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Cuando recuperé la conciencia, desee no haberlo hecho. Había perdido a Alfa. Y también a Cuervo. A Sal y a Hina.

Todos ellos sustituidos por extraños.

Supe de inmediato que circulábamos por una carretera. Llevo en la sangre eso de viajar por carretera. Sentí las sacudidas, aparte de una sensación de desapego. Intenté levantar la cabeza, pero sólo pude mover los ojos. Estaba drogado. Atado. Y de vuelta a la carretera, contemplando el cielo más claro que había visto nunca.

Miré de reojo a los extraños que había a mi derecha, y luego a los que se sentaban a mi izquierda. Tenían los ojos cerrados y dije a sus rostros que siguieran durmiendo. De todos modos ahí no había nada que ver.

No había maíz. El mundo había cambiado.

Nuevos olores. Olores familiares.

Plástico. Acero y combustible.

Ah, sí. Combustible. El olor de la carretera. La sangre que alimenta cualquier conjunto de ruedas que lleven a cabo su función.

Cuando el primer edificio pasó sobre mi cabeza, por un momento pensé que no era más que una sombra. Pensé también que tal vez había pestañeado. Pero esos edificios seguían cubriendo el cielo, y yo pasaba de largo por su lado, cada vez eran más hasta que los edificios se adueñaron de todo y el cielo desapareció.

Infinitas tonalidades de negro y gris y plata. Nunca había visto tanta ventana. Eran como ojos de cristal. Edificios tan altos que se inclinaban como un paisaje, trazando juntos un arco, esquirlas de acero enfundadas en plástico que apuntaban al sol.

Luego señalaron a la luna. Pero después, los edificios ocultaron incluso la luz de la luna. La enorme, vieja luna.

Olí los gases que expulsaban los biotanques. El hedor untuoso del maíz amontonado que se transforma en jugo. Un jugo que recorrería conductos tan amplios como los ríos de antaño, fluyendo por calles que eran como venas.

Una vez se hubo encendido el alumbrado municipal sentí más el peso de las drogas. Primero las ventanas centellearon, pero eso no fue nada más que un fulgor anaranjado, como cuando se calienta una resistencia. Fue el deslumbrante letrero de neón lo que me sorprendió. Luces de todos los colores, tantas que eras incapaz de contarlas. No parpadeaban, sino que giraban y trazaban espirales, orbitando como si me ahogara en las estrellas. Tuve dificultades para tragar, e incluso me mordí la lengua y el carrillo. Los letreros con sus mensajes dirigidos a mí. ¿Qué decían? ¿A quién le importaba? A mí no. De todos modos no podía leerlos.

Hasta el último.

Disponen de toda la riqueza del mundo y eso es lo que hacen con ella. Edificios altos y luces que iluminan dos veces lo que una normal, durante toda la noche. Tanto maíz que hace que te preguntes si quedará algo para comer. Aunque tuve la certeza de que en la ciudad que nunca duerme había comida de sobras.

Nadie dormía en Vega. La infamia no descansa.

Pensé que tal vez yo sí podía echar un sueñecito, mientras los edificios se desdibujaban y las luces se apagaban. Fuimos absorbidos por las entrañas de la ciudad. Más y más hondo. Qué coño, yo lo que quería era dormir. Excepto que aquel último letrero me tenía preocupado. Porque odiaba pensar que ésa podía ser la única palabra que era capaz de leer, tanto como la única palabra que importaba.

GenTech.

Ni siquiera quiero contaros cómo era ahí abajo. Era un lugar donde no entraba el sol, donde no susurraba el viento.

Tenían encendidas las luces a baja intensidad, y ese fue el único gesto que tuvieron con nosotros. Supongo que era su manera de hacer las cosas. Su procedimiento. Pensé que no tenía ni idea de lo que se proponían.

Pero ¿cómo no iban a tener un procedimiento? Era GenTech. Sabían lo que se hacían y también lo que querían.

