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Hemos sido del todo meticulosos al sellar herméticamente la Cárcel. Nadie puede entrar ni salir de ella. El Guardián posee la única Llave que abre la compuerta. En caso de que muriese sin haber transmitido sus conocimientos, sería imprescindible abrir la Esotérica. Pero sólo su sucesor podría hacerlo. Pues ahora ese tipo de cosas están prohibidas.
Informe del proyecto, Martor Sapiens
—¿Jared?
Sin aliento, Claudia irrumpió en la habitación de su tutor y miró alrededor.
Estaba vacía.
La cama estaba bien hecha, las sencillas estanterías ordenadas con sus escasos libros. El suelo de madera estaba cubierto por unas esteras de junco extendidas, y sobre la mesa, en una bandeja, había un plato con migajas junto a una copa de vino vacía.
Cuando ya se daba la vuelta para marcharse, el vuelo de su falda levantó una hoja de papel.
La miró. Parecía una carta, escrita en grueso papel de vitela y sujeta bajo la copa de cristal. Desde donde se hallaba, Claudia era capaz de distinguir la insignia real en el reverso, el águila con corona de los Havaarna, con su garra en alto sujetando el mundo. Y la rosa blanca de la reina.
Tenía prisa por encontrar a Jared, pero aun así, no pudo evitar detenerse en la carta. Su tutor ya la había abierto y leído. La había dejado a la vista. No podía ser un secreto.
A pesar de todo, dudó un momento. No habría sentido el menor remordimiento por leer las cartas de cualquier otro; en la Corte, todos eran desconocidos, tal vez enemigos. Formaban parte del juego. Pero Jared era su único amigo. Más que eso. Su amor por él era duradero y firme.
Así pues, cuando por fin cruzó la habitación y abrió la carta, se convenció de que no importaba, pues a fin de cuentas, él se lo habría contado más adelante. Lo compartían todo.
La carta era de la reina. Claudia la leyó con los ojos como platos.
Mi querido Maestro Jared:
Os escribo porque siento la necesidad de aclarar las cosas entre nosotros dos. Vos y yo hemos sido enemigos hasta ahora; pero eso no tiene por qué continuar siendo así. Sé que estáis increíblemente ocupado intentando reactivar el Portal. Claudia debe de estar desesperada por tener noticias de su amado padre. Sin embargo, me pregunto si podríais encontrar un momento para atenderme. Os espero en mis dependencias privadas, a las siete.
Sia Regina
Y en letra más pequeña, a pie de página:
Podríamos sernos muy útiles el uno al otro.
Claudia frunció el entrecejo. Dobló el papel, volvió a pisarlo con la copa y salió a toda prisa. La reina siempre maquinaba algo. Pero ¿qué querría de Jared?
Seguro que su tutor estaba en el Portal.
Mientras agarraba una vela y la sacudía para encenderla, procuró no sentirse tan agitada. Abrió la puerta escondida entre los paneles de la pared del opulento pasillo y bajó a la carrera por la escalera de caracol que conducía a las bodegas, agachando la cabeza para esquivar las telas de araña que se regeneraban con una velocidad irritante. Las profundidades abovedadas estaban húmedas y frías. Se escurrió entre barriles y toneles y se apresuró a llegar al rincón más oscuro de la estancia, donde los altos portones de bronce llegaban al techo, y descubrió con horror que estaban cerrados. Los caracoles gigantes que parecían haber invadido el lugar se adherían al gélido metal; sus rastros cruzaban la superficie húmeda en distintas direcciones.
—¡Maestro! —Claudia aporreó la puerta con el puño—. ¡Dejadme entrar!
Silencio.
Por un instante le surcó la mente el pensamiento de que el Sapient no podía abrir la puerta, que yacía inconsciente en el suelo, que la lenta enfermedad que llevaba varios años consumiéndolo lo había obligado a ceder ante el dolor. Entonces, otro miedo la apuñaló todavía con más saña: que por fin había conseguido que el Portal funcionase y había quedado atrapado en Incarceron.
La puerta se abrió de sopetón con un clic.
Claudia se coló y observó la estancia.
Y entonces se echó a reír.
Jared, a cuatro patas e intentando atrapar cientos y cientos de resplandecientes plumas azules, levantó la mirada hacia ella con irritación.
—No tiene gracia, Claudia.
