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El tipo de la chatarrería me hizo un buen precio por el metal, gracias a que había conocido a mi padre. —El mejor constructor de árboles de las Ciudades de Acero —aseguró, mirándome con el ojo de cristal entornado.

—Le habría gustado oírle decir eso.

—Se lo advertí. Le dije lo mismo que le digo a todo el mundo: no hay ningún buen motivo para ir a poniente. —El hombre sorbió al encoger las mejillas cadavéricas y morderse el labio—. Nada bueno en absoluto.

—Pensó que encontraríamos trabajo.

—¿Llegasteis a Vega?

—Casi.

Llegamos a entrever la Ciudad Eléctrica en la distancia, y el caso es que al día siguiente habríamos llegado. Pero en plena noche, papá me despertó tapándome la boca con la mano y me susurró que había oído voces. Me dijo que no perdiera los nervios. Me ordenó esperar en el carro y no salir.

—Había una tormenta de arena —dije—. Y gente acechando fuera.

—Y se llevaron a tu padre.

Asentí.

El tipo se frotó el ojo de cristal con un dedo y contempló las hileras de chatarra y plástico, fruncido el rostro, apesadumbrado.

—He oído que hay tratantes de esclavos. Sé que secuestran gente y que luego hacen tratos con la Guilda de Recuperación.

—Podría ser —admití. Hubo un tiempo en que pensaba que todo aquello no eran más que cuentos para asustarte e impedir que fueras a donde no pudieran verte. Había una docena de variantes distintas de lo que sucede a los desaparecidos. A los que se desvanecen para no regresar nunca. Yo me había tragado la de los tratantes de esclavos, así que terminé comprobando que no estuviera entre las cuadrillas de recuperación de las Ciudades de Acero, de norte a sur, pero nunca vi el rostro de mi padre, ni hablé con el responsable de una cuadrilla que lo hubiera visto.

—Otros cuentan que son los monstruos de Vega —dijo el viejo Polifemo.

Se me hizo un nudo en el estómago. Eso también lo había oído. Lo del comercio de la carne. El maíz es lo único que crece de la tierra, y la gente es lo único que queda sobre ella. Imagino que a alguien se le ocurrió mezclar ambas cosas.

—Seré honesto contigo —dije, intentando mantener la compostura—. Que mi viejo se convirtiera en el primer plato de alguien no es algo en lo que quiera pensar.

Me acordé de cuando estuve sentado en la parte trasera del carro, sudando, temblando, asustado. Cuando el torbellino de polvo rojo dejó de girar sobre sí ya no había nada que ver. Y tampoco lo había ahora. Casi había pasado un año.

—Lo único que importa es que nunca vuelven. —Me incliné para escupir—. Ya sé que el hecho de que te secuestren significa darte por muerto.

El tipo me observó con su ojo sano.

—Da la vuelta a ese carro, hijo —dijo, dándome la espalda—. Vamos a llenarlo hasta la bandera.

Hice seis viajes para cargar el metal, y tuve que hacer dos altos en el camino ante el paso de dos tormentas: vientos fuertes que arrastraban a su paso toda la tierra del mundo, nubes de polvo que se crispaban como puños en el cielo. Terminé quedándome sin combustible en el último de los caminos que debía tomar. El carro empezó a renquear y lanzar chirridos quejumbrosos.

La chatarrería se encontraba a las afueras de la ciudad, en lo más profundo de la zona de chabolas que cuelga al sur como un mal olor. El carro perdió velocidad al pasar entre tiendas y tipis, mientras el calor laceraba la lona y abrasaba los temblorosos tejados de latón. Una turba de granujas no tardó en rodearme y pegar la cara a las ventanas mientras cantaban retales de viejas canciones y me gritaban con los carrillos inflados, cubiertos los rostros de llagas. Tan cerca que tuve miedo de arrollar a los más pequeños, así que metí un poco de maíz en el microondas y, al cabo de unos instantes de sonar los primeros estallidos, resonó el aviso metálico. Arrojé la bolsa a la calle y, en cuanto se abrió, los críos se entretuvieron recogiendo los restos entre la mugre.

