26

Observad, callad y actuad cuando llegue el momento propicio.

Los Lobos de Acero

La puerta de remaches estaba igual que siempre. Negro como el ébano, el cisne los miraba con desdén y desafío; su ojo tenía el brillo del diamante.

—Ya la abrimos con esto en otra ocasión.

Claudia esperaba impaciente mientras el disco murmuraba. Detrás de ella, Finn se había quedado de pie en medio del pasillo largo, y contemplaba todos los jarrones y armaduras expuestos.

—Bastante mejor que las bodegas de la Corte —dijo—. Pero ¿estás segura de que será el mismo Portal? ¿Cómo es posible?

El disco hizo un clic.

—No me lo preguntes. —Claudia alargó la mano y lo despegó de la puerta—. Jared tenía la teoría de que era una especie de punto intermedio entre esto y la Cárcel.

—¿Quieres decir que disminuimos de tamaño al entrar ahí?

—No lo sé.

El cerrojo de la puerta se desplazó, Claudia hizo girar el pomo y abrió con facilidad.

Cuando la siguió a través del mareante umbral, Finn miró lo que le rodeaba con los ojos muy abiertos. Luego asintió y dijo:

—Asombroso.

El Portal era igual que la sala del palacio que tan bien conocía después de sus numerosas visitas. Todos los artilugios de Jared y los cables desordenados continuaban colgando de los controles; la pluma gigante estaba rizada en un rincón, y se meció cuando la tocó la brisa. La habitación murmuraba en su silencio inclinado, con el solitario escritorio y la silla tan enigmática como siempre.

Claudia cruzó la estancia y dijo:

—Incarceron.

Un cajoncito se abrió solo. Dentro, Finn vio un cojín negro con el hueco reservado para una llave.

—De aquí es de donde robé la Llave. Parece que haga una eternidad. ¡Cuánto miedo tenía ese día! Bueno, ¿por dónde empezamos?

Él se encogió de hombros.

—Tú eres la que tenía a Jared por tutor.

—Trabajaba tan rápido que no tenía tiempo de explicármelo todo.

—Vaya, pero debe de haber apuntes, diagramas…

—Sí que hay. —Apilados encima del escritorio había páginas y páginas con la letra de trazos finos e inseguros de Jared; un libro ilustrado, listas de ecuaciones. Claudia cogió una hoja y suspiró—. Será mejor que nos pongamos manos a la obra. Podría llevarnos toda la noche.

Finn no contestó, así que Claudia alzó la mirada y le vio la cara. Se puso de pie de inmediato.

—Finn.

Estaba pálido y sus labios se habían convertido en una fina línea azul. Lo agarró y despejó el suelo apartando los circuitos a patadas para que se sentara.

—Tranquilo. Respira poco a poco. ¿Llevas alguna de las pastillas que te preparó Jared?

Finn negó con la cabeza mientras notaba que una agonía punzante le invadía y le oscurecía la vista. Notó cómo la vergüenza y la ira más absoluta lo embargaban.

—Me pondré bien —se oyó balbucir a sí mismo—. Me pondré bien.

Prefería la oscuridad. Se tapó los ojos con las manos y se quedó allí sentado, contra la pared gris, mudo, respirando, contando.

Al cabo de un rato, Claudia se marchó. Finn oyó gritos, pies que corrían. Lo obligaron a coger un cuenco con la mano.

—Agua —dijo Claudia. Y luego—: Ralph se quedará contigo. Yo tengo que irme. Ha llegado la reina.

Finn deseaba levantarse, pero no podía. Deseaba que ella se quedara, pero ya se había marchado.

Ralph le puso la mano en el hombro; la voz trémula en el oído.

—Yo os acompaño, señor.

No tenía que pasar. Ahora que recordaba, se había curado.

Debería haberse curado.

Attia subió el último peldaño de la escalera y se irguió con orgullo.

El Guardián dejó caer la mano de la chica.

—Bienvenida al corazón de Incarceron.

Se miraron a los ojos. Él vestía su habitual traje oscuro, pero tenía la piel manchada de polvo de la Cárcel, y el pelo despeinado y canoso. Llevaba un trabuco cruzado en el cinturón.

