DE PEQUEÑA, GAIA se enseñó a sí misma a dormir con tanto cuidado que nunca se enredaba en su mosquitero, pero cuando la mañana pintaba el cielo de rosa y ya no importaba estarse quieta, a veces rodaba, medio dormida, hasta que la piel de su mejilla tocaba por sorpresa el fresco tejido de gasa. Entonces la mera posibilidad de la asfixia la despertaba por completo, entre jadeos, pensando «ah, es solo la mosquitero». Después solía recostarse en la almohada y estirar una mano perezosa hacia el vértice de la sutil tienda. El verano en que cumplió once años, sus padres le llevaron la cama al porche trasero para que disfrutara de un poco de brisa. Una mañana el carillón de viento estaba silencioso y la gran urna de agua, inmóvil en su cadena. El agua se había condensado en la superficie y las gotas que resbalaban hacia el fondo iban engordando hasta caer al vacío.
Gaia deslizó los pies descalzos sobre los gastados tablones del porche y abrió la mosquitero para ver cómo la suave luz del verano invadía el patio trasero. Miró el barril de lluvia en la esquina del porche y, más allá, cerca de la ladera, las cuerdas de tender y el gallinero.
Una gallina había puesto su primer huevo dos días antes, y Gaia tenía curiosidad por ver si había puesto otro. Subiéndose el camisón azul para no arrastrarlo por la hierba, se acercó a mirar sintiendo el frescor del rocío en los tobillos. Casi había llegado al gallinero cuando se fijó en que la puerta estaba con el pestillo descorrido y entornada.
Con un sentimiento de desazón, miró el interior. La gallina joven y otra ponedora más habían desaparecido, aunque las seis restantes estaban tan tranquilas. Al verla, cacarearon y empezaron a cruzarse en su camino, listas para alimentarse con los insectos que levantaba a su paso en la hierba sin cortar.
Gaia cruzó el patio como un ciclón y entró en casa gritando:
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Nos han robado dos gallinas!
Cruzó la cocina, cruzó el salón y atisbó por la cortina de la habitación de sus padres. Dos bultos se extendían entre las sábanas y la mano del padre se curvaba sobre el hombro de su mujer.
—¡Mamá! —repitió.
Bonnie, que dormía más cerca de la ventana, se apartó de su marido. A Gaia le pareció muy raro que siguiesen acostados con lo tarde que era. La madre, medio dormida, sacó los pies de la cama.
—Creo que nos han robado dos gallinas —dijo de nuevo en voz más baja.
Entonces su madre hizo algo muy peculiar: se tapó los ojos con un brazo, de forma que su cara desapareció bajo un codo y murmuró una sola palabra:
—Jasper.
En respuesta, su marido la besó en el hombro y se giró para levantarse.
—Hola, cielo —dijo a Gaia—. Vamos a dejar que tu madre duerma un poco más, ¿de acuerdo? Anoche se acostó tarde.
Ya estaba poniéndose la camisa, así que Gaia soltó la cortina y volvió al salón.
Se sentía confusa, como si acabase de presenciar algún tipo de lenguaje secreto entre sus padres, un lenguaje que la excluía. Su padre atravesó la cortina, totalmente vestido. Le sonrió y se frotó la mandíbula sin afeitar.
—Ponte los zapatos —le dijo bajito, y Gaia metió los pies en los mocasines.
Su padre la precedía, sus anchos hombros y su paso desenvuelto no transmitían la menor alarma; aquella tranquilidad aplacó su inquietud. Él inspeccionó el pestillo y abrió por completo la puerta del gallinero para que Gaia pudiese ver por debajo de su brazo el oscuro y vacío interior. Motas de polvo parpadeaban en un rayo de sol.
—Pues no están —dijo su padre—. ¿Seguro que cerraste anoche?
Gaia asintió:
—Entonces estaban todas. Estoy segurísima.
Jasper enarcó las cejas y sacó los labios, tras lo cual echó otro vistazo al pestillo.
—Bueno, pues el ladrón ha hecho poco ruido. ¿No has oído nada?
Gaia contestó que no. Mientras su padre recogía los huevos, ella miró hacia el porche, a la mosquitero que colgaba como un velo gris pálido del gancho superior. Entonces cayó en la cuenta de que un desconocido debía haber estado muy cerca de ella aquella noche; se arrimó a su padre.
