FUE IDEA DE YVONNE hacer una máscara. Primero sugirió cubrir la cicatriz de Gaia con harina y canela, pero dado que la superficie irregular de su mejilla izquierda seguía notándose, pensó en lo de la máscara.

—No sé para qué —objetó Oliver—, a estas alturas ya la está buscando todo el Enclave. Lleva saliendo tres días en las noticias de la tele. No llegará ni a acercarse a la torre sudeste. En cuanto alguien la pare y la mire de cerca, verá la máscara y sabrá que es la chica de la cicatriz.

—Si la máscara es buena, no —arguyó Yvonne.

—Y si es un chico, menos —remachó Perla.

Era de noche, así que cerraron los postigos de las ventanas. La luz de la lumbre pasaba a través de las ranuras de la puerta de hierro del horno, en cuyo interior se horneaban bandejas de pan. El aroma daba calidez a la cocina, y la lámpara que arrojaba luz sobre la mesa relegaba las sombras a los rincones. Una olla con restos de sopa se enfriaba en el hogar. Gaia paseó la mirada por la estancia, las palas de madera, las estanterías con ruedas llenas de bandejas y más bandejas de barras horneadas y de barras blancas que esperaban para entrar en el horno.

No estaba muy segura de cuándo dormía la familia Mace, porque en ese momento, cerca de la medianoche, seguían levantados y trabajando. Además, la ayudaban a urdir un plan para llegar hasta su madre. Mace era el único que faltaba, ya que se había ido para hablar con la hermana Khol.

Gaia miró dudosa a Perla.

—Soy fea, pero no soy un chico.

Perla se sentó junto a ella a la mesa de la cocina y le estrechó las finas manos.

—El aprendiz de Mace abulta poco más que tú —le dijo—. Aquí tenemos ropa para él; si te rellenamos un poco en los lugares precisos, podremos disimular tu figura.

Cuando Gaia advirtió que la cosa iba en serio, sintió retortijones en el estómago y se retorció ansiosamente las manos, libres ya del cariñoso apretón de Perla.

—¿Pero lo de la máscara funcionará?

Perla le sujetó la barbilla y le giró la cara hacia la luz. Gaia se sometió a la inspección y le sostuvo la mirada. Sabía lo que estaba viendo.

—¿Qué te pasó, niña? —le preguntó con suavidad la mujer.

Era una historia tan vieja que Gaia hubiera debido estar habituada a contarla, pero, quizá porque aquellas personas eran sus amigos, le molestaba aún más regresar al pasado.

—De pequeña, cuando estaba aprendiendo a andar, me tropecé con un barreño de cera caliente. No es que me metiera dentro, pero me cayó encima parte de la cera.

Perla frunció el ceño y le acarició con el pulgar el sensible contorno de la mandíbula. A Gaia le era difícil leer su ancho y sensato rostro. Después, la mujer le tomó las manos y le examinó las palmas, una a una, como si quisiera leerle el futuro en las rayas de la mano.

—No encaja —reflexionó en voz alta—. ¿Cómo es que no te quemaste las manos?

Gaia cerró los dedos, perpleja.

—Cuando un bebé se cae —continuó Perla—, lo primero que hace es echar las manos al suelo. Si te hubieras caído, te las habrías quemado.

Gaia negó con la cabeza.

—Eso dependería de la altura del barreño y de cómo me cayera. En realidad, no lo recuerdo, pero me lo contaron.

Perla inclinó de nuevo el rostro de Gaia hacia la luz del techo antes de dar por finalizado su examen.

—Si de algo sé, es de quemaduras, Gaia.

Se remangó el vestido para enseñarle sus musculosos brazos; la pálida piel estaba salpicada de manchas marrones, miles de cicatrices antiguas y recientes.

—Cuando trabajas todo el santo día entre hornos y bandejas calientes, te ganas tu cuota de quemaduritas y quemadurotas. Una como la tuya… en fin, casi parece que te la hicieron a propósito.

Gaia se echó hacia atrás para apartarse de la mujer. Las únicas personas que hubieran podido hacerle algo así eran sus padres.

—Fue un accidente —dijo en voz baja.

—¡Pero qué más dará! —protestó Oliver—. ¿Se puede disimular o no?

