que ella le gustaba. Y él, gentilmente, había fingido olvidar, por un segundo, que su cara era medio horrorosa. Sentía tanta vergüenza que estaba a punto de marearse.

—Olvídalo —masculló.

—No —contestó Leon y, sin mirarla a los ojos, la agarró con fuerza por la muñeca y tiró de ella hacia la panadería. El aire cálido y cargado de levadura desplegaba un aroma que impregnó el rostro de Gaia y le llenó los pulmones en cuanto entraron, mitigando un poco su vergüenza.

—Una barra de pan integral, hermano —dijo Leon, soltando a Gaia.

Los ojos del panadero volaron del capitán a la prisionera y de la prisionera al capitán sin revelar nada. Frotándose la muñeca, Gaia miró por encima del alto mostrador y vio lo que estaba buscando: un horno enorme y negro, negro como la noche. Mientras el panadero envolvía el crujiente panecillo en una hoja de papel marrón, Gaia estudió su cara para memorizar la afilada nariz y las cejas blancas y pobladas. Sus brazos eran musculosos, su delantal blanco tenía manchitas de masa seca. Cuando el hombre tomó la moneda de Leon, asintió con la cabeza y la echó a una caja situada detrás del mostrador.

—¿Deseas algo más, hermano? —preguntó el panadero. Su voz era grave y sonora.

—No, gracias —contestó Leon.

—Sirvo al Enclave —dijo el panadero.

—Servimos —dijo Leon.

—Servimos —musitó Gaia.

El panadero le lanzó otra mirada penetrante con sus ojillos oscuros. Después dio un paso atrás y apoyó con suavidad la mano sobre el muro de ladrillos negros del horno. Solo eso. Fue un gesto natural pero, nada más verlo, Gaia sintió que el corazón se le expandía en el pecho. Era un mensaje, una señal. Cuando sus ojos se encontraron con los del panadero, este hizo un levísimo gesto de asentimiento. Gaia apartó velozmente la mirada y salió de la tienda. Una vez en la calle no se atrevió a mirar atrás, pero sabía que el panadero los estaba observando. Era el amigo de Derek. Gaia había olvidado su nombre, pero sabía que era de fiar. Apenas podía ocultar su excitación.

Leon le dio la barrita de pan.

—¿Tienes algún bolsillo? —le preguntó—. No es conveniente que vean que te he comprado un regalo.

Gaia dio un gran mordisco a la barra y estuvo a punto de gemir de placer por la mezcla entre el maravilloso sabor del pan y la renovación de sus esperanzas. Por instinto, le ofreció la barra a Leon, que alzó las cejas, sorprendido. Luego miró rápidamente a izquierda y derecha del callejón, pero al ver que no había nadie, partió un trocito y lo mordió con sus blancos dientes.

Gaia se guardó el resto dentro de la manga del vestido. ¿Se asombrarían las otras cuando llegara a la celda Q con pan de verdad, pan recién hecho? Habría un mordisquito para cada una.

Después de tragar, Leon dijo con expresión grave:

—Recuérdalo, por favor, coopera con ellos.

—¿Sabes cuándo me interrogarán?

—Pronto. Mañana o pasado.

Gaia se pasó la lengua por los dientes para saborear el regusto del pan. Conocer al panadero le serviría más bien de poco cuando la estuvieran interrogando en las profundidades de la prisión. Tenía que ponerse en contacto con él lo antes posible. Cuando volvieron a la calle principal, Leon adoptó un paso decidido y Gaia se apresuró a seguirle.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo—. ¿Por qué estás en la guardia? Si tu padre es el Protector, ¿por qué sirves al Enclave como un simple analfabeto de fuera?

—¿No te acuerdas? Yo también soy de fuera —contestó secamente él.

—No me refería a eso.

Ya habían llegado a la plaza, y Gaia aflojó el paso al ver el arco de entrada a la cárcel. Una sombra inclinada y negra recorría la mitad de la plaza, aunque la luz seguía iluminando la mampostería amarilla del Bastión. El edificio había adquirido un nuevo significado para Gaia desde que sabía que Leon había crecido en su interior, como un miembro más de la familia del Protector.

—Mi padre me repudió —dijo él abruptamente—, no es ningún secreto. Aunque se avergonzaban de mí, se sentían obligados a no perderme de vista. ¿Y qué mejor sitio que la guardia?

Se estaban acercando a la entrada de la cárcel. Gaia temía que no tuviera tiempo para contárselo antes de que estuvieran rodeados por otros guardias. Incluso entonces la gente de la plaza los observaba, intrigados por ver a un guardia que conversaba tranquilamente con una reclusa.

—¿Qué hiciste? —preguntó.

Vio que su perfil giraba hacia el Bastión, como si su mirada pudiera traspasar los muros y ver a los de dentro. Luego posó esa mirada irónica y sombría sobre ella.

—Cometer un crimen contra el Estado —contestó, la voz fría.

El cambio que se produjo en él fue impresionante. Gaia no sabía a qué se estaba refiriendo, ni siquiera si le estaba contando la verdad, pero estaba claro que solo algo muy doloroso podía amargar tanto a una persona.

—Lo siento —murmuró.

El rostro de Leon expresó cierta sorpresa y un punto de desdén.

—No tienes por qué —dijo—, me lo merecía.

Tras atravesar el arco, señaló a los dos guardias que custodiaban la puerta de madera.

—Llevadla a la celda Q —ordenó—. Está autorizada.

—Sí, capitán —contestaron ellos.

Cuando la puerta fue cerrada, Gaia sintió que el frío de los muros de piedra se abatía sobre ella y la arrastraba lejos del sol, lejos de Leon.