Claudia no podía parar de reír. Era tan grande su alivio… Se sentó en la única silla que había y dejó que las risitas subieran de tono hasta convertirse en una especie de carcajada histérica que la obligó a secarse los ojos con la seda de la falda. Jared se inclinó hacia atrás y se apoyó en las manos, inmerso en un mar azul de plumas, para observarla. Llevaba una camisola de color verde oscuro, con las mangas enrolladas. Su túnica de Sapient, colgada de la silla, estaba enterrada en plumas. Tenía el pelo largo enmarañado. Pero su sonrisa, cuando por fin la esbozó, fue descarada y sincera.
—Bueno, a lo mejor sí.
La sala, que siempre había estado tan impoluta y blanca, parecía invadida por el plumaje de miles de martines pescadores desplumados. Encima de la mesa metálica había plumas, que también cubrían las pulcras estanterías plateadas con sus crípticos controles. El suelo estaba lleno de plumas hasta la altura del tobillo. Nubes y nubes de plumas volaban y se iban posando en la superficie sin cesar.
—Tened cuidado. He volcado un frasco mientras intentaba atraparlas.
—¿Por qué plumas? —logró preguntar al fin Claudia.
Jared suspiró.
—Una pluma. La recogí en el campo. Pequeña. Orgánica. Perfecta para la experimentación.
Se lo quedó mirando.
—¿Una? Entonces…
—Sí, Claudia. Por fin he conseguido que ocurra algo. Pero no lo que tenía que ocurrir.
Asombrada, miró a su alrededor. El Portal era la entrada a Incarceron, pero únicamente su padre conocía sus secretos, y lo había saboteado en su huida al introducirse en la Cárcel. Se había sentado en esa misma silla y había desaparecido, y Claudia sabía que estaba perdido, en algún punto dentro del mundo en miniatura que constituía la Cárcel. Y desde entonces, no habían conseguido que nada funcionase en el Portal. Jared había dedicado meses a estudiar los controles del escritorio, enervando a Finn con sus pruebas cautelosas y precisas, pero ni un interruptor, ni un solo circuito, se había encendido siquiera.
—¿Qué ha pasado?
Claudia saltó de pronto, pues de repente tuvo miedo de desaparecer a través de la silla.
Jared se quitó una pluma azul del pelo.
—La coloqué encima de la silla. Desde hace unos días, hago experimentos sustituyendo los componentes rotos con distintas piezas de repuesto; lo último que he probado ha sido un plástico ilegal que le compré a un comerciante en el mercado.
Claudia preguntó nerviosa:
—¿Os vio alguien?
—Me cubrí bien la cara, así que confío en que no.
Sin embargo, ambos sabían que era probable que lo hubieran seguido.
—¿Y bien?
—Supongo que habrá funcionado. Porque ha habido un destello y un… temblor. Pero la pluma no ha desaparecido, ni se ha miniaturizado. Se ha multiplicado. Todas son réplicas perfectas.
Miró a su alrededor con una pálida impotencia que de repente caló en Claudia; la sonrisa se esfumó de su rostro. En voz baja, le dijo:
—No debéis hacer tantos esfuerzos, Maestro.
Él levantó la mirada hacia su pupila, con voz cariñosa:
—Soy consciente.
—Sé que Finn se pasa el día merodeando por aquí, molestándoos.
—Deberíais llamarlo «príncipe Giles». —Se puso de pie con un leve gesto de dolor—. Es el futuro rey.
Se miraron el uno al otro. Claudia asintió. Paseó la mirada a su alrededor hasta encontrar un saco que contenía herramientas; las sacó todas y empezó a rellenarlo con las plumas, puñado a puñado. Jared se sentó en la silla y se inclinó hacia delante.
—¿Podrá soportar Finn tanta presión? —preguntó en voz baja.
Ella se detuvo. Jared vio que dejaba la mano metida en el saco; cuando por fin la sacó, siguió guardando plumas más rápido y con más ahínco.
—Tendrá que hacerlo. Lo sacamos de la Cárcel con el fin de que fuese rey. Lo necesitamos. —Claudia levantó la mirada—. Es extraño. Lo único que me importaba cuando empezó todo esto era no casarme con Caspar. Y encontrar el lado bueno de mi padre. Me he pasado la vida planeando y conspirando, obsesionada con esas dos cosas…
—Y ahora que las habéis conseguido, no estáis satisfecha. —Jared asintió—. La vida consta de una serie de escaleras por las que vamos subiendo, Claudia. Ya habéis leído las Filosofías de Zelón. Vuestros horizontes han cambiado.