Perla devolvió su robusto cuerpo al taburete y asintió lentamente. Gaia dejó caer la mirada sobre las manos de su regazo, deseando borrar lo que Perla le había dicho.

Yvonne dio una palmada.

—¡Ya lo tengo! Mamá me hizo una vez una máscara fantástica para el cole. Yo iba de la chica fantasma esa, y no me reconoció absolutamente nadie. Díselo, mami. ¿La hiciste con una crepe, no? Y mezclaste la harina con especias para darle color. ¿No?

Mientras el silencio se prolongaba, Gaia sentía sobre ella los ojos de Perla, pero no quiso mirarla. Sus muñecas se habían curado ya de las ligaduras de los días previos, aunque aún le dolía un poco al presionarse las señales. Le resultaba imposible de creer que sus propios padres la hubieran quemado, pero era incapaz de olvidar las palabras de Perla.

—Lo siento —le dijo esta.

Gaia se sorbió la nariz.

—Sé que estás equivocada.

Perla le dio un apretoncito en el hombro.

—Entonces es que lo estoy. Venga, vamos a preparar esa máscara.

Alguien llamó suavemente a la puerta. Todos se paralizaron. La mirada de Gaia voló hacia Perla, cuya rígida expresión demostraba a las claras que quien llamaba no era Mace. Sin decir palabra, Perla le señaló las escaleras, así que Gaia subió como un rayo y tan silenciosamente como pudo hasta el descansillo, donde se agachó para atisbar la planta baja. El corazón se le desbocaba cuando Perla apagó la luz y abrió la puerta.

—Por favor —susurró alguien—, déjame entrar.

Gaia se aferró a la barandilla.

—Ya está cerrado —replicó Perla—. Vuelve mañana.

—¡Espera! —dijo la voz con más claridad—. Me envía Derek Vlatir.

El corazón de Gaia dio un brinco de reconocimiento y de miedo. ¡Leon! ¿Por qué había venido? No veía nada, salvo el tenue rayo de luz de Luna que caía en el suelo. Perla le abrió la puerta. El rayo se ensanchó un instante, hasta desaparecer cuando la puerta fue cerrada.

—Oliver, una vela —dijo Perla.

Su hijo prendió una cerilla. Leon estaba junto a la puerta, de espaldas a la pared.

La panadera empuñaba un cuchillo y lo apuntaba al corazón del capitán.

—Más vale que te expliques, hijo —exigió.

Oliver encendió una vela y la puso en un ladrillo que sobresalía de la pared del horno. En la otra mano sostenía una cuchilla de carnicero. En la débil luz, Gaia veía la cara de Leon y su desarreglado uniforme, del que habían desaparecido el sombrero y la chaqueta. Desde lo alto, no le veía los ojos, cubiertos por el enmarañado cabello, pero su silueta inmóvil y la tensa línea de su mentón sin afeitar evidenciaban recelo.

—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Perla en voz baja.

—Mace Jackson conoce a mi padre.

Perla se irguió aún más.

—No tenemos el honor de haber sido presentados al Protector.

Leon mantenía las manos contra la pared, a su espalda.

—Mi verdadero padre es Derek Vlatir. Él es quien me envía.

Perla bajó el cuchillo. Sin soltar la barandilla, Gaia se acercó un paso para ver mejor a Leon, que en ese instante levantó la mirada y se quedó mudo de asombro al verla. Al principio pareció alegrarse, pero al punto su expresión se ensombreció.

—Estás aquí —dijo sin entusiasmo.

Perla miró a Gaia con dureza mientras esta bajaba por las escaleras y se acercaba a Yvonne, quien la abrazó por la cintura. La mezcla de emociones enmudecía a Gaia, pero su respiración era agitada y sus ojos estaban clavados en la desharrapada figura del capitán. La única vela encendida arrojaba una luz tenue sobre su piel y su camisa negra.

Leon miró de nuevo a Perla.

—Derek Vlatir ha sido interrogado esta noche, porque el Protector supuso que yo le pediría ayuda. Tenía razón, y los guardias han estado a punto de atraparme, pero Derek me ha dicho que volviera al Enclave, y ahora… —se calló para mirar otra vez a Gaia— cree que Mace puede ayudarme.

Gaia reflexionó a toda prisa. Si lo que decía era cierto, entonces, en las últimas horas, Leon había descifrado el resto de la cinta, salido del Enclave, encontrado a su padre biológico y vuelto al Enclave.

