GAIA PARPADEÓ Y EL RECUERDO cayó en el olvido, dejando tan solo el regusto de la antigua vergüenza. Con el tiempo y la costumbre, hasta la peor sensación se volvía tolerable. A sus pies, una paloma picoteaba ruidosamente la tierra. Perry se había dado la vuelta para hablar con sus amigos, y el bebé se movió levemente en sus brazos. Tras salir de la plaza, mientras subía por la colina hacia el muro, se cruzó con una pareja de hombres del Enclave vestidos de blanco y esquivó sus miradas con el ala del sombrero. Su trabajo era ascender a un bebé, y en eso pensaba concentrarse. La madre de ese día, Sonya, no había puesto objeciones ni se había quejado; cuando Gaia llegó al parto, Sonya ya sabía que el suyo era el tercer bebé del mes y aceptaba la ascensión. Eso y saber que la mujer contaba con dos niños propios, debería haberle facilitado a Gaia la tarea, pero la pasividad de la madre le resultó inquietante. Siempre esperaba que alguna reaccionara como Agnes, con sollozos atormentados y desgarradores, pero ninguna lo había hecho y Agnes había desaparecido junto a la agonía de aquella noche. Gaia ignoraba si la habrían arrestado o habría huido a los páramos.

Miró al bebé dormido y acarició cansinamente su sonrosada mejilla.

—Tendrás una buena vida —musitó.

Intranquila, Gaia se metió un mechón de su oscuro cabello detrás de la oreja derecha y alzó la vista hacia un ruido de golpes y chapoteos: un niño harapiento limpiaba el polvo de un panel acumulador de lluvia.

—¿No estarás malgastando el agua? —dijo una voz desde una puerta abierta.

—No, ma —contestó el crío mientras la esponja goteaba sobre el cubo.

—Como te quites el sombrero y te quemes, te quito yo a ti la cabeza de un sopapo, en serio te lo digo.

—Lo tengo puesto.

Se lo echó hacia atrás para sonreír a Gaia, los dientes blancos y los pies marrones de barro. Desde lo alto, un hombre invisible se rio complacido, y Gaia oyó un entrechocar de platos. A pesar de la cruda simplicidad de los hogares de Wharfton y del trabajo interminable, la vida en el exterior del muro adquirió por un momento una decencia elemental. Al menos nadie se moría de hambre. El arresto de sus padres y su ausencia continuada hacían que Gaia se cuestionara cosas que había dado por sentadas, y le hacían ver con otros ojos la empobrecida comunidad del exterior del muro. Quizá los tres bebés ascendidos de su sector eran un simple pago por el agua, la micoproteína y la electricidad que el Enclave les proporcionaba. Quizá el intercambio, barnizado de privilegios y esperanzas, era así de simple. ¿Valía la pena? Pasó otra hilera de casas rudimentarias y soleadas preguntándose si la espiarían por las persianas de ratán y se alegrarían en silencio de que aquel bebé completara la cuota del mes de mayo.

El Sector Oriental Dos también la había completado. Gaia lo sabía desde la víspera, por boca de la madre de Emily, que fingió lamentar que su nieto no pudiera ser ascendido. A Emily le brillaban los ojos con la perspectiva de ser madre y su marido, Kyle, presumía por el muelle exhibiendo su tupé negro y sus músculos con paternal orgullo. Su hijo, al igual que los padres, estaría destinado a una vida anodina en el exterior del muro, y sería educado para servir al Enclave. Gaia no podía sentirse feliz por ellos, pues sabía lo duramente que tendrían que luchar, pero tampoco podía sentirse triste, lo que no hacía sino aumentar su confusión.

Al seguir subiendo por la carretera, divisó el inlago a su derecha. Desde aquella altura era incluso posible imaginar cómo había sido en otros tiempos el Inlago Superior lleno de agua dulce, una vasta reserva que se habría extendido brillando hasta el horizonte meridional. Ahora Wharfton señalaba la linde de una gran cuenca vacía que se precipitaba a un valle granítico, con abanicos aluviales de grandes peñascos y salientes de álamos y flores silvestres. Donde una vez hubo agua, no quedaba de azul más que el gris azulado de la lejanía.

