55
Una vez sentado, me palpé la herida de la nuca. Estaba muy mareado, aturdido. Mi madre seguía llorando en la nieve, y me pregunté por qué le había hecho tanto daño. ¿Acaso no había hecho ella lo mismo un millar de veces? ¿No había actuado en perjuicio de unos pocos para beneficiar a muchos?
A lo lejos se oyeron de nuevo disparos. Eran como truenos en miniatura.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Zee.
—No lo sé.
—Sí lo sabes. Prepárate, me dijiste. —Sacudió la cabeza—. Intentabas librarte de mí.
—Quise mantenerte a salvo. Que me acompañaras.
—¿Y ella?
—No te preocupes por mí —dijo mi madre, de pie ya, sacudiéndose la nieve de la ropa.
Hubo un instante. Fue un instante breve, mucho. Un par de segundos durante los cuales se miraron como intentando decidir qué hacer conmigo. Hundí los dedos en la nieve, deseando aferrar algo que pudiera usar.
—Hubieran fusilado a tu padre —dijo mi madre, volviéndose para mirarme en la oscuridad—. Cuando los agentes lo atraparon, lo encadenaron a esos árboles, armados con porras, vociferando.
Pero ya no quería seguir escuchando. Había cerrado los dedos en torno a algo sólido. Una tubería de plástico que en principio había recogido para mi árbol, pero que al final acabé descartando. La aferré con fuerza y la blandí amenazador, obligando a ambas mujeres a recular.
Zee levantó la porra y descargó un golpe, pero logré bloquearlo y apartarla de mí. Seguidamente, solté la tubería, escarbé en la nieve y la palpé. Era la pistola remachadora, que empuñé a continuación.
Zee se abalanzaba de nuevo sobre mí, pero yo, armado, apunté hacia la copa del árbol falso y apreté el gatillo del arma, que proyectó los clavos a gran velocidad.
Metal sobre metal. Chispas y fuego. Un estruendo. El tambor explotó y las llamas se alzaron hacia el firmamento. El fuego se extendió por el cableado, y la oscuridad se cubrió por un entramado de luz ardiente.
Un resplandor. Una explosión. Hundí el rostro en la nieve y oí cómo el mundo se quebraba. Cuando pude ver de nuevo, el fuego cubría el cableado y el bosque entero ardía presa de las llamas.
Hasta el último árbol.
Nunca había visto semejante incendio. Los árboles se prendieron como si ésa fuera su misión en el mundo, la de iluminar la noche y arder y arder. No había humo. Al menos, de momento. Bolas de fuego rojo y oro que se hinchaban y formaban espirales y nos cubrían con su aliento de vapor.
Las llamas recorrieron los troncos de los árboles, que no tardaron en cubrir. Iba muy abrigado y sudaba profusamente, así que me bajé la cremallera, me libré de la prenda púrpura y me puse en pie. Hundí la pistola remachadora en la parte posterior del pantalón y avancé por la nieve derretida.
Zee y mi madre habían echado a correr hacia el borde del claro, donde se habían demorado. No había más opción que ir hacia delante. Adentrarse en el fuego.
—Vamos —grité, pero no pudieron oírme debido al estruendo del incendio.
Nos cogimos de la mano y tiré de ellas en dirección al fuego.
Atravesamos el ardiente bosque, y a pesar de sumergirnos en su resplandor fuimos incapaces de ver. Solté la mano de Zee sin querer, pero me puse detrás de ella para empujarla. Los tres avanzamos a trompicones en fila india hacia la fría negrura que nos aguardaba en la linde de aquel bosque.
Cuando corríamos, tropezábamos y respirábamos la ceniza, se me hizo un nudo en el pecho y la visión se me emborronó. Tuve miedo. Los había asesinado. A todos y cada uno de ellos. A todos y cada uno de esos hermosos árboles. Excepto a uno, me recordé. Excepto al que estaba dentro del huerto de árboles frutales, en el extremo opuesto de la colina.
El abrigo de Zee se prendió fuego y tuve que ayudarla a quitárselo. Luego lo arrojé delante de nosotros, con la intención de extinguir las llamas.
Las perdí de vista un segundo. Grité. Voceé el nombre de Zee. Luego cayó un árbol y me vi obligado a retroceder al tiempo que el fuego me prendía el tejido de la camisa.
Rodé por la nieve y el fuego se extinguió, humeando, siseando. Vi a Zee en el claro y me dirigí hacia ella, arrastrándome casi a ciegas.
Finalmente logré ponerme a salvo.
—¿Qué has hecho? —me gritó una y otra vez, golpeándome con las manos mientras yo me incorporaba sobre las rodillas.
—Para ya. —Me concentré en recuperar el aliento. Eché un vistazo atrás, al bosque, y lo único que no ardía era el triste árbol metálico que había en medio. El árbol que había construido apresuradamente.
—Los has quemado, Banyan. Los has matado. A todos. Después de todo lo que hemos hecho.
—No —dije—. Hay más. Hay más. —Me levanté, inmovilizándole las manos a la espalda—. En el Huerto. Tenemos que llegar allí. Luego nos iremos. Todos.
Logró liberar una mano, descargó un puñetazo sobre mí pero logré evitarlo. A continuación quiso decir algo, pero rompió a toser, tenía los pulmones llenos de humo, y cuando finalmente dejó de toser se me quedó mirando con labios temblorosos y los ojos muy abiertos.
—No podemos permitir que se queden con él, Zee. No podemos permitirles que sigan haciendo esto. Hacen lo que quieren. Con todos nosotros. Si te entrometes en su camino te apartan como si no fueras nada. La gente nunca será libre mientras controlen lo que crece y lo que no.
—Pero habrá árboles. Cielos azules, agua potable. La fruta crecerá por todas partes. Habrá aire que yo pueda respirar.
—Los árboles no crecerán por todas partes si GenTech es la única que los planta.
—Pero ¿cómo vamos a apañárnoslas sin ellos? No sabes lo que haces. No podrás crearlos ni cuidarlos armado con un martillo y unos clavos.
—Lo intentaremos —dije—. Lo haremos para evitar que más gente muera víctima de los experimentos. Para que no tenga que morir nadie más.
Zee cayó al suelo y se llevó la mano al pecho. Tosía.
—Mis pulmones —dijo con voz rota y lágrimas en los ojos—. No puedo. No puedo volver.
—Yo cuidaré de ti —le aseguré—. Vamos a rodearte de árboles. Te lo prometo.
—¿Por qué?
—Porque eres mi hermana. Y no pienso dejarte atrás. Siempre y cuando estés dispuesta a acompañarme.
Me aferró la muñeca y se incorporó a mi lado. La abracé entonces. Sentí el tacto suave de su pelo en mi rostro. Sollozó, sacudida por un temblor.
—Pero necesito la llave —dije, volviéndome hacia las llamas—. Necesito a la creadora.
—Ahí la tienes. —Cuando Zee señaló, me di la vuelta.
Allí estaba. A media altura de la puta colina.