Veintisiete
El día del baile amaneció despejado y frío. Las previsiones anunciaban nieve para aquel día, y nadie sabía qué era más emocionante, si el baile con su desfile de multimillonarios y líderes políticos o la batalla de bolas de nieve que sin duda se declararía después de la tormenta.
Aquel día no hubo clase y muchos alumnos pasaron el día haciendo el equipaje; la mayoría partiría al día siguiente a celebrar la Navidad en casa. Allie no tenía prisa. Rachel y ella se quedarían en el colegio hasta Nochebuena y después pasarían unos días en la mansión de Rachel antes de volver a Cimmeria. Los padres de Allie, al igual que Isabelle, no consideraban conveniente que Allie acudiera a Londres en Navidad. No después de lo sucedido en agosto.
En el vestíbulo de la primera planta se erguía un enorme abeto. Había otro en la sala común, más pequeño, decorado con luces rojas y doradas y tan cargado de bolas que apenas se le veían las ramas. El edificio entero olía a pino y a canela. Los estudiantes tocaban villancicos al piano de la sala común pero Allie, que no estaba de humor para celebraciones, hacía lo posible por ignorar las inminentes vacaciones. Ni bolas ni estrellas recortadas adornaban su habitación.
Su principal objetivo, por el momento, era conocer a Lucinda; hacerle las preguntas que llevaba tanto tiempo queriendo formular.
Su otro objetivo era permanecer con vida.
Seguía pensando que Nathaniel intentaría atacar aquella noche y no acababa de creerse que estuvieran preparados.
Por desgracia, nada impediría que el baile se celebrase. Y cuando Allie llamó a la puerta de Jo por la tarde, cargada con su vestido, se esforzó en adoptar una expresión alegre. Si Jo se daba cuenta de que estaba preocupada, se preocuparía también. Y eso nunca auguraba nada bueno.
A diferencia de Allie, Jo participaba del espíritu navideño con un entusiasmo que rozada el fanatismo. Un árbol de Navidad confeccionado con luces LED decoraba en su escritorio, una ristra de lucecillas iluminaba la estantería y una cinta dorada envolvía su silla, rematada en un enorme lazo. Recostado en una almohada de la cama, un Papá Noel de peluche vigilaba la habitación con desconfianza.
—Creo que deberíamos hacer algo especial para el baile —dijo Jo.
—¿Qué has pensado?
Allie colgó el vestido de la percha de detrás de la puerta y se dejó caer en la cama junto a Papá Noel.
Jo sacó dos cajitas del armario y se las mostró.
—Puesto que ninguna de las dos tiene pareja, lo que en mi caso es un hecho sin precedentes, deberíamos estar despampanantes —opinó—. Demostrarles a todos lo que se pierden.
Le lanzó una caja a su amiga.
Mientras examinaba el envase, una gran sonrisa asomó al semblante de Allie.
—Eres un genio.
—Ya lo sé —Jo cogió dos toallas—. Me encantaba el color de tu pelo cuando llegaste. De ahí he sacado la inspiración. Venga. Tú y yo. Al baño. Ahora.
Sin hacer caso de las miradas de curiosidad que les lanzaban las otras chicas, se metieron juntas en una ducha, riendo.
Con toda naturalidad, Jo se quitó la camiseta y se envolvió los hombros con una toalla. Allie hizo lo mismo.
Luego, la rubita se puso unos guantes de goma y agitó el frasco de plástico.
—Será mejor que yo te lo ponga primero y luego me lo pones tú a mí. Es difícil hacerlo sola.
Allie se echó hacia atrás mientras Jo le vertía pasta morada en el pelo y se la untaba con las manos enguantadas. Se estremeció complacida.
—Me encanta que me toquen el pelo.
—Ya lo sé. Es como un cabezagasmo.
—¿De dónde los has sacado?
Sin dejar de masajear la cabeza de Allie, Jo respondió:
—La novia de mi hermano me los ha enviado. La llamé la semana pasada.
El producto desprendía un olor tan fuerte que a Allie le lagrimeaban los ojos.
—¿Lo planeaste hace tiempo?
