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Alfa me miró con expresión dolorida. Temblaba de dolor. Pero sus ojos conservaban la agudeza que los caracterizaba. Concentraba la vista. Tenía la respiración entrecortada, y le temblaba la vena del cuello.
—Banyan —dijo Cuervo.
Su voz flotó sin que yo reparase en ella.
—Banyan.
Se había sentado al volante, con las manos despellejadas y ensangrentadas. Me quedé mirándole, preguntándome qué podía ser tan importante en ese momento.
Entonces reparé en que el color de la noche volvía a experimentar un cambio. Era cada vez más claro. Pero no por voluntad propia. Miré por el parabrisas y vi tres vehículos en la distancia. Recorrían la carretera hacia nosotros, cegándonos con su resplandor púrpura.
Cuervo puso en marcha el motor para dar marcha atrás.
—Procura que no se mueva mucho —dijo.
Y por primera vez lo vi sin tapujos. Estaba cagado de miedo. Igual que yo.
Tomé en brazos a Alfa y la llevé a la parte trasera, mientras Cuervo conducía a toda velocidad por la carretera de servicio. Desandando toda la distancia que habíamos cubierto. Perdiendo, de nuevo, terreno.
Tumbé a Alfa de modo que no se zarandease demasiado. Estaba callada, pero su mirada me dio a entender todo lo que no me dijo con palabras. Tenía las manos manchadas con su propia sangre, e intenté contener la herida con mis propias manos, pero siguió sangrando. La sangre no dejó de manar por la herida.
—Sal —grité, a pesar de oír que Cuervo me gritaba—. Sal. —Aferré al muchacho por el cuello—. Deja de lloriquear, cobardica. Necesito tu ayuda.
Me quité la camisa y ordené a Sal que la presionara en el estómago de Alfa para taponar una herida que era como una boca abierta. Luego me arranqué el trozo de corteza del torso y lo coloqué sobre la camisa, apretándolo con tal fuerza que tuve miedo de que Alfa dejara de respirar.
Sal señaló la corteza.
—Ni la toques —le advertí—. Ten una de éstas.
Le tendí una de las pistolas que había recuperado del vehículo de GenTech.
—Vamos —gritaba Cuervo.
Abrí la escotilla trasera, protegiendo a Alfa con el cuerpo y con Sal a mi lado, ambos dispuestos a abrir fuego.
—¡Fuego! —grité.
Ambos disparamos. Apretamos el gatillo, descargando una ráfaga de aquellas bonitas balas, una ráfaga que parecía no tener fin.
Los vehículos de GenTech no respondieron al fuego. Siguieron persiguiéndonos a pesar de que algunas de las balas los alcanzaron, pero sin producirles ningún perjuicio.
—El parabrisas —voceó Cuervo—. Apuntad al parabrisas.
Lo intenté. Seguí intentándolo. Pero era muy difícil apuntar con todo el traqueteo mientras recorríamos el camino de tierra.
Finalmente, abrí un agujero en el parabrisas de uno de los vehículos que nos perseguían, que se estampó en el maizal. Los demás abrieron fuego entonces, apuntando bajo, a nuestros neumáticos.
—Sigue disparando —ordené a Sal, que levantó el cañón del arma.
Había vaciado el cargador, así que le ofrecí mi pistola y me di la vuelta para tantear a oscuras en busca del rifle de Alfa, que descansaba al otro lado de ella.
Pero no llegué siquiera a rozar el rifle.
La cosechadora salió del maizal ante nosotros como una pared con fauces de acero. Cuervo frenó, pero chocamos. Con fuerza. El carro no tuvo una sola oportunidad. Las palas de la cosechadora atravesaron el motor y lo despedazaron, y nos hundimos hasta el fondo de la panza de esa gigantesca bestia de metal.
Las palas atravesaron a continuación el volante, y los muslos de Cuervo explotaron cuando el metal los destrozó. Tiré de sus brazos, de lo que quedaba de él hasta la parte trasera del carro.
Pero la cosechadora no frenó.
Recuerdo que Sal no estaba. Era como si la inercia del choque lo hubiera arrojado del vehículo. O puede que hubiese logrado saltar. Alfa estaba fría. La arrastré sobre mí con una mano mientras me aferraba a la escotilla abierta con la otra. El sonido de la cosechadora trascendía el ruido. Era tan alto que parecía silencio. Aunque es posible que ya hubiese perdido el sentido.
Cuervo se aferró el muñón con las uñas. Los tres nos movíamos con lentitud, pero no sólo alcanzamos la escotilla, sino que logramos atravesarla.
El carro volteó despedazado a nuestra espalda. Recuerdo haber vuelto la vista hacia la garganta de la cosechadora, ver mi antigua vida digerida, convertida en un montón de chatarra. Fue como si la cosechadora devorase mi coche, mucho después de que dejara de moverse, incluso cuando las palas dejaron de girar, incluso después de que todos los motores se apagaran.
Y de igual modo tampoco creo que hubiera un solo instante en que dejase de gritar. Cuervo estaba hecho un guiñapo, y convulsionaba ensangrentado. Alfa no se movía a mi lado.
Gemí y aullé y deseé haber muerto.
Entonces la cosechadora encendió un haz de luz con el que nos enfocó. Era del color de un sol púrpura. Y las luces delanteras de los vehículos de GenTech se encendieron también, iluminándolo todo, todo tan iluminado como mal pintaba la situación.
Oí pasos. Puertas que se abrieron y cerraron. Voces. Luego apartaron a Alfa de mi lado. Tenían los trajes ensangrentados. Rojo y púrpura. No pude impedírselo porque también me llevaron a mí. Sentí en la piel la mordedura de las agujas.
—Quieto —gritó alguien. Como si fuera a moverme.
Entonces oí gritar a Cuervo y fue exactamente como tendría que haber sonado la Oscuridad. Los veinte años que duró la noche.
—Otra vez no —rugió Cuervo hasta que la voz se le partió en dos—. Otra vez no.