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El carro pasó suspendido en el aire un instante mientras trazábamos un círculo en plena aciaga noche. Entonces las ruedas mordieron de nuevo la tierra y el vehículo frenó en seco.

A nuestra espalda los acantilados explotaron en el agua, y el vapor y la espuma se alzaron hasta que las únicas cosas que pudimos ver fueron el polvo y el océano y todo lo demás se disolvió en el cielo. Pero nosotros seguíamos allí. Aguantando. La parte frontal del carro estaba hundida en arena, pero el resto había quedado suspendido sobre el océano. Colgando de ahí. Como a un millar de metros de altura.

Zee estaba encogida en el salpicadero y me miraba con ojos febriles entre rápidos parpadeos. Comprendí que estaba esperando a que yo hiciese algo. Cualquier cosa.

Podríamos haber salido por las ventanas. Echar a correr a poniente en ese preciso instante. Pero en este mundo no se llega a ninguna parte caminando, así que puse en marcha el motor.

Y el motor no respondió. Volví la vista hacia la Oleada y me pareció que se había calmado un poco, como si la tierra hubiese apaciguado al agua, diluido sus olas inmensas. Pero más allá de las rompientes... Nunca había visto nada tan inmenso, el torbellino de agua se extendía hasta el infinito. Más allá, en un tambaleante rincón del mundo, distinguí las vetas rojas que proyectaba un sol que se resistía a desaparecer. Ahí estaba otra vez aquel lacerante foco de calor.

El motor volvió a la vida al enésimo intento, fue como encender un fuego con plástico húmedo. El carro avanzó, mordiendo la arena, pero la parte trasera pesaba demasiado y volvimos a hundirnos, a atascarnos.

Volví la vista atrás, hacia toda la mierda que llevaba encima. Las herramientas y los pertrechos.

—Aguanta aquí —susurré, pegando a Zee contra el salpicadero. El carro se balanceó cuando me escurrí hacia la escotilla de la parte trasera.

Estaba oscuro. Polvoriento. Yo sudaba, resbalaba y tenía miedo. Todo estaba en calma, a excepción del estruendo del agua que serpenteaba cubierta de espuma a nuestros pies. El carro crujía, la parte trasera se hundía más y más a medida que me acercaba al extremo.

La escotilla tenía un tacto pegajoso, lastrada por la arena y las rocas, y tuve que forzarla un poco para desatascarla. Entonces el carro chirrió y basculó el peso, y empezó a inclinarse peligrosamente.

Yo miraba directamente las olas inmensas mientras Zee gritaba. Todo se movía. Las cajas se deslizaron por mi lado, amontonándose contra el cristal.

Logré abrir del todo la escotilla. Me temblaba todo el cuerpo mientras arrojaba al vacío los clavos, los diodos emisores de luz. Las láminas de acero. Observé cómo se precipitaban a la luz de los primeros rayos de sol, hundidas mis cosas en las espumosas aguas furibundas.

Me había aferrado con una mano al interior del vehículo, clavando los ojos en la Oleada. El carro se enderezó un poco, oscilando el peso hacia la parte delantera. Llevé las herramientas al frente, empujándolas hasta que estuvimos en posición horizontal, tumbados en lugar de levantados.

La tierra aguantaba. De momento.

—Quédate ahí —dije, manteniendo a Zee pegada al salpicadero.

Me deslicé en el asiento del conductor y escupí tierra al arrancar el motor y echar a rodar. Las ruedas delanteras se hundieron en la arena y lograron tirar del vehículo hasta que abandonamos por completo el vacío.

—Vamos —susurré, dando gas al motor.

Vi que las ruedas traseras ganaban tracción al proyectar un pedazo de terreno, lo bastante para que echar a rodar, y joder con el carro, vaya si se había comportado: No se deslizaba precisamente por el terreno, pero a medida que el sol asomaba rojo a nuestra espalda, fuimos ganando distancia hacia poniente.

Zee se apartó del salpicadero y se enroscó contra mí, hundiendo el rostro en mi cuello, medio llorando y medio riendo como si hubiera perdido la razón. Nunca nadie me había tocado así. Me refiero a una chica. Pegada a mí. Me alcanzó el quebradizo sonido de sus pulmones, y por un instante quise rodearla con los brazos. Decirle que estaba a salvo.

Pero el instante pasó.

Hice a un lado a Zee para maniobrar el vehículo porque ahí, justo enfrente de nosotros, se alzaba una solitaria figura en lo que quedaba de carretera.