—Se me ocurrió cuando hicimos las paces —Jo embadurnó las puntas de la melena de Allie, que borbollaban entre sus dedos—. Como una visión.
Una hora y dos toallas inservibles más tarde, habían terminado. De vuelta en el cuarto de Jo, admiraron el resultado.
La melena de Allie lucía un rojo intenso, casi metálico, y colgaba en mechones húmedos por debajo de los hombros. Jo se había teñido de fucsia sus bucles cortos.
Exhibiendo sus graciosos hoyuelos, esta última sacudió sus rizos mojados.
—Parezco un duende.
Una ola de melancolía inundó a Allie mientras se miraba al espejo.
—Parezco mi antiguo yo.
Como si adivinara los pensamientos de su amiga, Jo buscó los ojos de Allie en el espejo.
—Tu viejo yo es tan hermoso como el nuevo.
Alguien llamó a la puerta.
—No queremos comprar nada, gracias —dijo Jo mientras la abría.
Zoe y Rachel aguardaban al otro lado, cargadas con sus vestidos respectivos.
A insistencia de Allie, habían quedado para arreglarse todas juntas. Se había sentido tan alejada de ellas que quería, aunque solo fuera por esa noche, tener cerca a sus amigas. Donde pudiera controlarlas.
Zoe miraba boquiabierta el cabello rosa de Jo.
—Oh, Dios mío, estás genial.
La tela que llevaba al brazo crujió cuando se puso a saltar de la emoción.
—Entrad —Jo se hizo a un lado—. Y preparaos para la transformación.
Los ojos de Rachel se posaron un instante en la cabeza de Allie.
—Deja mi pelo en paz —protestó Allie.
—Cantón —fue el único comentario de Rachel.
Allie se encogió de hombros.
—Nos ha dado por ahí.
—¿Puedo teñirme de lila? —Zoe tiró el vestido sobre la cama.
—Por desgracia, tu tierno cabello tendrá que conformarse con su tono natural. Hemos gastado todo el tinte —se disculpó Jo—. Pero puedes pegarte a nosotras e impregnarte de nuestra belleza multicolor. Y te maquillaré si quieres.
Añadió la última frase a toda prisa al ver que Zoe se entristecía.
La chiquilla las miró esperanzada.
—¿Me pintarás como una mona?
—Tanto como desee tu corazón —sosteniendo un tubo de pintalabios dorado contra la luz, Jo sonrió.
Primero, convirtió el cabello lacio de Allie en una melena de rizos rojos y lustrosos. A continuación, recogió el pelo de Zoe con unas cintas y se lo cepilló hasta que brilló como un cristal oscuro. Luego le repasó los ojos con lápiz azul y añadió una capa generosa de máscara de pestañas. Mientras le aplicaba brillo de labios color fresa, Rachel miró a la más joven con expresión dubitativa.
—Parece una prostituta enana.
—Me gusta —Zoe puso morritos frente al espejo—. Parezco mayor. Más madura.
—Solo es el baile de Cimmeria. No pasa nada —Jo le indicó a Rachel que se sentara delante de ella—. No va a venir Gary Glitter.
—¿Quién es Gary Glitter? —quiso saber Zoe.
Las demás ignoraron la pregunta.
Cuando Jo empezó a peinar la melena rizada y oscura de Rachel, esta la miró con desconfianza.
—No suelo hacerme nada en el pelo.
—Yo tampoco te haré gran cosa —Jo agitó un rizador—. Algún toque aquí y allá.
Rachel se encogió de hombros.
—Eso es lo que me asusta.
Ya había oscurecido; una masa de nubes ocultaba las estrellas y se respiraba el ambiente silencioso y denso que precede a las nevadas. A lo largo de la última hora, Bentleys y limusinas desfilaban sin cesar por el camino de grava. Ahora, los coches aparcados ocupaban la entrada hasta donde alcanzaba la vista.
Cuando acabó de peinar la abundante melena de Rachel, Jo echó un vistazo al reloj del escritorio, adornado con oropel dorado.
—Ha llegado la hora, señoritas.
Tras los últimos retoques, se abrocharon los vestidos las unas a las otras y se plantaron ante el espejo de cuerpo entero para comprobar el resultado.
