16

Un gran invierno eterno se cernerá sobre el mundo.

La oscuridad y el frío se expandirán de Ala en Ala.

Llegará alguien llamado Insapient, de muy lejos,

del Exterior.

Urdirá un plan nefasto con Incarceron.

Juntos fabricarán al Hombre Alado…

Profecía de Sáfico para el Fin del Mundo

Attia se agarró con fuerza a Keiro para no caerse del caballo y miró por encima del hombro del muchacho.

Por fin habían llegado a lo que parecía el límite del bosque espinoso, porque el camino conducía colina abajo hasta una zona despejada. El caballo se detuvo fatigado, piafó y exhaló aire escarchado.

Delimitando el camino había un arco negro. Estaba rodeado de pinchos, y en la parte superior vieron apoyado un pájaro de cuello largo.

Keiro frunció el entrecejo.

—Qué asco. Incarceron juega con nosotros y nos hace comer de su mano.

—Ojalá tuvieras razón y nos hiciera comer, aunque fueran migajas. Nos hemos terminado casi todas las provisiones.

Keiro espoleó al caballo para que siguiera avanzando.

Conforme se acercaban a él, el arco negro fue creciendo; su impresionante sombra se extendió hacia ellos hasta que entraron en la oscuridad. Ahora el camino resplandecía por la escarcha; los cascos del caballo repicaban con una claridad metálica sobre el pavimento de acero. Attia levantó la mirada. El pájaro de la cúspide era enorme, con esas alas oscuras… Sin embargo, cuando por fin pasaron con el caballo por debajo del arco, Attia se dio cuenta de que era una estatua, y no la de un pájaro, sino la de un hombre con unas grandes alas, como si estuviera a punto de emprender el vuelo.

—Sáfico —susurró.

—¿Qué?

—La estatua… Es Sáfico.

Keiro rio con sorna.

—Menuda sorpresa.

Su voz se redobló con un eco. Estaban inmersos en una cúpula; olía a orín y humedad, y un limo verde discurría por las paredes. Attia se sentía tan agarrotada que le habría gustado pararse, desmontar del caballo y continuar caminando, pero Keiro no estaba de humor para interrupciones. Desde que habían hablado con Finn, se había quedado callado y taciturno, y sus respuestas habían sido más afiladas que de costumbre. Eso, cuando no había ignorado por completo a Attia.

Aunque en el fondo ella tampoco tenía demasiadas ganas de hablar. Oír la voz de Finn le había provocado una alegría repentina, pero que casi al instante se había apagado, porque el chico sonaba muy diferente, parecía tremendamente ansioso.

«No os he olvidado. No os he abandonado. Pienso en vosotros continuamente».

¿Era cierto? ¿De verdad esa nueva vida no era el Paraíso que Finn esperaba encontrar?

En la oscuridad de la cúpula, Attia dijo enojada:

—Deberías haberme dejado que les hablara del Guante. El Sapient sabía que pasaba algo. A lo mejor nos habría ayudado…

—El Guante es mío. Que no se te olvide.

—Es nuestro.

—No tires de la cuerda, Attia. —Se quedó callado un momento y después murmuró—: «Encontrad al Guardián», nos dijo Finn. Bueno, pues eso es lo que vamos a hacer. Si Finn nos ha dejado en la estacada, tendremos que cuidar de nosotros mismos.

—Entonces, no fue porque tuvieras miedo de contárselo —le recriminó Attia con acritud.

Los hombros de Keiro se tensaron.

—No. No fue por eso. El Guante no es asunto suyo.

—Pensaba que los hermanos de sangre lo compartían todo.

—Finn tiene la libertad. Y no la ha compartido conmigo.

De repente salieron del recinto abovedado y el caballo se detuvo, como si estuviera sorprendido.

En esa Ala, la luz era de un tono rojo apagado. A sus pies se extendía una estancia más grande que todas las que Attia había visto hasta entonces, con el suelo distante y cruzado en zigzag por pasillos y senderos. Finn y Attia se hallaban a la altura del techo, y ante ellos discurría un gigante viaducto serpenteante por el que continuaba el camino, de forma que Attia pudo ver cómo sus arcos y columnas esbeltas desaparecían en la neblina. En las profundidades de aquel pabellón ardían unas hogueras diminutas como pequeños Ojos de Incarceron.

—Estoy molida.