A la izquierda de Gaia, agrandándose opresivamente a cada paso, se alzaba el inmenso muro del Enclave. A esa hora del día, la puerta sur estaba abierta y, al doblar el último recodo del camino, Gaia vio los bonitos edificios del interior. Los adoquines trazaban ondas a lo largo de la avenida que ascendía en curva, donde una fila de elegantes tiendas con toldos blancos arrojaba una capa de sombra invitadora sobre la acera. A su amparo, una pareja de niñas con vestidos de colores miraba un escaparate. Una joven vestida de rojo las llamó y ellas la siguieron enseguida calle arriba hasta que las tres se perdieron de vista, sus sombreros amarillos brillando al sol.

—Este es el último del mes, ¿no? —dijo el guardia al ver acercarse a Gaia—. El tercero.

Para entonces, Gaia ya conocía bien al sargento Georg Lanchester, el más alto de los guardias que estaba de servicio la noche en que entregó su primer bebé. Era un hombre hablador y amistoso, criado fuera del muro. Gaia no podía dejar de mirarle la nuez de Adán cuando hablaba. Un segundo guardia, ataviado con el habitual uniforme negro, le echó una ojeada con cara de aburrimiento. Gaia le saludó inclinando la cabeza.

—Hola, hermano —dijo al sargento Lanchester—. ¿Hay noticias de mis padres?

—Ninguna que yo sepa, hermana. Sin embargo, he oído un rumor que te concierne.

Gaia le miró inquieta y empezó a cambiar alternativamente el peso de su cuerpo de un pie a otro, iniciando un ritmo sencillo para mecer al bebé que llevaba en brazos. Con mucho dolor, empujó de nuevo el recuerdo de sus padres al fondo de su cerebro.

—¿Qué rumor?

—Se dice que, en junio, la cuota de bebés aumentará a cinco.

—¡Cinco! —exclamó Gaia—, pero si eran tres, y antes dos, o incluso uno. ¿Pero qué pasa?

—No lo sé. Parece ser que necesitan más. De hecho —dijo el sargento acercándose y bajando la voz—, si pudieras animar a las posibles mamás a colaborar un poco, todo de forma legal por supuesto, yo podría ponerte en contacto con algunos padres muy respetables de aquí dentro.

Gaia mantuvo una expresión neutra, pero estaba horrorizada. ¿Acaso su madre había tenido que lidiar también con algo así? ¿Qué habría hecho ella? No quería ofender al sargento Lanchester, pero no estaba dispuesta a comerciar con bebés. A eso se refería, ¿no? Echó un vistazo al otro guardia: se había alejado unos pasos y miraba en otra dirección; no los oía.

—Te ganarías algunos pases extra para el Tvaltar —añadió el sargento, confirmando sus sospechas.

—Gracias, lo pensaré. Ya te diré algo.

El sargento Lanchester asintió, complacido por la respuesta.

—Esta es mi chica. Ya sabía yo que lo entenderías. Eres de fiar; aunque espero que no hables de esto con nadie más que conmigo. Esas familias, precisamente porque son muy conocidas, prefieren mantener el anonimato —enarcó las cejas con brevedad en dirección al otro guardia.

Después se enderezó y se dirigió a él:

—Deberías ver a este bebé, es todo un caballerito.

El guardia se acercó, lo miró de cumplido y no dijo ni palabra. Era un hombre mayor, de escaso cabello gris y hombros estrechos. Cuando le examinó abiertamente la cicatriz, Gaia enrojeció de vergüenza y se ladeó el sombrero para impedirle la visión. El guardia soltó un gruñido y se alejó de nuevo.

Gaia miró más allá de él, deseosa de ver algo más del Enclave. A poca distancia de la entrada, por la avenida que ascendía en curva, vio bajar a la hermana Khol, con su bata blanca aleteando tras ella. Se detuvo cuando un hombre la saludó y se inclinó el sombrero hacia delante al acercarse para hablar con él.

