52
No dormí. Me limité a esperar junto a la cama de Cuervo, contando los segundos hasta que despertó. Lo que le habían hecho en las piernas también había servido para repararle la piel, y advertí la película brillante que cubría aquellos puntos donde había visto cicatrices y ampollas. Pero no podía decir lo mismo de las nuevas articulaciones, que no podían tener un aspecto más distinto. Piernas enormes, cubiertas de escamas hechas de corteza. Sobresalían de la cama, llenas de bultos y surcos, y eran más imponentes de lo que habían sido las originales. Si Cuervo era capaz de acostumbrarse a ellas, seguro que superaría los tres metros de altura.
Había paz en su rostro, como si estuviera recuperando todo el sueño que tenía atrasado en la vida. Me quedé sentado a su lado, inquieto, guardando al guardián.
—Cuervo —susurré, al cabo.
—¿Qué?
—¿Duermes?
—No. Hablo contigo. —Abrió los ojos—. ¿Qué haces ahí, mirándome?
—Quería saber cómo estás.
—Bien. Nos va bien.
—Las piernas —dije.
—Claro, hombre. He estado intentando usarlas.
—¿Cuánto tiempo?
—Pues bastante, hombre. Bastante.
Me quedé mirándole las piernas, que ni siquiera se movieron un ápice.
—Es posible que te lleve un tiempo —dije.
—Claro, Banyan. Es posible.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué?
—Frost está aquí.
Eso hizo que me granjeara su atención. Se volvió para mirarme con los ojos muy abiertos.
—¿Frost?
—Sí. Lo he visto.
—El muy cabrón se habrá prestado voluntario.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No lo sé. Puede que no tenga otra elección. O tal vez ha sobornado a quien haga falta para lograrlo. En el nombre de Jah, ¿cómo voy yo a saberlo?
—Escucha —dije, sin estar seguro de lo que iba a decir hasta que surgieron las palabras—. Creo que podemos usarlo.
—¿A Frost? No, hombre. Frost no es de fiar.
—No tenemos que fiarnos de él, sólo tenerlo un tiempo de nuestra parte.
—¿Y después?
—Después nos libraremos de él. De una vez por todas.
—Frío, frío, Banyan. Frío, frío.
—¿Ah sí? Pues tú no tienes piernas, tío. Y yo voy a necesitar una ayudita.
—Pues vende el alma al diablo. ¿A mí qué me cuentas?
—No es más que una idea —dije, intentando calmarlo.
—Una idea nefasta.
—Tú te aliaste con él.
—Sí, y mira cómo he acabado.
—Sólo tenemos hasta el final del día. Nada más. Tengo un plan, pero voy a necesitar ayuda.
—Tendrías que hablar con Zee. Ella te ayudará, hombre. Ella te ayudará.
—De acuerdo. Tú descansa. Intenta acostumbrarte a esas piernas. Volveré a ver cómo lo llevas.
—¿Hablarás con Zee?
—Sí —respondí.
Pero mentía. Era con Frost con quien iba a hablar.
Salí del edificio al alba. La nieve cubría todo el terreno a la vista, pero el sol no asomaba del todo. No vi rastro de Frost, en su lugar había un agente distinto, delgado, apostado de guardia en la entrada.
—El hombre al que has relevado —dije—. ¿Sabes adonde ha ido?
El agente dio unas indicaciones y tomé el camino que me había señalado, siguiendo colina arriba las pisadas de Frost.
Cuando llegué al otro lado, encontré a Frost en el claro, hurgando en la chatarra que yo había apilado. Se había retirado la capucha y tenía la cara sonrosada, la piel cortada por el frío. Bajo el pelo blanco, quemado con lejía, le crecían raíces oscuras. Me quedé mirándolo, oculto entre los árboles. Entonces avancé hacia él y Frost volvió la cabeza al oír mis pasos.
—Ah, hola —saludó, confundiéndome por un agente cualquiera. Siguió revolviendo la chatarra—. ¿Sabes para qué coño es esto?
—Sí —respondí, quitándome la capucha—. Para el árbol que voy a construir.
Frost abrió los ojos hasta que adquirieron el tamaño de sendos globos.
—¿De veras eres tú?
Cuando cabeceé en sentido afirmativo Frost se echó a reír.
—Creía que Cuervo te había degollado.
—Ya lo arreglarás con él, si quieres. Él también está aquí.
—¿De verdad? Así que todos lo logramos, ¿eh? Tú y yo. El guardián. —Frost esbozó una sonrisa desabrida—. Y esa cosita.
—¿Cómo coño has encontrado este lugar?
—Hay agentes con los que uno puede negociar.
—Supongo que las coordenadas no te llevaron muy lejos.