—Parecemos ángeles —dijo Zoe conteniendo el aliento. No podía separar la vista de sus amigas.
—Hadas, más bien —el pelo rosa de Jo destellaba a la luz de la lámpara y su minivestido de terciopelo negro dejaba a la vista unas piernas estilizadas—. O estrellas de cine.
Zoe llevaba un vestido de tafetán verde oscuro, con el cuello alto y la falda circular. Los ojos, muy maquillados, otorgaban al conjunto un delicioso aire punk. Rachel había escogido una vestido rojo mate que le dejaba un brazo y un hombro al descubierto. El toque de la diadema dorada le daba el aspecto de una princesa exótica.
Sin embargo, todas miraban a Allie.
—Allie, cariño —dijo Jo—, estás fantástica.
—Alucinante —asintió Zoe.
—A pesar del pelo —reconoció Rachel.
El vestido vintage de Allie era de seda, de un tono azul oscuro, con falda de vuelo que caía desde la marcada cintura hasta la rodilla. Las mangas ceñidas le llegaban justo por debajo del codo y el pelo rojo henna, que destacaba la palidez de su piel, ofrecía el perfecto contraste a la seda del vestido. Allie adoraba aquella prenda desde que la vio por primera vez en su armario, durante el trimestre de verano. Era uno de los regalos de Isabelle, tan misteriosos como acertados.
Allie se sonrojó.
—Bueno, pues dejad que os diga a una cosa: ¿quién necesita a los chicos? Por mí, podemos besuquearnos entre nosotras.
—Otra vez no —murmuró Zoe mientras se dirigía hacia la puerta.
—En serio, Allie —le dijo Rachel—. Al final se va a convertir en una costumbre.
—Estoy segura de que si fuera lesbiana me costaría menos encontrar pareja —Allie las siguió al exterior—. El problema son los chicos.
—No sé —intervino Jo en tono malicioso—. A veces los chicos son la solución.
—No sé de qué estáis hablando —dijo Zoe.
—Yo tampoco —se sumó Rachel.
Cuando llegaron a lo alto de la escalinata principal, todas se reían. Abajo, el gran vestíbulo forrado de roble lucía suntuoso con cintas de terciopelo y ramos de flores rojas y doradas. La prohibición de encender velas sin duda había sido levantada porque las había por todas partes, ardiendo en candelabros, sobre las mesas y en las repisas de las ventanas.
La música clásica procedente del salón de actos inundaba el pasillo entre una cacofonía de voces. El vestíbulo estaba atestado, de adultos principalmente, cuyos lustrosos peinados destellaban a la luz. Todos los hombres iban de esmoquin mientras que las mujeres lucían trajes de diseño a juego con minúsculos bolsos.
—No recuerdo haber invitado a toda esa gente —bromeó Jo mientras bajaban por la escalera, codo con codo.
—Oh, Dios mío. ¿Ese es el presidente Abingdon? —Zoe se adelantó y se abrió paso entre la gente hasta perderse en la multitud.
—Nuestra pequeña —suspiró Jo.
—Se ha hecho mayor —dijo Allie—. Como mínimo de cara. Jo…
—Ya lo sé —se rio Jo—. Es que ella me lo ha pedido.
Al ver a Lucas, muy elegante de esmoquin, Rachel se dirigió hacia él. Allie vio cómo el rostro del chico se iluminaba al verla. Lucas se inclinó hacia delante y le besó la punta de los dedos.
Allie se alegraba muchísimo de verlos tan felices. Pero la dicha de sus amigos le recordaba su propia pérdida.
El salón de actos estaba aún más concurrido. Alrededor de la pista de baile, las mesas se sucedían en espiral cubiertas con manteles rojos. Centros de hiedra oscura decoraban todas las mesas. El ambiente era cálido, impregnado de olor a cera, lirios de invernadero y perfumes caros. En una esquina, una orquesta tocaba un vals. Vestidos de esmoquin blanco, unos camareros muy ajetreados ofrecían copas de champán y vino caliente de Navidad.
Allie divisó a Isabelle junto a la pista de baile. Su vaporoso vestido, ceñido por la cintura, era de color negro con un brocado dorado. Se había recogido el pelo en un moño holgado y reía contenta rodeada de admiradores.