Una mujer de mediana edad vestida de azul atravesó la puerta en dirección al mercado de Wharfton, con una cesta colgada del brazo.

—Buenas tardes, hermana —dijo el sargento Lanchester, tocándose el ala del sombrero—. Bonito día, ¿verdad?

Mientras la mujer le contestaba alegremente, Gaia sintió la familiar punzada de nostalgia. Los del Enclave podían salir y entrar a su antojo, pero muy pocos de Wharfton atravesaban el muro, y solo para hacer algún servicio o entregar alguna cosa. Ni siquiera los labradores entraban con regularidad, sino únicamente cuando llevaban las cosechas a los almacenes de la fábrica de micoproteína. ¿Existiría algún modo de trabajar dentro del muro? Su deseo la confundía, sobre todo desde el arresto de sus padres.

La hermana Khol llegó a la puerta.

—¡Ah, Gaia! —dijo—. ¿Qué nos traes? ¿Niño o niña?

—Un niño sano, hermana —contestó educadamente.

La mujer chasqueó la lengua.

—Ahora se han puesto de moda las niñas. En fin, no importa. Sigue habiendo muchos padres tradicionales que prefieren un benjamín. Ven con la hermana —añadió con dulzura, extendiendo los brazos.

Cuando le entregaba el bebé, Gaia se sorprendió al palpar algo duro entre sus dedos y la mantita que envolvía al niño. Miró a la hermana Khol, pero la expresión de la mujer no mostraba cambio alguno. Aun así, como sintió que lo empujaba hacia ella, lo agarró rápidamente y se lo guardó con disimulo en el bolsillo.

—Mira qué boquita más linda —dijo la hermana Khol—. ¿Cuándo ha nacido?

Gaia tenía el pulso acelerado. Tratando de actuar con naturalidad, miró el reloj que llevaba al cuello.

—Hace setenta y dos minutos.

—La chica lleva aquí sus buenos quince minutos —terció el sargento Lanchester. A continuación se apartó para dejar sitio a dos hombres que salían del Enclave.

La hermana Khol meneó la cabeza de forma tranquilizadora.

—No importa. Es menos de los noventa minutos admitidos. Qué rico es —gorjeó, y dedicó a Gaia una sonrisa cálida—. Ya has completado la cuota de este mes, así que ya no nos veremos hasta junio. Sigue así, Gaia. Espero que seas bien compensada.

—Sí. No me falta de nada. Me complace servir al Enclave.

—Nos complace —dijo la hermana Khol.

—Nos complace —repitió el sargento Lanchester.

El segundo guardia masculló algo parecido.

La hermana Khol cruzaba ya la puerta.

—¿Es verdad que el próximo mes van a aumentar la cuota? —preguntó Gaia.

La hermana Khol se volvió y la miró fijamente.

—¿Quién te ha dicho eso?

Gaia echó una ojeada al sargento y vio que el hombre le hacía un levísimo gesto de negación con la cabeza.

—Nadie, lo he oído por ahí —improvisó—. ¿No es verdad, no?

Vio que los dos guardias se miraban y que la hermana Khol fruncía el ceño.

—¿Acaso te molestaría? —preguntó la mujer en voz baja.

—¡Claro que no! —contestó rápidamente Gaia—. Solo lo pregunto para estar preparada.

La expresión reprobatoria de la hermana Khol se suavizó un poco.

—Es el Protector quien toma esas decisiones —dijo—, yo no puedo negarlo ni confirmarlo. Todo lo que sé es que nuestros bebés se destinan a las mejores familias del Enclave.

—¿No ha sido siempre así? —preguntó Gaia.

La sonrisa de la hermana Khol fue cautelosa.

—Por supuesto. El futuro de todos nosotros depende de ello.

Gaia asintió. Sabía que eso era cierto, y también que aquel no era el mejor momento para seguir haciendo preguntas. Se metió la mano en el bolsillo y aferró el objeto duro que la hermana Khol le había dado. Cuando advirtió que se trataba de un papel doblado muchas veces hasta formar un triángulo muy pequeño, sintió tal emoción que estuvo a punto de pegar un brinco. Apenas se dio cuenta de que la mujer ya había vuelto al Enclave con el bebé, y de que el sargento extendía la mano hacia la carretera.

