46
No era verdad. Eso me dije. También intenté decírselo a ella. Mi madre estaba muerta desde que yo recordaba. Se había muerto de hambre. Pero tuve problemas para concentrarme. Fui incapaz de pensar con claridad.
—No compliques más las cosas —dijo la mujer.
Seguíamos abrazados en mitad de la sala.
Me sacudí de encima sus brazos.
—No haces más que mentir.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Cómo lo sabes. ¿Cómo puedes estar tan segura?
—No hay nada que deba saber —dijo—. La ciencia tiene la respuesta.
—¿La ciencia?
—Tus genes.
—¿Mis qué?
—Tu ADN coincide perfectamente con el mío —explicó la mujer—. Y también con el de tu padre.
—¿Mi padre?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Aquí.
—¿Qué? —Había crispado las manos en puños. Tenía el corazón en la garganta.
Mi viejo. Ahí mismo.
—Te llevaré a verlo —propuso la mujer—. Cuando estés listo.
—Ya lo estoy. —Me puse a temblar.
—No, Banyan. No lo estás.
—Llévame ahora —grité.
Aferré con ambas manos un monitor de cristal, que estampé contra la pared y se hizo mil relucientes pedazos que llovieron en el suelo.
La mujer quiso inmovilizarme, pero me zafé, huyendo en dirección a la puerta situada en el extremo opuesto de la sala. Logré sacarle ventaja, pero cuando llegué a la puerta ésta se abrió y Zee asomó por ella, corriendo hacia mí vestida de púrpura, con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro. Fue a decir algo pero la interrumpí.
—Pero qué coño —dije—. Sácame de aquí. Sácame.
—Te saqué —susurró antes de que su sonrisa se desvaneciera como cuando se pone el sol.
Hice ademán de apartarla para pasar por su lado, pero la tenía muy cerca, pegada a mí, y de pronto me sentí cansado y las piernas no me respondieron.
—Tranquilízate —dijo Zee, que miró alrededor de la estancia—. ¿Qué le has contado?
Oí que la mujer se nos acercaba.
—Que es mi hijo.
—¿Y lo de su padre?
—No. Aún no.
—¿Le has visto? —pregunté a Zee.
Pero me tambaleaba y se me trababa la lengua.
—Dormidlo —ordenó alguien.
Todo se volvió borroso.
Cuando recuperé la conciencia, me vi tumbado de nuevo en la cama. Las luces estaban apagadas. Intenté mover las extremidades, pero me dolía todo el cuerpo. Sentí algo que hacía presión en mi muslo y trababa las sábanas. Lo tanteé.
Metal. Frío y dentado. Lo palpé. Palpé el contorno, la curva que trazaba. Al rozarlo me clavé una especie de espina.
—Se llama rosa —dijo Zee desde un rincón de la estancia. Volví la vista, pero no había luz—. La hizo él.
—¿Mi padre?
—Sí. —Zee se me acercó y encendió una bombilla de luz anaranjada que había en el suelo, cerca de mí—. Nuestro padre.
—¿Nuestro?
Zee cabeceó, pero yo aparté la vista. No estaba en condiciones de profundizar en ello.
Acerqué la flor a la luz para apreciar su hechura. Alambre de espino cuya herrumbre había adquirido una tonalidad púrpura, enredado en torno a un tallo largo que remataba en un montón de hojas. Mi sangre había salpicado los pétalos.
—¿Él te la dio? —Mi pregunta hizo que Zee esbozara una sonrisa propia de quien recuerda algo triste.
—No. La hizo para ella. Para tu madre.
—Mi madre ha muerto. No sé quién es esa otra mujer.
—Aquí la llamamos la creadora.
—Creo que está loca. Además, se parece más a tu madre que a la mía. —Dejé sobre la cama la flor y me volví hacia Zee.
Llevaba muerta el tiempo necesario para poblar mis sueños, pero ahí la tenía de nuevo, vivita y coleando, vestida con el púrpura de GenTech.
—Mi madre era una réplica de la tuya —dijo.
—¿Una réplica?
—Una copia. Una copia perfecta.
—¿Cómo es posible que no haya oído mencionarlo antes?
—Porque nuestro padre quiso mantenerte a salvo.
—¿A salvo?
Mi mente se aferraba a cada palabra, a cada nuevo dato que me confesaba. Pero era como si todo me pasara de largo antes de hacerse añicos en el suelo. Quería ver a mi padre. Pero al mismo tiempo todo parecía estar fuera de lugar. Jamás había tenido la impresión de tenerlo tan lejos.
—Ya lo verás —me aseguró Zee, que me propinó un codazo para que le hiciese un hueco donde sentarse.
—¿Entonces? ¿Tú eres mi hermana? —Me temblaban las manos y me hundí los puños en los costados.
—Supongo —respondió.
Pero yo nunca había tenido una hermana. No había tenido a nadie, excepto a mi padre. Intenté encontrarle un sentido. Seguí empeñado en empezar por el principio, no tardé en perder de nuevo el hilo.
—Debí dedicar más tiempo a buscarte —le dije—. Me refiero al barco de los esclavos. Pero logré sacar a Hina de allí. Sin embargo, al final no pude salvarla.