Mirando a su alrededor, Allie buscó con la mirada a una mujer de pelo blanco.
—Caray —comentó Jo, que se había puesto de puntillas para buscar sitio—. Esto está a tope.
—Hay mucha más gente que en el baile de verano —respondió Allie en tono distraído, aunque Jo no lo advirtió.
—Siempre es así. Asiste la junta al completo y todos los padres influyentes… Me parece que allí hay dos sitios.
Jo señaló al otro extremo de la habitación, y las dos chicas intentaron abrirse paso.
Lucinda Meldrum destacaría entre cualquier multitud, incluso en una tan nutrida como aquella. Allie sabía que si su abuela estuviera allí, la vería. Y puesto que no era así, se tranquilizó.
No debe de haber llegado todavía.
No obstante, cada vez que se preguntaba cómo la abordaría, no atinaba a pensar qué le diría. «Hola, abuela, ¿cómo es posible que no nos conozcamos?» No, no le parecía un buen comienzo.
—¿Por qué no han venido tus padres? —Allie alzó la voz para hacerse oír por encima del estrépito. Estaban sentadas de espaldas a la pared, en una mesa con buenas vistas al salón—. ¿No son ricos e importantes?
—Mucho —repuso Jo sin el menor atisbo de timidez—, pero están ocupados y no les gusta mucho venir por aquí. Mi padre siempre me dice: «El año que viene, cariño, el año que viene» —fingió un tono desganado—. Y mi madre está muy ocupada con Olivier, su querido de turno.
—Puaj.
Un camarero se acercó a la mesa de las chicas. Allie y Jo pidieron un refresco light.
—Exacto —Jo se cruzó de piernas, dejando a la vista la suela roja de sus zapatos de tacón alto—. Eh, mira, los padres de Sylvain están aquí.
Con un gesto de la cabeza, señaló a una elegante pareja que charlaba con Isabelle junto a la pista de baile. Inclinada hacia delante, Allie los observó con ávida curiosidad. El hombre tenía la piel blanca y un cabello rubio ceniza surcado de canas. Lucía con elegancia un esmoquin a medida. La mujer, de tez más cetrina, llevaba suelta la melena oscura, que le caía en rizos y ondas por la espalda. El vestido, de seda en un tono bronce, se le ceñía a las estrechas caderas y un collar de diamantes le adornaba la garganta.
Cerca de allí, Katie Gilmore acompañaba a una pareja mayor que debían de ser sus padres. Estaba despampanante con un vestido verde oscuro que destacaba su piel lechosa. Con una pizca de amargura, Allie se preguntó si sería una coincidencia que estuviera tan cerca de la familia de Sylvain.
En aquel momento, para alegría de Allie, Sylvain pasó junto a Katie sin verla y se acercó a su propio padre. Allie hubiera querido no sentir nada, pero se le aceleró el corazón. El impecable esmoquin de Sylvain resaltaba los fuertes músculos de su espalda. El padre se volvió a saludarlo y, a pesar de la distancia que los separaba, Allie pudo distinguir el azul brillante de sus ojos.
—Los ha heredado de él —musitó.
—¿Eh?
Jo, que tenía la mirada puesta en otra parte, siguió la vista de Allie.
—Su padre —explicó Allie distraída—. Sylvain tiene sus mismos ojos.
El camarero volvió con una bandeja de bebidas. Jo se quedó pensativa hasta que las hubo dejado y luego esperó a que el hombre no pudiera oírlas. Entonces se inclinó hacia delante y golpeteó la mesa con una uña color plata.
—Venga, confiesa, Allie. ¿Qué hay entre Sylvain y tú? He visto cómo lo miras. Y cómo te mira él. La verdad, hasta un ciego se daría cuenta de que pasa algo entre vosotros.
Sonrojándose, Allie apartó la vista de la familia de Sylvain.
—No, qué va… ¿Qué?
—Vamos, Allie —los ojos color aciano de Jo observaron a su amiga con suspicacia—. Soy yo. Te lo veo en la cara. Te gusta.
Presa del pánico, Allie se sintió incapaz de pensar. Se había esforzado tanto en que no le gustase Sylvain… Tanto… Y había fracasado.
