33

Levantó las manos. Vieron que tenía la túnica cubierta de plumas, como las alas del Cisne cuando está a punto de morir, cuando canta su canción secreta.

Y abrió la puerta que ninguno de ellos había visto hasta entonces.

Leyendas de Sáfico

Cuando Finn salió corriendo al pasillo, vio que Keiro tenía razón. La antigüedad de la casa se había vuelto en su contra; toda su auténtica decadencia, igual que la de la reina, había llegado a sus cimientos de repente.

—¡Ralph!

Ralph subió entre jadeos, pisando por el camino montículos de escayola desprendida.

—Señor.

—Hay que evacuar. Que se marche todo el mundo.

—Pero ¿adónde vamos, señor?

Finn frunció el entrecejo.

—¡No lo sé! El campamento de la reina ha quedado igual de destrozado. Buscad refugio en los establos, o en las cabañas anexas. Aquí sólo nos quedaremos nosotros ¿Dónde está Caspar?

Ralph se quitó de un tirón la deteriorada peluca. Debajo, llevaba el pelo muy corto. Iba mal afeitado y con la cara sucia. Parecía abatido y confuso.

—Con su madre. El pobre muchacho está desquiciado. Creo que ni siquiera él conocía la verdad sobre la reina.

Finn miró a su alrededor. Keiro tenía a Medlicote inmovilizado con una llave. Jared, esbelto con su túnica de Sapient, llevaba el Guante en la mano.

—¿Necesitamos a esta escoria? —murmuró Keiro.

—No. Deja que se vaya con los demás.

Keiro retorció el brazo del secretario por última vez hasta hacerle daño y lo apartó de un empujón.

—Marchaos —le dijo Finn—. Buscad un lugar seguro. Encontrad al resto de vuestra gente.

—No hay ningún lugar seguro. —Medlicote agachó la cabeza cuando una armadura que había junto a él se desplomó de repente, convertida en polvo—. No lo habrá mientras exista el Guante.

Finn se encogió de hombros. Se volvió hacia Jared.

—Vamos.

Los tres pasaron corriendo junto al secretario y se adentraron en los pasillos de la casa. Se desplazaban por una pesadilla de belleza perdida, de cortinas fragmentadas y de cuadros ocultos bajo capas de mugre y moho. Aquí y allá vieron en el suelo candelabros de velas blancas volcados; las gotitas cristalinas caían como lágrimas de cera derretida. Keiro se puso a la cabeza y fue apartando los desperdicios; Finn se mantuvo cerca de Jared, pues no confiaba demasiado en las fuerzas que le quedaban al Sapient. Se abrieron paso hasta el pie de la gran escalinata, pero cuando Finn miró hacia arriba, se sintió abrumado por la destrucción sufrida en las plantas superiores. El parpadeo silencioso de un relámpago le desveló una inmensa grieta que recorría todo el muro exterior. Restos de cerámica y de plastiglas crujían bajo sus pies; las hojas de popurrí y las esporas y el polvo de siglos nublaban el ambiente, como si nevase.

Las escaleras daban pena. Keiro subió dos peldaños, con la espalda apoyada contra la pared, pero en el tercero, el pie se le coló por un agujero de la tabla, y tuvo que sacarlo dando un tirón y soltando improperios.

—Es imposible subir por aquí.

—Tenemos que llegar al estudio para acceder al Portal.

Jared levantó la mirada con ansiedad. Se sentía absolutamente abatido, notaba la cabeza embotada y dispersa. ¿Cuándo se había tomado la última dosis de medicación? Se apoyó en la pared y sacó la bolsita con la jeringuilla. La miró desesperado.

La frágil jeringuilla se había hecho añicos, como si el cristal hubiera envejecido en un segundo hasta quebrarse. El suero se había congelado y presentaba una corteza amarilla.

Finn le preguntó:

—¿Qué vais a hacer?

Jared esbozó una sonrisa. Volvió a meter los fragmentos en la funda y la arrojó al pasillo oscuro, y Finn vio que tenía los ojos remotamente perdidos y negros.

—No era más que un recurso provisional, Finn. Como todos los demás, ahora debo vivir sin mis pequeñas comodidades.

«Si muere —pensó Finn—, si dejo que muera, Claudia nunca me lo perdonará». Levantó la mirada hacia su hermano de sangre.