Detrás de él, en la habitación roja, estaba Keiro, quien parecía esforzarse por controlar su cólera. Tres hombres lo apuntaban con sus armas.

—Resulta que nuestro amigo el ladrón no tiene el Guante. Así que debes de tenerlo tú.

Attia se encogió de hombros.

—Os equivocáis. —Se quitó la chaqueta y la sacudió en el aire—. Buscadlo si queréis.

El Guardián enarcó una ceja. Dio una patada a la chaqueta de Attia, para tirársela a uno de los Presos, que la registró rápidamente.

—Nada, señor.

—Entonces tendré que registrarte a ti, Attia.

El Guardián fue brusco e insistente, cosa que provocó la rabia de la chica, pero cuando un chillido amortiguado subió por el tubo de la chimenea, paró en seco.

—¿Es el charlatán Rix?

Attia se sorprendió de que no lo supiera.

—Sí.

—Pues que suba. Ahora mismo.

Attia se asomó a la boca del tubo y se acuclilló junto al agujero.

—¡Rix! Sube. Estamos a salvo. No hay problemas.

El Guardián apartó a Attia tirándole de la espalda e hizo una señal a uno de sus hombres. Mientras Rix subía resoplando por la escalera de mano, el Preso se arrodilló y apuntó con el trabuco directamente al agujero del tubo. Cuando la cabeza de Rix surgió, se encontró mirando fijamente al cañón del arma.

—Despacio, mago. —El Guardián se acuclilló, con los ojos grises y cenicientos—. Muy despacio, si quieres conservar los sesos.

Attia miró a Keiro. Éste levantó las cejas y ella negó con la cabeza, el más leve de los movimientos. Ambos observaron a Rix.

El mago salió del agujero y mostró las manos abiertas delante del cuerpo.

—¿El Guante? —dijo el Guardián.

—Escondido. En un lugar secreto que únicamente desvelaré al propio Incarceron.

El Guardián suspiró, sacó un pañuelo que todavía se conservaba casi blanco, y se limpió las manos. Fatigado, ordenó:

—Cacheadlo.

Con Rix fueron todavía más brutos. Unos cuantos puñetazos lo mantuvieron callado, hicieron trizas su bolsa, le magullaron el cuerpo.

Encontraron monedas escondidas, pañuelos de colores, dos ratones, una jaula para palomas plegable. Encontraron bolsillos con doble fondo, mangas falsas, forros reversibles. Pero ni rastro del Guante.

El Guardián se sentó a observarlo, mientras Keiro holgazaneaba desafiante en el suelo de baldosas. Attia aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor.

Se hallaban en una amplia estancia embaldosada con cuadros blancos y negros que se prolongaba hasta donde se perdía la vista. De las paredes colgaban franjas de satén rojo, que caían formando anchas bandas. En el extremo más alejado, tan distante que apenas se distinguía, había una mesa larga flanqueada por unos candelabros de pie, como ramas encendidas con unas llamitas diminutas.

Por fin los Presos se dieron por vencidos.

—No lleva nada más encima, señor. Está limpio.

Attia percibió cómo Keiro iba recuperando la compostura poco a poco detrás de ella.

—Ya. —El Guardián esbozó una de sus sonrisas glaciales—. En fin, Rix, me has decepcionado. Pero si deseas hablar con Incarceron, habla. La Cárcel te escucha.

Rix hizo una reverencia. Se abrochó la maltrecha casaca y reunió toda la dignidad que le quedaba.

—Entonces, su majestad la Cárcel oirá mi petición. Suplico hablar con Incarceron cara a cara. Igual que hizo Sáfico.

Se oyeron unas risitas ahogadas.

Provenían de las paredes, del techo y del suelo, de modo que los hombres armados miraron a su alrededor, aterrados.

—¿Qué dices a eso? —preguntó el Guardián.

—Digo que el Preso es un temerario, y que podría devorarlo ahora mismo y arrancarle los circuitos del cerebro por su insolencia.

Rix se arrodilló humildemente.

—Toda mi vida he soñado contigo. He protegido tu Guante, y he ansiado que llegara el momento de entregártelo. Permite a tu siervo este privilegio.

