LA CUESTIÓN DEL VESTIDO ROJO resultó, en principio, de lo más sencilla: su padre guardaba tinte rojo entre sus útiles de sastre. Lo puso a hervir en una olla con agua donde echó su falda marrón y una túnica blanca con capucha que el año anterior había llevado en la fiesta del solsticio de verano. Miró cómo se teñían. La falda estaba quedando granate oscuro y la túnica amenazaba con un rosa chillón. Removió todo con una cuchara de madera, sintiendo el vapor en la cara. Después se sentó y leyó otra vez la nota de su madre:

«Destrúyela. Destruye esto. Acude a WZMMR L.»

Era obvio que las letras mayúsculas contenían algún tipo de clave que su madre esperaba que entendiera. Levantó la cabeza para escuchar si había ruidos en el exterior de la silenciosa casita, pero solo se oía a lo lejos el martilleo rítmico del metal en la herrería y, en el patio trasero, los suaves gorjeos de un pájaro que saltaba entre la hierba y las plantas de su madre. El ruidito de la cadena que sostenía la urna de agua en el porche trasero le recordó que su padre ya no estaría allí para levantar el pesado recipiente cuando estuviese lleno. Nada era igual sin sus padres, por mucho que intentara hacer las cosas de la mejor manera posible.

Había tenido que quedarse sin ellos para darse cuenta de lo extraordinarios que eran. Construyeron su propia casa sin más ayuda que la de los vecinos de la calle Sally, pero su hogar siempre había sido distinto: el agua de beber algo más fresca, la comida algo más apetitosa, la ropa mejor cosida, mucho mejor. Su padre tenía buen ojo para combinar lo útil y lo bello, no solo al confeccionar trajes, sino en todo lo que hacía para la casa.

Las primeras hierbas que su madre plantó en el patio trasero se marchitaron con el fortísimo sol del verano, pero su padre diseñó emparrados para tamizar la luz y se inventó un sistema de riego por medio de cisternas de condensación y de tuberías que distribuyó por todo el patio. Cubrió el suelo de hierba cortada para reducir la evaporación y acabó con las malas hierbas. Recogían agua de lluvia y, si no llovía, utilizaban el agua de aclarar la ropa y del baño. No era un sistema perfecto. Un verano perdieron casi todas las plantas; pero, en general, el jardín floreció y siempre tenían hierbas aromáticas o medicinales para compartir con sus vecinos. Hasta trasplantaron un sauce a la parte trasera del patio, como casa de juguete para Gaia y como fuente de corteza para las tisanas de su madre.

Recordó la primera vez que recogió la hierba con ella, el verano en que tenía nueve años. Los saltamontes se escondían entre la hierba seca y volaban hasta su falda, que debía ceñirse alrededor de las piernas para que no se le metieran por debajo de la tela. Recordó que al volverse para mirar a su espalda, se quedó asombrada al ver lo pequeños que parecían desde tan lejos Wharfton y el Enclave: una aldea a los pies de una colina con un castillo que ella misma podría haber construido con piedras en la playa. Más allá del muro se veían las torres del Bastión y la mitad superior del gran obelisco, apenas más alto que su pulgar extendido.

—Gaia, no te separes de mí —le dijo su madre.

Al mirarla vio que estaba a punto de desaparecer por la senda que bajaba serpenteando hacia el inlago. Un saltamontes aterrizó en su mano, Gaia lo espantó y echó a correr. Donde el camino sorteaba grandes peñascos, sentía el frescor del suelo en los pies desnudos, pero en la mayor parte, que discurría a pleno sol, a Gaia le molestaba todo: la arena entre los dedos de los pies, los saltamontes que no paraban con su falda, el sudor detrás de las orejas. Cuando el inlago se hundía en una inmensa cuenca de grandes peñascos redondeados, llegó al fin junto a su madre. Allí era donde Gaia y Emily solían representar Rapunzel, turnándose los papeles de bruja y de princesa; pero poco después Sasha empezó a invitar solo a Emily, dando de lado a Gaia.

