3
Al día siguiente prácticamente tenía listo el terreno. Había aprendido a dejar todo lo que sobresalía para lo último. Si construyes la parte alta en seguida, el cliente acaba por querer saltarse los detalles, y a los tipos como Frost no hay nada que les interese menos que los detalles, eso lo garantizo. Extendí un montón de neumáticos viejos que había cortado a tiras desiguales, para que al pisarlo diera la sensación de caminar sobre hierra húmeda. Aparte había cosido una malla de plástico para darle el aspecto de hierba, y planté algunos arbustos de metal que había ido componiendo.
Al norte me había topado con una flota de carros de los que usa la gente para recorrer los mercados grandes como pueblos. Les quité todas las ruedas, y las monté sobre cañerías dobladas para que girasen cuando el viento soplara de la forma adecuada. Tal vez de día no pareciese gran cosa, pero si instalas algunos diodos de luz que parpadeen, acabas obteniendo un efecto bastante hermoso. Son la clase de detalles que consigues cuando comienzas por la base. Tu bosque cobra vida de noche.
Había planteado bien la base y extendía la goma de neumático, pegando las tiras de alambre, cuando se me acercó la joven de la ventana para sacarme fotos. Tenía una cámara antigua que bastaba con darle a un botón para que hiciese un chasquido metálico, emitiese un zumbido y escupiera por una ranura una copia de lo que fuera que estuviese enfocando.
El sol brillaba tanto que apenas podía verla. Se situó sobre mí, proyectando su sombra flacucha sobre la que caía a plomo la luz del cielo. Estaba muerto de calor, el neumático se me derretía, pegajoso, en la ropa. Me sequé el sudor y el polvo de la frente, y, al levantar la vista, me escudé los ojos para evitar que la luz me deslumbrara.
Ella permaneció allí, con un pie detrás del otro, sacudiendo las fotografías, atenta a lo que se dibujaba en ellas.
—No recuerdo haberte dado permiso para sacarme fotos —le dije.
—Tampoco te lo he pedido. Esos son mis árboles, así que puedo tomar las fotos que quiera.
—¿Tus árboles? —pregunté, sentándome—. Pues tengo una noticia que darte: resulta que no son árboles, sino flores. —Incliné la cabeza para señalar una pila cubierta de supuestas púas—. Algún que otro arbusto, pero no hay un solo árbol a la vista.
Echó un vistazo a las instantáneas, soplando sobre la superficie de una de ellas.
—Entonces será mejor que vuelvas al trabajo. Se supone que estás construyendo árboles.
—Coño —dije, levantando la vista hacia ella—. Entre tú y ese guardián, cualquiera diría que lo mío es coser y cantar. Aquí el único que no parece tener prisa es el que afloja el dinero.
—¿Frost? —preguntó la joven, cuyo tono de voz perdió parte de su frescura—. Tú qué sabrás.
—¿Quieres decir que va a enfadarse conmigo?
—Pues claro. —Me dirigió la misma mirada que había puesto su madre cuando contemplé el tatuaje que le cubría la piel—. Si vuelve y me pilla aquí fuera.
—¿Cuánto tiempo tienes?
La chica se encogió de hombros.
—¿Bastante para que me enseñes las fotos?
Se sentó a mi lado, cubriéndose la boca cuando una nube de polvo se levantó a nuestro alrededor. Luego se guardó las fotos en el bolsillo de la cadera. Fuera de la vista.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Zee.
—Yo Banyan. —Le tendí la mano, ofreciéndosela para estrecharla o algo, pero Zee se volvió hacia la casa.
—¿Alguna vez has visto el océano, constructor de árboles?
—¿El océano? Claro que sí.
—¿Sabes a qué distancia está de este lugar?
Lo pensé. Hay puntos en que el trayecto allí se complica.
—Dos horas en carro. Tres a la vuelta.
—Llévame a verlo —me pidió Zee, como si fuera una de esas cosas que me piden a diario—. Llévame y te enseñaré mis fotos. Todas.
Reí, pero ella mantuvo la expresión pétrea. Quise decir algo, pero ella se levantó y echó a andar en dirección a la casa.
No, gracias, tía. Eso era lo que me disponía a decirle. Ni hablar. ¿Jugarme el cuello para echar un vistazo a la Oleada? Por allí hay caminos muy peligrosos, y la costa es tremenda. Además a Frost no le haría ninguna gracia. Estaba loca. Y yo estaría loco si la acompañaba.
Pero entonces vi la fotografía que había dejado a mi lado, en la polvorienta cubierta del neumático, en el hueco que había dejado su cuerpo al levantarse.