—Sí, Maestro, pero no sé…
—Sí lo sabéis. —El Sapient alargó su delicada mano y agarró la de ella, para inmovilizarla—. ¿Qué queréis que haga Finn cuando se convierta en rey?
Claudia se quedó quieta unos cuantos segundos, como si reflexionara. Pero al final dijo exactamente lo que él sabía que diría:
—Quiero que termine con el Protocolo. Pero no del modo en que lo harían los Lobos de Acero, matando a la reina. Quiero encontrar un camino pacífico, para que podamos entrar en el tiempo de nuevo, vivir de forma natural sin este estancamiento, sin esta historia falsa que nos ahoga.
—¿Es posible algo así? Nos quedan pocas reservas de energía.
—Sí, y las malgastamos en palacios para los ricos, y en mantener el cielo azul, y en encerrar a los pobres y olvidados en una Cárcel controlada por una máquina tirana. —Con furia, barrió las últimas plumas que quedaban por el suelo y se puso de pie—. Maestro, mi padre se ha ido. Nunca pensé que fuera posible, pero me siento como si la mitad de mí se hubiera marchado con él. Sin embargo, soy su sucesora, y si alguien va a ser Guardián de Incarceron, seré yo. Así que pienso ir a la Academia. Voy a leer la Esotérica.
Se dio la vuelta, porque no quería ver la alarma en el rostro de Jared.
El Sapient no dijo nada. Recogió su túnica y la siguió fuera del despacho, y cuando cruzaron el umbral de la puerta, ambos volvieron a sentir ese cambio repentino; como si la habitación se enderezara detrás de ellos. Claudia se dio la vuelta y contempló su blanca pureza, el lugar que existía tanto aquí como en su casa, allí convertido en el estudio de su padre.
Jared cerró la puerta y pasó las cadenas para asegurarla. Adhirió un pequeño artilugio contra el bronce.
—No es más que un mecanismo de seguridad. Medlicote estuvo aquí esta mañana.
Claudia se sorprendió.
—¿El secretario de mi padre?
Jared asintió, preocupado.
—¿Qué quería?
—Tenía un mensaje para mí. Lo estudió todo con mucha atención. Creo que siente tanta curiosidad como los demás miembros de la Corte.
Claudia siempre había visto con malos ojos al hombre alto y silencioso que trabajaba para su padre. Pero aun así se obligó a preguntar con voz calmada:
—¿Qué mensaje?
Habían llegado hasta la escalera. Claudia soltó el saco de plumas con el fin de que algún sirviente lo recogiera; Jared dio un paso atrás siguiendo un perfecto protocolo, para dejar que ella supiera primero. Por un momento, mientras se agachaba por debajo de las telas de araña, un arrebato de miedo la embargó, el miedo a que Jared le mintiera, o esquivara la pregunta. Pero su voz no cambió.
—Un mensaje de la reina. No sé muy bien de qué se trata. Quiere reunirse conmigo.
Claudia sonrió con dulzura en la penumbra.
—Bueno, deberíais ir. Tenemos que averiguar qué trama.
—Debo reconocer que me aterra. Pero sí, tenéis razón.
Lo esperó en el último escalón; cuando su tutor emergió por la puerta, se agarró del marco y respiró con dificultad durante unos instantes, como si un latigazo de dolor lo hubiera sacudido. Entonces la miró a los ojos y se irguió. Recorrieron el pasillo forrado de madera y siguieron, hasta entrar en un distribuidor alargado en el que había cientos de jarrones azules y blancos, cada uno de ellos tan alto como un hombre, llenos de un popurrí antiguo que olía a humedad. Bajo sus pies crujieron los tablones de madera.
—La Esotérica está guardada en la Academia —dijo Jared.
—Entonces tendré que ir allí.
—Necesitaréis el permiso de la reina. Y ambos sabemos que en realidad ella no quiere que el Portal vuelva a abrirse.
—Maestro, iré a la Academia, diga lo que diga la reina. Y vos tendréis que venir conmigo, porque no entenderé nada de lo que encuentre.
—Pero eso significaría dejar a Finn aquí desprotegido.
Claudia lo sabía. Llevaba varios días pensando en eso.
—Tendremos que buscarle un guardaespaldas.