—Pues bájate del caballo.

Attia se deslizó por el flanco y notó la estabilidad del camino bajo sus pies. Se aproximó a la oxidada superficie del viaducto y se asomó como si fuera un balcón.

Abajo, a lo lejos, había personas, miles de personas. Grandes grupos migratorios que empujaban carros y vagonetas, con niños en brazos. Vio rebaños de ovejas, unas cuantas cabras, algunas de las tan apreciadas vacas, y distinguió la armadura del vaquero que resplandecía con la luz cobriza.

—Mira. ¿Adónde va toda esa gente?

—En sentido opuesto a nosotros. —Keiro no descabalgó. Permaneció erguido en la montura, mirando por encima del hombro—. En la Cárcel la gente no deja de desplazarse. Siempre creen que hay un lugar mejor. La siguiente Ala, el siguiente nivel. Son tontos.

Tenía razón. A diferencia de lo que ocurría en el Reino, Incarceron estaba en continuo cambio; las Alas se reabsorbían, las puertas y trampillas se sellaban solas, las barras de metal se expandían formando túneles. Pero aun así, Attia se preguntaba qué cataclismo habría provocado que semejante número de personas emigraran a la vez, qué fuerza las animaba a continuar. ¿Era por culpa de la luz que se iba apagando? ¿O del frío creciente?

—Vamos —dijo Keiro—. Tenemos que cruzar esta cosa, así que empecemos cuanto antes.

A Attia no le gustaba la idea. El viaducto apenas era lo bastante ancho para que pasara un carromato. No tenía parapetos, sólo una superficie surcada de baches con óxido y un abismo de aire a cada lado. Era tan alto que unas débiles nubes pendían inmóviles como volutas a su alrededor.

—Deberíamos agarrar al caballo. Si le entra el pánico…

Keiro se encogió de hombros y desmontó.

—Vale. Yo voy primero y tú me sigues. Ten los ojos bien abiertos.

—¡Nadie va a atacarnos aquí arriba!

—Ese comentario demuestra por qué fuiste un perro-esclavo y yo estuve a punto de… ser… Señor del Ala. Estamos en un camino, ¿no?

—Sí…

—Entonces alguien será el dueño. Todos los caminos tienen dueño. Si tenemos suerte, nos pedirán que paguemos un peaje al final del viaducto.

—¿Y si no tenemos suerte?

Él se echó a reír, como si el peligro lo hubiera animado.

—Descenderemos rápido, por decirlo de alguna forma. Aunque tal vez no, porque la Cárcel está de nuestra parte. Tiene motivos para mantenernos a salvo.

Attia observó cómo Keiro conducía al caballo por el viaducto antes de decir en voz baja:

—Incarceron quiere el guante. Supongo que no le importará quién se lo lleve.

Keiro la había oído, estaba segura. Pero no volvió la cabeza.

Cruzar la estructura oxidada era peligroso. El caballo estaba inquieto; relinchó y, en una ocasión, se inclinó hacia un lado. Por eso, Keiro intentaba calmarlo continuamente con un murmullo bajo pero irritado, en el que los insultos se entretejían con las palabras de aliento. Attia procuraba no mirar a los lados. Soplaba un viento fuerte que la empujaba con descaro; se abrazó el cuerpo, consciente de que, de un plumazo, Incarceron podía hacerla caer al abismo. No había nada a lo que agarrarse. Caminaba aterrada, con un pie detrás de otro.

La superficie estaba corroída. Sobre ella se acumulaban despojos, virutas de metal, mugre abandonada, retales de tela recogidos por el viento que ondeaban como banderas harapientas. Sus pies crujieron al pisar los frágiles huesos de un pájaro.

Se concentró en caminar, sin levantar apenas la cabeza. Poco a poco tomó conciencia del espacio vacío, del vértigo del aire. Unos zarcillos pequeños y oscuros empezaron a extenderse por el camino.

—¿Qué es eso?

—Hiedra. —El murmullo de Keiro estaba cargado de tensión—. Sube desde el suelo del pabellón.

¿Cómo podía haber llegado tan alto? Attia miró de soslayo hacia la derecha y el vértigo la inundó igual que el sudor. Unas personas diminutas avanzaban en la superficie, el sonido de las ruedas y de sus voces debilitado por el viento. El abrigo se le pegó al cuerpo.

