—¿QUÉ PASA? —preguntó Bonnie con una desconfianza nueva en los ojos.
A toda prisa, Gaia amontonó sobre la cama la manta sobrante y una almohada y cubrió ambas con la colcha para imitar una figura dormida.
—Corre, madre —dijo asiéndola con firmeza del brazo para levantarla—, no tenemos tiempo.
—¿Gaia? —preguntó Bonnie, subiendo la voz, maravillada.
—Por favor —susurró su hija, agarrándola por la cintura y llevándola prácticamente en volandas hacia la puerta—. Tenemos que irnos, ya, antes de que nos vean.
—¡Oh, Gaia! —exclamó su madre sin aliento—. ¡No puedo creer que seas tú!
Gaia la sacó al descansillo y cerró la puerta. Llevarla de la cama hasta allí le habría costado menos de diez segundos; si el de la cámara no había mirado en aquel instante, cuando volviera a mirar no vería nada raro… hasta que se fijara mejor y descubriese que las mujeres no estaban hablando, sino durmiendo.
—Ay, mamá —dijo abrazándola con toda la fuerza que se atrevió. Aspiró en su piel el aroma del agotamiento y de la aflicción mientras el cuerpo hinchado y huesudo temblaba bajo la fina tela de su camisón azul.
—No puedo creer que seas tú —repitió Bonnie. Estrechó a su hija en sus trémulos y delgados brazos. Después la miró fijamente a la cara, sorprendida. Le tocó la mejilla.
—¿Qué le ha pasado a tu cara?
—Ten cuidado, es una máscara. Rápido, tenemos que irnos.
Gaia apoyó el cuerpo de su madre en el suyo y la asió firmemente por la cintura antes de bajar las escaleras.
—Estoy muy débil —musitó Bonnie—, lo siento.
—No pasa nada —contestó Gaia, pensando a toda velocidad. No podía sacarla por la puerta de la torre: los guardias sospecharían de inmediato; pero tenían que llegar hasta Leon o hasta Mace, como fuera. Bonnie tropezó y, cuando Gaia la sujetó con más fuerza, profirió un gemido.
—¿Estás bien?
—Me cuesta andar, he hecho reposo en cama. Esta es la primera vez que me muevo desde hace no sé cuánto.
—¿Y eso, por qué? —preguntó Gaia ayudándola a bajar otro escalón.
Bonnie soltó una risa leve.
—Es el método tradicional. De hace mil años.
—Pero… eh… ¿es de papá, no? —Gaia necesitaba preguntarlo—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Al acercarse a una de las ventanas alargadas, Bonnie se agarró al antepecho para recibir el sol en su pálida cara, que adquirió un color azul traslúcido sobre la piedra oscura. Gaia no podía creerse lo consumida y frágil que parecía.
—Porque he sufrido muchos abortos —contestó su madre—. Prefería no hacerme ilusiones, y menos que te las hicieras tú, pero tu padre y yo estábamos a punto de decírtelo. Entonces, cuando nos arrestaron, el bebé me salvó la vida. Tu padre…
Desde alguna parte de la planta inferior llegó un repiqueteo. Gaia agarró protectoramente a su madre, que se abrazó a ella y apretó el rostro contra su mejilla derecha.
Por las escaleras subió el eco de una risa.
—¡Increíble! —exclamó una voz alegre y aniñada—, ¡pues vaya un regalo!
Hubo un ruido de pisadas, una risa tranquila de hombre y otro sonido agudo y tintineante.
—¡En serio! —afirmó la joven, juguetona.
Hubo un gruñido indescifrable y una voz grave:
—¡Me vas a buscar la ruina, Rita!
—¡Shhh! —ordenó ella—. Vale. Ahora.
Se oyeron más pisadas, un portazo y después… silencio. Gaia había reconocido la voz de la chica que le habló una vez en la Plaza del Bastión, la atractiva Rita, para advertirle que no interviniera en el asunto del matrimonio ahorcado. Bonnie se dobló en dos súbitamente y empezó a jadear.
—Oh, no —gimió.
—¿Qué pasa? —susurró Gaia. Su madre la miró con ojos suplicantes.
—Déjame, Gaia. Déjame aquí. Vete, tú podrás escapar —dijo pasándose la mano surcada de venas azules por la curva del vientre.