—Puedes irte, hermana —dijo amablemente—, no debemos bloquear la entrada. Descansa cuanto puedas —añadió. Bajo el ala ancha de su sombrero negro, los ojos expresaban afecto y preocupación.

—Gracias, hermano —contestó Gaia.

De pronto notó que estaba cansada y sedienta pero, sobre todo, intrigada y emocionada por el triángulo de su bolsillo.

—Sirvo al Enclave —dijo a modo de despedida.

—Servimos —contestaron los guardias al unísono.

Con los dedos apretados en torno al papel que tenía en su bolsillo, Gaia bajó por la carretera hasta una de las estrechas callejas del Sector Oriental Uno. Después de haber doblado varias esquinas y pasado una hilera de comercios, se metió en un callejón solitario y sacó el objeto. Era un trozo pequeño y muy doblado de pergamino marrón. Cuando lo desdobló se quedó muda de asombro al reconocer la letra de su madre:

«Destrúyela. Destruye esto. Acude a WZMMR L.»

Gaia frunció el ceño, sorprendida por aquel galimatías. Dio la vuelta al papel en busca de pistas, pero no había ninguna.

—¿Un mensaje de amor? —preguntó una voz de hombre.

Gaia se volvió, guardándose la nota a todo correr. En la puerta de al lado había un tipo bajo y con barba sacudiendo un paño del que salía una nube de harina. La familia de Gaia siempre había comprado el pan en la tienda de Harry, del sector occidental, así que no conocía de nada aquella panadería. El hombre señaló su bolsillo y Gaia enrojeció.

Él soltó una risita y meneó la cabeza.

—¿A que lo adivino? Te has echado un novio en el Enclave, una chica tan guapa como tú… ¿A que sí?

Gaia enrojeció aún más y se volvió para enseñarle la totalidad de su rostro. Vio que su jocosidad se transformaba en sorpresa y después en compasión.

—Eres la hija de Bonnie —dijo. El tono chistoso había desaparecido; la voz era baja y cálida, igual que una barra de pan recién hecho. Sus ojos marrones, amables y preocupados examinaron la cicatriz como si desearan curarla.

La sorpresa de Gaia creció en sus pulmones como una burbuja de jabón.

—¿Conoces a mi madre? —preguntó.

El panadero echó una rápida ojeada a la calle y le indicó con un asentimiento que le siguiera. Gaia se fijó en que al agachar la cabeza, la oscura barba le tapaba los labios.

—¿No te acuerdas de mí, verdad? —preguntó—. Soy Derek Vlatir. Mi mujer y yo vivíamos en el Sector Occidental Tres cuando nuestros hijos eran pequeños. Conozco a tus padres de toda la vida. Pasa, por favor.

Gaia miró con curiosidad a su alrededor. En la cocina de paredes azules había dos grandes hornos, sacos de harina y una larga mesa de madera con trozos de masa integral. El sol se reflejaba en una fila de vasos de medir. Por una puerta abierta, de la que colgaba una cortina de cuentas marrones, se veía el mostrador de la tienda y la puerta principal. Aunque la panadería era normal y corriente, el furtivo movimiento de Derek al cerrar la puerta trasera puso a Gaia en guardia.

—Solo tenemos un minuto —dijo él.

—¿Sabes algo?

Él asintió y Gaia se dio cuenta de que su preocupación por ella no se limitaba ni mucho menos al hecho de que tuviera una cicatriz.

—No sé cómo decírtelo… Tus padres están en la cárcel del Enclave. Se les acusa de traición y esta mañana… los han sentenciado a muerte.

Gaia retrocedió hasta chocar contra la puerta.

—¡Eso es imposible —exclamó—, no han hecho nada malo!

