—¿POR QUÉ HAN HECHO ESO? —preguntó. Ya conocía la crueldad del Enclave, los latigazos, las ejecuciones… pero el pájaro era inofensivo. El horror de aquel acto, su aparente inutilidad la dejó helada. Cuando el hermano Iris se volvió con calma para clavarle los ojos, Gaia retrocedió—. Le has ordenado a un guardia que dispare desde el muro, ¿y si les hubiera dado a ellos?

El hermano Iris se subió las gafas de sol para colocarlas sobre su cabeza gris. Tenía las pupilas preternaturalmente dilatadas, tanto que sus iris se habían reducido a estrechísimos aros azul pálido.

—Quería asegurarme de que ibas a cooperar —contestó.

—¿Y si no qué? ¿Me vas a matar?

—A ti no; quizá al bebé de Emily, o a Sephie Frank. Te cae bien, ¿no? Y ¿qué me dices de Leon? —Su voz era engañosamente natural.

—No puedes hacer algo así.

—¿Y tú madre? —añadió él.

Gaia agitó la cabeza con rigidez, soportando a duras penas las amenazas, cada vez más dolorosas.

—Ni siquiera creo que siga viva —dijo, y la dura verdad la golpeó una vez más—; mientes para amedrentarme.

El hombre miró de nuevo hacia el escritorio.

—No eres tan tonta como pareces —masculló, y tocó la pantalla con un dedo.

Una nueva imagen cobró vida. Sin querer, Gaia se acercó para verla mejor. Tres mujeres dormían en un espacio semicircular rodeado por muros de piedra, sobre camastros cubiertos con mantas grises. La imagen estaba tan falta de color y de movimiento que parecía una foto en blanco y negro; no obstante, un viento silencioso agitaba un visillo. Gaia trató de distinguir las caras, de hallar alguna pista del lugar donde se encontraban. Vio que una cadena salía de una de las camas. ¿Estarían las mujeres encadenadas?

—Aquí no se distingue —dijo el hombre—, pero la del medio es tu madre.

—¿Dónde están? —preguntó Gaia, mirando con más atención y deseando que la mujer se girara para verle el rostro y asegurarse. El hombre tocó la pantalla, que se ennegreció. Gaia parpadeó y retrocedió unos pasos, hasta que sus piernas chocaron contra el asiento de una silla.

—Quizá —dijo lentamente el hermano Iris, colocándose de nuevo las gafas sobre la nariz— si cooperas, podría arreglarte un encuentro con ella.

—¿De verdad?

—Por supuesto.

Gaia apretó las manos hasta convertirlas en puños y, de forma inconsciente, empezó a retorcer las muñecas para librarse de las ligaduras. Aunque aquel hombre parecía débil, Gaia comprendió que tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de todas las personas que aparecían en aquella pantalla. Y, a la inversa, Leon le había dicho que el Enclave recompensaba la lealtad.

Las opciones estaban claras: si cooperaba vería a su madre; si se negaba se jugaba la vida. De pronto se le revolvió el estómago.

—Siéntate, por favor —dijo el hermano Iris.

Gaia se sentó con cautela en el borde de la silla tapizada con la que había tropezado y palpó para equilibrarse el satén situado a su espalda. Si por lo menos pudiera saber qué hubieran querido sus padres que hiciera… Su padre había muerto intentando escapar, luego debía creer que cualquier cosa era mejor que cooperar con el Enclave, incluso la muerte; pero su madre seguía viva. ¿Habría descubierto el modo de resistirse y seguir viviendo? Gaia no soportaba la idea de hacer algo que la perjudicara aún más.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó en voz baja.

Por primera vez los labios del hermano Iris esbozaron una mínima sonrisa.

—Bien —dijo—, veo que eres razonable. No tenemos ninguna queja de tu trabajo para el Enclave, salvo esa ridícula aberración de la madre colgada…

Gaia se puso roja como un tomate.

—Sí —improvisó—, y lo siento. Entonces no conocía la ley.

Él se encogió de hombros.

—Tu formación se ha dejado al azar, esencialmente. Sin duda te han imbuido un sentido ético erróneo que te hace pensar que la vida de un bebé es más importante que la obediencia a las leyes del Enclave; pero nuestras leyes obedecen a un bien superior y todos debemos acatarlas.