—No puede gustarme, Jo.
Allie imploró con la mirada.
Jo parecía desconcertada.
—¿Por qué no? Es puro sexo con patas. Y tú le gustas.
—Es que, Carter… —farfulló Allie, mientras buscaba una explicación que no sonase absurda—. Odia a Sylvain y no hemos… No quiero hacerle daño.
Posando una mano en el brazo de Allie, Jo señaló a lo lejos; su pulsera de diamantes atrapó la luz y la descompuso en un millón de chispas brillantes. Allie siguió la línea del esbelto brazo de su amiga hasta… Carter y Jules. Él parecía muy alto de esmoquin y ella llevaba un vestido negro, ceñido, que le sentaba a la perfección. Se estaban besando.
—¿Qué?
Mientras los miraba de hito en hito, Allie hizo esfuerzos por cerrar la boca.
—Ya ves —Jo se inclinó hacia delante para mirarla a los ojos—. Nunca dejes que tu ex novio decida con quién sales. ¿Vale?
—¿Cuánto tiempo llevan…?
—¿Qué más da?
Tanto preocuparme por si le hacía daño a Carter y él… ¿qué hace? ¿Lo supera y olvida mencionarlo? ¿Me hace sentir culpable mientras se lo monta con Jules?
La rabia le ardía en el pecho cuando volvió a mirar a la pista. Los había visto bailando un lento pero la orquesta tocaba ahora una melodía distinta —una canción oriental que Allie recordaba del baile de verano— y Carter se retiraba con Jules. Se estaban riendo.
Allie aún estaba observando a la pareja cuando un chico se acercó a Jo y le hizo una reverencia.
—Señorita Arringford, ¿me concede este baile?
Tenía acento español y maneras de caballero; Allie se preguntó por qué nunca lo había visto.
—Hola, Guillermo —las pestañas de Jo aletearon—. Me encantaría. Pero deja que lo consulte con mi pareja —volvió la cabeza hacia Allie—. ¿Te importa, cariño?
Guillermo era alto y desgarbado, con una mata rebelde de rizos castaños. Parecía un príncipe español. A Jo le brillaban los ojos.
¿Cómo iba a negarse Allie?
—Divertíos, chicos.
Sonrió mientras los veía alejarse.
Guillermo era tan alto que tenía que agacharse para oír a Jo. Su amiga estaba ruborizada. Hacían una pareja preciosa.
Allie observaba a los invitados reír y bailar, y una abrumadora sensación de soledad amenazó con devorarla. Solo quería echarse a llorar, pero no pretendía organizar un numerito.
Iré a buscar a Lucinda.
Se abrió paso entre la multitud. Retazos de misteriosas y anodinas conversaciones de adultos flotaban en torno a ella como restos llevados por las olas del sonido.
—Ahora tiene un fondo de cobertura, por supuesto…
—¡Cinco pachuchos! ¡En St Andrews!
—Le dije que ese vestido era inaceptable pero no quiso escucharme. Nunca me escucha…
—Estamos pensando en vender la casa de Saint-Tropez, la verdad…
Cuando alguien le apoyó la mano en el brazo, dio un respingo. Alzó la vista y vio a Sylvain, que le sonreía.
—Allie. A mis padres les gustaría conocerte.
Al reparar en el pelo rojo de su amiga, enarcó las cejas. Ella se encogió de hombros como disculpándose y él la condujo al lugar donde los padres de Sylvain aguardaban.
—Madame y monsieur Cassel, les presento a mademoiselle Allie Sheridan —dijo Sylvain.
La pareja le estrechó la mano al mismo tiempo que la observaba con evidente curiosidad.
—Eh… Hola… Bonsoir.
Jamás en toda su vida se había sentido Allie menos sofisticada. Los padres de Sylvain le dedicaron comentarios educados y ella respondió en un francés de colegiala. El padre de Sylvain pasó al inglés con delicadeza.
—¿Y qué se siente —preguntó— al haber crecido en el seno de la familia de Lucinda Meldrum?
—Papá, eso es personal —protestó Sylvain con expresión horrorizada.