La hiedra se espesó. Pasó a ser una masa traicionera de hojas brillantes. En algunos puntos era imposible traspasarla; Keiro tuvo que reconducir al caballo, muerto de miedo, por el borde del viaducto, mientras sus cascos repicaban contra el metal. Su voz se convirtió en un murmullo apenas audible:

—Vamos, saco de huesos. Vamos, llorón inútil.

Entonces se detuvo.

El viento le arrebató la voz.

—Aquí hay un agujero muy grande. Ten cuidado.

Cuando Attia se acercó, lo primero que vio fue el borde chamuscado, corroído por el óxido. El viento se colaba hacia arriba por el agujero. Abajo se veían unas vigas de metal también oxidadas, con nidos deshabitados en la intersección apuntalada con remaches. Una pesada cadena se perdía en el vacío.

No tardaron en aparecer otros agujeros. El sendero se convirtió en una pesadilla cambiante, que crujía como un mal agüero cada vez que el caballo apoyaba un casco en el suelo. Al cabo de unos minutos, Attia se sorprendió al ver que Keiro se detenía.

—¿Está barrado?

—Como si lo estuviera. —Su voz sonó contenida, casi un suspiro, algo raro en él. Su aliento se congeló cuando volvió la cabeza para mirarla—. Deberíamos regresar. Nunca conseguiremos cruzar esto.

—Pero… ¡con lo lejos que hemos llegado!

—El caballo está muerto de miedo.

¿Acaso el asustado era Keiro? Hablaba en voz baja y con la cara seria. Por un instante, Attia creyó percibir debilidad, pero entonces el murmullo cargado de rabia del chico le dio ánimos:

—¡Date la vuelta, Attia!

Lo hizo.

Y vio lo imposible.

Unas siluetas enmascaradas ascendían como un enjambre por los laterales del viaducto, se colaban por los agujeros, trepaban por las cadenas y las ramas de hiedra. El caballo relinchó aterrado y retrocedió a toda prisa. Keiro soltó las riendas y también dio un paso atrás.

Attia sabía que aquello era el final. El caballo se tropezó, lleno de pavor. Terminaría por caerse y, al llegar a la lejana superficie, toda aquella gente hambrienta devoraría su cuerpo.

Entonces, una de las personas enmascaradas agarró al animal, le cubrió los ojos con una capa y, con pericia, lo condujo hacia la oscuridad.

Eran unos diez, todos bajos y delgados, y protegidos por cascos con plumas. Eran como una mancha negra de la cabeza a los pies, salvo por un relámpago irregular que les cruzaba el ojo derecho. Rodearon a Keiro en un círculo que describieron con los trabucos con los que le apuntaban. Ninguno de ellos se acercó a Attia.

La chica se quedó plantada, alerta, con el cuchillo en la mano.

Keiro recuperó la compostura, y sus ojos azules destilaban ira. Se llevó la mano a la espada.

—Ni la toques —le dijo el bandolero más alto, y le arrebató el arma. Entonces se volvió hacia Attia—. ¿Es tu esclavo?

Tenía voz de chica. Los ojos que ocultaba la máscara no encajaban: uno era gris y vivaz, y el otro tenía la pupila de oro, una piedra incapaz de ver.

Sin dudarlo, Attia respondió:

—Sí, no lo matéis. Me pertenece.

Keiro soltó un bufido pero no se movió. Attia confiaba en que tuviera suficiente sentido común para mantener la boca cerrada.

Las chicas enmascaradas (porque Attia estaba segura de que todas eran chicas) se miraron unas a otras. Entonces, la líder hizo una señal. Bajaron los trabucos.

Keiro miró a Attia. Sabía muy bien qué significaba esa mirada. Él llevaba el Guante escondido en el bolsillo interior del abrigo, y lo encontrarían si lo registraban.

Se cruzó de brazos y sonrió:

—Estoy rodeado de mujeres. La cosa se va animando.

Attia lo miró con desprecio.

—Calla, esclavo.

La chica del ojo de oro rodeó a Keiro.

—No se comporta como un esclavo. Es arrogante y masculino, y piensa que es más fuerte que nosotras. —Hizo un gesto rápido con la cabeza—. Tiradlo al abismo.

—¡No! —Attia dio un paso adelante—. No. Me pertenece. Creedme, pelearé contra cualquiera que intente matarlo.