Cabrones de mierda. Vestidos de púrpura y marchando con paso marcial y las porras en alto. No sé para qué necesitaban esas porras. La mayoría de los prisioneros seguía inconsciente, y los que se encontraban como yo estaban demasiado drogados para pelear. No éramos más que cuerpos. Ni siquiera éramos personas. Éramos cuerpos que orinaban y vomitaban y gemían mientras los agentes nos sorteaban para arrastrar a una nueva víctima, una tras otra, hasta una especie de escenario que había en mitad de aquel sucio agujero negro.

Pensé que no podíamos haber ido a parar a un lugar peor. Era el final del camino para todas aquellas almas perdidas que habían caído presas. Gente arrancada del polvo para acabar vendida a tratantes de esclavos. Gente como mi padre y el viejo rasta, como la madre de Alfa y, ahora, como yo.

Era GenTech. Al final, siempre había sido GenTech. El puño púrpura que te aplastaba el último aliento de tus endurecidos pulmones.

Pero ¿para qué?

Por fuera apenas era capaz de mover los dedos. Pero por dentro estaba hecho una furia. Mi mente no carburaba bien, todo me daba vueltas. Pensé de nuevo en la condenada historia sobre la trata de esclavos, en que a los ricachones de Vega les gustaba la variedad en sus platos. Pero si de veras iban detrás de la carne, entonces ¿por qué esos agentes nos analizaban la sangre? Porque eso era lo que hacían: almacenar la roja sustancia en pequeños tubos de plástico.

Se me ocurrió que podían suceder dos cosas en cuanto los agentes efectuaran sus análisis. Dos opciones para todos los cuerpos que habían apresado.

La primera opción consistía en que los agentes te sacaban la sangre para analizarla, y luego adiós. Desaparecías. Ni idea del lugar a donde te llevaban a rastras. Claro que eso era mejor que la alternativa. Mucho mejor.

Porque la segunda opción era que los agentes te sacaban la sangre para analizarla. Luego te miraban como si no estuvieras allí.

Eso antes de quemarte vivo.

En mitad de aquella especie de escenario había un horno hundido en el suelo. Las llamas asomaban por el agujero.

Y ésa era la opción número dos. Así resulta más fácil comprender por qué la primera era la más atractiva. Sobre todo teniendo en cuenta que te tirabas un día entero respirando las cenizas de todos los pobres desgraciados que habían acabado asados.

Tal vez duró más de un día. O puede que no fuese más de una hora, pero que cada minuto parecieran veinte. Las drogas que nos habían administrado nos mantuvieron callados. Al menos a la mayoría.

De vez en cuando se oía un gemido bajo, un quejido que escapaba de los labios de alguien que intentaba espabilar.

Yo ya estaba bastante despejado. Por dentro. Intentaba averiguar qué coño estaba pasando allí mientras veía a los desgraciados que se llevaban delante de mis ojos.

Una mujer manca dio positivo, y los agentes se la llevaron a rastras. A continuación le tocó a un chico rubio, que dio negativo. Cerré con fuerza los ojos.

Y así continuó la cosa. Uno tras otro. Los del traje púrpura cantaban los números, se llevaban a rastras a la gente para alimentar las llamas que salían del agujero.

No hubo pausa ni descanso. La cosa fue de mal en peor. El muro que había levantado mi mente, o que me habían proporcionado las drogas, fue haciéndose pedazos, cuando la realidad lo arañó como rasca una cuchilla el hueso. Empeoró de tal modo que no veía el momento de que me tocara, para dejar de presenciar aquello. Ver cómo arrancaban a un niño de brazos de su madre, o a la mujer separada del marido. Todos aquellos rostros desconocidos. Aquellos extraños.

Pero entonces los del traje púrpura cambiaron incluso la terrible monotonía cuando desde un rincón arrastraron a alguien que yo conocía.