—No te preocupes —le dijo él con voz cariñosa y serena. Acunando cinco huevos en uno de sus brazos, le echó el otro por encima de los hombros. Gaia lo agarró por la cintura—. Vamos a buscar arándanos para mamá, volveremos antes de que se despierte.
—¿Así? —preguntó Gaia tirando de su camisón.
Él sonrió al fijarse en su atuendo.
—Por supuesto, pero con sombrero y cubo. Yo los traigo. Nos vemos delante.
Cuando Gaia dio la vuelta a la casa, él ya salía por la puerta principal, sin los huevos y cargando con sus sombreros y un par de cubos de un litro. Su padre extendió la mano para apretar cariñosamente la suya y después empezó a silbar una tonadilla baja y complicada. Gaia sintió cierta timidez por ir en camisón al pasar delante de las casas, que ya empezaban a despertarse, pero cuando bajaban por el sendero de tierra hacia el inlago, le encantó la forma en que el ligero tejido azul flotaba en torno a sus rodillas. El ala de su sombrero creaba la familiar sombra sobre sus pestañas y podía oler el aroma de la hierba, de la madreselva, de la vara blanca y de las flores silvestres que crecían por doquier entre las rocas.
En cuanto pasaron la zona peñascosa, se encontraron de lleno entre los arándanos. Jasper le dio uno de los cubos. El primer arándano cayó al fondo con un ping metálico. Gaia se concentró en colocar el cubo debajo de cada rama mientras arrancaba arándanos a pares y a tríos.
—¿Quién habrá robado las gallinas? —preguntó—. ¿No podríamos hacer algo?
—¿El qué?
—No sé. ¿Buscarlas? —Le pareció absurdo en cuanto lo dijo.
Su padre se echó el sombrero hacia atrás para que le viera la cara. Sus cejas marrones dibujaban curvas gruesas y expresivas, la línea de su mentón era fuerte, con una sombra de barba que la delineaba desde el cuello. Su cutis, algo más oscuro que el de ella, era de un moreno cálido que se intensificaba aún más en los antebrazos, porque solía remangarse.
—Piensa un poco, Gaia —dijo con dulzura—. Quienquiera que se las haya llevado debía necesitarlas mucho más que nosotros.
Gaia se sorprendió.
—¿Quieres decir que no te importa que nos quiten cosas? —preguntó, volviendo a recoger arándanos.
—No, claro que me importa.
En los últimos tiempos, Gaia se formulaba preguntas sobre sus padres que nunca se había formulado. Unas semanas antes había ido a la fiesta de cumpleaños de su amiga Emily, a la que solo asistieron esta, Gaia y Kyle. Gaia lo había pasado de maravilla. Entonces, una tarde, descubrió que Emily había invitado también a Sasha y a otras dos chicas, y que ellas no habían querido ir porque iba Gaia. Su madre no le había dado la menor importancia.
—Sí, ya he oído hablar de esas arpías —dijo cuando se lo contó—, pero Emily es una buena amiga.
Y ahora su padre se quedaba tan tranquilo cuando les robaban. Que trataran mal a su hija y que les robaran las gallinas no les importaba, ¿pero por qué? Quizá, como su madre le dijo una vez, tenía que ver con el fondo de las personas.
Cuando miró de nuevo a su padre vio que él se había alejado y, más allá de él, el inlago se inclinaba abruptamente hacia abajo. Grupos de abedules y de álamos agitaban sus hojas ovales, pero la mayor parte de la vista estaba compuesta por hierba y flores silvestres.
—Papá —llamó—, ¿conoces a alguien que haya visto el inlago con agua?
Él la miró por debajo del ala de su sombrero y le hizo señas para que se acercara.
—No. Lleva tres siglos vacío. La parte sur la vaciaron con canalizaciones y los manantiales se secaron.
—¿Quiénes la vaciaron? ¿Qué les pasó a quienes la vaciaron? —Gaia se acercó y recogió unas cuantas bayas más.