—Dichosos los ojos, soñadora —le dijo su madre—. Atiende: quiero que te fijes en los lugares en los que suele crecer. ¿Ves estas hojas anchas y suaves, casi afelpadas?

A Gaia todas las plantas le parecían plantas, no entendía muy bien cómo era posible distinguirlas. Se metió las manos en los bolsillos de su vestido y jugueteó con lo que contenían, golpeándolo contra sus piernas mientras se preguntaba si Emily estaría jugando otra vez con Sasha.

—Gaia, presta atención. Esto es importante —dijo secamente su madre.

Gaia no entendía qué había hecho mal. No entendía aquel tono antipático. Lo único que sabía era que Emily debería estar allí, con ella. Agachó la cabeza; una neblina tibia le llenó los ojos.

—Eh —dijo su madre en voz baja, extendiendo una mano. Gaia fue incapaz de moverse—. Es por esas niñas, ¿verdad?

—Echo de menos a Emily —murmuró.

—Siéntate aquí —dijo cariñosamente su madre—, a mi lado.

Después de examinar la zona para comprobar que no estuviera plagada de saltamontes, Gaia se sentó en el suelo sin dejar de apretar contra sus piernas la tela del vestido. Luego se enjugó los ojos.

—¿Sabes lo que pasa con los amigos? —preguntó su madre—, pues que vuelven. De Sasha no estoy tan segura, pero Emily aparecerá cualquier día de estos.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé. Tiene que ver con el fondo de las personas. Ahora, atiende.

Su madre volvió a empezar, con más paciencia. Entonces, como si viera algo totalmente distinto, Gaia inspeccionó las hojas y los tallos verde pálido. Su madre arrancó la planta con mucho cuidado y Gaia se fijó en la delicadeza de la raíz.

—¿Para qué sirve? —preguntó. Ya no sentía la menor tensión en la garganta. Olisqueó.

—Así se hace —alabó su madre—. Sirve para detener las hemorragias, y para que la tripa de la parturienta se contraiga de nuevo después del parto.

Gaia palpó las hojas suaves y afelpadas.

—¿Me ayudas a buscar más? —preguntó su madre.

Gaia asintió. Así de sencillo: solo por pedirle ayuda, su madre había conseguido que se sintiera mejor. Menos sola.

Ahora, años después, Gaia se inclinó hacia delante, abrazándose las rodillas. No podía haber una madre mejor que la suya. Nadie podía ser tan intuitivo, tan generoso, tan de verdad. Y su padre era la pareja perfecta para ella. Gaia agarró la barra de pan que Derek le había dado y la inspeccionó. Vio la señal de la corteza, la versión horneada de la muesca que le había visto hacer sobre la masa.

Entonces no le había preguntado qué significaba, pero en este momento sintió curiosidad. Alzó la vista hacia las dos velas amarillas de la repisa. Había conservado la tradición de encenderlas todas las noches a la hora de la cena, en honor de sus hermanos. Pensó en la hebra de hierba de bisonte que el tejedor ponía en todo lo que hacía, y en los ramilletes que el herrero siempre colgaba sobre su yunque. Por lo visto, todos los que tenían niños ascendidos los recordaban de alguna manera, con una señal o un ritual diario.

Sus hermanos fantasmas habían rondado siempre por la vida de Gaia, invisibles para todos salvo para sus padres. Quizá por su pérdida era su madre tan buena con su única hija. Quizá no le había importado que la arrestaran, si con ello conseguía ver a sus hijos ascendidos al Enclave. Pero no: sus padres se merecían ser libres.

