Diecisiete
—Tienes que decírselo a Isabelle y a Raj.
Sylvain le devolvió la carta a Allie, que la dobló con cuidado y se la guardó en el bolsillo.
—No.
—Allie…
La advertencia solo sirvió para aumentar la determinación de Allie.
—¿Qué pasará si se lo digo a Isabelle? —preguntó.
—Se ocupará de que los hombres de Raj lo intercepten —repuso Sylvain.
—¿Y qué harán con él?
Él se encogió de hombros. No lo sabía. Quizás ni siquiera le importaba.
—Ni se te ocurra decírselo a Isabelle. No permitiré que secuestren a mi hermano y lo utilicen como una especie de rehén en su absurda guerra —el pánico creciente impedía a Allie respirar con normalidad—. Acudiré sola, Sylvain, lo juro por Dios. Lo avisaré. Me escaparé con él —amenazó desesperada—. Nadie va a secuestrarlo.
—¡Allie, no! —la intensidad de la reacción de Allie sorprendió a Sylvain, que rompió a hablar con precipitación—. No lo hagas. Podrían hacerte daño.
—Christopher no me haría daño.
Los ojos de Sylvain se ensombrecieron.
—Christopher estuvo a punto de quemar este colegio con setenta y cinco personas dentro. Tú incluida.
—Ni se te ocurra… —de repente, a Allie le ardían los pulmones, como si no les llegara el oxígeno. Le costaba hablar y la habitación oscilaba horriblemente—… decirlo.
Vio confusión y alarma en los ojos de Sylvain.
—¿Allie? ¿Te encuentras bien?
Las paredes se acercaban y se alejaban; Allie empezó a resollar. Un sudor frío le cubrió la piel. Le faltaba el aire.
Me está volviendo a pasar.
—No puedo…
Se pasó un minuto interminable haciendo esfuerzos por respirar. El corazón le latía con tanta intensidad que apenas si oía lo que le decía Sylvain. Allie se puso en pie y salió corriendo de la sala. Sin mirar atrás, bajó a toda prisa la escalera trasera (treinta y siete escalones) y se internó en el aguacero.
Luego echó a correr.
El aire gélido le abofeteó el rostro cuando atravesó la oscuridad como alma que lleva el diablo. La lluvia le azotaba el rostro mientras intentaba mantener a raya el ataque de pánico que amenazaba apoderarse de ella.
El frío y el movimiento le devolvieron por fin la capacidad de respirar y notó que el ahogo cedía en su pecho. Pero no se detuvo. El cabello le caía sobre la cara. La lluvia la cegaba. El barro le salpicaba los tobillos y las rodillas.
Casi había alcanzado el lindero del bosque cuando unas manos la cogieron por los hombros para detenerla.
Allie se dio media vuelta, manoteaba, dispuesta a luchar. Se felicitó cuando su puño impactó contra la piel de Sylvain. Consiguió zafarse un momento, cuando los dedos de él resbalaron contra su piel mojada, pero antes de que diera tres pasos unos brazos fuertes como el hierro la sujetaron. Al darse cuenta de que no podría seguir corriendo, un sollozo le sacudió el cuerpo.
—¡Suéltame! —gritó Allie a voz en cuello.
—Allie. ¡Deja de luchar! —Sylvain jadeaba del esfuerzo—. ¿Pero qué demonios te pasa?
—Voy a ir a esperar a Christopher —lloró ella sin ton ni son—. Si se lo vas a decir a Isabelle, tengo que avisarlo.
Farfullando algo en francés (Allie no lo entendió, pero supuso que maldecía), Sylvain la estrechó con tanta fuerza que notó su aliento contra la oreja.
—No se lo diré, ¿vale? —prometió él—. No le diré nada a Isabelle. Ahora, por favor, para.
Allie dejó de luchar. Instantes después, Sylvain la soltó. Apartándose el pelo mojado de los ojos, ella buscó en la expresión del chico alguna señal de engaño.
—Prométemelo —dijo alzando la voz para hacerse oír por encima de la lluvia—. Jura que no se lo dirás a nadie.
—Tienes mi palabra —Sylvain le sostuvo la mirada—. Ahora, por favor —le tendió la mano—. Vuelve adentro.