—No —protestó Gaia, resistiéndose al pánico. Su madre no podía dar a luz, allí no, entonces no. La estrechó con fuerza—. No pienso dejarte. Encontraremos una forma de salir.
Bonnie siguió bajando escalones, pero cada vez le costaba más. El sudor invadió la frente de Gaia, bajo la máscara, aflojándosela. «¿Qué voy a hacer?», se preguntó desesperada. Su madre se sentó lentamente en un escalón, hundió la cabeza entre las manos y se quedó muy quieta, como concentrándose en el dolor.
Era imposible traer un niño al mundo en aquellas escaleras. Podía llevarles horas, y los soldados aparecerían en cuanto una de las mujeres de la torre se recuperara lo suficiente para dar la alarma.
—¿Debería llevarte otra vez con Sephie? —preguntó Gaia—. ¿Mamá?
Bonnie meneó la cabeza. No fue una negación categórica y Gaia era incapaz de decidirse: ¿qué sería mejor para su madre?
—¿Estás segura?
—No quiero volver —dijo Bonnie.
Más abajo, Gaia distinguió la puerta por la que debían de haber entrado Rita y su novio. Solo podía conducir al Bastión, a uno de los pisos superiores, porque era la primera que encontraban. Las alejaría de la libertad, pero a Gaia no se le ocurría otra solución.
Corrió escaleras abajo para comprobar el pomo, que giró sin dificultad. Atisbó por la rendija y vio un pasillo muy similar al de su habitación amarilla. Las paredes, también de ese color, y la alfombra que cubría el suelo eran engañosamente invitadoras.
—Ven conmigo, mamá —susurró levantándola.
—¿Adónde vamos?
—Tenemos que encontrar un sitio para esconderte. —Gaia esperaba haberlo dicho con más confianza de la que sentía—. ¿Estás bien?
—Por ahora, sí —dijo Bonnie. Luego se puso una mano sobre el vientre y su hija la tomó de la otra.
Gaia miró el pasillo otra vez para buscar cámaras, pero no vio ninguna. No tenía ni idea de cómo salir, aunque sabía más o menos dónde estaba el patio del colegio por el que se había escapado, y en aquella dirección se encaminó, hacia el norte. Sin embargo, su madre no podría ir lejos. Al llegar a una esquina, revisó otra vez el pasillo, pero siguió sin ver cámaras. O el hermano Iris consideraba que no eran necesarias en los pisos superiores del Bastión, o los habitantes de este exigían su derecho a la intimidad.
Pasaron por delante de varias puertas cerradas, tras las cuales no se oía ningún ruido, y después el pasillo se abrió a una larga balconada cubierta.
—Déjame descansar —dijo Bonnie, apoyándose en la pared.
Gaia vio que tres pisos más abajo había un patio y que la balconada era en realidad una galería con arcadas que recorría todo el perímetro de la planta. Al oír voces en el patio, ambas se agacharon detrás de la barandilla.
—¿Dónde estamos? —preguntó Bonnie.
—Cerca del colegio. Si pudiéramos llegar al otro lado de la galería, estaríamos sobre él, y por allí tiene que haber otra escalera de bajada.
Del patio llegaron un fuerte pitido y unos gritos:
—¡Atención! Se ha fugado una prisionera. Nadie puede salir ni entrar, nadie. ¡Guardias, a sus puestos! ¡Ya!
El silbato pitó de nuevo.
Gaia oyó un correteo por el pasillo, a sus espaldas. Al girar la cabeza, vio que Rita y un joven patinaban hasta detenerse de golpe junto a ellas. Rita llevaba el vestido rojo desarreglado; el joven, los botones de la camisa marrón a medio abrochar.
—Oh, no —susurró Gaia, poniéndose delante de su madre con gesto protector.
El rostro de Rita estaba casi cubierto por sus cabellos color miel, pero no cabía duda de que su expresión era adusta. El joven corrió a ponerse delante de ella, imitando el gesto de Gaia y gritó:
—¡Están aquí!
Bonnie gimió bajito y Gaia miró a Rita con ojos suplicantes. El joven se inclinó por la balconada para gritar de nuevo, pero Rita lo agarró del brazo.
—Cállate, Sid —susurró con dureza—. Si gritas, nos encontrarán juntos, ¿es eso lo que quieres?
Sid se apartó de la barandilla, perplejo y airado.
—¡Pero, Rita…!
