38

Advertí a Alfa mediante un grito y le rogué que se moviera. La aferré del chaleco, con intención de arrastrarla conmigo hacia el otro lado de la cabina. Tropecé, resbalé. Estuve a punto de caer. Quedé colgado del otro brazo, contemplando el cráneo del operario muerto.

El ruido era más intenso, un quejido como el de un motor ahogado. Subí de nuevo mientras Alfa tiraba de la puerta de la cabina. Pero resbaló al abrirla. Entonces se quedó colgada de una tubería púrpura que había debajo. A tres metros por debajo. Tres metros más lejos de la cuenta.

El sol se ennegreció cuando las langostas se amontonaron sobre nosotros, cayendo en espiral desde el cielo mientras yo me apresuraba a agacharme y estirar el brazo hacia abajo.

—Vete —gritó Alfa, pero yo seguí ahí clavado, con el brazo tendido, mientras el enjambre se cernía sobre nosotros.

Entonces vi langostas abajo, saliendo de los maizales y cruzando la carretera secundaria, alzando el vuelo por los laterales del vehículo como una auténtica inundación.

Alfa estiró los dedos tanto como pudo, y las langostas se volvieron más audibles, llenándolo todo con su zumbido.

Crispé la mano en torno a la muñeca de Alfa. Tiré de ella con fuerza, levantándola. Resbalamos por la tubería cuando cedió bajo nuestro peso, y salté hacia la cabina cuando nos alcanzaron las langostas.

Sentí cómo hacían temblar el aire con sus alas y los golpes en mi calzado cuando empujé a Alfa en la cabina, entré yo y me volví para cerrar de un portazo la puerta.

Golpearon las ventanas de cristal. Las paredes metálicas. Una nube negra. La imagen difusa de alas y dentaduras afiladas. Aplastamos las que habían logrado colarse dentro, y luego nos situamos en mitad de la cabina, tapándonos los oídos, cerrando con fuerza los ojos.

Entonces el rugido se convirtió en un zumbido hasta que desapareció. La luz atravesó de nuevo las ventanillas. La luz del sol. Miré por una de ellas. Las langostas recorrían la parte alta del maizal cuando se fundieron de pronto con él, hundiéndose en los cultivos como una piedra en el agua. Dispuestas a devorar a otro operario, supuse. O a cualquier pobre diablo que se hubiese demorado en los maizales.

—¿Todo bien? —susurró Alfa, que temblaba pegada a mí.

—Sí —dije—. Todo bien.

Miré hacia a carretera secundaria, donde vi los huesos de los agentes esparcidos en el suelo. Si hubo otro agente en el interior del vehículo púrpura, tampoco había logrado sobrevivir puesto que Alfa había destrozado a tiros el parabrisas.

—Tendríamos que volver —dije.

—Espera, mira.

Miré a poniente, sobre los maizales, donde más allá de las plantaciones, desigual y oscura en el horizonte, se dibujaba esa caótica montaña que es Vega, el perfil de la llamada Ciudad Eléctrica.

—Estamos cerca —dije.

Me volví hacia Alfa, a quien le brillaban los ojos. Sus labios apenas distaban unos centímetros de los míos.

—¿Sabes qué se supone que tenemos que hacer? —susurró.

—Seguir conduciendo hasta llegar.

—No. —Hizo que nuestras narices se tocaran—. Me refiero a este momento.

Me arrastró al suelo sobre ella, mi corazón latía a toda velocidad y tenía la boca como estopa. Me sentí como recorrido por un cableado eléctrico. Lleno de fuerza. Y entonces nos besamos, algo en mi interior explotó cuando sentí sus labios en los míos.

Me llevó las manos al interior de sus muslos. Tenía las piernas fuertes. Suaves. Y desprendía tal calidez... Nunca había sentido el tacto de nada tan suave como su piel. Le besé la mandíbula, el cuello, antes de volver a sus labios, y de pronto besar a esa chica se convirtió en el único motivo que justificaba la existencia.

Ella había cerrado los ojos y temblaba, y yo también cerré los míos. Todo se volvió oscuro. Como si nos hubieran absorbido al interior de un túnel que llevase al centro de la tierra.

—Joder, tío —dijo ella cuando dejé de besarla.

Me quedé tumbado, respirando su olor.

Ella se llevó la mano al chaleco y lo desabotonó, fue como si se abriera para mí. La miré a los ojos castaños cuando me guió la mano por al pecho. Sentí cómo latía su corazón. Entonces Alfa sonrió burlona, como si de pronto comportarse con seriedad se hubiese convertido en una insensatez.

Me dispuse a besarla de nuevo, pero Alfa había recuperado el arma y se había levantado, abotonándose el chaleco.

—Vamos —dijo, ayudándome a ponerme en pie—. Estarán preocupados por nosotros.