Keiro resopló con desdén.

Rix miró a Attia a la cara.

Sus ojos se desviaron a la boca del tubo y después volvieron a fijarse en ella. El movimiento fue tan rápido que Attia casi lo pasó por alto, pero miró adonde indicaba el hechicero y vio el cordel.

Apenas perceptible, era muy delgado y transparente, como el hilo que utilizaba Rix en su actuación cuando hacía levitar objetos. Estaba atado a uno de los peldaños de la escalera y se perdía en el interior del tubo.

Por supuesto. En el conducto no había ningún Ojo.

Attia dio un pasito hacia allí.

La voz de la Cárcel sonó fría y metálica.

—Me conmueves, Rix. El Guardián te traerá hasta mí y sí, me verás cara a cara. Me contarás dónde está el Guante y luego, como recompensa, te destruiré lentamente y con sumo cuidado, átomo a átomo, durante siglos. Gritarás como los prisioneros de tus libros ilustrados, como Prometeo, devorado eternamente por el águila, como Loki, a quien el veneno le gotea sobre el rostro. Cuando yo haya Escapado y todos los demás hayan muerto, tus convulsiones todavía sacudirán la Cárcel.

Rix hizo una reverencia con la cara pálida.

—John Arlex.

El Guardián preguntó irritado:

—Y ahora ¿qué?

—Tráemelos a todos.

Attia se movió. Chilló mirando a Keiro y saltó al centro del tubo, descendió a toda prisa. El hilo de seda osciló; lo agarró y tiró de él hacia arriba. Soltó la cosa escamosa y seca que sujetaba, se la escondió debajo de la camisa.

Entonces unos brazos la atraparon; pataleó y mordió, pero los hombres del Guardián la levantaron en volandas y vio que Keiro estaba desparramado en el suelo, con el Guardián de pie encima de su pecho, arma en mano.

El padre de Claudia la miró a los ojos con falsa consternación:

—¿Escapar, Attia? No hay forma de Escapar. Para ninguno de nosotros.

Taciturna, devolvió la mirada a los ojos sombríos del Guardián. En ese momento, el hombre se marchó como ofendido y se perdió por el largo pasillo.

—Traédmelos.

Keiro se limpió la sangre de la nariz. Miró a Attia fugazmente. Rix también.

Y esta vez, ella asintió.

Jared se dio la vuelta poco a poco.

—Mi lord de Steen —dijo.

Caspar se inclinó contra el tronco de un árbol. El brillo de su armadura de acero era tan fuerte que hacía daño a la vista; sus pantalones de montar y las botas eran de la piel más fina.

—Veo que mi lord se ha vestido para la guerra —murmuró Jared.

—Antes no erais tan sarcástico, Maestro.

—Lo siento. He pasado una mala racha.

Caspar sonrió.

—Mi madre se quedará de piedra cuando se entere de que habéis sobrevivido. Lleva varios días esperando un mensaje de la Academia, pero no le han enviado noticias. —Dio un paso adelante—. Maestro, ¿lo matasteis con alguna poción mágica de Sapient? ¿O poseéis dotes secretas para el combate?

Jared bajó la mirada hacia sus finas manos.

—Digamos que me sorprendí incluso a mí mismo, señor. Pero ¿está aquí la reina?

Caspar señaló con el dedo.

—Sí, sí. No se perdería esto por nada del mundo.

Un caballo blanco, ensillado con unos aparejos de delicadísima piel igual de blanca, y sobre él estaba Sia, montada a mujeriegas. Llevaba un austero vestido de color gris oscuro. También ella llevaba una armadura que le protegía el pecho, y un sombrero con una pluma. A su alrededor y delante de la reina marchaban los lanceros, con las armas inclinadas formando un abanico perfecto.

Jared se acercó al conde.

—¿Qué ocurre?

—Es una negociación. Hablarán hasta morirse de aburrimiento. Mirad, ahí está Claudia.

La respiración de Jared se detuvo cuando la vio. Estaba de pie en el tejado de la torre de entrada, con Soames y Alys a su lado.