—¡Que te calles! —espetó ella. Luego fue hacia Gaia y se acuclilló a su lado, estudiándola con sus penetrantes ojos.
—Tenías que ser tú —dijo en tono más suave—, ¿por qué será que no me extraña? ¿Estás loca o qué? —miró ceñuda a Bonnie y después de nuevo a Gaia, a quien dijo—: ¿Qué haces con esta?
—Es mi madre.
Rita abrió unos ojos como platos y echó una ojeada a su novio.
—Ayúdame —le dijo—, corre.
Sid dudó un momento, sin descruzar sus fuertes brazos, pero luego se acercó a regañadientes a la madre de Gaia.
—Vas a conseguir que nos maten a los dos —le susurró a Rita.
—Lo vas a conseguir tú, so idiota —susurró Rita a su vez—. Eh, esta mujer está muy mal, ¿no?
Después de levantarla con ayuda de Sid, se puso el brazo de Bonnie por los hombros y la sujetó sobre su costado.
—¡Vamos! —dijo.
Pero Bonnie dejó escapar otro gemido y sus rodillas se doblaron. Sid soltó una palabrota y levantó a Bonnie en brazos.
—¿Adónde, genio? —inquirió dirigiéndose a Rita.
Esta se volvió por donde habían venido y los condujo por un pasillo estrecho y una escalera arriba. Se estaban alejando del único camino que Gaia conocía para salir del Bastión. Aun así, no tenía otra que confiar en la joven. Poco después esta abría la puerta de una habitación y los hacía pasar.
Mientras Gaia cerraba la puerta, Sid se arrodilló y dejó con delicadeza a Bonnie en el suelo de madera, donde ella se acurrucó, con el rostro crispado de dolor. Gaia era apenas consciente de que habían entrado en una habitación larga y estrecha forrada de estanterías. Se puso en cuclillas junto a su madre y la tomó de la mano.
—Todo va bien, mamá —dijo. Luego miró a Rita, que le entregaba una pila de toallas y sábanas blancas.
—Toma. Nosotros tenemos que irnos. Lo siento, pero no puedo hacer más. Debo sacar de aquí a Sid como sea. Sid —añadió volviéndose hacia él—. Vamos a ir por la biblioteca, hacia el colegio. No te pasará nada.
En el pasillo se oyeron voces y carreras. Sid se puso más blanco que el papel, y Gaia supuso que ella se había puesto igual. Rita, sin embargo, esperaba con la mano en el pomo, imperturbable.
—Si nadie te descubre aquí hasta la noche —susurró frunciendo el ceño—, es posible que pueda venir a ayudarte, pero no cuentes con ello.
—Gracias —dijo Gaia. Aún le costaba respirar con normalidad—, nos has salvado la vida.
Deslizó varias toallas bajo la cabeza de su madre y miró a Rita de nuevo.
—Sé lo que hiciste por el bebé de la ahorcada —dijo esta—; demostraste un valor extraordinario.
—¿Eh? —preguntó Gaia, confundida. Pero al entenderlo, sintió una inmensa gratitud—. Tuve que hacerlo, nada más.
Rita asintió con determinación y echó un último vistazo a Bonnie.
—Cuídala.
—¿Nena? —dijo Sid—, ¿de qué la conoces?
Gaia cayó en la cuenta de que Sid ignoraba quién era.
Rita lo agarró del brazo.
—¿Estás listo, tonto mío?
—Aquí la que se entretiene eres tú —bufó él.
Tras titubear un poco ante la puerta cerrada, Rita la abrió, miró el pasillo y ambos se marcharon.
Cuando Gaia se centró otra vez en su madre, vio que había cerrado los ojos. Su cara estaba relajada, con el alivio y la extenuación propios de los descansos entre contracciones. Era alarmante lo rápido que habían empezado y lo intensas que habían sido. Como Bonnie ya había parido tres hijos, este llegaría más deprisa y con menos dolor que los anteriores, pero aun así, Gaia tenía miedo. No contaba con ayuda ni con instrumentos.
—Tranquila, mamá —dijo suavemente cuando Bonnie gimió de nuevo.
—Qué el cielo nos ayude. ¿Qué vamos a hacer?