—En realidad, no lo sé —contestó su padre. Siguió recogiendo arándanos con aire pensativo mientras decía—: Por ahí fuera hay más gente, en alguna parte, porque aún llega de vez en cuando algún trotamundos. En la última década unos diez, como Josh, aquel escritor del Sector Oriental Uno. Lo recuerdas, ¿no? Y un invierno llegó hasta un caballo, con silla y todo, pero murió poco después.
—¿En serio? ¿Y qué le pasó al jinete?
—No lo sé. Yo entonces era un adolescente. Buscamos largo tiempo por los páramos, pero no encontramos a nadie.
A Gaia le fascinaba las épocas pasadas.
—¿Cómo sería vivir… en el pasado?
Su padre sonrió.
—En la Edad Fría había satélites que pasaban señales eléctricas por todo el mundo, y coches y autopistas y todas esas cosas que vemos en las películas del Tvaltar, pero ya no queda nada. La energía se evaporó, como la magia.
—¿Pero qué pasó?
Su padre se apoyó una mano en la cadera y se inclinó hacia atrás.
—La Edad Fría terminó cuando se agotó el combustible, y ya no había posibilidad de adaptarse a otra cosa, supongo. Las cosechas se acabaron, hubo enfermedades, guerras. Es posible que no pudieran repartir la poca comida que les quedaba. Cuesta mucho alimentar a la gente, Gaia. Solemos olvidar eso. Aquí somos afortunados. El Enclave está gobernado por personas inteligentes, y nosotros no nos apañamos mal fuera del muro.
—¿Y si se nos acaba la comida?
Su padre le sonrió de nuevo.
—No se acabará. Criaremos otras dos gallinas.
—No, yo digo a todos.
Su padre se enjugó la frente y se encasquetó el sombrero.
—No creo que eso ocurra. Una vez el granizo nos arruinó la cosecha de trigo pero, incluso entonces, tuvimos un montón de micoproteína.
—Emily dice que la micoproteína es un hongo.
—Y tiene razón, en realidad. La descubrieron y la refinaron en la Edad Fría para tener un alimento que pudiera cultivarse incluso en la oscuridad, por si alguna catástrofe cubría el mundo de nubes. Ahora se cultiva en el Enclave, en esas grandes torres de fermentación que ves allí.
Gaia miró colina arriba, sobre el muro, a la derecha del obelisco y de las torres del Bastión hasta encontrar una fila de silos color naranja.
—O sea, que mientras nos llevemos bien con el Enclave, los de aquí fuera estaremos a salvo —dijo.
Su padre se inclinó y le tiró de la trenza.
—Tienes el día preocupón, ¿no?, y todo por un par de gallinas…
Como solía hacer de niña, entrecerró los ojos para comparar la altura del obelisco blanco con su pulgar estirado.
—¿Qué haces? —preguntó su padre.
Ella bajó la mano.
—Lo hago siempre. Mi pulgar tiene el mismo tamaño que el obelisco.
Él inclinó el ala de su sombrero.
—Vamos a casa, tú madre ya se habrá levantado.
La serpenteante senda que discurría entre peñascos y arbustos hasta el inlago era a veces bastante inclinada, y rara vez tenía suficiente anchura para dos personas. Gaia correteaba delante.
—¿Está bien mamá? —preguntó.
Su padre asintió.
—Está bien, pero ha pasado una mala noche.
—¿Ha ascendido a otro bebé?
—Así es.
—¿Ha habido siempre una cuota de bebés?
—No —contestó su padre. A Gaia le encantaba que contestara siempre a sus preguntas, por comprometidas que fueran—. Ocurrió de forma gradual, creo. Cuando tu madre y yo éramos pequeños llegaron a Wharfton unas cuantas familias nuevas que no estaban hechas a nuestras costumbres y eran bastante rudas. Siento decirlo, pero los padres bebían y descuidaban a sus hijos. La gente de Wharfton le pidió al Enclave que interviniera, y el Enclave se llevó a los niños que estaban en peores condiciones.
Le dio un gran arándano. Gaia lo sostuvo en la palma abierta mientras él hablaba, observando cómo el fruto azul se calentaba hasta adquirir un color más intenso, un púrpura brillante, en contacto con su piel.
—Eso está bien —comentó.