Una fotografía. Una única instantánea.
La recogí dispuesto a contemplar la imagen.
Arboles.
Una arboleda entera.
Arboles que se inclinaban mecidos por el viento bajo el despejado cielo azul. El corazón me latió con fuerza, me dio vueltas la cabeza. Los árboles medían al menos ocho o nueve metros de altura. Corteza blanca, hojas amarillas. Como el árbol de Frost. El árbol del tatuaje. Sólo que aquellos estaban vivos. Aquellos árboles estaban vivos.
Pues claro que no era la primera vez que los veía en foto. Imágenes borrosas que acusaban el paso del tiempo. Pero la instantánea que tenía en la mano era reciente. Tenía que serlo. Porque allí, acuclillado sobre el terreno boscoso, atado con cadenas de metal al tronco de un árbol, había un hombre vestido con harapos. Un hombre con el pelo como el mío.
Un hombre con un rostro que era el de mi padre.
Me levanté con dificultad porque me temblaban las piernas. Me volví hacia la casa, atento a las ventanas en busca de indicios de la chica. De su madre. Qué coño, en ese momento incluso estaba dispuesto a abordar al crío gordo. Lo único que quería era gritarle a alguien hasta quedarme sin voz. Pero la casa siguió ahí, cubierta por ventanas vacías.
Llevaba todo el día sudando y tenía sed. Me ardía todo el cuerpo. Anduve con torpeza por la pegajosa cubierta de neumático y tomé agua del carro. El sol descendía sobre el horizonte, y con él caían el viento y el polvo. Lo único que quería era mirar de nuevo la fotografía. Ver los árboles y la cara de mi viejo. Me senté de nuevo y recosté la espalda en la parte delantera del carro, sintiendo el tacto ardiente del metal.
En el terreno, los cimientos que había colocado se antojaban llenos de baches torcidos, nada que ver con la imagen de la fotografía, que por cierto volví a mirar. Las hojas tenían forma de pétalo, las ramas se extendían como dedos de madera. Miré a papá. Llevaba los brazos a la espalda. Tenía en los ojos una mirada perdida.
Era él, no cabía la menor duda.
Se me había revuelto el estómago. Me asaltó una pila de sentimientos que me había considerado demasiado duro para experimentar. Habían secuestrado a mi viejo. Se lo habían llevado delante de mis narices en plena tormenta de polvo. Lo busqué durante meses, y durante casi un año temí que pudiera estar muerto. Pero ahí estaba, congelado en la fotografía. Atado a las cosas que había pasado toda su vida intentando forjar.
Papá siempre me decía que no quedaba nada. No había un solo bosque, aparte de los que habíamos construido. No había flores, enredaderas o musgo. No des crédito a todos esos cuentos de hadas, me dijo. No te engañes.
Pero me dio por pensar si cabía la posibilidad de que supiera la verdad y prefiriera mantenerla en secreto. ¿Y si la imagen era de antes de que yo naciera? Me había pasado la vida corriendo detrás de él, y ninguno de los dos habíamos visto un cielo como aquél, con el aire limpio de polvo, un cielo donde todo centelleaba de lo jodidamente límpido que era. Pero mi padre parecía mayor en la imagen. Tenía mechones blancos, y la barba de días surcada de vetas plateadas. Por tanto habían tomado la instantánea después de que se lo llevaran. Ese era mi padre después de su secuestro.
Busqué en la fotografía la presencia de un arma o de un extraño. Observé con atención el cuerpo de papá en busca de indicios de heridas. Pero no vi nada más. Sólo los hermosos árboles y mi padre encadenado a uno como quien ha caído en una trampa.
Me dolía la cabeza como si hubiera intentado embutir más cosas de la cuenta en ella. Di la vuelta a la instantánea. El logotipo de GenTech en tinta púrpura, imperceptible, rascado. Y eso me confundió aún más, porque ¿qué coño tendrían ellos que ver con nada? Y ¿por qué la flacucha tenía en su poder la puta fotografía? Pensé en ella, metida en la casa con su amiguito gordinflón. Frost hurgando en busca de metanfetaminas, manoseando el tatuaje de mamá.
Me levanté. Miré hacia la casa mientras sus luces parpadeaban en el turbio crepúsculo. ¿La chica había tomado personalmente la foto? Después de todo, ella tenía la cámara. Por tanto, ¿había estado ahí con las hojas y las ramas? ¿Había visto a mi padre, atado y encadenado?
Me guardé la instantánea en el bolsillo trasero.
Luego eché a andar hacia la casa.