Gaia examinó la habitación para ver si había algo útil mientras le agradecía mentalmente a Rita su rapidez de reflejos. Estaban en una especie de lavandería, o algún tipo de armario gigante para la ropa del hogar, con estanterías de toallas, sábanas y mantas cuidadosamente dobladas. Al fondo había dos grandes y abultados carros de tela que parecían llenos de ropa sucia, y una ventana alargada que dejaba entrar suficiente luz para ver bien. Una ojeada a la puerta demostró a Gaia que no había ningún tipo de pasador: alguien podía entrar en cualquier momento y descubrirlas. Echó un vistazo a los ojos cerrados de su madre y corrió hacia el fondo. Separó un poco los carros de la pared de la ventana y puso en el suelo mantas y sábanas. Así, con los carros impidiendo la vista, estarían protegidas contra una inspección superficial del cuarto.
—Mamá —dijo; esta abrió los ojos—. ¿Puedes venir conmigo hacia allí?
Bonnie asintió y extendió el brazo. Gaia la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. Con cuidado, yendo despacio, pasaron por delante de las estanterías hasta que su madre se dejó caer en el colchón improvisado. Gaia le puso toallas limpias bajo la cabeza y recogió las que habían dejado cerca de la puerta. Con los carros a la espalda y la ventana sobre su madre, le daba la sensación de estar en una especie de nido de ropa blanca. Se quitó la chaqueta para sacarse la capa de Perla y la cuerda que llevaba por dentro de la camisa. Cuando se quitó el sombrero, se arrancó sin querer un trozo de máscara de la frente.
—Pues aquí estamos —dijo Bonnie sonriendo dulcemente.
—Lo siento, mamá —respondió Gaia con un nudo en la garganta—. No sabía lo de tu embarazo, hubieras estado mejor con Sephie. ¿Debería ir a buscarla? —Gaia recordó que seguiría drogada y dormida—, ¿o llamar a otra doctora?
Bonnie negó con la cabeza y le acarició la mejilla.
—Quiero que me atiendas tú, no podría estar en mejores manos.
Gaia soltó una risa atragantada.
—¿De cuánto estás?
—De unos ocho meses. El bebé será pequeñito, pero es fuerte.
Bonnie tuvo que callarse para recobrar el aliento; Gaia le puso las manos sobre el vientre y sintió una de las contracciones. Cuando pasó, le subió suavemente el camisón. Su madre sangraba sobre las toallas blancas. A Gaia se le paró el corazón y, al segundo siguiente, se le desbocó.
—No te preocupes, mamá —dijo—, voy a ver lo que has dilatado, ¿vale?
Bonnie asintió. Al examinarla, Gaia palpó el duro bulto de la cabeza del bebé. Se obligó a sonreírle y se secó las manos con una toalla. Bonnie tuvo otra contracción; sus dientes rechinaron por el esfuerzo. Se detuvo, jadeando.
—¿Ya viene, no?
Gaia la tomó de la mano y apretó con fuerza.
—Sí.
El rostro de su madre estaba mortalmente pálido. Las contracciones se producían con regularidad, oleada tras oleada. Gaia hizo lo que pudo, esperando el primer grito y sabiendo que el sonido atraería a los guardias. Con mano temblorosa, Bonnie agarró una de las toallas y, antes de la inevitable contracción, se la metió entre los dientes. Cuando el dolor llegó, mordió la toalla, y en ese instante la cabeza del bebé se deslizó al exterior. Gaia le dio ánimos mentalmente y, en la siguiente contracción, salió el resto del cuerpo.
Bonnie se desplomó sobre la espalda, de puro alivio, y giró el pálido rostro hacia la luz de la ventana. Aunque Gaia estaba preocupada por el color azulado del bebé, se quedó sobrecogida por su pequeñez y por la absoluta perfección de su forma. Le inspeccionó la boca con un dedo y le palmeó rápidamente la espalda. Nada. Lo dejó sobre una toalla y le comprimió el tórax varias veces, tras lo cual cubrió la diminuta boca y la nariz con su boca y exhaló levemente. El bebé respingó. Gaia le insufló aire de nuevo, le dio otra palmada y, por fin, obtuvo en respuesta un llantito gatuno y malhumorado. Gaia suspiró aliviada y su madre giró la cabeza para mirar.
El color del bebé iba mejorando a medida que lloraba.
—Oh, Gaia —exclamó Bonnie extendiendo los brazos—, dámelo.
