Treinta
—¿Carter? —Allie gritaba a pleno pulmón pero tenía la sensación de que la nieve absorbía sus palabras—. ¿Dónde estás?
No recibió respuesta.
Avanzaba penosamente, con nieve hasta las rodillas, buscando en la oscuridad. Cada paso le suponía un tremendo esfuerzo, pero tenía que encontrarlo. Estaba allí fuera, en alguna parte, solo.
Y hacía muchísimo frío.
Una urraca revoloteó en lo alto, tan cerca que pudo ver el brillo de sus plumas blancas y negras.
—¡Carter! —volvió a gritar.
Aquella vez le pareció oír una débil respuesta e intentó apretar el paso, pero los pies no le respondían. La noche era tan cerrada… No veía nada.
¿Dónde se había metido la luna?
Entonces el viento transportó la respuesta hasta ella.
—Allie, ten cuidado. No es seguro.
Sin saber por qué, aquellas palabras la aterrorizaron.
—Es seguro —una lágrima le surcó la mejilla—. Lo es.
—Ten cuidado, Allie —dijo él—. Y despierta. Despierta.
Ahogando un grito, Allie se incorporó tan súbitamente que estuvo a punto de chocar con Rachel.
—¿Pero qué…? —entrecerró los ojos, deslumbrada. La luz entraba a raudales en la habitación—. ¿Qué ha pasado?
—Estabas gritando en sueños. Te he oído desde mi habitación —Rachel se sentó en la cama, le cogió la mano y se la frotó, como para calentarla—. Maldita sea. Tienes las manos heladas. Debes de haber tenido una pesadilla.
El sueño, sin embargo, ya se estaba esfumando. Tratar de recordarlo era como mirar una película a través de la niebla.
—¿Qué hora es?
Allie se inclinó hacia delante para mirar el reloj.
—Casi las doce, dormilona.
Allie se desperezó.
—Ayer por la noche llegamos muy tarde.
—He oído que no hubo suerte —comentó Rachel en tono inseguro.
La otra negó con la cabeza.
—Nada. Falsa alarma. Por desgracia, no lo decidieron hasta, yo qué sé, las dos de la mañana. Dios, tengo tanta hambre que me comería el escritorio.
—También podrías almorzar —Rachel se levantó y se dirigió hacia la puerta—. Conmigo. ¿Quedamos abajo?
En cuanto se levantó, Allie se miró al espejo e hizo un gesto de dolor.
—Maldita sea —musitó para sí—. Me había olvidado del pelo.
Cuando por fin había regresado a su habitación la noche anterior, se había quitado los zapatos y se había tendido directamente en la cama. El maquillaje se le había emborronado en la cara y tenía el pelo, además de rojo, de punta, como si estuviera asustada.
Cogió una toalla y se dirigió al baño. Reinaba un extraño silencio en el pasillo; algunos de sus compañeros se habían marchado la noche anterior con sus padres, otros tantos debían de haber partido por la mañana. Pronto, apenas quedaría nadie en el edificio.
Después de una ducha caliente, Allie se sintió mejor. Volvió a su habitación y abrió la ventana. Un resplandor frío y blanco inundó el cuarto, más brillante que la habitual luz del día, y Allie se asomó a un mundo nevado.
Tras ponerse el uniforme y un jersey de lana, Allie se secó el pelo y se dio unos toques de máscara de pestañas y brillo de labios.
No podía dejar de darle vueltas al beso que Sylvain y ella se habían dado. A que había sido una mala idea. A que con suerte nadie lo averiguaría.
Y a cuánto le apetecía repetirlo.
Zoe y Jo ya estaban sentadas a la mesa con Lucas y Rachel cuando llegó Allie. El cabello corto de Jo se alzaba como una corona fucsia sobre sus hombros delicados.
—Dadme de comer —dijo a modo de saludo.
—Queso.
Zoe depositó un bocadillo en su plato.
