CAMINARON DEL BRAZO por las calles mojadas, acercándose poco a poco al muro. Al cruzarse con un grupo de soldados, Gaia estuvo en un tris de pararse, pero Leon tiró suavemente de ella, sin mirarlos siquiera y, aunque Gaia esperaba ser detenida de un momento a otro, los guardias solo les echaron un vistazo. La joven exhaló aliviada en cuanto doblaron la siguiente esquina.
—¿Ves? —dijo Leon.
El cielo se había oscurecido al caer la noche, pero una luminosidad espectral flotaba sobre ellos, como si un exceso de luz blanca se reflejara en las nubes bajas.
—Deben de haber iluminado el muro —explicó Leon—, así que las cámaras de vigilancia no se perderán ni una.
—¿Nos sigue alguna cámara en este momento?
—Hay cámaras en la mayoría de las farolas. Es probable que ya nos hayan filmado una docena de veces.
—Entonces ¿les estamos engañando?
—No lo sé. Igual están esperando para atraparnos junto al muro.
Bajaron por otra calle y cruzaron hacia un callejón tan estrecho que los toldos de las tiendas cubrían las aceras. Además, goteaban, y Gaia tenía que agachar la cabeza cada vez que pasaban por debajo de uno.
—¿Qué tal va el regalo? —preguntó.
—Bien.
Al pasar junto a otro grupo de guardias, en apariencia tan despreocupado como el anterior, Gaia empezó a albergar cierta esperanza. Sin embargo, al adentrarse en otra calle, oyó pisadas a sus espaldas.
—¿Nos siguen?
—No mires atrás —advirtió Leon.
Siguieron andando hasta llegar a la avenida que descendía en curva hacia la puerta sur. Las fachadas blancas de las tiendas que bordeaban la calle estaban surcadas de gris a causa de la lluvia, las farolas arrojaban senderos de luz sobre el empedrado. El olor de la lluvia se mezclaba con el aroma de un estofado al curry procedente de alguna casa; ese aroma recordó burlonamente a Gaia que el mundo seguía en marcha y que la gente preparaba la cena, mientras que aquel paseo suyo podía ser el último. Dio una zancada para salvar un charco. Había guardias en el parapeto del muro y delante de la puerta, pero las grandes hojas de esta estaban abiertas de par en par. Incluso, a través del arco, se oteaba Wharfton, una fila de casas grises y anodinas, mojadas y encogidas frente a la noche. Allí fuera había movimiento, había gente.
—Es una trampa —susurró Gaia—, nos están esperando.
—Mantén la calma —dijo Leon.
Poco después dos hombres de blanco que salían de un portal cercano miraron con curiosidad en su dirección y se detuvieron. Uno de ellos levantó la mano y saludó.
—¡Eh! ¡Grey! Pensaba que no irías a la fiesta, como últimamente llevas una vida tan recluida…
—¡Vámonos! —farfulló Gaia.
Pero Leon se soltó con delicadeza de su brazo y extendió la mano para estrechar la de ambos.
—Nos apetecía contemplar los fuegos artificiales desde el muro. Me alegro de verte.
—¿Habrá fuegos a pesar de la lluvia?
—Eso creo —contestó Leon—, al menos ese era el plan.
Los hombres miraban a Gaia intrigados. Ella mantenía la cara vuelta hacia su acompañante, para que no le vieran el lado izquierdo.
—¿No te acuerdas de mi amiga Lucy Blair? —mintió Leon educadamente—. De la clase de tiro al arco. Te presento a Mort Phillips y a Zack Bittman.
Los dos parecieron sorprendidos, pero le estrecharon la mano.
—¡Claro! —dijo el primero.
—Encantada —respondió tímidamente Gaia.
—¿Seguro que dejarán subir al muro? —preguntó Mort—. Da la impresión de que están muy ocupados con algo. ¿No has oído nada de unos fugitivos?
—No —contestó Leon—. Bueno, hasta luego. Nos veremos en la fiesta.
—Estupendo —dijo Mort—, pero intenta estar de vuelta para la tarta. La sirven a medianoche.
—No me la perdería por nada del mundo —respondió Leon con voz guasona.
Los hombres se rieron y echaron a andar avenida arriba. Leon ofreció de nuevo su brazo y Gaia lo enlazó.
—¿Es que conoces a todo el mundo? —susurró esta.