Gaia agachó la cabeza, con la esperanza de parecer suficientemente arrepentida. Aquel hombre parecía convencido de lo que decía, y eso lo hacía aún más peligroso. El hermano se recolocó las gafas y tocó la pantalla de nuevo.

—Necesito que me digas todo lo que sepas sobre la cinta de tu madre.

Gaia se puso rígida y recordó la advertencia de Leon.

—No puedo decirte gran cosa. Creo que es un código. A mí solo me dijeron que la guardara —dijo, evitando mencionar que su madre le había ordenado destruirla.

—¿Quién te lo dijo? ¿Tu madre?

Gaia negó con la cabeza. Por suerte, la Vieja Meg había desaparecido hacía mucho y estaba a salvo en el Bosque Muerto. Si no, también la habrían apresado. Dudó un segundo mientras recordaba la dureza con la que el hermano Iris había ordenado que mataran al pájaro.

—La Vieja Meg —contestó—, una amiga de mi madre. Ella fue quien me dio la cinta, la misma noche del arresto de mis padres.

El hermano Iris frunció el ceño; por lo visto no sabía lo de la Vieja Meg. Aquello hizo renacer las esperanzas de Gaia: quizá pensara que podía serles útil.

—¿Dónde está la Vieja Meg?

Gaia evitó su mirada y contempló los ventanales de su derecha, por donde se vislumbraba la parte superior del obelisco, inmersa en la niebla. Se agitó, incómoda, en la silla.

—¡Contesta! —exigió él con rudeza.

Gaia pegó un respingo; el canario soltó un gorjeo.

—Se marchó. Me dijo que se iba de Wharfton.

—Nadie se va de Wharfton. ¿Adónde se marchó?

Gaia tragó saliva.

—A los páramos, al Bosque Muerto.

El hermano Iris alzó las cejas, con expresión burlona.

—¿Qué pasa? —preguntó Gaia.

—El Bosque Muerto no existe, salvo en los cuentos de hadas.

Gaia no entendía nada.

—Pero…

Él meneaba la cabeza y sus ojos expresaban cierta amabilidad tras las lentes oscuras.

—Tiendo a olvidarme de que sigues siendo una niña, y del exterior —dijo, tras lo cual hizo una pausa y se frotó la frente—. Esto nos va a llevar más tiempo del que pensaba.

Se inclinó sobre la pantalla y pulsó un botón.

—Necesito una habitación para ella —dijo en voz baja—. No, en el tercer piso. Que se duche y se cambie de ropa. Huele un poco.

Gaia enrojeció, pero trató de resistirse a aquella primera reacción de vergüenza. Ella no tenía la culpa de que en la cárcel no las dejaran asearse como era debido. El hombre la observaba.

—¿Tienes sed? —preguntó.

Gaia dijo que sí. Sed y hambre: aquella mañana no había desayunado. El hombre se acercó a una mesita donde había una tetera y llenó de té una taza. La fragancia de la infusión llegó hasta Gaia, que se preguntó cómo iba a beber con las manos atadas a la espalda; pero en vez de ofrecerle la taza, el hombre se la llevó a sus propios labios.

—Háblame de la cinta —dijo después de tomar un sorbo.

La sed de Gaia, notable antes del episodio, se intensificó. Miró con envidia la taza que el hermano Iris sostenía en las manos.

—Te he dicho todo lo que sé.

—Te has comprometido a cooperar —le recordó.

—Ya —dijo Gaia, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Pregúntame lo que quieras.

—¿Llevaba tu madre la cinta cuando asistía a un parto?

—No.

—¿Te la enseñó alguna vez antes de la noche en que la Vieja Meg te la dio?

—No. Yo no sabía nada de esa cinta.

—¿Has visto alguna vez algo escrito por tu madre en un alfabeto extraño?

A Gaia le dio un vuelco el corazón. Se lamió los labios.

—No.

—Mientes.

—No —repitió—. A quien le gustaba hacer juegos de palabras, normalmente añadiéndoles música, era a mi padre.

El hermano Iris volvió a levantar las cejas.

—Entonces, ¿es posible que bordase él la cinta?

Gaia le miró, la idea la intrigaba.

—Puede ser —dijo—. Al fin y al cabo era sastre. Él hacía toda nuestra ropa.

En ese momento cayó en la cuenta de que su madre podía haberle hablado de los bebés, y de que su padre podía haber registrado la información en la cinta bordada.