La impaciencia la hizo levantarse. Había dejado las puertas abiertas para aprovechar la menor corriente de aire. Atisbó el exterior por la puerta delantera y la cerró con suavidad. Se levantó la falda, desató la bolsita de su madre y sacó la cinta marrón bordada con hilos de seda. Era bonita, algo que una chica podría llevar para sujetarse el pelo, y tenía longitud suficiente para dar varias vueltas a la cabeza y anudarla, de modo que las puntas cayeran por detrás, pero Gaia no se la puso. Trató de encontrar algún sentido al dibujo trazado con hilos de colores; sin embargo, aunque algunas figuras recordaban a números y letras, no pertenecían a ningún alfabeto que ella conociera. Releyó la nota y la comparó con la cinta, pero no encontró semejanza alguna.

En la calle se oyó la risa de unos niños y Gaia levantó la vista. Hubo un golpe de raqueta contra una pelota. Uno de ellos dijo algo con voz alegre y aguda, y aquel tono prolongado y melódico le trajo algo a la memoria:

—¡Ah! —jadeó.

Letras. El alfabeto. La canción del alfabeto. A su padre le encantaba cantar acompañándose con el banjo y, cuando Gaia era pequeña, se lo había pasado de maravilla enseñándole a cantar esa canción del alfabeto al revés, empezando por Z, Y, X. Además, había usado aquel código para dejarle algunas notas. Decidió aplicar el mismo sistema a la nota de su madre. La miró de nuevo y empezó a descifrarla, cambiando cada letra por la que correspondía empezando por la Z. Por ejemplo, W era D, y así sucesivamente.

«Destrúyela. Destruye esto. Acude a DANI O.»

Gaia se desanimaba cada vez más: aquello no tenía sentido. La letra era de su madre, pero el código era de su padre. ¿La habían escrito juntos o era que su madre se acordaba del truco?

El mensaje en sí decía lo mismo que le había dicho la Vieja Meg: que fuese a ver a su abuela, Dani Orión, pero su abuela llevaba muerta más de diez años. Gaia apenas la recordaba y sus padres rara vez hablaban de ella. Era como si en su muerte hubiese habido algo trágico o vergonzoso y, al pensar en ello, advirtió que ni siquiera sabía cómo había muerto. No recordaba ningún funeral. ¿Sería posible que siguiera viva? Supuso que, de ser así, rondaría los sesenta y pico años. Desde luego sería vieja, pero no era inconcebible vivir tanto. Es decir, su madre también le pedía que fuese al Bosque Muerto. Gaia toqueteó una y otra vez el trozo de pergamino, lo volvió una y mil veces en su mano hasta que estuvo tibio y, por último, se acercó a la chimenea y lo arrojó al fuego, donde ardió un segundo antes de convertirse en cenizas. Para obedecer a su madre, debía destruir también la cinta. Miró de cerca los hilos de seda, esperando que se tradujeran por sí solos en un mensaje comprensible, pero el dibujo resultaba indescifrable.

Al palparla en toda su longitud, de aproximadamente un metro, encontró la costura de un segmento añadido para alargarla; los hilos del trozo más nuevo tenían colores más vivos. «Es un trabajo demasiado cuidadoso para mamá», pensó Gaia. Fuera cual fuese el significado, no se veía con fuerzas para destruirla; esperaba que su madre la perdonara. La envolvió con suavidad alrededor de su pulgar, haciendo un pequeño aro que cabía en una mano. Luego suspiró, la devolvió a su bolsa y se ató esta a la pierna. Tras ello removió la ropa con la cuchara de madera; incluso esta se había teñido de rojo. La falda marrón estaba granate, pero la camisa seguía empecinada en el rosa fosforito.

—¡Pues ya está bien! —masculló. Sacó la falda y la echó a un cuenco. Cuando estuvo fría, la escurrió y la colgó en el tendedero del patio de atrás, a poca altura, para que nadie la viera por encima de la tapia. Añadió lo que quedaba de tinte a la olla y vio con satisfacción que la recalcitrante blusa se volvía por fin rojo sangre. «Si Derek quiere rojo, tendrá rojo», pensó. Esa orden al menos podía cumplirla.