—Ayudó mucho —convino su padre—, pero después algunas personas, sobre todo las que tenían dificultades para alimentar a sus hijos, empezaron a preguntarse por qué no podían mandarlos también al Enclave. No les parecía justo que los padres irresponsables fueran recompensados, en cierto modo, por no atender a sus hijos.
A Gaia le pareció comprensible. Según los programas especiales del Tvaltar, las chicas del interior tenían de todo, como libros y trajes bonitos y amigos.
—¿Y entonces qué pasó?
—Pues que el Enclave descubrió que era preferible llevarse a niños muy pequeños. Se adaptaban mejor. Por eso se ofrecieron a encargarse de los niños de un año y compensaron a las familias. —El padre de Gaia se frotó los dedos, en el eterno gesto que significa dinero—. Al principio era voluntario, pero unos años antes del nacimiento de tu hermano mayor, Arthur, el Enclave empezó a pedir a los padres que les llevaran a sus hijos de doce meses cuatro veces al año, para seleccionarlos. Era una especie de competición: el Enclave escogía a los más fuertes, a los más sanos.
Arrugando la nariz, Gaia trepó a un peñasco cercano y dejó que sus piernas se columpiaran por el borde.
—¿Y a los padres no les importaba?
—A algunos sí, por supuesto, pero a otros les parecía una gran oportunidad. Ya sabes, Gaia, que, en cierto sentido, cada bebé pertenece a la comunidad que apoya a su madre, ya sea esta una mala madre con mal carácter, una madre amante con la mayor paciencia del mundo, o una madre ambiciosa que quiera encumbrar a su hijo.
—No sé —dijo Gaia—, a mí me parece como si la gente de Wharfton estuviera deseando vender sus hijos al Enclave.
Su padre agitó el cubo, mirando el contenido.
—Nosotros no lo veíamos así —dijo despacio—. Cuando Arthur y Odin fueron elegidos, era un deber y un honor ascender a un hijo. Sabíamos que nunca les faltaría de nada y, lo que es más, nos prometieron que nuestros hijos volverían a casa al cumplir trece años, si lo deseaban.
—Yo no sabía eso —dijo Gaia.
—Es lógico, porque ninguno de ellos ha vuelto. Todos prefirieron quedarse en el Enclave. Los niños ascendidos son realmente felices con sus familias adoptivas.
Gaia contempló el horizonte.
—Arthur y Odin también prefirieron quedarse, ¿no?
Su padre asintió.
—Después, quizá un par de años después de que tú nacieras, el Enclave regularizó las ascensiones, imponiendo una cuota sobre los primeros niños nacidos de cada mes. Era más justo, y así ha sido desde hace una década. Tengo que admitir que, en muchos sentidos, funciona mejor que entregar a los niños cuando tienen un año. La gente ya se ha acostumbrado, y además les compensan por los bebés. Eso ayuda al resto de la familia.
—Entonces, ¿a ti te pagaron por ascender a Arthur y a Odin?
—Así es.
Gaia miró fijamente a su padre.
—¿Los echas de menos?
Él esbozó una sonrisa triste.
—Todos los días; pero te tengo a ti.
—¿Y por qué no ha tenido mamá más hijos?
—En realidad, lo intentó, pero parece ser que tú eres la única afortunada.
Gaia arrancó un puñado de hierba y rompió las puntas.
—¿Por eso lo ha pasado mal esta noche? ¿Porque no le gusta traer niños al mundo cuando ella no puede tenerlos?
Su padre se quitó el sombrero y se pasó una mano por el cabello antes de contestar:
—No sé qué decirte, Gaia. Tu madre es una mujer muy fuerte, de eso estoy seguro, pero anoche ella y la Vieja Meg asistieron a Amanda, que tuvo gemelos.
—¡Gemelos! —exclamó Gaia.
—Gemelos, sí. Dos niños.
La sonrisa de Gaia se esfumó.
—¿Tuvo que ascender a los dos?
Su padre inhaló profundamente y después suspiró.
—Ahí está el quid. Amanda debía quedarse con uno y ascender el otro. La cuota de este mes es de dos, y tu madre ya había ascendido uno.
—¿Qué pasó?
Los labios de su padre se apretaron en una línea reflexiva.
—Esto es un secreto, ¿entiendes?
—No lo contaré jamás —prometió Gaia.
