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Zee me contó que antes de la Oscuridad, los árboles blancos crecían en todo poniente y cubrían el territorio que ahora se conoce por el nombre de la Grieta. En el mundo antiguo lo llamaron Populus. Populus Tremuloides. Pero también los llamaron Quaking Aspen, porque entonces había suficientes árboles para que la gente les pusiera dos nombres.

El manzano, sin embargo, era un bien escaso incluso antes de la Oscuridad. Crecía en montañas que se alzaban en lugares lejanos. Malus sieversii. Una especie de manzano silvestre que había crecido sin verse alterado durante mucho tiempo, antes de que la gente supiera cómo entrometerse en tales asuntos.

Pero aquí, en Isla Prometida, aquí en esta gélida montaña de basura, no hacía falta poner nombre a los árboles. Sencillamente eran todo lo que quedaba. Y esa noche, después de que Zee se encargase de que los agentes buscaran a Cuervo y se lo llevaran, consciente, yo acompañé a lo que quedaba del guardián a ver lo que quedaba de los árboles.

No era una noche despejada, y de algún modo parecía más fría debido a la ausencia de luna y de estrellas. Había cubierto a Cuervo con mantas que me eché a la espalda y até después en torno a la cintura. Empezaba a recuperar fuerzas y ascendí por la colina con lentitud, pero sin hacer ningún alto en el camino. En la cima estaba demasiado oscuro para ver las ramas que se extendían al pie.

—Aguarda —dije, volviendo un poco la cabeza—. Ya no falta nada.

Lo que había sido nieve se había convertido en hielo, resbalé y nos deslizamos por la ladera hasta que alcanzamos el fondo. En la linde del bosque, deshice las mantas y dejé a Cuervo en el suelo, incorporado. Le retiré la capucha.

Exhalamos vaho en la oscuridad.

—Más cerca —murmuró Cuervo, y lo acompañé más cerca—. Apóyame en uno —me pidió.

Le incliné de modo que pudiera mantenerse erguido, tocando el tronco.

—¿Quieres adentrarte más? —pregunté.

—Aún no.

Escarbé un poco en busca de las hojas caídas para mostrárselas, pero Cuervo no apartó la vista de la corteza que tenía entre los dedos. Estaba tan oscuro que no tuve la seguridad, pero hubiera apostado algo a que Cuervo estaba llorando.

—Estoy listo —dijo finalmente.

Lo levanté para llevarlo lentamente en brazos a través del bosque.

En el claro que había en el centro hice un alto y permanecimos sentados, rodeados por aquel hueco que habían dejado los árboles.

—Gracias por traerme aquí, Banyan —dijo Cuervo, cuya voz había cambiado, de modo que ya no parecía estar a punto de reír.

Más bien sonaba como si no fuese a reír nunca más.

—¿Qué te parecen? —le pregunté.

—Creo que son Sión —dijo—. Pienso que vale la pena vivir para verlos. Y también que si no me hubieses arrastrado fuera del carro no estaría aquí para hacerlo.

—Creo que podemos salvarlos —fue todo lo que dije.

—No. No necesitan que nosotros los salvemos.

—Sí lo necesitan. Los árboles nos necesitan. Y la gente nos necesita aún más. De otro modo, GenTech acabará con la vida de un montón de personas más para convertirse en propietaria de un montón de árboles.

—Lleva matando gente y siendo propietaria de todo desde la Oscuridad. Quizá mucho más tiempo. Nada cambia.

—Los superamos en número.

—¿Nosotros? Pero ¿no has dicho que es tu propia madre quien dirige este circo?

—No es mi madre. No es nada mío. Tan sólo tenemos que liberar a los prisioneros. Y podremos llevárnoslos. —Señalé los árboles—. No me refiero a estos, sino a los nuevos que están construyendo. Si nos hacemos con ellos podríamos subirnos al barco. Poner rumbo al continente.

—¿El continente? Te refieres a la Grieta. —Cuervo negó lentamente con la cabeza—. He visto esos terrenos cubiertos de lava desde la cara sur.

—Si nos trajeron aquí tiene que haber un modo de volver.

—Entonces propones encontrar un camino entre la lava para volver. ¿Qué me dices de las langostas? Siempre he pensado que esos árboles serían distintos, pero lo único que los salva es que están aquí, lejos de los enjambres.