—Tenemos que subir como sea. Tú eres el experto, Keiro. ¡Haz algo!

Keiro frunció el entrecejo. Entonces se quitó la chaqueta de terciopelo y se recogió el pelo con un retal de cinta. Rasgó en tiras las cortinas y se las ató a toda prisa alrededor de las manos, perjurando cuando tocó sin querer la palma abrasada por el disparo.

—Cuerda. Necesito cuerda.

Finn arrancó los gruesos cordones de pasamanería que sujetaban las cortinas y los ató entre sí con nudos muy resistentes: eran extraños cables de color dorado y escarlata. Keiro se los enroscó por los hombros. A continuación, se aventuró escaleras arriba.

El mundo se había invertido, pensó Jared mientras observaba los progresos milimétricos, porque esa escalera que había subido a diario durante años era ahora un obstáculo traicionero, una trampa mortal. Así era como el tiempo transformaba las cosas, como el propio cuerpo te traicionaba. Eso era lo que el Reino había tratado de olvidar, con su deliberada y elegante amnesia.

Keiro tuvo que subir la escalera como un montañero que escala una cumbre empinada. Toda la parte central de los peldaños había desaparecido, y cada vez que se agarraba a los escalones superiores, los bordes se le deshacían en las manos, convertidos en polvo.

Finn y Jared lo observaban muy ansiosos. Encima de la casa retumbó un trueno; a lo lejos, en los establos, oyeron los gritos de los guardias, que azuzaban a todos para que salieran, los relinchos de los caballos, el chillido de un halcón.

Por fin, junto al codo de Finn, una voz sin aliento dijo:

—Hemos bajado el puente levadizo, señor, y todos han cruzado ya.

—Entonces, vete tú también.

Finn no volvió la cabeza, pues no quería perder de vista a Keiro, que mantenía un equilibrio precario entre la barandilla y un panel de madera desprendido.

—La reina, señor. —Ralph se limpió la cara mugrienta con un harapo sucio que en otra época debía de haber sido un pañuelo—. La reina ha muerto.

La conmoción fue una puñalada tan distante que Finn apenas la percibió. Y entonces asimiló la noticia y se dio cuenta de que Jared también la había oído. El Sapient inclinó la cabeza con tristeza.

—Entonces sois el rey, señor.

«¿Así de sencillo?», se preguntó Finn. Pero lo único que dijo fue:

—Ralph, márchate ya.

El anciano sirviente no se movió.

—Me gustaría quedarme a echar una mano. Para rescatar a lady Claudia y a mi amo.

—No estoy seguro de que siga habiendo amos.

Jared suspiró. Keiro se tambaleó hacia un lado; había apoyado todo el peso en la barandilla curva, que se estaba combando: la madera cedía, seca y podrida.

—¡Ten cuidado!

La respuesta de Keiro fue inaudible. Entonces se incorporó, subió a toda prisa dos peldaños que crujieron bajo su peso y se lanzó al rellano.

Se agarró al suelo con ambas manos pero, justo entonces, la escalera entera se derrumbó detrás de él, con un estruendo increíble de polvo y madera carcomida. Se formó una montaña de astillas en el recibidor de la planta baja y el acceso quedó bloqueado.

Keiro se balanceó y se dio impulso para no caerse al vacío, estirando todos los músculos de los brazos, cegado por el polvo. Por fin logró apoyar una rodilla en el rellano superior y se arrastró hasta acabar de subir con un frío alivio.

Tosió hasta que las lágrimas formaron surcos en su cara manchada. Entonces se acercó a gatas hasta el borde y miró hacia abajo. Ante él tenía un torbellino de polvo y desperdicios.

—¿Finn? —preguntó. Se puso de pie, aunque le dolían las piernas—. ¿Finn? ¿Jared?

O estaba completamente loco o iba hasta las cejas de ket, pensó Attia.

Rix se puso de pie delante de su público con una confianza absoluta, y la gente alzó la mirada hacia él, admirada, exaltada, sedienta de verdad. Pero en esta ocasión, la Cárcel se hallaba entre el público.

—¿Estás loco, Preso? —preguntó.

—Sin lugar a dudas, padre —contestó Rix—. Pero si lo logro, ¿me llevarás contigo?