—De acuerdo, ni siquiera a tu madre, a no ser que ella saque la conversación. Y, en tal caso, no la agobies a preguntas.
—No, de verdad, lo prometo.
Con una mezcla de orgullo y curiosidad, Gaia aferró el cubo con ambas manos.
—Tu madre dejó que Amanda escogiera el niño que quería quedarse. Los dos eran pequeños, pero el primero en nacer pesaba un poco más y parecía más fuerte. El segundo era un alfeñique. Ya supondrás cuál de los dos prefirió ascender Amanda…
Gaia cerró los ojos para protegerse del sol y se imaginó dos recién nacidos envueltos en idénticas mantas grises. Con los ojos cerrados, esperaban pacíficamente la decisión. La única diferencia entre ellos era que uno era algo más grande y más gordo. Abrió los ojos.
—Amanda se quedó con el más pequeño —dijo.
Los labios de su padre esbozaron una sonrisa triste.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—Es que pensó… —Gaia luchó por encontrar las palabras—. Pensó que el grande se apañaría bien en el Enclave, y que el pequeño estaría mejor con ella, porque ella lo cuidaría con todo su cariño.
El padre de Gaia bajó la cabeza y se puso una mano sobre la cara para que su hija no pudiera verlo bien. Durante un momento se quedó así, inmóvil, hasta que Gaia pensó que había dicho algo malo.
—¿Papá?
Él apartó la mano; su sonrisa era aún más desolada que antes. Con el dedo pulgar, acarició con suavidad la cicatriz de la mejilla izquierda de su hija. A veces Gaia sentía que era aún más especial para él precisamente por ser fea, y aquello siempre la dejaba hecha un lío.
—Eres una niña muy sabia, Gaia Stone —le dijo con ternura—. Me preguntó qué será de ti cuando crezcas.
Gaia relajó el apretón sobre el cubo.
—¿Tú crees que el niño del Enclave sabrá alguna vez que tiene un gemelo?
El padre de Gaia se inclinó hacia atrás y se apoyó en una mano.
—Lo dudo. Sabrá que proviene del exterior, eso sí, pero nada más.
—¿Mamá le puso las marcas?
—Siempre lo hace con todos los niños que entrega.
Gaia bajó la mirada hacia su propio tobillo, donde se veían, difuminados, los cuatro lunares marrones.
—En honor de Arthur y Odin, ¿verdad?
—Eso es. Guardarás el secreto, ¿no?
Ella murmuró un sí. Ni siquiera se lo había dicho a Emily cuando vio en su tobillo la misma marca, y nunca se lo diría.
—¿Pensaste en ascenderme? —preguntó.
—Era una posibilidad.
—¿Hasta mi accidente?
—Sí.
Gaia se miró los lunares otra vez.
—Pero esos niños, al crecer, quizá comparen sus marcas y se pregunten por qué son todas iguales.
—Es probable.
—Entonces ¿para qué se las hace mamá?
Su padre volvió la cabeza de perfil, hacia la colina que subía hasta Wharfton.
—Hace que se sienta mejor, supongo. Por eso mismo encendemos las velas a la hora de cenar.
—¿Tengo yo alguna gemela en el Enclave?
Él se rio.
—No, lo siento; solo Arthur y Odin.
A Gaia le gustó haberle hecho reír.
—¿Saben ellos algo de mí?
—No lo creo, pero estoy seguro de que si te conocieran les encantarías, a pesar de lo preguntona que eres.
—De todas formas, sigo sin entender qué problema tuvo mamá anoche. Entregó al bebé más grande, ¿no?, cumplió la ley al ascender al segundo bebé nacido este mes, como debía.
Su padre extendió la mano para ayudarla a saltar del peñasco.
—Sí, pero la diferencia estriba en que dejó la elección en manos de Amanda, y ya sabes que tu madre suele seguir la ley al pie de la letra. El hecho de no cumplirla, aunque sea en algo mínimo, le hace dudar de todo lo demás. Venga, vamos a casa.
Gaia abrió camino de nuevo por el sendero, absorta en sus pensamientos. La halagaba que su padre creyese que era inteligente y capaz de guardar secretos. Estaba tejiendo el hilo de la conversación para formular una última e importante pregunta. Cuando llegaron al borde del inlago, se volvió hacia su padre:
—Lo de anoche… ¿le hizo preguntarse a mamá si estuvo bien entregar a Arthur y Odin? Aunque, claro, no pudo elegir.