—Claro que no —dijo Derek. Miró por encima del hombro y dio un paso hacia ella para hablar más bajo—: pero los van a ejecutar la semana que viene.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gaia recelosa. Su corazón retumbaba de miedo. Aquel hombre podía estar engañándola, podía ser un guardia disfrazado para ver si ella misma era o no era una traidora.

—Escucha, sé que esto es muy duro para ti; para mí también lo es. Conozco a tus padres desde que éramos niños. Cuando los arrestaron, les pedí a mis colegas del Enclave que averiguaran lo que pudieran. Esperaba tener mejores noticias, pero esta misma mañana me he enterado de lo que te he dicho. Tienes que confiar en mí —extendió las manos, como si ellas pudieran interceder por él.

—¿Y por qué no has ido a mi casa a decírmelo?

—He ido dos veces, pero no estabas, y no podía dejarte un mensaje, ¿no crees? Pensaba ir más tarde y esperarte si era preciso. Lo siento mucho, pero tus padres no van a volver.

A Gaia se le hizo un nudo en la garganta y sus manos se convirtieron en puños. No quería creerle, pero aquel hombre no tenía motivos para mentir. La nota de su bolsillo… ¿Se la había enviado su madre al conocer la sentencia?

—Me lo hubieran dicho —protestó desesperadamente—. El Enclave me lo hubiera dicho, por lo menos.

¿Quién más lo sabía? ¿Lo sabía Theo Rupp?

Derek agachó la cabeza un poco más y, al final, fue la triste curva de una sonrisa apenas esbozada lo que la convenció.

—Estas cosas no funcionan así —dijo Derek.

Gaia luchó contra la aplastante oleada de horror.

—Tengo que hacer algo.

—Lo siento —repitió él en voz baja—. Tus padres eran dos de las mejores personas que he conocido.

—¡No hables así de ellos! ¡Todavía están vivos! Por favor, si conoces a gente dentro del muro, tienes que ayudarme. ¿No podríamos entrar?

Derek se limpió las manos en el delantal, pensativo.

—Es muy peligroso —contestó—, allí no entra nadie.

—Tiene que haber algún modo —insistió Gaia. Aquello era peor que sus peores pesadillas. De pronto se enfureció consigo misma por las semanas de dócil inactividad. ¡Debería haber hecho algo, haber protestado de alguna manera, no haber continuado sirviendo al Enclave como una estúpida esclava! Se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo, intentando pensar. Si el Enclave era capaz de ejecutar a gente inocente como sus padres, no merecía la menor lealtad.

Y si había alguna posibilidad de salvarlos, los salvaría. Podía ir a la puerta sur y preguntar por el hermano Iris, como le había indicado el sargento Grey, y darle el paquete de la Vieja Meg. El hermano Iris estaba directamente por debajo del Protector, así que el paquete tendría algún valor. Gaia seguía llevándolo atado a la pierna, bajo la falda. Lo había examinado y sabía que contenía una cinta marrón bordada con hilos de seda, pero el dibujo carecía de sentido para ella; tanto esa cinta como la nota que llevaba en el bolsillo parecían mensajes cifrados. En ese momento cayó en la cuenta: seguro que la cinta era la lista que buscaba el sargento Grey, y seguro que a ella se refería su madre en la nota al decirle con tanta urgencia que la destruyese. Se apoyó en una de las encimeras; la cabeza le daba vueltas.

—Tiene que haber alguna forma de cruzar el muro —dijo.

Derek se acarició la barba.

—Solo hay una forma legal de entrar: por la puerta. Cualquier otra se castiga con la muerte.

Gaia se le acercó y se aferró a su decisión como si aferrara uno de los vasos de medir del panadero. Tenía que ver a sus padres. Tenía que entrar como fuese.

—Me da igual el castigo. Necesito que me ayudes a entrar en la cárcel del Enclave. ¿Podrás hacerlo?

A Derek se le desorbitaron los ojos.

—¿Te das cuenta de lo que me pides?

A Gaia no le importaba nada que la consideraran la mayor de las traidoras, ya no.

—Por favor —rogó—, necesito ver a mi madre. Tengo que darle una cosa que puede salvarle la vida.

—¿El qué?