Incarceron estalló en carcajadas.

—Si lo logras, serás el verdadero Oscuro Encantador. Pero no eres más que un impostor, Rix. Un mentiroso, un charlatán, un embaucador. ¿Pretendes engañarme a mí?

—Ni en sueños. —Rix miró a Attia—. Necesito a mi antigua ayudante.

Le hizo un guiño y, antes de que Attia pudiera tartamudear una respuesta, el mago se había dado la vuelta otra vez hacia la multitud y había avanzado hasta el borde del pedestal.

—Amigos —empezó—. ¡Bienvenidos a la mejor de mis maravillas! Creéis que vais a ver ilusiones ópticas. Creéis que voy a engañaros con espejos y cartas falsas, con artilugios ocultos. Pero yo no soy como los demás magos. Yo soy el Oscuro Encantador, y os mostraré la auténtica magia. ¡La magia de las estrellas!

La muchedumbre suspiró. Attia también.

Rix levantó la mano y ¡llevaba puesto un Guante! Era de piel, negro como la medianoche, y emitía unos destellos de luz.

Detrás de Attia, Claudia dijo:

—Pensaba… No me digas que el que tiene Keiro no es el auténtico.

—Claro que no. Esto es una imitación. Nada más que eso.

Pero la duda se había colado también dentro de Attia, como la hoja fría de un cuchillo, porque, con Rix, ¿cómo iba a saber uno lo que era auténtico y lo que no?

El hechicero trazó un arco exagerado con la mano y dejó de nevar. El aire se volvió más cálido, del alto techo surgieron luces de todos los colores, como un arco iris. ¿Era él quien provocaba todo eso? ¿O era Incarceron, que se divertía a su costa?

Fuera cual fuese la verdad, el caso es que la gente se transformó. Miraron hacia el techo entre gritos de admiración. Algunos se postraron de rodillas. Otros retrocedieron, asustados.

Rix había crecido. Sin saber cómo, había otorgado nobleza a su rostro curtido y había convertido la locura de sus ojos en un brillo sagrado.

—Percibo tanto dolor aquí —dijo—. Tanto miedo.

Era el discurso que empleaba en los números de magia. Pero al mismo tiempo, estaba fragmentado, modificado. Como si el caleidoscopio de su mente hubiera empezado a formar dibujos nuevos. Entonces anunció en voz baja:

—Necesito un voluntario. Alguien que desee que se desvelen sus temores más profundos. Que desee desnudar su alma ante mi mirada.

Miró hacia arriba.

La Cárcel creó un halo de luces blancas alrededor de su estatua. Entonces dijo:

—Yo me presto voluntaria.

Al principio, lo único que oyó Keiro fue su propio corazón palpitando desbocado, y los ecos de la madera al desprenderse. Después, Finn dijo:

—Estamos bien.

Salió de una alcoba que había hundida en la pared y, entre las sombras, tras él, Ralph preguntó con desesperación:

—¿Cómo vamos a subir ahora? No hay modo…

—Claro que sí.

La voz de Keiro no admitía réplicas. De la oscuridad bajó una borla roja y dorada, que golpeó a Finn en el hombro.

—¿Es seguro?

—He atado el cordón a la columna más cercana. No puedo hacer más. Vamos.

Finn miró a Jared. Ambos sabían que, si la columna cedía o la cuerda se rompía, el escalador moriría por la caída. Jared se apresuró a decir:

—Tengo que subir yo. Con todos los respetos, Finn, el Portal es un misterio para ti.

Era cierto, pero Finn sacudió la cabeza.

—Pero ¿lo lograréis…?

Jared se irguió.

—No soy tan débil.

—Claro que no, nada débil. —Finn perdió la mirada en la oscuridad. Entonces agarró la cuerda y la ató con furia alrededor de la cintura de Jared y se la pasó por debajo de los brazos—. Utilizadla para daros estabilidad. Id metiendo los pies por todos los agujeros que veáis y procurad no apoyar todo el peso en la cuerda. Nosotros…

—Finn. —Jared se llevó una mano al pecho—. No te preocupes. —Se agarró de la cuerda y entonces volvió la cabeza—. ¿Lo has oído?

—¿El qué?

—Un trueno —dijo Ralph vacilante.

