27
Mandíbula siguió de pie en la celda, aferrada a los barrotes como si estuviera decidida a partirlos en dos. La observé en la negrura, estudié el recto perfil de su espalda, el pelo rubio recogido en una coleta en lo alto del cráneo. Comprendí que rendirse no formaba parte de su carácter. Pensé que estar encerrada la estaba matando. Su gente corría peligro y no había una puta cosa que pudiese hacer al respecto.
Zee seguía temblando, abrazada a mí. Hina permanecía en el rincón. Los pasos de Cosecha en la pasarela se fueron alejando a medida que el eco desapareció, y entonces no quedó asomo de él, lo engulló los gemidos de los prisioneros y las toses y la desesperación.
—Te daba por muerto —susurró Zee. Le silbaba el pecho más que nunca—. Me dijeron que te habían matado. En la tienda.
—¿Dónde está Cuervo? —le pregunté—. ¿Y Frost?
—Cuervo está aquí, creo. En alguna parte. Frost nos vendió a todos.
—¿Os canjeó?
—Acabábamos de llegar al maíz. Quise correr. A los maizales. —Se golpeó el pecho cuando rompió a toser.
—¿Adónde os lleva Cosecha?
—No lo sabemos —respondió Zee con la voz rota.
—Los lleva al lugar donde los venderá —dijo Mandíbula desde su puesto de vigilancia en la puerta de la celda—. Qué importa dónde.
—¿Volviste a la casa? —preguntó Zee.
—Sí. Volví.
—Dije a Sal que cuidaría de él.
—Está aquí.
—¿Se encuentra bien?
—No por mucho tiempo. —Miré de nuevo a la madre de Zee.
La mujer que mi padre había amado. Tenía algunas preguntas que hacerle, pero aquél no era momento de interrogarla.
—Banyan —susurró Zee—. He oído que comercian con carne. En la Ciudad Eléctrica.
—Sí —dije—. Lo sé.
Pero me dije que esa gente estaba en los huesos. Entonces recordé que siempre había tiempo de engordarla si la cebaban con super comida. No encajaba con lo que me había dicho el rasta, lo de los árboles, lo del barco que cruza el océano. Claro que nada de todo aquello encajaba.
Me separé de Zee, pero ella me siguió hasta la puerta de la celda.
—¿Qué crees que hará a continuación? —preguntó a Mandíbula.
—Depende de lo grande que sea su ejército.
—¿Qué plan tenemos?
Ella sonrió, y los ojos le brillaron a la tenue luz verde.
—El plan es el mismo de siempre —dijo—. Desde que el viejo Cosecha aparcó su barco tan cerca de mi ciudad.
Mandíbula se sacó las botas empapadas y arrancó una serie de cables del interior, depositándolo todo en el suelo.
Explosivos. Una ristra de explosivos.
—Espero que estés dispuesto a pelear, constructor de árboles —dijo Mandíbula, mirándome—, porque vamos a sacar las entrañas a ese cabrón.
Zee reunió al resto de los ocupantes de la celda, y los empujó hacia la pared contraria mientras yo ayudaba a Mandíbula a colocar el explosivo plástico en la puerta.
—¿Sabes cuál será la potencia de la explosión? —pregunté, mirando cómo manipulaba con dedos ágiles la mecha corta.
—Lo necesario —respondió ella—. El resto lo colocaremos en uno de los conductos del combustible. Luego sugiero que ganes la cubierta tan rápido como puedan moverse tus amigas.
—¿Y los demás? ¿El resto de los prisioneros?
—Si quieres entretenerte aquí, adelante. Yo intentaré salvar a mi gente, incluida Alfa. —Me sostuvo la mirada unos instantes, como para calibrar qué decisión tomaría.
Pero era imposible que lo lograra porque ni yo mismo tenía la menor idea de lo que iba a hacer.
Mandíbula hundió la mano en el pantalón, de cuyo interior sacó un mechero dorado. Encendió el mechero y acercó la llama a la mecha.
—¿Listo?
Retrocedí, tropecé y caí al suelo. Rodé sobre mí y en cuanto pude me impulsé hacia la pared del fondo, seguido de cerca por aquella loca incendiaria.
Oí la explosión un instante antes de sentirla. Y cuando me alcanzó la onda expansiva, me levantó para estamparme a continuación contra la pared. Dio contra el hierro. Me asfixió el humo. El calor me quemó la garganta y me quedé allí tirado, medio en cuclillas y con los ojos llorosos.
Me levanté como pude y, cuando despejó el humo, me acerqué a la puerta, llamando a voces a Mandíbula. Pero ya se había marchado.
Afuera en la pasarela miré a través del humo, dejándome llevar por el pánico cuando caí en la cuenta de que no tenía ni idea de qué dirección había tomado Mandíbula. Volví a gritar su nombre tan alto como pude, pero se habían alzado otras voces cuyos gritos se elevaron a una.