—Te quiero, Zoe Glass —dijo Allie con pasión mientras se disponía a dar un mordisco.
—Deberías haberte levantado antes. Te has perdido una batalla de bolas de nieve alucinante —Zoe daba botes de alegría—. He lastimado a unas cuantas personas.
—Límites, Zoe —la reprendió Rachel—. Recuerda los límites de una conducta normal.
—Todos han sobrevivido —murmuró la chiquilla a la defensiva.
—Esta vez —apuntó Lucas.
Las chicas aún se reían cuando Sylvain se sentó en una silla libre, junto a Allie. Ella tragó saliva.
—Eh, Sylvain, ¿se sabe algo? —preguntó Lucas enarcando las cejas.
El otro negó con la cabeza.
—Nada. Todo está despejado.
—Guay —Lucas se sirvió un poco de sopa—. Sin noticias, buenas noticias.
Al tiempo que cogía un bocadillo, Sylvain preguntó por la batalla de bolas de nieve y Zoe lo puso al día. Él la escuchó con interés, como si nunca hubiera oído una historia tan fascinante. A Allie se le encogió el corazón. No la había mirado ni una sola vez.
No se había parado a considerar que él pudiera estar arrepentido también. Tal vez se avergonzara de lo sucedido. Seguramente deseaba que nunca hubiera pasado.
¿Y si lo lamenta? ¿Y si todo fue una broma de mal gusto?
Mientras su confusión y su paranoia se disparaban, Sylvain le cogió la mano por debajo de la mesa. Sin volverse a mirarla siquiera, entrelazó los dedos con los de Allie hasta que las dos manos descansaron unidas. Donde nadie podía verlas.
Allie notó mariposas en el estómago. Aquello estaba mal. Sylvain y ella no podían estar juntos y Allie tendría que decírselo. De repente, recordó las sensaciones que la habían asaltado al besarlo. Por primera vez en siglos, no se había sentido sola.
Y le apretó la mano por debajo del mantel.
Mientras los demás informaban a Allie de todo lo que se había perdido aquel día —el precioso pirata de nieve, con su tricornio y una espada de verdad, el caos que había rodeado el éxodo masivo de alumnos— ella se dedicó a mirar a Sylvain de reojo. En una de esas él la pillo y Allie supo, por su media sonrisa, que ambos estaban pensando en lo mismo.
Aún no habían acabado de comer cuando Allie recordó que quería preguntarle algo a Rachel.
—Oye, ¿tu padre aún no ha vuelto?
La cumbre había terminado. Raj Patel ya debería haber regresado, pero Rachel hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Hay muchas carreteras cerradas; no ha podido salir de Londres. Con suerte, llegará esta noche.
Los alumnos avanzados de la Night School se pasaron todo el día entrando y saliendo de reuniones, así que Allie no tuvo ocasión de hablar con Sylvain. Estuvo todo el tiempo con Rachel y con Jo, leyendo y dormitando.
Por la noche, hacia las nueve, estaba completamente despejada. Las emociones contradictorias que había experimentado a lo largo de las últimas veinticuatro horas habían acabado por disparar sus niveles de adrenalina. De modo que mientras se ponía el uniforme de vigilancia, estaba deseando ponerse a trabajar. Los estudiantes de la Night School que no se habían marchado a casa se repartirían los turnos. A Zoe y a ella les tocaba el primero.
En el exterior, hacía aún más frío que la víspera, por lo que les proporcionaron botas de nieve acordonadas, altas hasta la rodilla, así como mallas más gruesas, anoraks acolchados y guantes térmicos.
Zoe, que ya se había enfundado el equipo, incluido un pasamontañas negro, daba puñetazos al aire en un rincón.
—Soy el ninja esquimal —declaró.
—Pareces eso exactamente —Allie se levantó—. Ostras, abulto tanto que casi no me puedo mover. No soy un ninja. Soy un hombre nube.