—¿Dónde está Finn? —murmuró para sí mismo, pero Caspar lo oyó y se burló.

—Descansando, supongo. —Sonrió con malicia hacia Jared—. Ay, Maestro Sapient, al final nos ha rechazado a los dos. Admito que siempre me atrajo Claudia, aunque lo de casarme con ella… fue idea de mi madre. Habría sido una esposa demasiado difícil y mandona, así que me da igual. Pero debió de ser duro para vos. Estabais siempre tan unidos… Todo el mundo lo dice. Hasta que apareció «él».

Jared sonrió.

—Tenéis una lengua viperina, Caspar.

—Sí, y os he picado, ¿verdad? —Se dio la vuelta con insolencia—. A lo mejor deberíamos bajar a oír lo que dicen. Mi madre se sentirá muy orgullosa cuando me vea aparecer arrastrándoos entre las filas de soldados y os arroje a sus pies. ¡Me encantaría ver la cara que pondría Claudia!

Jared retrocedió un paso.

—No parecéis armado, mi lord.

—No, no llevo armas. —Caspar sonrió con dulzura—. Pero Fax sí.

Un roce de hojas a su izquierda. Jared volvió la cabeza muy lentamente para quedar frente a él, sabedor de que su libertad se había terminado.

Sentado contra el tronco de un árbol, con un hacha sujeta entre las rodillas y el cuerpo robusto enfundado en una susurrante cota de malla, el guardaespaldas del príncipe asintió, sin atisbo de sonrisa.

—No, hasta que regrese mi padre.

Claudia lo dijo con voz clara y fuerte, para que todos pudieran oírla.

La reina suspiró con agotamiento. Había bajado del caballo y se había sentado en una silla de mimbre delante de la torre de entrada, tan próxima que incluso un niño la habría alcanzado con una flecha. Claudia no tuvo más remedio que admirar su absoluta arrogancia.

—Y ¿qué esperáis lograr, Claudia? Tengo hombres y armas suficientes para volar en pedazos el feudo del Guardián. Y las dos sabemos que vuestro padre, alguien que dirigió un complot para intentar matarme, no regresará jamás. Ahora está donde le corresponde: en la Cárcel. Vamos, sed sensata. Entregadme al preso Finn, y entonces vos y yo podremos hablar. A lo mejor me precipité al tomar decisiones. A lo mejor cabe la posibilidad de que el feudo permanezca en vuestras manos. A lo mejor.

Claudia cruzó los brazos.

—Tendré que pensarlo.

—Podríamos haber sido muy buenas amigas, Claudia. —Sia apartó una abeja que le molestaba—. Aquella vez en que os dije que vos y yo nos parecíamos, hablaba en serio. Habríais sido la próxima reina. Quizá todavía estéis a tiempo de serlo.

Claudia sacó pecho.

—Seré la próxima reina. Porque Finn es el príncipe legítimo, el auténtico Giles. Y no ese mentiroso que tenéis al lado.

El Impostor sonrió, se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Llevaba el brazo derecho vendado y en cabestrillo, y una pistola cruzada en el fajín, pero por lo demás, parecía tan apuesto y gentilmente arrogante como siempre. Gritó:

—¡No creéis en lo que decís, Claudia! En el fondo, no.

—¿Eso pensáis?

—Sé que no pondríais en peligro las vidas de vuestros vasallos por la palabra de un ladrón de poca monta. Os conozco, Claudia. Vamos, salid a conversar. Entre todos hallaremos una solución.

Claudia lo miró a la cara. Tembló por una ráfaga de aire frío. Unas cuantas gotas de lluvia le mojaron las mejillas. Contestó:

—Os perdonó la vida.

—Porque sabe que soy su príncipe. Igual que vos.

Por un segundo desesperado, Claudia se quedó sin palabras. Y haciendo gala de su instinto para advertir la debilidad, Sia intervino:

—Confío en que no estéis esperando al Maestro Jared, Claudia.

Claudia levantó la cabeza de repente.

—¿Por qué? ¿Dónde está?

Sia se incorporó y encogió sus estrechos hombros.

—En la Academia, tengo entendido. Aunque he oído rumores de que está muy enfermo. —Sonrió con absoluta frialdad—. Muy, muy enfermo.