Corrí al interior de la celda, aferré a Zee y a su madre, furioso de pronto por su falta de movilidad. Pero entonces vi la expresión de Zee. Se estaba ahogando, y cada vez que tosía se salpicaba las manos con sangre que le resbalaba por la barbilla.
—Presta atención —dije, intentando que recuperase el aliento—. En esta ciudad tienen una sala repleta de libros. Si salimos de aquí podrás sentarte allí a leerlos todos.
Ella pestañeó, limpiándose la sangre de los dedos.
—Apuesto a que esto hace que te sientas mejor. —Me volví hacia Hina—. Tenéis que correr. —Señalé en la dirección que había tomado Cosecha—. Al final de esta pasarela hay una escalera. Subid por ella. Alejaos tanto como podáis.
—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó Zee, mientras su madre la empujaba.
—Yo os seguiré de cerca —mentí—. Vamos, corred.
Las observé unos instantes. Luego me di la vuelta y corrí por el pasillo, adentrándome aún más en el barco.
Quise abrir las celdas a medida que fui pasando de largo por delante de ellas, pero no sirvió de nada porque estaban cerradas. Supuse que los conductos del combustible debían de encontrarse en ese extremo del transporte. Y si yo lo sabía, Mandíbula debía de haber tomado el mismo camino.
No tenía la menor idea de qué hacer si la alcanzaba. No tenía un plan ni disponía de muchas opciones. Pero tenía que haber otro modo de hacer las cosas. Una alternativa preferible a dejar que todas esas almas perdidas se desintegrasen en las entrañas de aquella horrible nave.
Los prisioneros intentaron aferrarme al pasar. Sus voces me rogaban que me detuviera.
—¡Mandíbula! —grité, como si algo me hubiese arrancado su nombre del interior.
La vi un instante, y al siguiente arremetió contra mí, alejándose a la carrera por la pasarela mientras yo me debatía en el suelo.
Se dio la vuelta y gritó sin bajar el ritmo:
—Demasiado tarde. He encontrado un buen lugar. ¡Corre!
—Será mejor que hagas lo que diga la dama, hombrecito.
Me di la vuelta al oír aquella voz. Era la voz de Cuervo.
Sacó las manos por los barrotes de la celda, me estrujó el cuello y tiró de mí.
Miré la celda y el blanco de sus ojos. Observé su barba, los mechones de pelo, ahora lacio, cubiertos de mugre.
Cuervo sonrió torcido con una dentadura que me pareció más blanca en la penumbra.
—Sal de aquí, hombrecito, encuentra a Frost y salúdale de mi parte.
Asentí. Sentí cálida y áspera la mano con que el guardián me aferraba del cuello. Me soltó y me incorporé.
—Nos veremos —dijo Cuervo—. En el siguiente.
Corrí por el pasillo, alejándome de él. No me di la vuelta una sola vez.
Cuando hizo explosión la primera carga se oyó un sonido quebradizo. Fue una especie de crujido, que precedió al estruendo. Casi había llegado a la puta escalera, casi. Sentí el calor al echarme hacia delante, y vi cómo la bola de fuego devoraba el túnel situado a mi espalda como si de una pajita se tratara.
Las llamas rodaron como el sol, puse el pie en el último peldaño y me impulsé escalera arriba cuando dio la impresión de que el mismísimo oxígeno se fundía.
Subí mientras el fuego se extendía por doquier, devorándolo todo. Su fuerza bastó para impulsarme más alto, quemándome las suelas de los zapatos.
Ya en lo alto de la escalera caí en la pasarela, negro y humeando. Las llamas ascendieron en la oscuridad cuando me puse en pie.
Me quité los zapatos medio fundidos y corrí de vuelta a la cabina, y en seguida pude ver a través de la ventana por qué tuvimos la impresión de que no había dotación en el barco.
Estaban todos fuera. Todos ellos. Un ejército, como había dicho Mandíbula. Una hueste de hombres grises con chaqueta de plástico gris. Cada uno de sus componentes parecía idéntico al compañero. A pesar de la distancia eso fue lo que vi. Sus rostros eran idénticos, tanto como la ropa que llevaban. El mismo cráneo rasurado. Un ejército de copias.
Un millar de Reyes Cosecha.
Avanzaban sobre Vieja Orleans, acorralando a las piratas o barriéndolas. El lugar se había convertido en zona de guerra. Reinaba el caos. En la cabina encontré a Zee y Hina. Esperándome.
Pero Mandíbula se encontraba junto al panel de mandos con un arma en la mano. Y clavado a sus pies estaba Cosecha en persona. El único hombre que poseía todas las respuestas. El único hombre que estaba al corriente del rumbo y el destino de aquel barco.