Habían llegado hasta el Patio de Madreselva. El dulce aroma de sus flores colgantes era como una ráfaga veraniega, que la alegró un poco. Mientras se introducían en el laberinto de rectos senderos, el sol de la tarde iluminó los claustros de cristal tallado y oro, cuyas diminutas piezas de mosaico emitían destellos, y un grupito de abejas zumbó entre el romero y la lavanda bien podados.
A lo lejos, el reloj de la alta torre tocó las campanas para indicar que eran las siete menos cuarto. Claudia frunció el entrecejo.
—Será mejor que os vayáis. A Sia no le gusta que la hagan esperar.
Jared sacó el reloj que llevaba en el bolsillo y comprobó la hora.
Claudia dijo:
—Ahora siempre lleváis ese reloj.
—Me lo regaló vuestro padre. Me considero su protector.
Era un reloj digital muy preciso. Lo que había dentro de la esfera de oro era totalmente ajeno a la Era, algo que siempre había maravillado a Claudia, pues su padre había sido muy meticuloso con los detalles. Mientras contemplaba la elegante cadena de plata, con ese pequeño cubo que colgaba de ella, se preguntó cómo se las arreglaría el Guardián en medio de la pobreza y la suciedad que imperaban en la Cárcel. Aunque claro, él ya sabía cómo era Incarceron. Había estado allí muchas veces.
Jared cerró la tapa del reloj. Lo mantuvo suspendido en el aire un momento más. Entonces, en voz muy baja, preguntó:
—Claudia, ¿cómo sabíais que iba a reunirme con la reina a las siete?
Claudia se quedó petrificada.
Al principio fue incapaz de articular palabra. Después lo miró a la cara. Sabía que estaría sonrojada.
—Ya entiendo… —dijo Jared.
—Maestro, lo… siento. La nota estaba allí encima. La vi y la leí. —Sacudió la cabeza—. ¡Lo siento mucho!
Estaba avergonzada. Y en cierto modo, enojada por el desliz.
—No voy a negar que me ha dolido un poco —dijo él abrochándose la túnica. Entonces levantó la mirada y sus ojos verdes quedaron fijos en ella. Se apresuró a decir—: No debemos dudar nunca el uno del otro, Claudia. Intentarán dividirnos, intentarán que nos enfrentemos los tres: Finn, vos y yo. No dejéis que lo hagan jamás.
—No lo haré. —Lo dijo con convicción—. Jared, ¿estáis enfadado conmigo?
—No. —El Maestro sonrió con amargura—. Hace mucho que aprendí que sois hija de vuestro padre. Bueno, voy a pedirle a la reina que nos permita viajar a la Academia. Venid a mi torre más tarde y os lo contaré todo.
La muchacha asintió y observó cómo se alejaba Jared, quien hizo una reverencia al pasar junto a dos damas de honor que lo saludaron con cortesía y admiraron su esbelta figura oscura. Se dieron la vuelta y vieron a Claudia, quien las penetró con una mirada fría; se marcharon corriendo.
Jared era suyo. Sin embargo, aunque él intentara ocultarlo, Claudia sabía que le había hecho daño.
Desde un rincón del claustro, Jared devolvió el saludo a Claudia y se metió bajo la arcada. En cuanto quedó fuera de la vista de la joven, se detuvo. Apoyó la mano en la pared y respiró hondo varias veces. Antes de ver a la reina necesitaría su medicación. Sacó un pañuelo y se enjugó la frente, dejando que remitiera el agudo espasmo, mientras contaba en silencio las pulsaciones con el dedo.
No tenía motivos para disgustarse tanto. Claudia hacía bien en ser tan curiosa. Y además, al fin y al cabo también él le escondía un secreto.
Sacó el reloj del bolsillo y lo sujetó en la palma hasta que el metal se calentó en su mano. Por un instante, había estado a punto de contárselo, hasta que Claudia había empezado a hablar de la reina. Pero ¿qué se lo había impedido? ¿Por qué no podía saber ella que Jared sostenía en sus dedos el diminuto cubo que era Incarceron, el lugar donde estaban apresados su padre, Keiro y Attia?
Lo sopesó en la palma de la mano, recordando la voz del Guardián, cuando se había burlado de su escándalo: «Sois como dios, Jared. Ahora mismo tenéis a Incarceron en vuestras manos». Unas perlas de sudor empañaron el reloj; las limpió. Cerró la tapa del artilugio y se lo metió en el bolsillo. Luego corrió a su habitación.