—¿Por qué no has regresado al Bastión? —le preguntó.

—No podía.

—¿Y por qué no te has ido a los páramos?

—Tampoco podía —respondió él con voz cansada—, ignoraba dónde estabas tú.

Gaia sintió una extraña y lenta voltereta en el estómago. Tragó saliva. No sabía qué decir.

Perla metió el cuchillo en un cajón y tiró de la cucharita colgante para encender la lámpara del techo.

—Está claro que estos chicos se conocen —dijo—; suelta esa cuchilla, Oliver.

—Pero es el hijo del Protector —objetó el chico—, estamos escondiendo a un fugitivo, nos matarán a todos por su culpa.

—Ya has oído lo que ha dicho. No parece enarbolar la bandera del Enclave precisamente, ¿no?

Oliver soltó la cuchilla a regañadientes, Yvonne dejó de abrazar a Gaia y se acercó a la mesa.

—¿Tú también te has fugado? —preguntó.

Leon dirigió la mirada hacia la niña y su voz se suavizó:

—Eso parece.

Yvonne asintió y Gaia consiguió respirar con menos agobios. Perla se acercó al horno y abrió la puerta para remover los carbones. Luego fue hacia la olla de sopa, que descansaba, ya fría, sobre los rescoldos del hogar.

—Vamos a sentarnos para que nos cuentes todas las novedades.

Leon dudó, como esperando una señal de Gaia, que consiguió que avanzara con un simple asentimiento de cabeza. Él aceptó una silla y la llevó a la mesa. Nerviosamente, Gaia se sentó enfrente de él. Con más luz, advirtió que su camisa negra era de un tejido basto, similar al de los hombres de fuera. Aunque el capitán dedicó una sonrisita a Yvonne cuando esta agarró un taburete y se sentó muy decidida a su lado, Gaia notó su estado de nervios.

—Sé dónde se encuentra tu madre —le dijo Leon—, está viva y goza de buena salud.

—En la torre sudeste —completó Gaia.

Leon tamborileó en la mesa con un dedo.

—¿Cómo te has enterado?

—Me lo dijo Mace.

El capitán asintió desviando la mirada hacia el horno.

—También he averiguado dónde enterraron a tu padre.

Gaia esperó, tensa; Perla le puso una mano en el hombro.

—Está en el cementerio de pobres que hay justo fuera del muro —añadió Leon—, en la fosa común.

Gaia cerró los ojos durante un largo y doloroso momento que enmudeció todo su cuerpo. Pensar en su padre le hacía daño, pero saber dónde reposaban sus restos era la terrible confirmación de que nunca volvería a verlo. Que yaciese fuera del muro hubiera debido proporcionarle un pequeño consuelo, pero solo sintió que la inmensa roca de su pena se fundía y la abrasaba por dentro.

—Ánimo, cielo —dijo Perla—. Tu padre descansa en paz. Acuérdate de eso.

Gaia abrió los ojos y miró a Leon.

—¿Y por qué arrestaron a mis padres, para empezar?

Leon se remangó hasta los codos y apoyó los antebrazos en el tablero de madera, pero no contestó.

—¿Hicieron realmente algo malo? —insistió Gaia.

—No, creo que no.

—Entonces, ¿por qué…?

—Guardaban un registro. Por eso los arrestaron.

—Pero guardar registros no es ilegal —objetó Gaia—. Además, ¿cómo se enteró de eso el Enclave?

—Se decía que una o más comadronas llevaban registros y, al interrogar a tus padres, resultó evidente que escondían algo. Cuando se negaron a colaborar con nosotros, se les acusó de traición.

Gaia advirtió que apartaba la mirada y que llevaba así desde que la había visto en la escalera. Algo le había pasado en los últimos cuatro días. Parecía como desfondado. Además, Gaia sentía una barrera entre ellos que la estaba dejando helada.

Bajó la voz:

—¿Qué ha pasado en realidad con la cinta de mi madre?

—No sé cómo explicarlo —contestó Leon—, es muy complicado.

Oliver, vigilante, retrocedió hasta un rincón en penumbra mientras su madre le llevaba a Leon un plato de sopa.

—Gracias, hermana —dijo el capitán.

—Comer algo no te impedirá contestar a las preguntas de Gaia. Empieza por el principio, y nosotros trataremos de seguirte.