Allie, sin embargo, ya se estaba acostumbrando a ese tipo de preguntas y decidió responder.
—Es raro —confesó, acercándose a ellos como para hacerles una confidencia—. No estamos muy unidas —la respuesta pareció intrigarles, así que añadió—: Está muy ocupada. Siempre viajando de un lado a otro.
Sylvain agachó la cabeza para ocultar la sonrisa. Sus padres parecían fascinados.
—Claro —dijo el señor Cassel—. Nosotros no vemos a Sylvain tanto como querríamos porque también estamos muy ocupados. Lo entendemos perfectamente.
La madre de Sylvain pasó el brazo por los hombros de su hijo con afecto.
—Siempre le estamos diciendo que tiene que venir a vernos más a menudo —tenía la voz ronca, el acento tan suave como la seda que la envolvía—. Pero él comenta: «No mamá, tengo trabajo» —esbozó una sonrisa resignada—. Es como su padre.
La mujer llevaba un perfume embriagador… poseía la elegancia natural de una modelo. Allie estaba deslumbrada.
—Bueno, nos hacen trabajar duro.
Alzó la vista y descubrió que Sylvain la miraba con cariño. Una sonrisa bailó en los labios del chico y Allie notó mariposas en el estómago. Se le olvidó lo que estaba diciendo.
—Debes venir a visitarnos —la señora Cassel rompió el silencio con delicadeza—. Nos encantaría tenerte en casa —volvió la cabeza hacia Sylvain—. ¿Por qué no la invitas a Antibes este verano, cariño? Henri y Hélène la adorarían. Es adorable.
¿Adorable? Allie miró a Sylvain con desesperación.
—Son mis tíos —el chico se disculpó con la mirada—. Y, por favor, considérate invitada.
—Muchas gracias —dijo Allie con su tono de voz más educado—. Son ustedes muy amables. Me encantaría ver su casa.
—Allie debe reunirse con sus amigos ahora —la rescató Sylvain—. No podemos quedarnos aquí toda la noche.
—¡Oh, pero es tan encantadora! —corearon sus padres.
Allie se apresuró a despedirse. Le dolían las mejillas de tanto sonreír con educación.
La fiesta había invadido también el comedor, que exhibía las mismas mesas y velas que el salón de actos. No vio a Lucinda por allí, pero un delicioso aroma la distrajo. Siguiendo su olfato, Allie llegó a una mesa de bufé donde se agenció un pastelillo de cangrejo.
Mientras se lo metía en la boca, se dio la vuelta y estuvo a punto de chocar con Carter.
—Lo sien… —empezó a decir él. Justo entonces, la vio. Allie reparó en su expresión de sorpresa—. Allie.
Tensa, ella aguardó a que Carter expresara la fría rabia que parecía acompañarlo últimamente a todas partes, como una nube de hielo. Él, en cambio, se quedó petrificado. Recorrió el cuerpo de Allie con los ojos, observó el peinado, el vestido, los tacones altos que Jo le había prestado.
Por encima de todo, Allie se arrepintió de haberse comido aquel pastel de cangrejo, que intentaba tragar sin resultado; se le había secado la boca. Se dio la vuelta rápidamente a coger un vaso de agua de una mesa cercana y dio un trago. Si no lo hacía, vomitaría en su precioso vestido.
Cuando se giró otra vez hacia Carter, el chico se había ido.
Aturdida, se quedó mirando aquel lugar vacío. Si al menos supiese cómo sentirse. Las señales confusas que él le enviaba se le antojaban una tortura.
Ya no me importas. Sí que me importas. Te quiero. Te odio…
A lo mejor Jo tenía razón. No debía dejar que Carter decidiera con quién salía.
Tras devolver el vaso a la mesa, se abrió paso entre la multitud. Debía de haber cientos de personas. Ocupaban el pasillo principal, la escalinata e incluso el vestíbulo. Las conversaciones y las risas resonaban en los techos altos y reverberaban en la cabeza de Allie. A pesar de la temperatura exterior, el ambiente estaba cargado, como si los invitados estuvieran consumiendo todo el oxígeno.
Así que cuando Allie llegó a la puerta principal, le pareció lo más natural del mundo girar el pomo y salir a la noche oscura.