—Sí, tienes que moverte un poco para que se aflojen las prendas —Zoe intentó dar una patada pero no pudo levantar la pierna—. Esto no va a ser fácil. Espero que nadie se cuele esta noche. Tendremos que lanzarnos sobre ellos para derribarlos.
—Con este tiempo —dijo Allie mientras salían al pasillo—, nadie podrá acercarse aquí y mucho menos entrar.
Cuando llegaron a lo alto de las escaleras encontraron a Sylvain aguardando junto a la puerta. El chico adoptó un aire casual pero Allie intuyó que la estaba esperando. Cuando se miraron, ella se derritió por dentro.
—Ahora te alcanzo, Zoe —dijo Allie sin despegar los ojos de Sylvain.
Zoe, que seguía peleando con toda aquella ropa, no advirtió nada.
—Guay.
Salió dando patadas al aire.
Una expresión jocosa asomó a los ojos de Sylvain mientras examinaba el atuendo de Allie.
—Bueno, al menos no te morirás de frío.
—No te burles. Dentro de un rato tú también tendrás esta pinta —Allie sonrió—. Siempre y cuando no tengas que moverte, es muy cómoda.
Sylvain la atrajo hacia sí hasta que sus frentes se tocaron. Allie notó el aliento cálido del chico en la piel. Olía a café y a sándalo.
—Irás con cuidado, ¿verdad? —susurró él.
Allie se estremeció.
—Mucho.
Esto está mal, se dijo Allie. No debería darle pie.
Poniéndose de puntillas, lo besó rápida y apasionadamente. Cuando se apartó, los ojos de Sylvain se habían oscurecido, su respiración se había vuelto pesada.
—Te veo dentro de tres horas —dijo Allie.
—Mira —Zoe avanzaba con dificultad por la nieve, que le llegaba casi hasta las rodillas—. Es precioso.
Un manto blanco cubría hasta la última rama de los árboles, tapizaba la tierra, suavizaba todos los recodos. Las nubes se habían levantado y la luna teñía de azul el paisaje blanco.
El aliento de Allie se condensaba en nubes de vapor mientras que sus botas hacían crujir la nieve a cada paso. Con tanta ropa encima y una nieve tan profunda, costaba mucho caminar. Allie, que ya empezaba a sudar, se había quitado el pasamontañas; le picaba la cara cuando se lo ponía.
Zoe aún conservaba el suyo, pero enrollado en la cabeza, como un ladrón.
—Cuánto silencio —comentó Allie.
—No hay pájaros —asintió Zoe—. Ni zorros. A lo mejor es que no los oímos; la nieve absorbe los sonidos.
Eran casi las nueve. Ya habían completado una ronda y habían comenzado la siguiente caminando sobre sus propios pasos a lo largo de la verja. Zoe iba delante. Por fin se había acostumbrado a todas aquellas capas y empezaba a moverse con su agilidad habitual.
—Casi hemos terminado —estaba diciendo—. Cuando volvamos, me voy a tomar una taza de chocolate caliente.
Allie apenas le prestaba atención. Estaba pensando en Sylvain. El turno del chico no empezaba hasta las tres. Como el colegio estaba casi vacío, seguro que tendrían un rato para estar a solas en alguna parte antes de que tuviera que irse. La idea de volver a besarlo le aceleraba el pulso.
Se limitó a responder:
—Sí, una taza de chocolate estaría bien.
—Algo va mal.
Las palabras de Zoe sonaron tan intempestivas que, por un momento, Allie pensó que seguía hablando del chocolate. Entonces vio a qué se refería su compañera.
El camino del colegio se extendía ante ellas hasta la gran verja de hierro. Sin embargo, algo no encajaba. Desconcertada, Allie oteó la carretera, intentando discernir qué era.
—Falta algo —dijo—. ¿Qué?
—La verja —asustada, Zoe abrió los ojos de par en par—. Alguien ha abierto la verja.