Gaia se fijó en la mirada perdida de Leon, que parecía revisar recuerdos y datos invisibles para ella. Después el joven levantó la cuchara de su plato de sopa; la pequeña Yvonne alzó un dedo.

—No te manches —advirtió.

—Imagínate —le dijo él— que tu madre te regalara veintitrés cucharas para tu cumpleaños. —Deslizó la suya entre los labios.

Los ojos de Yvonne se iluminaron.

—¡Sería de locos!

Él apoyó la cuchara en el borde del plato. Gaia se ciñó la chaqueta y se echó hacia atrás para observar cómo le contestaba a la niña.

—Sí —le dijo a Yvonne con voz cariñosa—, pero son cucharas muy interesantes, todas de cromo, y cada una con una pequeña diferencia que te sirve para reconocerlas. Entonces, oh, sorpresa, abres el regalo de tu padre y te encuentras con veintitrés cucharas de cromo más. Cuando las miras de cerca, ves que puedes emparejarlas con las de tu madre.

Yvonne saltó del taburete y regresó con un par de cucharas.

—Así —afirmó dejándolas en la mesa, debajo de la luz.

Leon asintió.

—Sí, pero recuerda que en total hay cuarenta y seis, la mitad de cada padre.

—Cromosomas —soltó Oliver, dando un paso adelante a su pesar—. Eso lo hemos dado en el colegio. Las cucharas de cromo son cromosomas, y nosotros los llevamos en cada célula de nuestro cuerpo.

—Sigue —dijo Perla.

Leon sostuvo en alto su cuchara y la movió bajo la lámpara para que sus bordes reflejaran la luz.

—Cada cuchara tiene rozaduras en el borde, tantas que difícilmente puedes verlas todas, algunas más largas y otras más cortas. Las rozaduras son genes. De cómo se relacionen las rozaduras equivalentes de las parejas de cucharas dependerán tus características, como los ojos castaños o las orejas de soplillo.

—O la sangre que no se coagula bien —murmuró Perla, que miraba a Leon atentamente.

—Sí —contestó él.

Gaia esperaba que Perla mencionara a Lila, pero no fue así. Yvonne se había levantado del taburete y revoloteaba inquieta a su lado, así que Gaia le dio palmaditas en la cabeza para calmarla.

—¿Vamos a llegar a mis padres? —preguntó.

—Ya he dicho que era complicado.

El pulso de Gaia se aceleró al oír el tono algo cortante. Aquel se parecía más al verdadero Leon.

—Ya llegaremos, Gaia —terció Yvonne—. ¿Qué es el ADN? Yo quiero saber eso.

—Es el cromo de la cuchara —contestó Leon pasando la yema del dedo por el borde—. Es lo que compone cada rozadura, el material básico de cada gen, de punta a punta. No digo que todo lo que tú seas esté determinado por tus genes, pero los genes son muy importantes.

Gaia, con los ojos fijos en la cuchara, pensó que aquello encajaba con lo que ella sabía. Nunca había entendido del todo lo que era el ADN, pero con el cromo en todo aquel surtido de cucharas y rozaduras, veía con facilidad que el ADN de cada persona era único.

—Vale, sigue —dijo Yvonne.

Leon frunció brevemente el ceño.

—La historia tiene una segunda parte. Hay un niño del Enclave, un pequeño llamado Nolan, cuyos genes indicaban que padecería hemofilia. Sin embargo, no llegó a desarrollarla: su sangre está bien.

Perla profirió un grito ahogado.

—¿Cómo es posible? ¿Lo curaron?

—No. Cuando su hermano empezó a manifestar los síntomas de la enfermedad, sus padres lo llevaron al laboratorio del hermano Iris, y el laboratorio determinó que Nolan había nacido con un gen beneficioso que contrarrestaba la enfermedad. —Leon hizo una pausa—. Es como si una rozadura de otra cuchara sin relación alguna con la hemofilia, le impidiera enfermar.

—¿Es eso posible? —preguntó Gaia.

—Sí, y a eso se debía el entusiasmo del hermano Iris —dijo Leon, y su voz se apagó—: La madre de Nolan es del exterior, y esa madre tiene un tatuaje en el tobillo.

Gaia exhaló una enorme cantidad de aire y se reclinó en su silla.