—Qué importa. Si no dejas de cavar al final encuentras lo que buscas. Me las apañé para que me contrataran. —Frost extendió los brazos a los lados, mostrando el color púrpura del tejido.
—Quizá te interese saber que tu hijo ha muerto.
—¿Mi hijo? —A Frost se le heló la sonrisa en los labios cuando apretó la mandíbula con fuerza—. Lo dejé atrás. Para que estuviera a salvo.
—No se garantiza la seguridad de nadie abandonándolo —dije—. Sal fue en tu busca. Y ahora está muerto.
Frost pestañeó mirando la nieve.
—Dime que no es cierto.
—No te miento. Ellos lo asesinaron.
A Frost le temblaban las manos. Se sacó los guantes para frotarse los nudillos y el dorso de las manos. Comprendí que llevaba demasiado tiempo sin su dosis. No abundaba en Isla Prometida.
—También tu mujer ha muerto —le informé.
Dejaron de temblarle las manos.
—¿Mi mujer? —La ira le hizo cobrar altura, y Frost compuso una sonrisa torcida que no merecía considerarse sonrisa—. Hacía que te sintieras mal por el hecho de desearla. Además, por aquí no escasean las mujeres.
—Bueno, pues la mujer con la que estabas casado ha muerto.
Frost despreció mis palabras con un gesto, como si con eso amortiguase su propio dolor. Pero me pregunté si tal vez necesitaba a Hina como necesitaba la metanfetamina, si acaso es el anhelo lo que te convierte en una sombra de ti mismo.
—Hay más de donde salió, pero tenía un polvazo —concluyó Frost.
De pronto tuve la sensación de que Cuervo estaba en lo cierto. No podía tratar con ese tipo, que vivía presa de un vicio capaz de acabar con el hombre más íntegro. Frost no podía incluirse en esa categoría. Ni de lejos.
Pero lo necesitaba. Por eso dejé que hablara.
—La creadora, ésa sí que es de las que te tocan los huevos. Se le están subiendo los humos, eso sí. Zee, por otro lado, ¿qué te parece? ¿Por qué crees tú que he mantenido cerca a la muy zorrilla?
—Veo que lo tienes todo planeado, ¿eh, gordo?
—Siempre es bueno contar con un plan, constructor de árboles.
—¿Y qué coño haces aquí?
—Veamos, en primer lugar. —Señaló los árboles—. Seguro que coincides conmigo si digo que son una hermosura, ¿no te parece? En segundo lugar, me dispongo a llevarme uno. Al continente. No puedo vender a GenTech algo que ya posee, pero recordarás que en un principio tenías que construirme un bosque. Y voy a poner una de estas cosas en medio de él. Ya lo verás.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. La gente pagará mucho dinero a cambio de la oportunidad de contemplar un árbol de verdad.
—Las langostas, Frost. También tendrás algo planeado para impedir que lo devoren.
—Cristal —respondió, mirándome como si hablara con un tonto—. Pienso encerrarlo en cristal. Así estará a salvo.
—Menudo idiota —dije, acercándome a él—. Eres un trozo de grasa inmunda y me estoy planteando delatarte. Ahora mismo.
—Pero no lo harás, ¿verdad? Me has seguido hasta este lugar, así que imagino que algo habrás venido a decirme.
—Sé un poco más ambicioso —dije—. Uno de esos árboles no te llevará a ningún lado.
—Continúa.
—Lo que necesitas de verdad es algo que las langostas no puedan devorar. Tú lo que quieres es lo que diferencia a GenTech de los demás.
—Te refieres a esa cosa que hay en el Huerto.
—Eso es exactamente a lo que me refiero.
—Menudo planazo el tuyo, señor B. Quizá no hayas reparado en los agentes fuertemente armados que hay por aquí. ¿Y las puertas que abre una única tarjeta?
—Te garantizo un ejército más que dispuesto a luchar. Sólo tengo que espabilarlos, nada más.
Frost se quedó mirando la colina, mordiéndose el labio.
—Necesitarán armas —dijo, al cabo.
—Tú eres agente, ¿verdad? ¿No puedes procurarnos esas armas?
Frost basculó la mirada entre los árboles y yo.
—¿Quién está metido en el ajo?
—Tú y yo. Y Cuervo.
—¿Qué me dices de Zee?
—Claro. Ella nos acompañará.
—Entonces cuenta con mi ayuda. Pero yo me quedo con ella. Cuando terminemos me quedo con Zee.
—De acuerdo —acepté, momento en que se encendió una luz en mi interior: Frost no podía salir de la isla, me dije. No tenía que abandonar ese lugar.
El gordo me tendió la mano que le faltaba un dedo. La estreché. Quizá no debí hacerlo.
Pero lo hice.