El hermano Iris se apoyó en la mesa con expresión relajada.

—Es una pena —dijo secamente. Por lo visto había llegado a la misma conclusión que ella.

Gaia entrecerró los ojos.

—¿Qué es una pena? ¿Haberlo matado? ¿Y por qué? Era el hombre más bueno del mundo.

—Mató a dos guardias.

—¿Cuándo intentaba escaparse? No me lo creo.

—Cuando intentaba llegar hasta tu madre.

El dolor del corazón de Gaia se recrudeció; durante un momento se imaginó a su padre luchando contra ellos… para ver a su madre. Aquello tenía más sentido. Aquel era su padre. Miró con resentimiento al hombrecillo canoso. El canario volvió a soltar un gorjeo y se puso a cantar.

Tras dejar la taza, el hermano Iris se acercó a un armario, abrió un cajón y sacó un frasquito. Luego se puso junto a los ventanales y lo sostuvo al trasluz. Gaia jadeó al reconocer su frasco de tinta.

—Voy a contarte algo sobre esta tinta. Es de color ocre y contiene una mezcla de arcilla, alcohol y antibiótico —dijo inclinándolo a izquierda y derecha frente a la luz mientras observaba el color opaco y marrón—. Bastante primitiva, pero funciona. Sin embargo, lo que se sale de lo normal es la adicción de antibiótico, sobre todo porque los antibióticos son ilegales en el exterior del muro. ¿Hizo tu madre esta tinta?

Gaia pensó a toda prisa. Aquel hombre debía de saber lo mismo al menos que Leon antes de hablar con ella en el jardín. ¿Le habría contado Leon lo de la marca del tobillo? Si era así, el hermano Iris la estaba poniendo a prueba, una prueba que tenía que superar. Por otra parte, si Leon había guardado el secreto, ella se lo estaría revelando sin necesidad al enemigo.

—¿Gaia? —insistió el hombre, que se le acercó destapando el frasquito de tinta—. No me hagas perder el tiempo —añadió con tono ominoso. Luego metió la punta del dedo meñique en la tinta y lo sostuvo frente a los ojos de Gaia.

—Es para los lunares —respondió esta.

Él esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Ya vamos avanzando —dijo—; cuéntame.

Gaia le explicó que su madre acostumbraba a dar té a las parturientas y a marcar el tobillo de los recién nacidos con cuatro lunares. Durante la explicación lo estuvo mirando atentamente, pero no pudo distinguir si el hombre estaba familiarizado con la información o no. Con eso sí que se acababa todo lo que Gaia podía contarle. Si querían saber algo más, ella no podría ayudarles y… ¿entonces qué? La matarían, pero era muy probable que primero la torturaran o que hicieran daño a la gente que quería.

Cuando acabó de hablar, la habitación se quedó en completo silencio. Solo se oía el débil zumbido de la pantalla del escritorio y un martilleo sordo procedente de la plaza.

—¿Puedo ver ya a mi madre? —preguntó.

El hermano Iris soltó una risa sarcástica.

—¿A qué vienen tantas prisas? Acabamos de empezar.

Tapó el frasco de tinta y lo guardó con rudeza en el cajón. Luego sacó una hoja de papel y un lápiz y los dejó en la mesita que había junto a Gaia. Miró sus brazos y frunció el ceño. Pulsó otro botón de la mesa.

—Que venga un guardia —ordenó.

La inquietud de Gaia, sentada rígidamente en la silla, crecía por momentos. El hermano Iris tomó la taza y se acercó a uno de los ventanales para mirar al exterior. Algo en su estudiada despreocupación le produjo a Gaia un escalofrío, y cuando observó sus hombros estrechos y encorvados y sus pequeñas y remilgadas gafas de sol sintió una aversión que nunca antes había sentido. El odio que le producía la amedrentaba aún más, hasta el punto de hacer que sus helados dedos temblaran.

Recordó las palabras de Myrna y trató de aferrarse a ellas: sobrevivir. Ese debía ser su principal objetivo. Hasta el momento lo había logrado, pero a costa de revelar los secretos de sus padres. ¿Qué pensaría su madre de eso?

Oyó la llamada en la puerta. El hermano Iris le ordenó al guardia que la desatara. Cuando estuvo libre, tuvo que frotarse las manos para aliviar en lo posible el dolor y los pinchazos que le subían hasta los hombros.