Claudia se adelantó hasta agarrar las piedras frías de la almena.

—Si le pasa algo a Jared, lo que sea —susurró—, si le tocáis un pelo, os juro que os mataré con mis propias manos antes de que los Lobos de Acero tengan tiempo siquiera de acercarse a vos.

Se oyó una conmoción a su espalda. Soames le tiró de la camisa. Finn estaba en lo alto de la escalera, pálido pero alerta, y Ralph apareció jadeando detrás de él.

—Si aún necesitara pruebas de vuestra traición, esas palabras bastarían para disipar mis dudas. —La reina hizo un gesto para que le acercaran el caballo, como si la mención de los Lobos de Acero la hubiese alarmado—. Si fuerais un poco más sensata, no olvidaríais que la vida de Jared está en juego, además de la vida de todas las personas que se esconden en esa casa. Porque si tengo que quemarla y reducirla a cenizas para zanjar esta cuestión, lo haré. —Levantó un pie y se apoyó en la espalda doblada de un soldado para darse impulso y montar con delicadeza en la silla—. Tenéis exactamente hasta mañana a las siete en punto para entregarme al preso fugado. Si para entonces no está en mis manos, dará comienzo el bombardeo.

Claudia observó cómo se alejaba.

El Impostor miró con sorna a Finn.

—Si de verdad no fuerais una Escoria de la Cárcel, saldríais por propia iniciativa —le provocó—. Y no os esconderíais detrás de una chica.

Jared se limitó a decir:

—Es una lástima haber burlado a un asesino para caer en las garras de otro.

Caspar asintió con la cabeza.

—Ya lo sé. Pero así es la guerra.

Fax se puso de pie.

—¿Señor?

—Primero vamos a atarlo —ordenó Caspar—, y después lo bajaré hasta el campamento. De hecho, Fax, cuando estemos cerca de las tiendas de campaña, será mejor que te esfumes. —Sonrió a Jared—. Mi madre me adora, pero nunca ha tenido demasiada confianza en mí. Ésta será mi oportunidad de demostrarle qué soy capaz de hacer. Mostrad las manos, Maestro.

Jared suspiró. Levantó las manos y entonces la palidez se apoderó de su rostro; trastabilló y estuvo a punto de caerse.

—Lo siento —susurró.

Caspar sonrió a Fax.

—Buen intento, Maestro…

—No, va en serio. Mi medicación… Está en el zurrón…

Se agachó y se sentó entre las hojas, tembloroso.

Caspar hizo un mohín y después gesticuló con impaciencia para que Fax se acercara al caballo. En cuanto el hombre se movió, Jared se levantó de un salto y echó a correr, se escondió entre los árboles, sorteó las raíces que sobresalían, y aunque le costaba tanto respirar que sentía un dolor continuo, siguió corriendo, pues oía unas pisadas detrás de él, pesadas y próximas. Y luego la risa creciente, cuando se resbaló, rodó y se golpeó contra el tronco de un árbol.

Intentó darse la vuelta. Tenía a Fax encima, haciendo oscilar el hacha. Detrás de él, Caspar sonrió triunfal.

—Bueno, venga, Fax. Acierta a la primera.

El gigante levantó la hoja.

Jared se agarró con fuerza al árbol; notó el tronco suave bajo las manos.

Fax se movió. Se sacudió y la sonrisa se le congeló en el rostro, un rictus fijo que pareció recorrer todo su cuerpo, el brazo, y el hacha, de modo que la soltó y el filo se clavó en la tierra blanda.

Después de un lapso de tiempo detenido, con los ojos como platos, el hombre se desplomó tras el arma.

Jared soltó el aire, incrédulo.

Una flecha, clavada hasta las plumas, sobresalía de la espalda del sirviente.

Caspar soltó un rugido de furia y miedo. Agarró el hacha, pero una voz dijo con calma a su izquierda.

—Soltad el arma, señor conde. Ahora mismo.

—¿Quiénes sois? ¡Cómo os atrevéis…!

Una voz macabra dijo:

—Somos los Lobos de Acero, lord. Como ya sabéis.