—Ay, no —musitó. Aquel interés por la marca significaría mayor atención hacia el Sector Occidental Tres y eso complicaría aún más la vida de la gente.

—Sigo sin entenderlo —dijo Yvonne—, ¿qué importa un tatuaje?

Leon se volvió hacia la niña.

—En realidad, deben darse tres pasos para llegar al objetivo deseado. En primer lugar, el Enclave debe buscar más niños como Nolan, que no tengan hemofilia a pesar de lo que digan sus genes. En segundo lugar, debe identificar el gen supresor. Para ello hay dos métodos: cruzar a Nolan con otros niños como él, o estudiar los árboles genealógicos de esos niños y hallar el gen por eliminación. De estas dos opciones, la segunda es más rápida y más humana. Una vez identificado el gen, el último paso sería hacer pruebas a todo el mundo y conseguir que los portadores del gen supresor se casen con los portadores de hemofilia, para eliminar esta en sus hijos.

Gaia vio que removía la sopa con la cuchara, como si hubiera perdido el apetito.

—Estoy hecha un lío —confesó Perla—. ¿Qué influencia tendrá todo eso sobre nosotros? ¿Para todos nuestros amigos del interior?

Leon apartó el cuenco.

—Están llevándose a todos los chicos y chicas tatuados para ver si son como Nolan. La prueba es fácil, solo les sacan un poco de sangre y les frotan con un bastoncillo el interior de la mejilla. Cuando encuentren unos cuantos como Nolan, localizarán a sus padres.

—¿De fuera del muro? —preguntó Perla.

—Sí, de fuera del muro. Y, partiendo de ellos, estudiarán el árbol genealógico.

—Pero la marca no garantiza nada —objetó Gaia—, no hay relación entre los tatuajes y los genes.

—Ya lo sé, y el hermano Iris y el Protector también lo saben, pero con la única gente que podemos trabajar es con la gente tatuada, porque ahora conocemos a sus padres biológicos.

—Gracias a la cinta de mi madre —dijo Gaia.

—Sí —contestó Leon—, eso fue la clave. Nos vigilaban con una cámara. Debería haberlo supuesto, o Bartlett debería habérmelo dicho. Ya lo han descifrado todo.

—También te han utilizado a ti, ¿no?

Leon asintió.

—Cuando me vieron entrar en tu habitación a mí solo dieron saltos de alegría.

—¿Te tendió una trampa el sargento Bartlett?

—No lo sé. Algo así no sería propio de él; no a propósito, al menos. Él solo sabía que yo me interesaba por ti.

El corazón de Gaia dio otro saltito. «¿Qué le diría sobre mí al sargento?», pensó.

—¿Qué has dicho que harían tras identificar el gen y encontrar a la gente que lo lleve?

Leon enlazó los dedos, que arrojaron una sombra afilada sobre la mesa.

—Piensan a largo plazo. Una vez que lo identifiquen, harán pruebas a los bebés del exterior y se quedarán con los portadores. Son pacientes.

El nuevo horror dejó a Gaia sin habla.

—¿A todos? —preguntó por fin.

—Serán los ascendidos más deseados —respondió Leon cansinamente—. Se alentará a sus madres para que tengan tantos hijos como puedan, y todos serán ascendidos. Y cuando esos niños se hagan mayores, podrán elegir a los miembros casaderos de las familias más selectas del Enclave.

Perla se llevó el plato de Leon.

—Parece todo muy rocambolesco —comentó.

—Pues es tal como lo he contado —dijo Leon.

Gaia se inclinó hacia delante y enlazó las manos sobre la mesa.

—¿Qué te pasó cuando te fuiste de mi cuarto?

Un músculo se tensó en la mandíbula de Leon.

—Fui a ver a mi pa… al Protector y al hermano Iris. Este me felicitó por mis progresos contigo y me explicó lo del gen supresor —su voz se tornó baja y burlona—: Me dijo quiénes eran mis padres, porque el hermano Iris siempre recompensa las buenas acciones, y después quiso saber si yo podría encontrar el bebé que salvaste, el de la pareja ahorcada.

—Bromeas —dijo Gaia.

Leon se pasó una mano por delante de los ojos y, cuando la bajó, seguía mirando a Gaia intensamente.