Me guiñó el ojo cuando abrió de par en par la puerta y se deslizó por la escalera, sin molestarse en evitar los huesos del operario, que apartó de una patada. Me quedé mirándola unos instantes en los que mi cuerpo siguió hambriento, etéreo. Entonces la seguí por la escalera y alcanzamos el suelo de un salto, pendientes de aquella terrible y súbita oscuridad, atentos los oídos al horrible zumbido.

Cuervo nos abrió la puerta y nos metimos en el carro. Ambos terminamos empapados en sudor, uno sobre el otro en el suelo del asiento del conductor, mientras Cuervo nos miraba sacudiendo la cabeza.

—Tu coche tiene la piel más dura de lo que aparenta —dijo.

Vi a Hina y Sal encogidos en la parte de atrás, abrazados. Hina me miró de una forma que no le había sorprendido antes.

—¿Qué queda ahí fuera? —preguntó Cuervo.

—Nada. Sólo el vehículo.

Enarcó ambas cejas.

—¿Su vehículo? ¿Abandonado?

—Así es.

Cuervo puso en marcha el motor y metió la marcha atrás para asomar el carro por uno de los laterales de la cosechadora.

—¿Qué haces? —preguntó Alfa mientras Cuervo reía a mandíbula batiente.

—Voy a ver qué nos ha proporcionado Jah esta hermosa mañana. Un vehículo de GenTech no es simple chatarra —añadió—. Es oro. Oro puro.

Cuervo pisó con el carro los restos de huesos, y fue como si lo que quedara de los agentes se convirtiera en humo. Nos acercamos tanto al vehículo de GenTech que ambos prácticamente se tocaron. Luego Cuervo apagó el motor y esperamos a que todo quedase en silencio.

—Dejaremos esta puerta abierta —dijo, señalando la puerta del pasajero—. Actuaremos rápidamente y lo haremos en silencio. Si alguien oye algo, la puerta se cerrará en diez segundos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contesté antes de volverme hacia Sal e Hina—. Vosotros dos quedaos aquí.

—Yo quiero ir —dijo Sal.

—Eres demasiado lento, chico.

—No te preocupes —dijo Hina, que me dedicó de nuevo aquella mirada peculiar, como si intentara decirme algo con los ojos—. Yo le vigilaré.

Alfa abrió la puerta y salimos a la luz diurna, con el cielo azul en lo alto y el verde de los cultivos.

El vehículo estaba hundido debido a los neumáticos reventados, los agujeros de bala llamaban la atención en la pintura, y todo el cristal había saltado por los aires. Levantamos la escotilla lateral, y luego nos inclinamos para penetrar en un mundo totalmente distinto.

Púrpura de GenTech por todas partes. Todo inmaculado, reluciente, como arrancado de un sueño. En el interior del vehículo llevaban artefactos que saltaba a la vista pertenecían a otra liga. Ninguno tenía cables visibles, ni estaba para el arrastre o en las últimas. Aquellos artefactos eran más impresionantes que los que tuve ocasión de ver en el barco del Rey Cosecha. Su diseño era impresionante, eran pequeños, silenciosos.

—Ahí lo tenéis —dijo Cuervo, arrodillándose en el asiento del conductor, acercándose a la consola luminosa de la pared.

Alfa asomó la cabeza por la escotilla superior, atenta al cielo.

—¿Qué es? —pregunté a Cuervo.

—Esto de aquí es el centro neurálgico —dijo—. Y las lecturas. Pero tiene que haber otro por alguna parte. —Abrió otros paneles y revolvió en el interior.

—¿Ves algo? —pregunté a Alfa, al tiempo que le tiraba de la pierna.

—Calla —dijo—. Estoy escuchando.

Miré de nuevo en torno del interior del vehículo. Recogí un sombrero de goma espuma con el logotipo de GenTech impreso en la frente.

—Menudo concepto de mierda tienen de la elegancia.

—Tan elegante como cabe esperar —dijo Cuervo, revolviendo la caja de herramientas—. Mira detrás a ver si encuentras armas, hombrecito.

Asomé la cabeza en la parte trasera del vehículo, y encontré un par de trajes perfectamente doblados y apilados. Allí, colgando de la pared, había dos pistolas de color púrpura que tenían aspecto de ser muy superiores a las que había estado utilizando. Las pistolas estaban tan limpias que daban la impresión de no haber sido utilizadas. Recuperé ambas, antes de volver a la parte delantera del vehículo.

—Lo tengo —anunció Cuervo.

—¿De qué se trata? —Miré la cajita que tenía en la palma de la mano.

—Esto es un sistema de posicionamiento de GenTech —explicó Cuervo con una sonrisa de oreja a oreja—. Los agentes introducen las coordenadas, y mediante él reciben su lugar de destino. Esto es lo que andábamos buscando, hombrecito. Aquí tenemos nuestro GPS.