Era Cuervo. La mitad superior de su cuerpo no se había curado de las quemaduras, y no podía decirse que tuviera mitad inferior porque las palas de la cosechadora le habían destrozado. No tenía piernas. Los agentes llevaron el torso de Cuervo hasta el escenario. Cuando le hundieron la aguja en el brazo y tomaron la muestra de sangre, mi yo retorcido quiso gritarle algo.

«Eh, hombrecito.» Eso fue lo que quise gritar.

Menudo cabrón estoy hecho, ¿verdad? Debió de ser cosa de las drogas.

Cuervo aprobó los análisis y se lo llevaron a otro lado. Me pregunté cómo habrían logrado que no se desangrara en el maizal. Me pregunté adónde lo llevaban. Pero no tuve mucho tiempo de seguir ahí sentado, pensando en ello, porque lo siguiente que vi fue a los agentes arrastrando a Sal. A juzgar por sus caras comprendí que el pobre desdichado no había salido bien parado tras el análisis.

Ver cómo llevaban a Sal hacia las llamas me removió algo. Se me clavó en el cráneo, me reactivó la mente dormida y de nuevo fui capaz de moverme. Pero cuando me puse en pie con dificultad y anduve con paso vacilante hacia los del traje púrpura, fue como si alguien me manipulara los músculos, como si no fuera garganta la que profería los gritos. Como si no fuera mi amigo a quien se disponían a quemar vivo.

¿Era eso, entonces? ¿Mi amigo?

Sinceramente, no lo sé, pero sí, me gusta pensar que lo era. Por eso debió de dolerle el instante en que me reconoció mientras yo gritaba:

—Los números. El número. Dime cuál es.

Y tal vez eso era lo que habíamos significado los unos para los otros. No sólo el muchacho gordo y yo, sino Cuervo y Alfa y Zee. Todos nosotros. Lo único que nos había motivado fue encontrar los condenados árboles.

Algo en lo que creer. Algo que nos llevara de vuelta a casa. Algo que nos hiciera libres. O simplemente algo que vender.

Los agentes se dirigieron hacia mí, bloqueando a Sal de la vista. Pero la fuerza que había conservado estando bajo los efectos de las drogas me asomó a la superficie. Empujé y pateé a un cabrón de traje púrpura a quien no conocía de nada, a pesar de lo cual intentaba contenerme. Intentaba hacerme daño mientras los demás arrastraban al gordo de mi colega a una muerte segura delante de mis propios ojos.

Gritaba tanto que debía de tener los labios cubiertos de espumarajos. Le alcancé un instante. De pronto tuve a Sal a mi lado, aspirábamos el humo que ascendía de la hoguera. Alrededor nuestro todo eran manos cubiertas con guante púrpura.

El muchacho me miró con los ojos abiertos como ventanas, una fiera acorralada, cansada de esconderse.

—El número —le dije, o lo intenté, al menos.

¿De qué servía? Todo estaba perdido.

Pero entonces me sorprendió cuando alzó la voz.

—No hay ningún número —dijo mientras los del traje púrpura lo levantaban del suelo, arrastrándolo a las llamas—. Me lo inventé. —Y añadió antes de desaparecer para siempre de mi vista—: Para que me dejaras acompañarte.

Desapareció. Yo debía de seguir drogado porque no recuerdo siquiera haberle oído gritar.

Sentí las manos que me asían, y pensé que ahí acababa todo. Pensé que en seguida me devorarían las llamas. Lo único en lo que podía pensar era que Frost debía de haberlo logrado. Tenía las coordenadas. El GPS. Y que andaría por ahí, igual que mi padre. Rodeado de árboles y de asesinos.

—Esperad —dijo uno de los agentes—. Hay que hacerle el análisis.

Me pusieron en pie.

No moví un dedo. Ni siquiera sentí la aguja o cómo me extrajeron sangre. Pero observé el proceso, el flujo de la oscura sustancia. Y debido a la sangre que me abandonaba o a mi anterior demostración de fuerza, fuera lo que fuese, de pronto me sentí vacío. Y mientras extraían la aguja de la piel, me caí hacia dentro al tiempo que se fundió hasta la última luz que había.