—El bebé podía ser como Nolan. Quieren que vuelvas, Gaia, quieren convertirte en una heroína por haberlo salvado.

—No —farfulló Perla.

Gaia contuvo el aliento. Leon sacudió la cabeza.

—Les dije que el bebé había muerto.

Perla estaba apoyada en el fregadero.

—¿Murió? —quiso saber.

Leon se volvió hacia ella y dijo en voz baja:

—No estoy seguro. En el mercado negro no se puede seguir la pista a los bebés, a menos que la hermana Khol guarde algún registro, y sería una locura que lo hiciera. —Se volvió para mirar a Gaia—. Por eso debes irte, aquí no estarás a salvo en ninguna parte, ni aquí ni en Wharfton. Si te encuentran, te utilizarán. No tienes más remedio.

Gaia guardó silencio mientras trataba de asimilar la nueva información. El Enclave la quería por motivos políticos, lo que era aún peor que desear verla muerta, pero lo más preocupante eran las familias del Sector Occidental Tres: ¡iban a perder a la mayoría de sus hijos!

—¡Habría que pararles los pies! —gruñó Gaia.

—¿Cómo? —preguntó Oliver.

—No sé, pero habrá algún modo.

Leon meneó la cabeza.

—No lo hay, Gaia, son demasiado poderosos. Y convencerán a la gente de que es por su bien; siempre lo hacen. Y quizá a la larga sea lo mejor.

El capitán cerró los ojos y se frotó la frente, como si estuviera agotado.

—No es posible que creas eso —dijo Gaia.

—Yo ya no sé lo que creo ni lo que dejo de creer. No confío en ellos, pero entiendo que encontrar ese gen sería de gran ayuda.

—¿Estás diciendo que la esclavitud procreadora sería de gran ayuda? —inquirió Gaia—. ¿Estás diciendo que las madres tienen que ser como gallinas ponedoras, o que es estupendo robarles un hijo tras otro?

Por fin, a regañadientes, Leon levantó la mirada. Si Gaia había pensado alguna vez que el capitán guardaba algo muerto en su interior, aquel algo no era nada en comparación con la vacuidad insensible y lóbrega que descubrió en sus ojos. «¿Qué te ha pasado?», hubiera querido preguntarle. Perla le puso la mano en el hombro.

—Calma, Gaia. Son muchas cosas de golpe. Pero, te diré: si yo supiera de algún muchachito del exterior que pudiera casarse algún día con Yvonne para darle hijos sanos, le abriría las puertas, no se las cerraría. Muchos de nosotros creemos que el Enclave acabará acertando. Suele hacerlo.

—Y si crees eso, ¿por qué dejas que tu familia me ayude? ¿No te das cuenta de que hay que tomar partido?

Perla cruzó sus fuertes brazos, como dando a entender que ella era más dura de pelar.

—Yo tengo que vivir aquí —explicó con calma—, mi vida está aquí. No es perfecta, pero es lo mejor que tenemos. Te ayudo porque mi corazón me dice que es lo correcto y porque puedo hacerlo. Eso me basta.

Gaia forcejeó con su confusión y se obligó a pensar en el futuro.

—Pero tenemos que liberar a mi madre —dijo—, eso es lo principal, ¿no?

Yvonne y Oliver respiraron aliviados, y Perla arrastró otro taburete hasta la mesa.

—Mira —dijo enseñándole un papel enrollado.

—¿Qué es eso? —preguntó Leon.

—Un mapa —dijo Oliver—. Lo hemos buscado antes.

Por primera vez, el viejo Leon pareció resurgir.

—¿Qué plan tienes? —preguntó dándole la vuelta al mapa y acercándoselo. Gaia inclinó la cabeza para intentar verlo desde su ángulo. El pergamino se había roto en los bordes y ciertas líneas estaban emborronadas y redibujadas debido a varias actualizaciones, pero era un mapa completo del Enclave y de Wharfton, con las calles y los sectores cuidadosamente señalados.

A Gaia le resultó raro ver su mundo reducido a dos dimensiones, sin la elevación que tanto significaba al ascender del inlago al muro, o una vez en el Enclave, al subir poco a poco hacia el Bastión. Aún así, daba una idea clara de lo lejos o lo cerca que estaban las cosas. Pasó el dedo suavemente por la pequeña línea de la calle Sally, del Sector Occidental Tres, donde estaba su casa, y pensó que a su padre le habría encantado aquel mapa.