Gaia meneó la cabeza.

—Tú mismo has dicho en broma que tenía un novio ahí dentro. ¿Y si yo te dijera que es cierto y que necesito verlo? Olvídate de mis padres, solo necesito que me ayudes a entrar. Lo demás lo haré yo.

—No puedo correr ese riesgo.

—Te pagaré.

Derek inclinó la cabeza, se acercó a la mesa central y dio forma alargada a uno de los trozos de masa. Después dejó la barra sobre un paño enharinado y empezó con otro trozo. Si no hubiese fruncido el ceño como lo fruncía, Gaia hubiera pensado que la estaba ignorando, pero parecía concentrado en el asunto y, por lo visto, amasar pan le ayudaba a pensar.

—Derek —dijo bajito—, has dicho que tenías hijos. Yo soy la única que les queda. Seguro que están muertos de preocupación por mí. ¿No querrían ellos que me ayudaras?

Él le echó un vistazo y dejó otra barra sobre el paño.

—Lo que querrían es que no te dejara correr riesgos —contestó duramente.

—Pero yo quiero estar con ellos. También ellos son lo único que me queda a mí. Tienes que ayudarme a entrar.

Gaia, que se había acercado a la mesa, miró otra vez hacia el exterior por el cristal de la puerta delantera. Por la calle pasaban niños, riéndose, y una mosca negra zumbaba al sol.

—No es tan fácil como te crees, lo de rebelarse —dijo Derek. Seguía trabajando velozmente sin apartar los ojos de la masa—. Teóricamente hablando, por supuesto. La gente desaparece de forma bastante curiosa: simplemente por criticar al Enclave. Además, muchas de nuestras familias tienen hijos en la guardia, no podemos combatir contra nuestros propios familiares; y muchos tenemos niños que fueron ascendidos, y esos niños correrían peligro si atacáramos. ¿Cómo íbamos a unirnos para luchar contra el Enclave? ¿Y por qué razón?

Gaia estaba cada vez más convencida de encontrarse en el lugar adecuado: por mucho que quisiera disimular, aquel hombre llevaba pensando en rebelarse mucho más tiempo que ella.

—Por favor, Derek, tengo ahorrados cuarenta pases para el Tvaltar. Te daré treinta si me ayudas.

Derek soltó una carcajada, genuinamente divertido.

—¡Treinta pases! —exclamó—. Ni por el doble valdría la pena.

Gaia apretó los dedos contra el tablero de madera cubierto de harina.

—Te doy los cuarenta. Es todo lo que tengo. Y agua para una semana. Por favor, ayúdame.

Derek la observó con curiosidad.

—¿Pero qué crees que vas a adelantar con pasar el muro? Te arrestarán en cuestión de minutos. Si es eso lo que quieres, puedes conseguirlo gratis en un dos por tres. Acércate a la puerta sur y diles que has estado ocultando a propósito la lista de tu madre.

Gaia sintió que el calor se le escapaba de la cara, sintió que se quedaba más blanca que la mismísima harina. Tragó saliva de forma audible.

Derek volvió a reírse y la señaló con un dedo enharinado.

—Luego, llevaba yo razón. Tienes una cara transparente, niña, pese a la cicatriz.

—¿Quién más lo sabe? —susurró Gaia, por entonces con las mejillas como tomates.

—No te apures. Unos cuantos, incluidas algunas comadronas, nos figuramos que habría dejado algún tipo de lista a la Vieja Meg o, más probablemente, a ti, pero hasta este mismo momento no lo sabíamos con seguridad. Eso sí, nos preguntábamos si harías algo.

—¿Quién es esa gente? —preguntó Gaia, ¿por qué no habían ido a hablar con ella? ¿Por qué tenían tanto miedo?

Derek apretó los labios, y los recelos de Gaia se dispararon. Lo mismo sus amigos eran simplemente unos chismosos, pero también era posible que hubiese gente que se reuniera a escondidas y se cuestionara el derecho del Enclave para dictar las leyes que gobernaban a quienes vivían fuera del muro. Quizá sus padres habían tomado parte en esas reuniones y eso había bastado para que los arrestaran.