—Es una niña —dijo Gaia entregándosela. Le temblaban las manos. Observó el cariño y la ternura con que su madre se la acercaba al rostro y sonrió ante el repentino silencio que cayó sobre la habitación cuando la pequeña dejó de llorar y empezó a dar suaves chasquidos con sus diminutos labios.
Era uno de los bebés más pequeños que Gaia había visto en su vida y, como otros prematuros, estaba cubierto por una sustancia de color crema, pero su piel había adquirido un color saludable. Al fijarse de nuevo en su madre vio que algo marchaba terriblemente mal: seguía sangrando. Retiró la placenta y le masajeó el abdomen tratando de contraerlo. Hizo todo lo que sabía hacer para detener la hemorragia, pero la sangre salía a borbotones.
—Mamá, sigues sangrando. ¿Qué hago?
—¿Tienes pan y quesillo?
Gaia negó con la cabeza.
—Aquí no tengo nada. Nada de nada.
Bonnie frunció el ceño y dio la impresión de contener el aliento. Se lamió los labios y miró de nuevo a su hija, a quien se le partió el corazón cuando vio que trataba de sonreír.
—Venga, mamá, ¿qué hago?
—No pasa nada, Gaia.
Pero sí pasaba. Claro que pasaba. Le masajeó de nuevo el abdomen, con más fuerza, y vio que el rostro de su madre se crispaba de dolor. La culpa la atravesó como una hoja afiladísima cuando se dio cuenta de que era la responsable de todo; si no hubiera intentado rescatarla, si la hubiera dejado en la torre, en aquel momento estaría descansando y a salvo en vez de estar desangrándose sobre unas toallas blancas.
—Deja que vaya a pedir ayuda.
—No. No me dejes.
—Todo es culpa mía. Al menos en la torre tenías ayuda.
—Estás muy equivocada. Ocúpate de la nena.
Gaia se enjugó una lágrima con los nudillos y rasgó una tirita de sábana para atarle el cordón umbilical. Le costó, porque las manos le temblaban, pero su madre no dejó de sonreírle.
—Lo siento mucho, mamá.
—Estás haciéndolo muy bien —murmuró Bonnie—, ponme una toalla y déjame descansar.
Gaia enrolló una toalla limpia y suave y la colocó entre las piernas de su madre, a quien trató de acomodar lo mejor posible. Apenas recordaba dónde se encontraban ni que las estaban buscando cuando oyó un taconeo en el pasillo. «Ahí vienen», pensó, y cayó en la cuenta de que solo sentía alivio; así podrían ayudarlas. Apoyó la cabeza junto a la de su madre y le protegió el cuerpo con el brazo, ahuecando la mano sobre la mano de ella que sostenía a la niña. En esta posición oyó abrirse la puerta y que alguien entraba al cuarto. A pocos centímetros, los ojos de su madre buscaron velozmente los suyos, rogándole silencio.
Hubo un gruñido de disgusto.
—Caray —dijo un hombre—, ya podían llevar mejor esto.
—¿No hay nadie? —preguntó otro.
La voz del primero llegó de más lejos:
—No, y apesta. Cierra la puerta.
Cuando la puerta se cerró con un clic, Gaia parpadeó asombrada en dirección a su madre.
—Idiotas —murmuró esta, sonriendo.
—Deja que vaya a buscarlos —suplicó Gaia en voz baja, apretándole la mano—, pueden traer a un médico.
—No, Gaia. No quiero que venga nadie.
Gaia se envolvió los dedos en la manga del camisón de su madre.
—Por favor, mamá —musitó.
Bonnie exhaló pesadamente y cerró los ojos, sin dejar de sonreír.
—Quiero que la llames Maya.
Gaia contuvo un sollozo y apoyó la cabeza en el hombro de su madre.
—Es un nombre muy bonito —dijo aparentando tranquilidad—. ¿Por algo en especial?
—Significa «sueño». Ella es mi sueño, todo lo que jamás pensé que podría ver.
—Ay, mamá —dijo Gaia, se le rompía el corazón.
—Además —añadió Bonnie con una risita—, rima con «Gaia»: a tu padre le hubiera encantado.
Sintió la mano de su madre en el pelo, acariciándola, calmándola.
—Vamos, cielo, tienes que ser fuerte.
Gaia se sorbió la nariz y se enderezó. Su madre estaba increíblemente pálida, pero sus ojos eran tan vibrantes como siempre, luminosos incluso, pese a la difusa luz vespertina del pequeño espacio. Gaia ajustó un poco más la toalla que envolvía la formita durmiente de su hermana. La piel del brazo de su madre estaba extrañamente sudorosa y fría.