Allie le creyó.
Súbitamente agotada, dejó que Sylvain la guiara; notaba el tacto frío y mojado de su mano. En silencio, regresaron al edificio. La adrenalina que había mantenido a raya el frío abandonó su organismo tan deprisa como lo había invadido y Allie tembló violentamente. Mirando a Sylvain de reojo, vio que él también tiritaba. Apretaba los dientes mientras la conducía a una pequeña puerta del ala este.
Cuando Sylvain la abrió, Allie opuso resistencia.
—¿Adónde vamos?
—Si usamos las entradas principales con esta pinta, la gente hará preguntas que prefieres no responder —dijo—. Esta es otra entrada.
La puerta desembocaba en un tramo de escaleras que descendía a una zona del sótano que Allie desconocía. Parecía en desuso; viejas sillas se amontonaban de cualquier manera contra la pared. En los nichos de los muros, luces parpadeantes proyectaban sombras inquietas a sus espaldas. Hacia la mitad del corredor, Sylvain abrió otra puerta y pulsó un interruptor que iluminó una escalera de caracol. A Allie le castañeteaban tanto los dientes que por fuerza Sylvain tenía que oír el ruido.
—Es una vieja escalera de servicio —explicó él—. Están por todas partes. La noche del incendio usamos otra.
Remontaron varias vueltas hasta llegar a otro pasillo, por fin caldeado. Sylvain la condujo ante dos puertas cerradas y escogió una en concreto. Entraron en un dormitorio amplio y aseado.
Allie comprendió de inmediato dónde estaban. Le dio un vuelco el corazón.
No puede ser su dormitorio; Carter me mataría. Esto no está bien. Tengo que salir de aquí.
Sin embargo, cuando Sylvain le tendió una toalla cálida y esponjosa, en vez de tirarla al suelo y salir corriendo, Allie procedió a secarse mirándolo todo con curiosidad. El cuarto de Sylvain era muy parecido al resto de las habitaciones, salvo por un maravilloso cuadro en un marco dorado muy ornamentado que decoraba la pared. Representaba a unos ángeles transportando a un hombre inconsciente.
Siguiendo la mirada de Allie, Sylvain se encogió de hombros.
—Un regalo —se disculpó.
El chico abrió un cajón, sacó un montón de camisetas y jerséis y los dejó caer sobre la cama.
—Toma. Quítate la ropa mojada y ponte esta. Te quedará grande pero al menos está seca.
Entre la mata de pelo enredado que le tapaba la cara, Allie lo asesinó con la mirada.
—¿Te crees que me voy a quitar la ropa delante de ti? Lo tienes claro.
Un amago de risa brilló en los ojos de Sylvain.
—No seas cría. Me volveré de espaldas si lo prefieres, pero si no te quitas esa ropa mojada no vas a entrar en calor. Además, darás la nota de vuelta a tu habitación.
Sin aguardar respuesta, Sylvain se giró hacia la puerta.
Por un instante, Allie no se movió.
Luego se quitó la camisa mojada, que cayó al suelo con un chapoteo. Habría querido dejarse el sujetador, pero también estaba empapado.
—Ni se te ocurra darte la vuelta —advirtió a Sylvain con los dientes apretados.
La risilla de él la sorprendió.
—Date prisa o lo haré —la amenazó—. Yo también quiero cambiarme.
Allie dejó caer el chorreante sujetador encima de la camisa y se puso una camiseta de Sylvain. La cubría hasta las caderas. Luego escogió un jersey y un pantalón de pijama con la cintura ajustable.
—Ya está.
—Gracias a Dios —exclamó él—. Me estoy helando —cuando se dio media vuelta, recorrió a Allie con la mirada—. Mi ropa te queda mejor que a mí —comentó.
Allie se ruborizó, pero él ya estaba rebuscando entre las camisetas y los jerséis sobrantes.
—Ahora voy a cambiarme yo —anunció Sylvain en tono desenfadado— pero no te pediré que te des la vuelta. Soy francés, así que no tengo tanto sentido del pudor como vosotros.
