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—No sé si importa —dijo el gitano, tecleando en el panel de control y apagando la máquina—. Pero con la tierra prometida no obtuvimos ningún resultado. Tuve que teclear «Sión» para llevarlo a la deriva.

Miré al rasta, que seguía tumbado en el interior de la caja. Luego lo sacudí un poco, le di un par de bofetones, le quité las gafas. Pero el rasta no parecía dispuesto a despertar.

Nunca más.

Me di cuenta por la rigidez de la lengua, por el modo en que había puesto los ojos en blanco.

—No, ni se te ocurra —susurré.

Pero no sirvió de nada. Le cerré los párpados y lo arrastré, apoyando parte del peso de su cuerpo sobre los hombros, y me alegró comprobar que el gitano me había dado la espalda porque de pronto rompí a llorar mientras lo arrastraba hacia la salida.

Me moví como si estuviera flotando. Se me hizo un nudo en la garganta. Respiré el hedor que desprendían los mechones del rasta, consciente de la rigidez de su cuerpo. Era culpa mía. Yo le había obligado a meterse en esa caja. Había sido demasiado para él. Estaba muerto y yo le había matado. Debía de ser la persona más anciana que había conocido.

Y él había conocido a mi padre. No sé cómo, probablemente de un modo inverosímil. Habían llevado a ambos juntos a algún lugar.

Y ahora el rasta estaba muerto.

Pero aquello era cosa del gitano. Eso fue lo que me dije. Tendría que habérmelo advertido. El muy canalla me la había jugado.

Así que después de dejar el cadáver en la parte trasera del carro, dejé de lloriquear y me limpié la cara con un trapo. Papá siempre me decía que yo era un constructor, no un guerrero. Pero papá no estaba ahí, ¿o sí? Por tanto, empuñé la pistola remachadora y regresé a la tienda.

—Le has matado —acusé cuando el tripnotista se dio la vuelta para encararme. Le amenacé con el arma—. Drogadicto hijo de perra.

—¿Qué coño pretendes hacer con eso?

—Eso depende de ti —dije—. Puedo acribillarte a clavos, o puedes devolverme el puto libro.

Enterré al rasta en las llanuras de arena que se extienden a las afueras de la ciudad. El mal olor que se levantó me hizo sentir náuseas. Pero no tan fuertes como las que tuve al extraer la capa de corteza que el anciano tenía en el vientre.

Medía unos tres centímetros de grosor y la piel crecía debajo. Tuve que astillarla para hacerme con un buen pedazo. Luego quemé las astillas, atento al chisporroteo y los silbidos, al humo y las llamas. Más tarde avivé el fuego y esperé a que anocheciera.

La corteza era blanda y esponjosa al tacto. Rasqué los restos de carne que había debajo. Piel y corteza. Un pedazo de un hombre y un pedazo de madera. Si soy sincero confieso que se me revolvió el estómago. Pero no pude evitar manosearlo.

Me volví para contemplar las luces de la ciudad en la distancia. Era una noche cálida, no soplaba el viento y el ambiente estaba tan despejado como podía llegar a estarlo.

Levanté la vista hacia las estrellas, pensando en mi padre. Tanteé el pedazo de corteza entre los dedos, nudoso, áspero y suave a la vez. Pensé que si ese trozo de madera era lo más que iba a acercarme a un árbol de verdad, entonces podía considerarme el hijo de puta más desgraciado que quepa imaginar. Tenía un montón de pistas, tantas que me mordían el culo. Era consciente de ello, pero tenía que hallar la manera de hacer que encajaran. Y para cuando el fuego se apagó llegué a la conclusión de que tenía que dirigirme a poniente.

Fue al oeste donde me arrebataron a mi padre. Más allá de los maizales, cerca de Vega, la ciudad que se alzaba cerca del maíz que atesoraba GenTech. Y tuve la impresión de que era a la Ciudad Eléctrica adonde se dirigían Frost y Cuervo. Hay uno en Vega, le había dicho Cuervo a Frost. Pero ¿un qué? ¿Qué podía ayudarles a encontrar los árboles que con tanto ahínco querían vender?

Zee tenía razón. La gente pagaría una fortuna por un bosque. Los últimos árboles que quedaban en pie. Alimento y combustible, ¿y quién sabe qué otras riquezas? O bien era un lugar sin langostas o bien allí los árboles podían aguantar de algún modo su embate. Sea como fuere todo el mundo querría una parte del pastel.