—El mes próximo aumentarán la cuota a cinco bebés —dijo.

—¿Ah, sí? —preguntó Derek abstraído. Amasó otra barra, moviendo los dedos con habilidad. Después sacó una bandeja del horno, que dejó sobre la mesa con un golpeteo metálico.

—¿Hay alguien? —llamó una voz de mujer desde la tienda.

—Voy —contestó Derek. Echó a Gaia un vistazo y esta se apartó en silencio hasta un rincón, donde se escondió tras una estantería de latas y cajas. Él se limpió las manos en el delantal y se dio la vuelta; sus grandes hombros se perfilaron brevemente contra la luz cuando atravesó la cortina de cuentas.

Gaia escuchaba la voz de la clienta y las afables contestaciones de Derek. No estaba segura de por qué confiaba en él, pero así era. Para empezar, tenía más información que la familia de Theo Rupp, aunque las noticias fuesen malas. Por lo visto, su madre le había ocultado ciertas cosas, o porque no confiaba en ella o porque quería protegerla, pero Gaia estaba harta de no enterarse de nada.

Oyó un adiós y unas pisadas que se acercaban. Derek volvió a atravesar la cortina. Gaia salió con dificultades de su estrecho escondite.

—Abultas poquito, ¿eh? —dijo él.

Gaia se acercó a la mesa; ya lo había decidido:

—Tiene que ser esta noche, no hay tiempo que perder.

Derek frunció el ceño y la miró de hito en hito; Gaia no se achicó ante la intensa mirada. Pensaba hacerlo con o sin su ayuda, aunque preferiría contar con él. Por fin, Derek accedió. Luego volvió a dedicarse a su pan y, con un cuchillo, hizo una pequeña muesca en la superficie de cada barra amasada.

—A medianoche —le dijo—. Ponte un vestido rojo.

Gaia soltó un gritito ahogado. Además de caro y llamativo, el rojo era tabú para quienes vivían fuera del muro.

—¿Y un cartel que diga: «Voy al asalto del Enclave»?

Él soltó una risita y levantó apenas la vista del pan.

—No sabes gran cosa tú, ¿verdad? Rojo; y tráete los pases. El agua puedes dejarla en casa de tus padres, ya la recogeré después.

Gaia asintió:

—La dejaré en el porche trasero.

La puerta principal se abrió de nuevo y se oyeron las pisadas de otro cliente. Derek volvió a limpiarse las manos y sacó algo de un estante alto: una barrita de pan integral. Cuando se la lanzó, Gaia la atrapó con ambas manos.

—Te acaba de salir un novio en el Enclave, pequeña —dijo el panadero sonriendo—. Ahora, vete.

Gaia salió por la puerta trasera al calor del sol. Sabía que solo estaba bromeando y que era una forma de decirle que aceptaba el trato, pero la palabra novio le chirrió; y no haberlo tenido jamás no ayudaba precisamente. Nunca había visto a un chico que la atrajera y, por supuesto, nadie podía sentirse atraído por ella. Para acabarlo de arreglar, sufrió una visión repentina del atractivo rostro del sargento Grey, cosa que la irritó aún más. Solo lo había visto un momento y con poca luz, pero su cara ensombrecida se había grabado en su memoria. «Seguro que ha tenido su cuota de novias», pensó. Algunas chicas se sentirían atraídas por su cara bonita, aunque por dentro fuera más frío que la Edad Fría. Bueno, en cualquier caso, no era asunto suyo. Con la barra de pan bajo el brazo, al calor de su costado, casi como el bebé de Sonya hacía unas horas, se apresuró por las calles traseras de Wharfton para llegar a casa; sin embargo, su cabeza le llevaba horas de adelanto, imaginando el camino por esas mismas calles en dirección contraria y preguntándose cómo diablos iba a arreglárselas para encontrar un vestido rojo. Pero, por primera vez en semanas, tenía un propósito, y podía canalizar toda su ansiedad en un plan para infiltrarse en el Enclave.