Una comida menos con la que podía contar, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

No había doblado ni dos esquinas más cuando divisé el camión de GenTech. Es imposible obviarlo: es de color púrpura, chillón, y va lleno a rebosar de maíz. Circulaba escoltado por agentes, cuyas botas púrpura tenían manchadas de barro y se protegían los ojos con elegantes gafas del mismo color. Las máscaras salvaguardaban sus pulmones. Empuñaban las armas de fuego y llevaban en alto los garrotes con remaches mientras vendían raciones de comida en la parte trasera del vehículo, fijando precios exorbitantes como de costumbre.

Incluso el peor maíz es algo que la mayoría cuenta por grano. Puedes convertirlo en combustible o embutirlo en el estómago, pero, sea como sea, no te lo venden barato. GenTech tiene el monopolio y es la única jodida cosa que crece sobre la faz de la tierra.

Por supuesto puedes intentar sembrar por tu cuenta los granos, y crecerán bien si encuentras agua suficiente. Pero cada grano de cada nueva planta lleva el código de GenTech grabado en letras pequeñas de color púrpura. Y más adelante, cuando los agentes acaban por localizarte, te matan.

Es así de sencillo.

La zona de chabolas ya raleaba. Había empezado el éxodo de invierno: la gente bregaba por el largo camino occidental en dirección a Vega, con la esperanza de procurarse una vida mejor. Al menos era invierno, porque tenías que estar muy desesperado para marchar al oeste en los meses cálidos. Vega se encuentra en el extremo opuesto de los campos de GenTech, y es en esos campos donde las langostas incuban todo el verano. El tallo de la planta de maíz es el único lugar que les queda donde pueden anidar. Pero las langostas no se alimentan de granos de maíz. GenTech se las ingenió para que tuvieras que preparar el maíz antes de masticarlo. Lo modificaron para que pudiese sobrevivir a cualquier puta cosa que le sucediera. Pero lo hicieron tan bien que la naturaleza se las ingenió para estar a la altura: si existe la manera de acabar con las langostas, aún no ha sido descubierta.

Y ésa es la razón de que tengas que mantenerte alejado de los maizales durante los meses de verano. Los únicos que merodean por ahí son los furtivos metidos en sus túneles o los temporeros a los que GenTech no paga una mierda. Porque en cuanto anidan, las langostas se ceban sobre la única cosa que queda a la que puedan llamar comida. O sea, la gente.

Es decir, la carne humana.

Mi último dólar me sirvió para procurarme media hora de manguera en el abrevadero, donde me senté en el capó de mi carro, escuchando cómo el agua sucia llenaba el depósito.

Se había reunido un gentío al final de la manzana, en torno a un viejo rasta que no paraba de hablar. El rasta se inclinaba de tal modo que su barba iba barriendo el suelo, y tenía en las manos un palo de hockey que empuñaba como si de un bastón se tratara, y que había decorado con sus propios colores: rojo, oro y verde. Siguió farfullando acerca de Sión y el rey que nos llevaría al otro lado del océano. Si recaudamos los fondos necesarios construiremos un barco, decía el hombre. Una nave lo bastante grande para superar la Oleada.

Fue entonces cuando el rasta perdió a la mayoría de sus seguidores. Porque no hay modo de ir más allá de la Oleada. Es imposible. Y tampoco hay rey que esté dispuesto a llevar a nadie a donde crece de todo. Eso me lo dijo mi padre. «Será mejor que seas capaz de ver con tus propios ojos cualquier cosa en la que valga la pena creer.»

Observé la calle polvorienta, las paredes de plástico y las manchas que habían dejado al secarse los charcos de orín. Supongo que fue eso de quedarse entre chabolistas y ciudades de acero lo que empujó a ciertas personas a construir árboles. Porque incluso la vida de los ricachones es una mierda, pero si te construyes un árbol al menos tienes algo que vale la pena contemplar. Algo en lo que creer.

—Un duro día de trabajo, ¿eh? —preguntó a mi espalda una voz retumbante.