Apenada, Claudia se miró los pies. Por un momento casi había sentido odio hacia sí misma; ahora se repetía que no debía ser ingenua. Tenía que volver con Finn. La noticia sobre la Proclamación sería un golpe duro para él. Mientras recorría a toda prisa el claustro, suspiró. Algunas veces, a lo largo de esas últimas semanas, cuando habían salido a cazar, o a montar a caballo por el bosque, Claudia había tenido la impresión de que él estaba a punto de huir, de azuzar al caballo para adentrarse galopando por los bosques del Reino, lejos de la Corte y de la carga de ser el príncipe que había regresado de entre los muertos. Sus deseos de Escapar habían sido tan fuertes, sus ansias por encontrar las estrellas tan intensas… Y lo único que había conseguido había sido cambiar de cárcel.
Detrás del claustro quedaban las caballerizas. Claudia sintió un impulso repentino y entró agachando la cabeza por el arco bajo que conducía a la estancia polvorienta. Necesitaba tiempo para pensar y éste era su lugar favorito dentro de la abarrotada Corte. La luz del sol se colaba por una ventana alta que había en el punto más distante del edificio; el ambiente olía a paja vieja y a polvo, a eso y a pájaros.
Allí estaban, amarrados a sus postes, todos los halcones y demás aves de presa de la Corte. Algunos llevaban unas pequeñas capuchas rojas que les cubrían los ojos; mientras se sacudían o se arreglaban el plumaje con el pico, hacían tintinear unas campanillas y los penachos en miniatura que adornaban las capuchas se balanceaban. Las aves que tenían la cabeza descubierta se quedaron mirando a Claudia cuando ésta pasó por el pasillo que había entre las jaulas: los enormes búhos de ojos gigantes que giraron el cuello en completo silencio, los gavilanes de mirada rojiza y feroz, el esmerejón adormilado. En el extremo, sujeta por unas correas de cuero, un águila imperial la miraba con arrogancia, y su pico era amarillo y cruel como el oro.
Claudia se puso un guante, extrajo un fragmento de carne de una bolsa que colgaba de la pared y lo sostuvo en alto. El águila volvió la cabeza. Por un momento se quedó quieta como una estatua, observando a Claudia con suma atención. Entonces su pico le arrebató el bocado y el animal rasgó la carne hebrosa entre las dos garras.
—Un símbolo muy acertado de la Casa Real.
Claudia dio un respingo.
Había alguien entre las sombras, detrás de una pantalla de piedra. Le veía las manos y el brazo gracias a un rayo de sol, en el que flotaban unas motas de polvo. Por un instante creyó que era su padre, y una punzada de un sentimiento que no lograba descifrar la llevó a cerrar la mano en un puño.
Entonces preguntó:
—¿Quién anda ahí?
El roce de la paja.
Iba desarmada. Estaba sola. Retrocedió un paso.
El hombre se acercó a ella lentamente. La luz del sol cruzó su silueta alta y delgada, su pelo grasiento que caía en finos mechones apagados, las pequeñas medias lunas de sus gafas.
Claudia soltó el aire contenido, muy enfadada. Luego dijo:
—Medlicote.
—Lady Claudia. Espero no haberos sobresaltado.
El secretario de su padre hizo una marcada reverencia y Claudia lo saludó agachándose brevemente y con frialdad. Cayó en la cuenta de que, a pesar de haber visto a ese hombre prácticamente todos los días de su vida cuando su padre estaba en casa, era probable que nunca hubiese hablado con él hasta entonces.
Estaba demacrado y andaba levemente encorvado, como si todas las horas que pasaba trabajando de escribano hubieran empezado a pesar sobre su espalda.
—En absoluto —mintió Claudia. Luego añadió dubitativa—: En realidad, me alegro de tener la oportunidad de hablar con vos. Los asuntos de mi padre…
—Están atados y bien atados. —La interrupción la sobresaltó; se lo quedó mirando. Él se acercó un paso más—. Lady Claudia, perdonad mi rudeza, pero tenemos poco tiempo. Tal vez reconozcáis esto.
Extendió sus dedos manchados de tinta y dejó caer algo pequeño y frío en el guante de Claudia. Un destello de luz solar lo atravesó. Vio un pequeño objeto metálico; una bestia que corría con las fauces abiertas, enseñando los dientes. Era la primera vez que la veía. Pero sabía muy bien qué significaba.
Era un lobo de acero.