—Estos nuevos que hacen son distintos. GenTech los ha construido de modo que las langostas no puedan ni tocarlos para alimentarse de ellos, para anidar ni para nada. Mezclaron personas con árboles y la ciencia hizo el resto. Por eso han estado reuniendo tantos prisioneros, para construir estos árboles nuevos y enviar de vuelta al continente las semillas para plantarlos.

—Puede que seamos más —admitió Cuervo cuando dejó de guardar silencio—. Pero ellos tienen dormidos, atontados, a los prisioneros.

—Claro. Zee lo llama «dormancia». Se trata de una sustancia que elaboran. Estarán bien durante unas cuarenta horas más. Luego empezará la fusión.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó Cuervo, cuyos ojos miraron la noche como si hubiera decidido desenterrar algo.

—Quiero despertar a todo el mundo.

Cuervo rió entonces, y su risa sonó igual que lo había hecho en el pasado.

—¿Despertar a todo el mundo?

—Sólo me quedan algunos aspectos del plan por pulir, pero tú mismo lo has dicho: aquí tengo contactos. Esa mujer. La creadora. La tendría comiendo de mi mano si jugase bien mis cartas.

—¿Qué me dices de tu padre?

—Está aquí —dije, intentando mantener sereno el tono de voz—. En alguna parte. También podemos sacarlo.

—Lo quieres todo.

—Van a hacer manzanos, Cuervo.

—¿Manzanos?

—Imagina llevarlos de vuelta a la Ciudad de las Cascadas.

—El hijo pródigo regresa a la tierra prometida solamente para llevárselo todo consigo —dijo Cuervo en voz baja—. Es tal como te dije, Banyan. Menudo chalado hijo de perra estás tú hecho. Que Jah me sirva de testigo si no eres de puta madre.

Antes de morirnos de frío me las apañé para volver con él. Dejé a Cuervo descansando en su cuarto. Después volví al cuartito donde había recuperado la conciencia, atravesando el atestado laboratorio y la oscuridad, abriendo la puerta y cerrándola una vez dentro.

Me tendí en la cama, cubierto por las sábanas suaves. No tardé mucho en entrar en calor y quedarme dormido. Y, tal como había supuesto, la creadora tampoco tardó en entrar en el cuarto.

Me acarició la cabeza rasurada, y dejé que pensara que seguía dormido, dejándome llevar por las caricias, haciendo ruiditos.

Al cabo, sin embargo, abrí los ojos y, al verla, me aparté un poco, dándole la espalda, después de hacerle un hueco. Ella se sentó a mi lado.

—Te he echado mucho de menos —susurró la mujer con tono entrecortado.

Sacudí la cabeza como impidiendo que sus palabras me alcanzaran.

—Nunca me has buscado.

—Lo intenté, Banyan. GenTech no me lo permitió. El director ejecutivo no quería que me distrajera. —Titubeó unos instantes—. Y cuando quise dejar de trabajar, marcharme, me dijeron que tu padre y tú habíais sido asesinados.

—No me encaja —dije—. No recuerdo nada. Ni siquiera recuerdo que me tuvieras en brazos.

Se puso tensa a mi lado. Entonces comprendí que la tenía en mis manos.

—Eso se debió a que eras muy pequeño cuando tu padre se marchó contigo.

—No llegaste a conocerme.

—Te imaginaba en este lugar. Imaginaba que crecías aquí. Pensaba en libros que podríamos haber leído juntos.

—Papá me leía continuamente —dije.

—¿De veras? —Hubo anhelo en su voz.

Sentí un brazo huesudo que intentaba abrazarme.

—Sí. Lewis y Clark.

—Siempre le gustó leer historias de exploradores. En fin, tendría que alegrarme de que tuvierais algo que leer. Hace cinco años que no me permiten tener libros. Dicen que perjudica la productividad.

—Aún no entiendo del todo a qué te dedicas.

Estuvo a punto de decir algo, pero la interrumpí.

—Y dices que me echaste de menos. Pero ni siquiera me conoces. —Me incorporé en la cama para poder mirarla a la cara.

—Podríamos conocernos —propuso con voz queda.

—¿Y por qué iba a acceder a ello?