—Mace ha ido a preguntarle a la hermana Khol si podía llevarme hasta mi madre —dijo—. Me voy a disfrazar, para hacerme pasar por uno de los chicos que a veces cargan con alguna de sus bolsas. Nos llevaremos una herramienta que corte, por si hay candados o cadenas, y después tiraremos una cuerda por la ventana, para bajar.

Leon parecía bastante escéptico.

—¿Qué? —exigió Gaia cruzándose de brazos—. ¿Se te ocurre algo mejor?

Él carraspeó y, para enfado de Gaia, no pudo disimular una sonrisa.

—Lo de la hermana Khol tiene un pase —contestó—, pero lo de la cuerda… así no conseguirás bajar jamás, a no ser que dispongas de una vasta experiencia como escaladora que me es desconocida. Y no digo nada respecto a tu madre.

Oliver se rio. Gaia se irguió en el asiento y Perla le dio un codazo preventivo.

—Sobre la cuerda estábamos dudosos —admitió la panadera.

Leon sostuvo las palmas en alto como diciendo «¿ves?».

—No eres el único con brazos fuertes —refunfuñó Gaia.

—Seguro que los tuyos están llenos de músculos —contestó Leon—, pero ¿y los de tu madre?

Gaia volvió el mapa en su dirección.

—¿Vas a ayudar o no? El Bastión y la cárcel están aquí, y la torre sudeste aquí. —Señaló ambos lugares—. Después de recoger a mi madre, podemos salir por la puerta sur, con algo que distraiga a los guardias, o por aquí, donde está el pasadizo del muro por el que yo entré —añadió. Cuando miró a Leon, vio que el joven se había levantado y que estaba junto a ella, mirando el mapa por encima de la cabeza de Yvonne.

—¿Por qué no la puerta norte? —preguntó.

—En Wharfton tenemos amigos. Ellos nos ayudarán a escondernos y a conseguir provisiones para el viaje. ¿Cómo entraste tú al volver de casa de Derek?

Leon tocó la línea del muro en otro punto.

—Por aquí, por la central fotovoltaica —contestó. Tras dudar un poco, señaló una calle y después la granja apícola—. Aquí hay un túnel, y aquí otro, que conducen a la bodega del Bastión —señaló un punto dentro del edificio.

Gaia meneó la cabeza.

—Eso queda demasiado lejos de la torre —objetó. Luego estudió el mapa y se fijó en la forma ominosa en que todas las calles acababan en la cara interna del muro—. Mace se ha ofrecido a sacarme escondida en un bicicarro cuando los chicos salgan a por leña.

Leon negó con la cabeza.

—No habría sitio para los tres. Tendremos que salir por este pasadizo de aquí —señaló la central fotovoltaica, en el extremo suroriental del Enclave.

«¿Los tres?», pensó Gaia. ¿Leon pensaba cruzar el muro con ellas?

—Bueno —convino.

—¿Qué harás después? ¿Se te ha ocurrido pensar en cómo vas a sobrevivir en los páramos?

Gaia pasó el dedo por el borde norte del mapa.

—El Bosque Muerto está al norte de aquí. Allí vamos. A la comunidad que vive en él.

Leon se enderezó un poco. Yvonne acercó el taburete a la mesa y se inclinó sobre el mapa para examinarlo. Oliver y Perla se miraron.

Por fin, Leon dijo:

—Al norte no hay más que tierras baldías, Gaia —dijo con calma—. El Bosque Muerto es un mito.

Gaia miró a Perla y a los demás, esperando que lo contradijeran, pero ellos guardaron silencio.

—Yo también lo pensé, pero es real —afirmó Gaia. Al ver sus caras de duda, trató de recordar por qué sabía que lo era—. Fuera del muro están seguros de que existe: hay gente que se va allí.

—Porque se mueren —dijo Oliver.

—No. Una amiga mía, la Vieja Meg, dijo que se iba allí. —Gaia se calló mirando a Leon y recordando cómo le había preguntado sobre aquella amiga la noche en que lo conoció.

—¿Y ha regresado alguien alguna vez? —preguntó el capitán a modo de indirecta.

Gaia estaba segura de que aquel bosque existía, aunque no tuviera pruebas.

—No —contestó.