Por primera vez en su vida, su padre le dio la espalda. Dio un paso hacia el horizonte y se quedó allí, en silencio.
Sus dedos retorcieron la costura de los pantalones y se aferraron a ella, como si de forma inconsciente quisieran hacer un agujero en la tela. Gaia deseó no haber hecho nunca aquella pregunta.
—Lo siento, papá —dijo en voz baja.
Cuando él se volvió para mirarla de nuevo, sus ojos tenían un brillo ceniciento.
—Siempre se puede elegir, Gaia. Siempre puedes decir que no. —Su voz era extrañamente hueca—. Podrán matarte por ello, pero tú puedes elegir.
Gaia no entendía su apasionamiento, la estaba asustando.
—¿Qué quieres decir? —susurró.
Él aspiró hondo, muy despacio, y pareció recordar de repente dónde estaba.
—Nada especial, Gaia, que hay cosas sobre las que, una vez hechas, no puedes hacerte preguntas, porque si te las haces eres incapaz de seguir adelante. Y tenemos que seguir, todos y cada uno de los días —dijo, y sonrió; ya se parecía más a su padre. Levantó el cubo para chocarlo con el de ella—. Tus hermanos están mejor en el Enclave. A veces los echamos de menos, pero entregarlos fue lo mejor.
Gaia lo miró con cautela, pero él le dio un tironcito del ala del sombrero y se puso a su lado.
—Venga —dijo, la voz tranquila y cálida—, esos ojazos verdes que tienes me están dando hambre.
—Papáaa —protestó Gaia, sonriendo por el absurdo piropo—, que no son verdes, que son castaños.
—Vale. Castaños. Me he confundido, te pido mil perdones.
Cuando llegaron a casa, su madre estaba friendo tortitas de micoproteína con pimienta. Gaia corrió a la escalera que conducía a su altillo para cambiarse mientras su padre lavaba los arándanos y hacía café. Con galletas, miel y arándanos sobre las tortitas de sus platos, fueron a comer al porche trasero. Gaia ató la cinta de su mosquitero para recogerla y los tres acercaron sus sillas a la baranda.
El carillón de viento emitía un suave tintineo. Gaia se fijó en la gallina que remoloneaba por debajo del tendedero. Parecía que hubieran pasado siglos desde que descubriera el robo, que, en comparación con otras pérdidas, no tenía la menor importancia.
—Mamá, ¿quién crees tú que nos habrá robado las gallinas? —preguntó por pasar el rato. Untó un trozo de tortita con miel y saboreó la dulzura especiada de pimienta.
—Alguien con hambre —contestó su madre.
Era prácticamente igual que el comentario de su padre. Bonnie parecía despreocupada y descansada, y Gaia cayó en la cuenta de que su padre la había sacado de casa a propósito, para que la madre pudiera estar un rato a solas. Normalmente, aquella idea hubiera herido sus sentimientos, pero ese día no. El asombro le trajo una nueva quietud, como si el mundo entero se hubiese detenido un momento. «Qué listos son mis padres», pensó, «qué bien se tratan el uno al otro».
Su madre la miró y le dedicó una sonrisa.
—¿No tienes hambre?
—Claro que sí —contestó Gaia.
Los ojos de su madre se volvieron más atentos.
—Tu padre te ha hablado de los gemelos Mercado, ¿a que sí?
Sorprendida, Gaia miró de reojo a su padre. Él asintió.
—Hiciste lo correcto —dijo Gaia.
Su madre tomó un sorbo de café y sostuvo la taza con ambas manos cerca de sus labios.
—Ya sabes —dijo— que no tienes por qué ser comadrona cuando crezcas. Por mí no hay ningún problema.
Pero Gaia miraba más allá de su madre, hacia el lugar en que la pesada urna de agua estaba suspendida. Las últimas gotas de la condensación se habían evaporado, dejando la superficie suave y fría. Una certeza serena se adueñó de Gaia, una certeza bella, azul y agradecida, como su propio lago invisible.
—Ya —contestó—, pero quiero serlo. Quiero ser como tú.
Así que empezó a prepararse.