Leon le dedicó una sonrisa.
—Sí.
«Es mucho mejor actor de lo que yo seré jamás», pensó Gaia. Los guardias que iban detrás se habían parado durante la conversación de Leon con sus amigos, y en ese momento cuchicheaban. Los del muro estaban pendientes de su jefe, un hombre canoso y alto, de prominente nuez de Adán.
—¿Hasta Lanchester? —preguntó Gaia.
—¿Qué?
—Conozco al que está al mando, es el sargento Lanchester.
Ya estaban cerca de la puerta, lo suficiente como para intentar cruzarla a todo correr. Gaia pensó que el corazón se le iba a salir por la boca. Los guardias habían dejado atrás la indecisión y alzaban sus fusiles. Los de lo alto del muro ya habían amartillado los suyos y apuntaban en su dirección.
—¿Confías en mí? —preguntó Leon.
—Sí.
—Entonces toma esto —dijo, y le dio la bolsa de regalo. A continuación le agarró el brazo izquierdo y se lo dobló a la espalda, atrayéndola hacia él; con la otra mano le puso el puñal debajo de la barbilla. Gaia soltó un chillido y forcejeó de forma instintiva mientras sujetaba desesperadamente a su hermana.
—¡Si no consigo salir, la mato! —gritó Leon.
—¡Suéltala! —gritó a su vez el sargento Lanchester.
Los soldados se acercaban a la puerta para bloquear la salida, sin dejar de apuntarlos. Cerraron una de las enormes hojas.
—¡Paso, paso! —dijo Leon. Tiró del brazo de Gaia, que profirió otro chillido de dolor.
—¡Para! —suplicó ella—. ¡Oh, por favor! ¡Para! —Y entonces guardó silencio, porque el filo del arma presionaba su garganta.
—¡Fuera! —repitió Leon acercándose a la puerta.
—¡Atrás! —ordenó el sargento Lanchester a sus hombres—. ¡No quiero ni un solo tiro! ¡Podríamos darle a la chica! Gaia, ¿eres tú?
Gaia tenía demasiado miedo para contestar. Medio empujándola, medio llevándola en volandas, Leon seguía avanzando. La aterraba dejar caer a Maya. Estaba segura de que la bolsa se estaba rompiendo. El nuevo tirón de Leon la hizo jadear cuando el dolor le subió hasta el hombro. El sargento Lanchester estaba cada vez más cerca y apuntaba con la pistola a la cabeza de Leon. Este mantenía a Gaia por delante, a modo de escudo, y seguía aproximándose a la salida.
—Suéltala —dijo el sargento con voz deliberadamente tranquila—. Ella no te ha hecho nada. Si la dejas ir, hablaremos de esto.
—No te acerques —replicó Leon—, baja la pistola.
Pero el sargento no hizo ni lo uno ni lo otro. Gaia solo veía la negrura del cañón.
—¡No dispares! —rogó. Sintió lágrimas en los ojos. Ignoraba si sería capaz de seguir soportando el dolor del hombro. Cada vez agarraba a su hermana con menos fuerza y Leon no se detenía.
—Por favor, Leon —susurró—, me haces daño… —jadeó de nuevo al sufrir otro tirón agónico. Cerró los ojos, la cabeza le daba vueltas.
—¡Suéltala! —repitió Lanchester.
Al sentir que el agarrón de Leon se suavizaba un poco, abrió de nuevo los ojos y se quedó atónita: estaban bajo el arco, prácticamente cruzando la puerta. ¡Prácticamente libres! Leon la sostenía contra él, la mejilla junto a su oído, el puñal en su garganta, pero durante un momento imposiblemente largo, la esperanza de Gaia fue tan intensa como su dolor.
—Corre —susurró Leon.
Gaia no lo entendió.
Él la soltó y la sacó del Enclave de un empellón. Gaia corrió una docena de pasos antes de darse cuenta de que corría sola. Se volvió y vio a Leon cerrando la segunda hoja de la puerta… pero él estaba por dentro.
—¡No! ¡Leon!
Retrocedió a trompicones hasta que, por la estrecha abertura entre las hojas, vio el impacto de la culata de un fusil sobre la cabeza de Leon, vio que este se desplomaba. Por un instante fue completamente incapaz de pensar, pero luego dio la espalda a las luces y al muro, apretó contra su pecho la bolsa de regalo y corrió a ciegas.