32

—Las estrellas son cuanto necesito —dijo Alfa, señalando el firmamento nocturno—. Seguiremos hacia el norte y no descansaremos.

—Creía que estábamos a un día de camino —dijo Cuervo, asomando tras mi hombro—. ¿Te has perdido, cosita?

—Es que estábamos a un día de camino —replicó ella—. Si no dejamos de andar. Si vuelves a llamarme cosita te parto en dos.

Cuervo rió.

—No creo que a tu hombrecito le guste vernos forcejear.

—Cierra la boca —dije—. Lo encontraremos a tiempo.

—¿A tiempo? ¿A tiempo de qué? Aquí no hay premios de consolación. No hay premios de consolación en esta carrera. ¿Cómo crees que venceremos al señor Frost?

—Depende de cuál sea ese atajo del que hablas.

—Yo no he dicho que fuera un atajo. Sólo que era seguro.

Alfa señaló al lugar donde Sal e Hina se habían tumbado, inconscientes ya en el fango.

—Si no descansamos un rato, esos dos no irán a ningún lado.

—De acuerdo —dijo Cuervo—. Descansemos. Yo me encargaré de vigilar.

—No pienso dormir —advertí.

—¿De verdad? —Cuervo rompió a reír al tumbarse en el barro, cogerse de manos tras la nuca y contemplar las estrellas—. Pues duerme con un ojo abierto, jefe.

Me senté un poco más allá de Hina y Sal, intentando mantener recta la espalda para no dar cabezadas.

—No podemos confiar en él —susurró Alfa al arrodillarse a mi lado.

—Lo sé. Pero nos necesita si de veras quiere encontrar el carro.

—¿Y después?

—Entonces habrá que tenerlo vigilado.

—Pues no sé tú, pero yo ya le estoy vigilando.

—Yo también.

Y eso hice. Al menos durante cinco minutos. Luego dejé caer la cabeza, se me cerraron los ojos y me sumí en un sueño sombrío.

Soñé con Zee, pero más que sueño fue pesadilla. La llevaba a cuestas mientras salía de la Oleada, calado y con los pulmones a punto de reventar, con las extremidades hechas de barro, arrastrándome para ganar la superficie. La llevaba sobre los hombros en mitad de una ciudad polvorienta y ella empezaba a construir, a trenzar mi pelo con los árboles.

Cuando hubo terminado, se dedicó a otra cosa y percibí que alguien nos estaba observando, pero no pude ver de quién se trataba, y entonces los árboles de Zee empezaron a derrumbarse, uno tras otro, sólo que no pude mirarlos porque estaba atado por el pelo a las ramas, inmovilizado mientras Zee campaba a sus anchas.

Reparé en que había construido una estatua, ancha de hombros, sin rostro. Llevaba barba y era Cuervo, y entonces vi que le temblaba la tripa y se convertía en Frost. Y entonces su cuerpo fue el de Frost, pero con mi cara, y finalmente la estatua correspondió a mi padre, que me miró como si lamentara mucho algo.

La estatua se hizo pedazos sobre nosotros y vi cómo aplastaba a Zee bajo el acero y los cables. Lanzó un grito silencioso mientras yo extendía los brazos para alcanzarla. Quise decirle algo. Pero ya había muerto.

Cuando abrí de nuevo los ojos, las estrellas brillaban con tal fuerza que tuve la certeza de que me habían despertado. Pero no fue el firmamento nocturno lo que me arrancó del sueño. Alfa se encontraba sobre mí, mirando en la distancia. Y Cuervo se hallaba a su lado, tan atento, tan concentrado, que sentí miedo.

—¿Qué pasa? —susurré.

—No lo sé —respondió Alfa.

Pude oír el ruido, lejano pero cada vez más próximo, correspondiente a un motor, a algo que se movía. Un vehículo en la llanura.

—¿Será la cuarenta? —Me levanté para situarme a su lado.