—La habitación está preparada, hermano —dijo el guardia.

Gaia dio un respingo al oír la voz. Al girarse un poco vio al sargento Bartlett, con su pelo rubio cuidadosamente peinado y la expresión neutra. Desvió la mirada de inmediato para que el hermano Iris no notara que lo conocía. Quizá, solo quizá, Leon había arreglado las cosas para que su amigo estuviera por allí, pero no estaba probado que el sargento Bartlett tuviera intención de ayudarla.

—Bien —contestó el hermano Iris—, quédate en la puerta.

Entonces el hermano Iris volcó en Gaia toda su atención.

—Quiero que dibujes la marca de los lunares —dijo tendiéndole el lápiz.

Gaia disimuló la sorpresa que sentía. Hubiera sido más rápido enseñarle la que ella misma tenía en el tobillo, pero por lo visto el hermano lo ignoraba, y aquello quería decir que Leon no se lo había contado. Gaia se obligó a apretar el lápiz con sus dedos fríos y entumecidos. Consciente de que el sargento situado a su espalda la observaba también, trazó cuidadosamente el familiar dibujo.

—¿Esto? —preguntó, sorprendido, el hermano Iris al recoger el papel—. Algo sencillo —añadió en otro tono, como si el asunto cobrara un nuevo sentido—. ¿Qué significa?

Gaia se encogió de hombros.

—No lo sé, parece la mitad de un cuadrado.

Por suerte el hermano Iris seguía mirando al papel, porque sino se hubiera dado cuenta de que Gaia mentía. Sabía que la referencia a la constelación de Orión estaba relacionada con el apellido de soltera de su madre, pero si aquel hombre no reconocía el dibujo no sería ella quien se lo aclarara.

—Así que todos los bebés que tu madre ha ascendido al Enclave, todos los del Sector Occidental Tres, tienen esta marca. ¿Es así?

—Sí. A veces asistía a partos de otros sectores, pero la mayoría eran del sector tres.

—Pero esos bebés estarán también registrados en la cinta.

—Supongo. No lo sé.

Cooperar con aquel hombre la hacía sentirse profundamente incómoda. Para ser sincera, al menos sincera en parte, nunca se había sentido tan molesta consigo misma. Su mirada vagó con nostalgia hacia los ventanales. La niebla había desaparecido y el sol se reflejaba en la piedra blanca del obelisco.

—¿Por qué crees que la cinta es un registro de bebés?

—Ven, mira esto —dijo el hermano Iris.

Gaia se acercó al escritorio. En la pantalla había una imagen aumentada de la cinta, que casi tenía la anchura de una mano. El dibujo de los hilos se veía a la perfección.

Gaia apretó con fuerza el lápiz, deseando que aquel bordado se transformara por sí solo en algo comprensible, pero los símbolos se asemejaban mucho más a simples garabatos que a letras. Al percibir que el hermano Iris observaba su cara atentamente, trató de concentrarse, pero solo consiguió ponerse más nerviosa.

A su lado, el hombre suspiró.

—Lo siento —murmuró Gaia—, no sé lo que es.

—No hay duda de que lo acabaremos descifrando. Ya sabemos que se trata de un registro de nacimientos. —El hermano Iris señaló un grupo de símbolos—. Estos son números; se repiten con ciertas variaciones. —Señaló otro grupo y después otro más, pero Gaia no veía relación por ninguna parte—. Los otros símbolos son los nombres de los padres. Al compararlos con el registro de fechas de nacimientos de la Guardería, podremos conocer a los padres biológicos de nuestros niños del exterior, al menos los del Sector Occidental Tres. Parece ser que tu madre es la única comadrona que llevaba un registro.

—¿Has interrogado a las otras?

—Por supuesto.

Gaia se preguntó si su madre había estado al tanto de esas investigaciones y si por eso habría dado la cinta a la Vieja Meg pocas semanas antes de ser arrestada. Frunció el ceño, y el hermano Iris ladeó la cabeza, observándola.

—¿Quieres preguntarme algo más? —le dijo secamente.

—¿Por qué no les han seguido antes la pista a los padres biológicos? —preguntó Gaia. Hubiera sido lo lógico.

Él levantó una ceja y se inclinó un poco hacia atrás.