—Porque soy tu madre. —Intentó decirlo con solemnidad, con severidad incluso, pero más bien se trataba de un ruego.

La hice esperar. Observé el modo en que su pelo cano le caía sobre el rostro.

—Podría construir para ti —dije, sorprendiéndola. Ésa es la mejor de las mentiras. Vi cómo abría los ojos desmesuradamente, cómo le temblaron los labios—. Podrías enseñarme tu trabajo. Ayudarme a decidir si debo o no tomar el siguiente barco que salga de aquí.

—Podría retenerte. Si quisiera.

—Pero no lo harás. A menos que yo quiera quedarme. Probablemente Zee piense que eres su madre, porque no tiene otra alternativa, pero yo no soy Zee. Y tú tendrás que ganarte que yo quiera quedarme.

—¿Quieres construir árboles para mí?

—Claro —dije—. En cuanto vea a mi viejo.

—No puedes verlo. Por ahora. —Titubeó antes de encontrar las siguientes palabras—. Está ocupado.

—Ocupado en la celda donde lo habéis metido.

—Es complicado.

—Pues a mí me parece muy sencillo. Hiciste que lo encerraran cuando quiso detener vuestros experimentos.

—Gracias a mí conserva la vida.

Negué con la cabeza, como si el hecho de tener esa conversación con ella me hubiese dejado sin fuerzas.

—Mañana por la noche —dijo—. Mañana te acompañaré a verlo.

Pasé un rato sin decir nada. Sólo era un día más, y tenía que planear todo aquello muy bien. ¿Qué opciones tenía?

—Mañana a primera hora iré en busca de algo de chatarra —dije—. La isla está llena de metal. Podré reunir la que necesito.

—¿Y dónde construirás?

—En mitad del bosque.

—¿El claro del que arrancamos los árboles?

—Sí. Llenaré el hueco que habéis dejado.

—Y yo puedo mostrarte los progresos que hemos hecho.

—Sólo quiero ver a papá.

—Y lo verás.

—Hay otra cosa. Mi amigo. Ese que he traído aquí para que descanse. Necesito que le arregles.

Ella se inclinó para darme un beso en la frente, y yo fingí sonreír antes de apartarme.

—Haré lo que pueda —aseguró la creadora, levantándose de la cama.

Saltaba a la vista que su sonrisa no era precisamente natural. Me refiero a que no la había utilizado mucho, que digamos.

—He pasado toda la vida intentando arreglar cosas —dijo de camino a la puerta—. Es lo único que sé hacer.

Se marchó. Yací tumbado, preguntándome a través de mis recuerdos o por mediación de mi padre, por Hina o Zee, si había una parte de mí que conociera a esa mujer. Si existía una parte de lo que ella fue y conoció alojada en mi interior. Pero pensé en lo que Hina me había contado cuando estuvimos atrapados en aquel transporte, con el arma apuntando la cabeza del cosechero.

Pueden copiar el cuerpo, me dijo. Pero no la mente.

Pensé que la sangre y la carne pueden reproducirse, pero que ahí acaba todo. También ahí termina la deuda.

Cuando finalmente me quedé dormido soñé con Alfa. Su piel era real al tacto, y sus ojos resplandecían. Sudaba mientras corría por la llanura en mi busca, y la cresta que llevaba en la cabeza se recortaba contra una luna amarilla y gigantesca.

Te has olvidado, me decían sus ojos una y otra vez. Porque no movía los labios. Llevaba cosido en los labios un pedazo de corteza rosácea, y, aparte de los gruñidos, yo no oía nada y no veía ni asomo de sus dientes o de su lengua. Así que le besaba los hombros, las piernas y la nuca, el ombligo y, finalmente, el lugar donde debían de estar sus labios. Y se ponía a nevar y yo me veía atrapado en el exterior, desnudo, arrastrando el cuerpo de Alfa colina arriba para mostrarle los árboles.

Mira, le decía, señalando el bosque blanco. Te dije que lo lograríamos.

Pero cuando volvía la vista hacia Alfa, ella había desaparecido. En su lugar se alzaba un maizal metálico de un centenar de kilómetros de altura, y dentro del maíz estaba el manzano. Nadie quería el árbol.

Tan sólo las manzanas.