Pero nadie pagaba como GenTech. Ni siquiera se acercaba. Ni la antigua tribu de Cuervo en Niágara, a pesar de los pingües beneficios que obtenían del agua que comercializaban. Decían algunos que la Guilda de Recuperación conservaba valiosos trofeos del viejo mundo, pero dudo que estuvieran a la altura de lo que afirmaban los rumores. GenTech, sin embargo, enriquecería de la noche a la mañana a quienquiera que estuviese en posesión de la información adecuada.

Claro que primero podían obtener la información y luego degollar al informador.

La última vez que trabajamos juntos, antes de que secuestraran a mi padre en el oeste, habíamos visto a una cliente arrastrada fuera de su propia casa, y a un agente con una cicatriz enorme decir que la mujer era basura, que había estado moviendo maíz de contrabando por todo el sureste. Le dio con el garrote remachado hasta silenciar sus gritos, y cuando todo hubo terminado, papá me hizo terminar el pino de plástico de la mujer, a quien enterramos al pie del árbol. Cuando le pregunté qué significaba eso de mover de contrabando, papá dijo que era otra forma de llamar al suicidio.

Pero fui averiguando cosas acerca de los contrabandistas. Son buena gente. La clase de personas que hacen lo posible por ayudar al prójimo. Regalan maíz o lo venden con descuento, y eso a GenTech no le gusta nada.

Mientras estuve ahí sentado, empecé a imaginar que tal vez no había que compartir esos árboles, que quizá se trataba de un lugar al que huir y donde esconderse, no un sitio apto para llevar un logotipo estampado. Un rincón donde olvidar todo lo que habías perdido en el camino.

Qué coño, quizá esos árboles fuesen Sión. La tierra prometida de la que hablaba todo el mundo pero que nadie podía encontrar. Hierba y animales y agua potable y oxígeno apto para respirarlo. Como en los cuentos de antaño. Pero me dije que nada de eso importaba. Al menos de momento. Porque ningún futuro tenía importancia, a menos que pudiese salvar a mi viejo.

Todos necesitamos creer en algo, eso decía a menudo mi padre. Se había pasado la vida intentando que el mundo fuese un lugar donde valiese la pena vivir. No podría perdonarme permitir que muriese solo.

El estómago me decía que debía conducir hacia el oeste, pero necesitaba pertrechos si quería conducir por las llanuras. Necesitaba maíz y combustible, y no tenía un céntimo en el bolsillo.

Por eso decidí que debía visitar de nuevo la residencia de Frost.

Cargué la pistola remachadora hasta que estuvo a punto de reventar. Lo hice con los clavos más brillantes y relucientes que tenía. Puntas de nueve centímetros. Me guardé la corteza en el bolsillo para tenerla a mano. Luego conduje de vuelta a la casa de Frost. Eso fue antes de que asomara el sol.

Comprobé la casa desde la distancia con el catalejo que había comprado con el dinero obtenido decorando toldos. Luego me dirigí andando al cobertizo situado a un lado de la residencia, y abrí la cerradura con la pistola remachadora. Dentro no encontré la planta portátil con la que Cuervo procesaba el combustible, lo cual quería decir que ya habían viajado al oeste. Tal como yo había pensado.

Encontré un cubo de combustible, y luego otros cinco más. Después eché a correr hacia la parte trasera de la casa y golpeé la puerta, situándome a un lado de ella con el arma presta por si acaso me había equivocado, por si Cuervo o Frost salían corriendo.

Pero el silencio siguió reinando en la noche. Llamé de nuevo, golpeando la puerta de acero como si fuera un tambor, tan fuerte que pensé que iba a fracturarme la mano.

Pero nada. Nadie.

Conduje el carro hasta la puerta trasera. Saqué el soplete y practiqué un agujero lo bastante grande para fundir los cerrojos de la puerta. Luego descargué una patada, me puse las gafas y recorrí hasta la última habitación de la casa, empuñando la pistola remachadora.

Vacía. Hasta la última habitación estaba vacía. Era como si hubieran limpiado de arriba abajo el despacho de Frost.

Cargué como pude con todas las bolsas de maíz que encontré y las arrojé al interior del carro, donde guardé también los cubos de combustible. Enterré el libro y el trozo de corteza en una caja llena de clavos, y cuando tuve todo listo, conduje el carro hasta el terreno, donde oculté como pude el vehículo entre las montañas de chatarra.

El sol casi se hallaba en lo alto, y yo llevaba dos días, con sus noches, sin dormir. Tomé la pistola remachadora y una bolsa de palomitas, y me dirigí al dormitorio donde había encontrado a Zee. Allí me estiré en la cama, una cama de verdad, comí maíz y dormí un poco.

Pero cuando abrí los ojos, encontré a Sal sentado en la cama. Empuñaba con su mano sudorosa mi pistola remachadora.