Zee se puso a llorar, lo cual bastó para que yo dejase de temblar. Intenté calmar mi respiración agitada, pero no lo logré.
—Fui incapaz de hacer nada —dije en un torrente de palabras—. Por Hina. O por Sal. Y creo que tal vez sea culpa mía. Por llevarlos conmigo.
—No —dijo Zee, que intentó añadir algo.
Asomaron las lágrimas, que le confundieron las palabras, y lloró hasta quedarse sin más. Y cuando terminó de llorar, la oí respirar con el silbido propio de sus pulmones. Ese sonido desapacible, tenso.
—Al final, Hina lo recordó todo —dije—. Fue como si de pronto fuese capaz de ver toda su vida. Y murió limpia, libre de Frost y de la droga.
—¿Y Sal?
—Me salvó —dije, recordando cómo me había sacado del pozo de fango, y cuando dije que era mi amigo.
—A veces quiso esconderme cuando Frost se ponía como loco. —Zee rompió de nuevo a llorar.
Supuse que Sal había sido como un hermano para ella, a pesar de las sandeces que él decía al respecto.
—¿Te llevaron a Vega? —pregunté, recordando el inmenso vehículo con forma de rueda que vimos recorriendo la llanura—. Me refiero a los cosecheros.
—No lo sé. Sólo sé que desperté aquí.
—No he visto un sólo agente en este lugar que lleve máscara.
—Aquí el aire es limpio. Todo el tiempo.
—¿Podrás curarte? De los pulmones, digo.
—La creadora dice que no pueden mejorar. Pero aquí al menos no empeorarán.
—La creadora. —Me levanté de la cama, las manos en la cabeza—. ¿Qué clase de persona se haría llamar de ese modo?
—Es su título. Así la llama todo el mundo.
—Supongo que entonces conservas a tu madre.
—Ya te lo he dicho —le recordó Zee—. Ella también es tu madre.
—Eso es imposible. Mi madre murió. Murió de hambre para que yo pudiera vivir.
—¿Eso te contó tu padre?
Me rasqué el cogote. Me negaba a creer que esa mujer fuese mi madre. La sola idea hacía que me estallara la cabeza.
—Nuestro padre vino a construir para los peces gordos —explicó Zee—. Para GenTech. Querían levantar estatuas de los descubridores de este lugar.
—¿Lo han puesto a construir? —Por un instante imaginé a mi padre, y a un millar de personas más, esclavizadas, erigiendo un templo a mayor gloria de GenTech.
—Eso fue la primera vez que estuvo en la isla. Tu madre me contó que fue así como se conocieron. —Zee levantó la rosa y la puso en la cama, entre ambos—. Él le hizo esto. Pero nunca llegó a construir las estatuas que quería GenTech. En cuanto tu naciste, huyó contigo. Permaneció oculto.
—¿Oculto?
—Hasta el pasado invierno.
—Exacto —dije, momento en que me tembló todo el cuerpo cuando el motivo de que hubiese recorrido aquel camino empezó a abrirse paso entre la confusión—. El invierno pasado. Cuando le apresaron.
—No —dijo Zee con un hilo de voz y una expresión de disculpa en el rostro—. No le apresaron.
Quise hablar, pero no pude. Me atasqué, como cuando un motor apura la última gota.
—Viajó a Vega —dijo Zee—. Se entregó.
—¿A GenTech? —Las palabras salieron de mis labios y el eco de las mismas me recorrió la columna vertebral.
—Era el único modo de regresar a este lugar. A través de la Grieta. Al otro lado del agua.
—De volver donde hay árboles —susurré.
—Exacto. —Zee esbozó una sonrisa tímida—. Donde hay árboles.
No sé cuánto duró. Cuánto tardé en asimilar todo. Zee hizo lo posible para consolarme, pero no quería a Zee. Lo único que quería era ver a mi viejo, y grité su nombre en la oscuridad y luego golpeé las paredes con los puños.
Al cabo mi voz cedió. Quise respirar, pero me sentía igual que hace años, cuando estuve a punto de ahogarme en aquel río de agua amarilla. Sólo que esta vez no hubo nadie que me pudiera sacar. Y eso era lo que hizo que me doliera tanto. Porque papá había sido el único amigo que había tenido en el mundo. Y no se lo habían llevado. Simplemente se había largado.
Pero ¿por qué?
Hice ademán de dirigirme a la puerta, pero Zee me alcanzó para impedirlo.
—Tienes que quedarte, Banyan. Conmigo.
—No. —Quise dejarla atrás, pero aún estaba demasiado débil—. Tengo que verle.
—No puedes. Los agentes no te lo permitirán.
—¿Le has visto?
—Nadie puede.
—¿Por qué no?
—Porque lo tienen encerrado.
¿Encerrado? Me dije que eso tendría que importarme una mierda. ¿Y qué si lo habían arrojado al interior de una celda, y luego se habían deshecho de la llave? Mi padre me había abandonado. Me había dejado tirado. Se inventó el cuento de que había oído voces, salió del carro y probablemente nunca volvió la vista atrás. Se alejó por la carretera en mitad de la tormenta de polvo. En dirección a Vega. Hacia GenTech y la isla hecha de desperdicios. Me dejó sin nada, rodeado de cosas huecas. Me había mentido. Y yo le había creído.
Y nunca había dudado de él.