57

—Alfa —susurré, arrancándole los cables y cogiéndola en brazos—. Vuelve —dije, llorando, temblando mientras el mundo a mi alrededor se hacía añicos ante la prueba palpable de su pérdida.

Había esperando más de la cuenta. Había querido hacer más de la cuenta. Caí en la cuenta de que salvarla era lo único que me había importado.

—Vamos —insistí—. Vuelve. —Le pellizqué los párpados y la besé. Pero nada. Le tomé el pulso. Débil, lento. Pero su corazón latía aún. Aún estaba ahí.

Su piel tenía un leve tono verdoso. Palpé la corteza que tenía en el vientre, que latía como llena de vida. Masajeé su estómago con intención de estimular el riego sanguíneo, pero cuando vi que seguía sin moverse me limité a reposar la cabeza en su vientre y llorar.

Oí que el ruido de los disparos cobraba mayor intensidad, así como los gritos de los agentes. Cerca. Muy cerca. Pero se sumó a ellos un nuevo sonido. Un zumbido peculiar que cobró fuerza hasta adquirir una cualidad humana y adoptar forma de palabra.

Voces. Voces a mi alrededor, por todas partes. Gemidos de confusión. Caos de murmullos indistintos, agitados. El sonido que se hace cuando se vuelve de entre los muertos.

Estaban conmigo. Estaban conmigo.

Un centenar de voces. Sólo necesitaba oír una más.

—Te quiero —dije, estrujando a Alfa.

—Lo sé, tío —susurró ella, aunque el sonido de su voz fue como una canción. Tal vez una de sus canciones del viejo mundo. O una canción nueva e independiente.

Menuda forma de despertar. Lo hizo entre el estruendo de los disparos, los gritos de los demás, mientras un gordo y un chico delgado hacían lo posible para que empuñaras un rifle.

Fue Alfa quien encabezó la carga, por supuesto. Tendrías que haberla visto. Levantó el rifle y lanzó un grito de guerra que hizo callar al más pintado y cubrió de vergüenza al mundo.

—Tenemos que superarlos en potencia de fuego —le expuse—. Empújalos a la retirada. Luego dirígete al barco. El lago está a nuestra espalda, al otro lado de esa cresta.

—¿Y tú?

—Voy a hacerme con aquello a por lo que vinimos. Pero me reuniré contigo allí. En el barco.

—No —dijo ella.

—Estaré allí, te lo prometo. Pero tienes que liberar a esta gente.

Entonces me besó. Fue fugaz. Me arrimé a ella como si fuera metal y yo estuviera cargado de electricidad, como si en aquel solitario instante yo fuese pura energía.

—Nos veremos allí —le dije.

—Vale, tío. Tú asegúrate de que así sea.

Confié un arma a alguien que iba con las manos vacías. Luego me dirigí hacia las puertas, donde un puñado de personas desnudas se servía de las armas para obligar a los agentes a ponerse a cubierto, forzándolos a la retirada en plena noche.

Me agazapé tras la línea del frente, atento a los veinte metros más o menos que me separaban del huerto de árboles frutales, mientras me preparaba mentalmente para echar a correr hacia allí.

Entonces Frost me dio un puñetazo en el brazo.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—A por el árbol.

—No sin que yo te acompañe, de ninguna manera.

Así que esperamos juntos, viendo cómo forzaban a la retirada a los agentes, aguardando a que se abriese un hueco en el tiroteo. Entonces, medio agachados, echamos a correr.

Pegados a la pared del búnker, avanzamos no sin cautela en plena noche, primero un pie, luego otro, hasta que estuvimos a punto de llegar.

Una bala levantó un trecho de nieve con un estampido seco. Luego otra más cercana.

Frost levantó el fusil sin dejar de avanzar, dirigiendo una ráfaga en dirección al lugar donde se repartían los agentes. Yo corrí derecho a la cúpula de acero, y una vez allí golpeé con fuerza la puerta hasta que se abrió.

Entré de un brinco, seguido de cerca por Frost, y ambos luimos a caer trabados en el asfalto cuando la puerta se cerró a nuestra espalda.

Las luces cenitales estaban apagadas y las lámparas de oro del tanque iluminaban la estancia como un sol eléctrico. Mi madre había puesto manos a la obra y se apresuraba para mover el tanque sirviéndose de una consola, tecleando las órdenes que permitirían que las ruedas situadas debajo del tanque empezasen a girar y rodar. Zee estaba junto a la puerta, petrificada, mirando a Frost.

—Buenas, Zee —la saludó el muy cabrón, esbozando una sonrisa torcida. Cuando se levantó, ella se alejó de él.

—Hay que darse prisa —dije—. ¿Todo listo?

—Casi —respondió mi madre.

Accionó un interruptor de la pared y una caja negra y hueca descendió del techo, cayendo sobre el tanque como una capa metálica.

—Banyan —dijo Zee con voz temblorosa—. ¿Qué coño hace él aquí?

—Voy a llevarte de vuelta a casa —respondió el propio Frost—. Al árbol y a ti.

Me acerqué hacia el tanque y lo empujé un poco para ajustarlo bajo aquella cascara negra. En el cristal pude ver el reflejo de Frost a mi espalda. Antes de que pudiera volverme, supe lo que había pasado.

El muy hijo de perra me apuntaba con el arma.

—Se acabó el juego, señor B. —dijo—. Al menos se acaba para ti.

—No —susurré.

Pero era demasiado tarde.

Lo último que vi fue cómo apretaba el gatillo con el dedo gordezuelo. Luego un destello de luz me cegó un instante. Y cuando fui capaz de ver de nuevo, el ambiente se había llenado de olor a sangre.

La bala había encontrado su objetivo.

Pero ese objetivo no era yo.

Había dado un salto para interponerse en el último momento. Fue la última cosa que hizo mi madre.

La sostuve en brazos mientras caíamos al suelo; yo respiraba aún, pero a ella la vida la abandonaba.

—¿Qué has hecho? —susurré.

Fue como si mi voz perteneciese a otra persona.

—Mantenerte a salvo —se limitó a decir con la voz rota y con un tono que se adelgazó hasta el silencio.

Rompió a toser y respirar con dificultad, hundió un dedo en el tanque de cristal que había a mi espalda, y su luz dorada relució y parpadeó en la honda negrura de sus ojos. Quiso decir algo más, pero saltaba a la vista que se estaba deshecha por dentro, que había mucho cable suelto, se le torció el gesto, borboteó y yo me eché a llorar. Tarde me puse a decirle que lo sentía. Pero ella había muerto. Sus hombros delgados ya estaban fríos, la piel tensa al tacto.

Miré hacia Zee, sentada de cuclillas en un rincón. Luego vi que Frost levantaba de nuevo el rifle, todo ello sin mudar la sonrisa.

—Bueno, constructor de árboles —dijo Frost, apuntándome de nuevo—. Ha llegado tu hora de morir.

Pero antes de que Frost apretase el gatillo, Zee le vació la munición de la pistola remachadora en la sien, un clavo tras otro, caminando hacia su objetivo mientras Frost caía al suelo. De pronto todo hubo terminado. Frost había muerto. Había acabado hecho un acerico.

Aunque yo sabía que no había terminado. Al menos no del todo.

Aún no.