—Debiéramos haberlo hecho, desde luego, pero existía un concepto erróneo de igualdad y equidad: todos los bebés procedentes del exterior debían ser iguales, así que no había por qué saber nada de sus progenitores. Eran miembros de pleno derecho de las familias del Enclave, con todos los derechos de sangre, sin lazos con el exterior. Este era el principio desde hace décadas, cuando el Enclave rescató por primera vez del exterior a niños maltratados por sus padres. Además, se suponía que el anonimato incrementaba el sentido de responsabilidad: había una obligación común de criar a todos los niños, de crear un Enclave mejor para todos. Era absurdo, por supuesto. Debido a su naturaleza individualista, la crianza de los hijos no funciona a gran escala. Aun así, hasta la familia del Protector creyó en el anonimato durante un tiempo.

Gaia pensó en Leon, adoptado por el Protector y su primera esposa. Nadie conocía a sus padres biológicos.

—También había razones prácticas —prosiguió el hermano Iris—. Algunos padres del exterior, cortos de miras, se oponían a que sus hijos fuesen ascendidos. Querían controlar las adopciones y reclamar después a sus hijos. En una ocasión, un abuelo traspasó el muro para llevarse a un niño de dos años, creyendo que era su nieto. Como los padres del Enclave querían asegurarse de que eso no volviera a pasar, debimos prometerles que no habría registros que relacionaran a los niños con sus padres biológicos.

El hermano Iris se volvió hacia Gaia y la observó con expresión sombría.

—El mensaje cifrado de tu madre, o más bien de tu padre, tiene una importancia crucial en este momento.

Gaia no pudo disimular su confusión ni su frustración.

—Pues sigo sin entender por qué —dijo—. ¿De qué sirve ya saber quiénes eran sus padres? Si son los genes lo que les preocupan, ¿por qué no hacen pruebas de ADN a todo el mundo y ya está?

Él la miró con curiosidad; después recorrió con un dedo el borde de la pantalla, frunciendo el ceño en actitud pensativa.

—Tienes una curiosa mezcla de ignorancia y conocimiento —dijo con un tono extraño—. ¿Sabes qué es exactamente el ADN?

Gaia dudó mientras trataba de recordar lo que le habían enseñado sus padres en las tardes que pasaban en el inlago.

—Sé que es el código genético de una persona, y que el código de cada persona es único, como una huella dactilar.

—En principio, es cierto. Hemos hecho la prueba a muchas familias del Enclave, a las que nos preocupaban. Ahora estamos relacionando ciertos problemas médicos con algunos genes específicos. Algunos de los menos importantes, como la hemofilia, los conocemos desde hace tiempo; otros, como la infertilidad, son más complejos.

—¿Y por qué no hacen pruebas también a los de fuera del muro? Entonces podrían encontrar a los parientes, ¿no?

Él negó con la cabeza.

—Eso sería como echar más paja al pajar donde buscamos una aguja. El ADN a secas, sin el parentesco concreto, es menos útil cuando se quiere identificar un gen específico y significativo. Pero esto no viene al caso. Lo que necesitamos de ti es que identifiques a los padres biológicos de los bebés ascendidos del Sector Occidental Tres. Ese es nuestro objetivo prioritario. La cinta es clave para obtener esa información.

—Pero… —Gaia seguía sin entenderlo.

—Confía en mí —dijo el hermano irónicamente, subiéndose las gafas—. Haz tu parte: descifra el código —añadió. Luego pulsó un botón y un rollo de papel empezó a salir por una ranura lateral del escritorio; al primero le siguió otro. El hermano Iris los recogió y se los entregó—. Esta es la ampliación de la mitad izquierda de la cinta. Si crees que necesitas más, dímelo.

Gaia miró la cinta impresa; cada hilo de seda se veía con claridad, pero el significado seguía siendo igual de críptico. El hermano Iris le hizo una seña al sargento Bartlett, que dio un paso al frente.

—Supongo que también se lo pediría a mi madre —dijo Gaia—, ¿por qué cree que yo podré descifrarlo cuando ella no pudo?

La sonrisa del hombre no incluyó a sus ojos.

—Porque tú eres más inteligente —respondió. Luego se quitó las gafas y limpió los cristales con un pañuelo. Cuando levantó la mirada, sus inquietantes ojos de pupilas dilatadas la traspasaron—. Tienes veinticuatro horas para demostrarnos que estás dispuesta a colaborar. Esto no es ningún juego.