Me di la vuelta y vi a Cuervo salir de una tienda que había en la esquina. Llevaba puestas las gafas de sol, y los auriculares del colgaban del cuello. El tipo llegó a mi altura y tuve que levantar la vista. Debía de medir por lo menos dos metros veinte.

—Seis viajes —dije, señalando el metal apilado en la parte trasera del vehículo—. Necesitaré más combustible cuando vuelva a casa.

—¿A casa? —Cuervo rió, una risa reseca, gastada. Levantó la mirada hacia el sol anaranjado, que se reflejó en el cristal de las gafas.

—Yo mismo te proporcionaré el combustible, hombrecito —dijo, echando a caminar calle abajo—. Pero no te confundas: eres un nómada.

Al llegar con el último cargamento, encontré a Frost de pie en mitad del terreno, mirando ceñudo las pilas de chatarra.

—¿Tendrá suficiente? —murmuró.

A juzgar por el hedor que despedía, y el rictus amargo de los labios secos, comprendí que le había dado a la botella nada más levantarse, o que tal vez se había pasado la noche bebiendo.

—Con este último cargamento tendré bastante —aseguré, sacando unas hojas de metal herrumbrosas y una caja de faros antiguos.

Frost aposentó su gordo trasero en el suelo, desde donde se dispuso a observarme.

—Le he hecho una marca en mitad del terreno —dijo. El licor le había teñido la voz de un tono indistinto.

Yo tenía la teoría de que había salido de alguna alcantarilla antes de enriquecerse. Si tu familia no se las apañó bien en la Oscuridad, no tienes muchas opciones de enriquecerte en las Ciudades de Acero. Trabajar para la corporación GenTech o la Guilda de Recuperación. Recuperar lo necesario y regatear para obtener un buen precio. O eso o te conviertes en un asesino y un ladrón.

—¿Para qué? —pregunté al reparar en la enorme equis que Frost había dibujado en el suelo con un pulverizador.

—No le importa. —Frost me señaló con el dedo y reparé en las marcas que tenía en el pulgar, cuya piel estaba reseca, roja. Así que era fumador además de bebedor. Un adicto a la metanfetamina. Eso suponía que independientemente de la alcantarilla de la que hubiese salido a rastras, Frost se encontraba atascado en otra que desembocaba en el abismo.

Se puso en pie con dificultad y echó a andar en dirección a la casa. Probablemente iba a lamer una metanfetamina y dormir la mona, a resguardo del calor que se alzaba del suelo a esa hora tras pasar todo el día bajo el sol. También arreciaban los vientos fuertes. Se acercaba una tormenta de arena.

—Quiero que reluzca, señor B. —gritó Frost mientras anadeaba de camino a su casa—. Quiero que reluzca.

No tenía la menor idea de por qué Frost querría un agujero en mitad de su bosque, pero no presté la menor atención. En cuanto llenase el depósito del carro, podría cargar de nuevo la batería de las herramientas. Y cuando despejara el cielo, empezaría a pulir el metal hasta hacerlo brillar.

Papá decía que los árboles no sólo eran agradables a la vista y daban frutos comestibles. No sólo daban sombra y te protegían del viento. Limpiaban el agua y mantenían el suelo cohesionado, y hacían que fuese agradable respirar. Pero ahora todo eso no son más que cuentos. Ni siquiera mi abuelo había visto uno. La gente dice que la Oscuridad se remonta a más de cien años atrás.

Por tanto no son más que cuentos y estatuas. Y eso es lo que me dispongo a construir. Un bosque de plástico y metal, de luces y terciopelo. Los árboles que vi construir a mi padre y que su padre construyó antes que él. Arboles que he visto en fotografías o en esbozos a lápiz. Y árboles que he hecho por mis propios medios, cuyos nombres responden a cosas que amé. Nombres como pera ponderosa. Hoja de ángel.

Crearía una especie de soporte, donde levantaría el árbol tatuado en la mujer de Frost. Un árbol que no había visto construir antes, que no recordaba de esbozos ni de otras descripciones. Un árbol que no me cabía la menor duda que había respirado, enraizado en la tierra. Es imposible inventar algo que supere la perfección.