—Me daré la vuelta… —dijo Allie, pero Sylvain se quitó la camiseta mojada sin darle tiempo a terminar la frase.
Ya no hacía falta.
¿Verdad?
Allie contempló aquel cuerpo fibroso, la piel color café, ahora erizada como si contuviera un mensaje en Braille. Tiritando, Sylvain se secó a toda prisa antes de ponerse una camiseta idéntica a la que le había prestado a Allie. Luego, sin titubear, se quitó los pantalones mojados y los dejó caer en el montón de ropa húmeda.
Date la vuelta, Allie, se dijo ella. Pero no se movió.
Sylvain tenía las piernas largas y musculosas de un atleta, observó Allie mientras él se enfundaba unos pantalones secos sobre los bóxer azul oscuro.
—Eres muy guapo —se oyó decir Allie como si estuviera a miles de kilómetros de distancia.
Ay, Dios mío. Me he vuelto completamente loca.
Sorprendido, él alzó la vista hacia ella.
—Gracias —se limitó a decir—. Tú eres preciosa.
—Soy un desastre.
Allie se sentó en la cama de Sylvain, preguntándose sin mucho interés qué podía decir a continuación. Cuando levantó los ojos, descubrió que Sylvain le tendía una toalla. Lo miró sin comprender.
—Para que te seques el pelo —explicó él.
Sin embargo, el estrés le había pasado factura y Allie sostuvo la toalla sin hacer nada, pensando en Christopher, Carter, Gabe…
Y… ¡Basta ya! Por favor, Dios mío, haz que mi cerebro se calle.
Al ver que Allie no se movía, Sylvain se sentó a su lado en la cama y empezó a secarle el pelo con suavidad.
—He leído en alguna parte —comentó— que cuando hace frío pierdes casi todo el calor por la cabeza. Así pues, si tienes el pelo mojado no entras en calor, aunque el resto de tu cuerpo esté caliente. Es muy raro, ¿no crees?
Sylvain tenía las manos frías. Cuando rozaron el cuello de Allie, ella se estremeció.
—¿Qué te ha pasado, Allie? —le preguntó—. ¿Por qué has echado a correr así?
Allie cerró los ojos.
—Es que sufro ataques de pánico. Me quedo sin respiración —hizo un gesto impreciso—. Es una especie de claustrofobia. Pero… —volvió a abrir los ojos—… no digas nada.
Las manos de Sylvain se detuvieron a mitad de un movimiento.
—¿Nada de qué? ¿De tus ataques de pánico? Claro que no.
—No, Sylvain —replicó Allie con una vehemencia que los sobresaltó a ambos—. Por favor, no le cuentes a Isabelle que Christopher me ha escrito.
Dejando caer la toalla, Sylvain se desplazó para mirarla a los ojos.
—Te lo he prometido. Y no lo haré. Pero tú tienes que prometerme que no irás a ver a Christopher a solas.
—Tengo que verle —Allie sostuvo su mirada—. Tengo que saber qué pasó. Él es el único que me lo puede explicar. Sylvain, es mi hermano.
El chico levantó las manos.
—Pues lleva a Carter. Y a Lucas. Y a Jules.
Allie negó con la cabeza.
—Si se lo cuento a Carter, correrá a chivarse a Isabelle. No querrá ni escucharme —al pronunciar esas palabras, Allie comprendió por qué no le había hablado a Carter de la carta. No se fiaba de él. Y Carter no confiaba en ella.
—Porque tratará de protegerte —repuso Sylvain—. Cualquiera haría lo mismo.
—Yo puedo protegerme sola —objetó Allie.
La respuesta fue fría e instantánea.
—No, de Nathaniel no. Ni de Gabe.
—Tengo que ir, Sylvain —se acercó a él para mirarlo a los ojos—. Tengo que hacerlo.
Se contemplaron mutuamente; los ojos azules de Sylvain reflejaban la luz de la lámpara.
—¿Qué me estás pidiendo, Allie? —le preguntó con voz grave.
—¿Me acompañarás?
Allie contuvo el aliento.
Sylvain la observó un rato en silencio. Luego suspiró.
—Opino que todo esto es muy mala idea —se resignó—. Pero no dejaré que vayas sola.