—Cuídala por mí —rogó Bonnie—, no dejes que nadie le haga daño.
Una alarma se disparó en los nervios de Gaia.
—¿Qué dices?
Su madre alzó una mano y Gaia sintió la frialdad de sus dedos sobre la piel de la mejilla izquierda. En algún momento del parto se le habían caído los restos de la máscara, y la cicatriz estaba más sensible que de costumbre.
—Siento mucho esto —dijo su madre.
El nudo de la garganta no la dejaba hablar: Gaia apretó los labios, sacudió la cabeza y desvió la mirada.
—No —añadió su madre—. Mírame, Gaia. Creíamos que te salvaría, nunca imaginamos lo mucho que te haría sufrir, en todos los sentidos. Fue puro egoísmo, lo sé, pero después de la perdida de Arthur y Odin, tu padre y yo deseábamos quedarnos contigo a toda costa. Cuanto más se acercaba el día en que íbamos a perderte, menos capaces éramos de afrontarlo y esto fue lo único que se nos ocurrió. ¿Podrás perdonarnos alguna vez?
Gaia tragó saliva con dificultad mientras el dolor y la angustia luchaban en su corazón.
—¿Fue a propósito?
—Ay, cariño. Lo siento mucho. Lo siento en el alma.
Gaia se esforzó por imaginar, en un momento, cómo habría sido su vida sin la cicatriz, si hubiera sido ascendida, si se hubiera criado sin sus padres…, pero le era inconcebible imaginar una vida sin el amor que ellos le habían dado, día tras día.
—No pasa nada. Yo me habría hecho lo mismo. No me dejes, mamá.
El rostro de su madre se contrajo de dolor un instante, pero después sus rasgos se relajaron de nuevo. Su expresión era tranquila.
—Quiero estar con tu padre —dijo bajito—, y tú tienes que cuidar de Maya. Cuídala bien, ¿me lo prometes?
—Mamá, por favor. No puedes. Espera, he encontrado a Odin, aquí, en el Bastión. Es alto y rubio y soldado. El sargento Bartlett. ¿No le conoces? Yo descubrí quién era hace unos días y él también. Pero se ha marchado del Enclave y no lo he vuelto a ver. Te necesitamos. Todos.
Su madre le dio palmaditas en la mano.
—¿Seguro que era él?
—Tiene los dedos tan nerviosos como papá, y canta.
Su madre dejó escapar una risa débil.
—Si hubiera podido verlo… Con eso me habría bastado, con verlo una vez y saber que estaba bien. No hacían más que prometerme que si me portaba bien podría ver a mis niños, pero nunca me lo permitieron. —Hizo una pausa y parpadeó soñolienta—. Cuántos errores…
Gaia apoyó la cabeza en su pecho y abrazó estrechamente su cuerpo frágil.
—No, mamá, por favor.
Sintió en el pelo su mano suave, acariciándola con dulzura, la oyó decir:
—Qué buena eres… qué bella.
A Gaia se le escapó un sollozó y cerró los ojos con mucha fuerza. Era imposible que pasara algo así. El pecho de su madre no se movía. Abrió los ojos para mirar su cara serena y cenicienta. Vio un latido en las venas de su cuello, vio que tomaba aliento profundamente, por última vez. Se quedó observándola, esperando, aguardando otro aliento que nunca llegaría. Miró hacia sus piernas y apartó enseguida la mirada; la sangre había empapado el camisón y la toalla. Buscó de nuevo su rostro, suplicando que respirara, pero sus ojos estaban clavados en la ventana, ciegos. Cuando el bebé agitó una mano diminuta sobre su mejilla, no reaccionó. La blanca piel de su cuello estaba lisa, sin pulso.
—No —susurró Gaia cerrando de nuevo los ojos—. ¿Qué voy a hacer? —se preguntó con la voz rota de dolor. Seguro que hubiera habido algún modo de salvarla, seguro que había hecho algo mal—. Te necesito, mamá —añadió con voz ronca mientras le acariciaba la cara, el cabello—. Por favor.
Le temblaban las manos, tenía el corazón rebosante de pena. Se envolvió en sus propios brazos y se quedó apoyada en la pared mientras el cuerpo inmóvil de su madre perdía lentamente el calor.