Prestaron atención y oyeron que una tormenta terrible azotaba el Reino, la climatología se había liberado del control continuo.

Keiro gritó:

—¡Rápido!

Y Jared notó que la cuerda lo catapultaba hasta los primeros peldaños huecos.

El ascenso fue una pesadilla. Al cabo de poco la cuerda le quemaba en las manos, y el esfuerzo de trepar y darse impulso hacia arriba lo dejó sin aliento. El dolor habitual le ardía en el pecho, y los pinchazos en la espalda y el cuello cada vez que saltaba de un peldaño roto hacia el panel de la pared, agarrándose de las cornisas cubiertas de telarañas y de los remates de la madera, lo dejaban exhausto.

Sobre él, el rostro de Keiro era un óvalo pálido entre las sombras.

—¡Vamos, Maestro! Podéis hacerlo.

Jared jadeó. Tenía que detenerse, sólo para tomar aire, pero en cuanto lo hizo, el diminuto saliente en el que había clavado la bota cedió, y con un estruendo y un grito cayó al vacío. La cuerda lo paró en seco en mitad de la caída, en una agonía de músculos luxados y huesos crujidos.

Por un instante, dejó de ver las cosas.

El mundo había desaparecido y se vio colgando, volátil, en un cielo negro, y a su alrededor, en silencio, las galaxias y las nebulosas giraban, gélidas. Las estrellas tenían voces; lo llamaban por su nombre, pero él siguió dando vueltas, lentamente, hasta que la estrella que era Sáfico quedó próxima a él y susurró:

—Os estoy esperando, Maestro. Y Claudia también os espera.

Abrió los ojos. El dolor regresó como una ola brava, llenó sus venas, su boca, sus nervios.

Keiro gritó:

—¡Jared, trepad! ¡Trepad!

Obedeció. Como un niño, sin pensar, se dio impulso, mano sobre mano. Trepó a través del dolor, a través del fuego oscuro de su respiración, mientras abajo, Finn y Ralph eran dos centelleos en el recibidor negro.

—Más. Un poco más.

Algo lo agarró desde arriba. Sus manos, empapadas en sudor, se resbalaban por la cuerda, tenía la piel en carne viva, las rodillas y los tobillos eran nudos magullados. Alguien lo asió con vigor. Una mano se coló por debajo de su codo.

—Ya os tengo. Ya os tengo.

Y entonces, una fuerza que parecía milagrosa lo impulsó hacia arriba y aterrizó a cuatro patas más allá del sufrimiento, entre toses y arcadas.

—¡Está a salvo! —el grito de Keiro sonó tranquilizador—. Rápido, Finn.

Finn se volvió hacia Ralph.

—Ralph, no puedes subir con la cuerda. Haz una cosa por mí. Sal a buscar al Consejo Real. Ellos son quienes tienen que gobernar ahora. Diles que yo… —Hizo una pausa y tragó saliva—. Que el rey lo ha ordenado. Comida y techo para todos.

—Pero vos…

—Volveré. Con Claudia.

—Pero señor, ¿pensáis entrar de nuevo en la Cárcel?

Finn se envolvió las manos con la cuerda y se dio impulso hacia arriba.

—No, si puedo evitarlo. Pero si tengo que hacerlo, lo haré.

Trepó a toda prisa y con ímpetu, impulsándose con gritos energéticos. Rechazó la mano que le tendía Keiro y rodó por el borde del rellano con suma habilidad. El pasillo estaba oscuro. Seguramente, una parte del tejado había sido arrancada por el vendaval, porque al fondo, a lo lejos, distinguió el cielo entre unas vigas y media chimenea partida.

—Puede que el Portal esté dañado —murmuró Keiro.

—No. El Portal ni siquiera está en esta casa. —Finn se dio la vuelta—. ¿Maestro?

El rellano estaba vacío.

—¿Jared?

Entonces lo vieron. Estaba al otro lado del pasillo, junto a la puerta del estudio.

—Lo siento, Finn —dijo con amabilidad—. Éste es mi plan. Tengo que hacerlo yo solo.

Algo hizo un clic.

Finn echó a correr, con Keiro un paso por detrás, y cuando llegó a la puerta, se abalanzó contra el panel. El cisne negro se arqueaba desafiante sobre él.

Pero estaba cerrada con llave.