—No. —Alfa amartilló el rifle e inclinó la cabeza—. La cuarenta está por ahí. El ruido proviene del sur.

—¿Del sur?

—Así es, tío. Y puestos a aventurar, diría que viene de Vieja Orleans.

No tardamos en verlo. Sabíamos que era tan grande que no tendríamos la menor posibilidad. Era más alto que ancho, y parecía girar sobre sí, proyectando por la parte frontal un amplio haz de luz que quemaba el fango en la llanura.

—Tendríamos que echarnos al suelo —dije—. Ponernos a cubierto.

—¿A cubierto... dónde? —preguntó Alfa.

—En el suelo.

Despertamos a Sal e Hina, e hicimos que se tumbasen cuerpo a tierra mientras recogíamos barro para cubrirlos con él. Luego aprovechamos los huecos que habíamos dejado para ocultarnos, después de cubrirnos los rostros, y nos hundimos tanto como pudimos.

Alfa sacó el rifle, apuntando al vehículo que apenas distaba unos centenares de metros y se aproximaba lento y ruidoso entre zumbidos, conduciendo en dirección noroeste. Confiaba en que, después de esforzarnos tanto, pasara de largo.

—¿Alguna vez has disparado con un arma? —preguntó Alfa, tendiéndome una de las pistolas—. Me refiero a una que no vaya cargada de clavos.

Negué con la cabeza, ella recuperó el arma y me mostró cómo quitar el seguro y prepararla para disparar.

—Tienes otra —dijo Cuervo—. Sería mejor que se la dieras a alguien que sea capaz de usarla.

—Olvídalo, rasta —murmuró Alfa, que agachó la cabeza y permaneció inmóvil y en silencio a medida que el rugido del motor se volvía más y más estruendoso y el vehículo se aproximaba.

Hubo un momento en que la gigantesca sombra pareció alterar su rumbo para dirigirse justo hacia nosotros, y no pude entenderlo, pero eso fue lo que hizo. No habíamos hecho un solo movimiento ni hecho un solo ruido, y la noche era tan oscura como la boca de un pozo, pero juro que parecía que iba a por nosotros. No tardaría en arrollarnos.

—Dale el arma —dije a Alfa, dejándome influir por el miedo.

—¿Qué?

—Que le des la pistola. No nos servirá de nada cuando estemos muertos.

La oí buscar el arma, que acto seguido arrojó a Cuervo. Los tres estábamos armados.

Cuervo quitó el seguro. Entonces el vehículo giró de nuevo para dirigirse en dirección oeste, rugiendo el motor mientras lo veíamos pasar de largo.

Era una rueda. Una rueda gigante. Un neumático gigantesco que levantaba el fango a medida que rodaba en la noche. Y dentro de la rueda, suspendida de modo que no girase sobre sí, había una cabina construida para transportar a una docena de personas.

Sólo había una cosa lo bastante grande para alumbrar algo así. Al menos que yo hubiera conocido. Me refiero al transporte de los cosecheros. Al Arca. Y de ahí procedía ese jodido vehículo, de eso no me cupo la menor duda. Era una especie de cápsula de salvamento. Una cláusula de rescisión. Cuando el transporte saltó por los aires, liberó esa rueda que se desplazaba a toda velocidad en la oscuridad de la noche.

—Joder —dije, apartándome del fango, mirando en la distancia, donde empequeñecían la rueda gigante y el haz que proyectaba.

—Devuélvemela, rasta —dijo Alfa.

Al darme la vuelta vi que Cuervo hundía la pistola en los restos en que se habían convertido sus pantalones.

—No soy rasta, cosita —dijo—. Al menos técnicamente hablando. Pero creo en la tierra prometida. —Cuervo sonrió torcido, dando suaves palmadas a la culata del arma—. Y hacia allí nos dirigimos todos juntos, ¿no es cierto, hombrecito?