La chica enmascarada miró fijamente a Keiro. Su ojo de oro relució y Attia se dio cuenta de que la pupila no estaba ciega; de algún modo, la chica veía con ese ojo artificial. Una medio mujer.

—Entonces, cacheadlo para quitarle las armas.

Dos de las chicas lo registraron; Keiro fingió divertirse, pero cuando le quitaron el Guante del bolsillo, Attia supo que le había hecho falta todo su autocontrol para no protestar.

—¿Qué es esto?

La cabecilla mostró el Guante. Lo tenía en las manos, la piel de dragón iridiscente en la penumbra, las garras separadas y pesadas.

—Es mío —dijeron al unísono Keiro y Attia.

—Ah.

—Yo se lo llevo —dijo Keiro. Esbozó su sonrisa más irresistible—. Soy el Esclavo del Guante.

La chica contempló las garras del dragón con sus ojos diferentes. Después miró hacia arriba.

—Vais a acompañarnos ahora mismo, los dos. En todos los años que llevo reclamando el peaje del Sendero Celestial, nunca había visto un objeto con tanto poder. Susurra en violeta y dorado. Y canta en ámbar.

Attia se acercó a ella con cautela.

—¿Cómo ves esas cosas?

—Oigo con los ojos.

Se dio la vuelta. Attia dirigió una mirada severa a Keiro. Era imprescindible que continuase callado y le siguiese la corriente.

Dos de las chicas enmascaradas lo empujaron.

—En marcha —le dijo una.

La líder echó a andar junto a Attia.

—¿Cómo te llamas?

—Attia. ¿Y tú?

—Ro Cygni. Renunciamos a nuestro nombre propio.

En cuanto llegaban al agujero más grande del viaducto, las chicas se iban introduciendo por él con agilidad.

—¿Por ahí?

Attia procuró que el miedo no se percibiera en su voz, pero intuyó la sonrisa de Ro por debajo de la máscara.

—No hay que bajar hasta la superficie. Vamos. Ahora lo verás.

Attia se sentó con las piernas colgando por el borde. Alguien la agarró por los pies y la estabilizó; se deslizó por el agujero y se agarró de la cadena oxidada. Había un pasillo destartalado construido por debajo del viaducto y medio oculto por la hiedra. Era tan oscuro como un túnel y crujía con cada pisada, pero terminaba en un laberinto de pasillos más pequeños y escaleras de cuerda que conducían a recovecos y jaulas colgantes.

Ro caminaba detrás de ella, silenciosa como una sombra. Al llegar al final guió a Attia hacia la derecha, y la introdujo en una habitación que se movía ligeramente, como si debajo no tuviera nada más que aire. Attia tragó saliva. Las paredes estaban hechas con cañas entrelazadas, y el suelo quedaba escondido en una densa capa de plumas. Sin embargo, fue el techo lo que más cautivó su atención. Estaba pintado de un color azul intenso y en él resplandecían unos dibujos trazados con piedras doradas, como la del ojo de Ro.

—¡Las estrellas!

—Tal como las describió Sáfico en sus escritos. —La chica se colocó junto a Attia y miró hacia arriba—. En el Exterior, las estrellas cantan mientras surcan el cielo. Tauro, Orión, Andrómeda… Es decir, el Toro, el Cazador, la Princesa Encadenada. Y Cygnus, el Cisne, en cuya constelación estamos. —Se quitó el casco de plumas y dejó al descubierto su pelo moreno y corto, que enmarcaba una cara pálida—. Bienvenida al Nido del Cisne, Attia.

El calor en el nido era sofocante, y la sensación se incrementaba con la luz de unas diminutas lamparillas. Attia vio que las figuras oscuras se quitaban la armadura y la máscara para convertirse en chicas y mujeres de todas las edades, algunas corpulentas, otras jóvenes y ágiles. De las cazuelas puestas al fuego emanaba un apetitoso olor a comida. Unos divanes anchos y rellenos de plumas aterciopeladas ocupaban la habitación.

Ro empujó a Attia hacia uno de los divanes.

—Siéntate. Pareces exhausta.

Nerviosa, Attia preguntó:

—¿Dónde está… mi sirviente?

—Enjaulado. No se morirá de hambre. Pero este lugar no es para hombres.

Attia se sentó. De repente se sentía increíblemente fatigada, aunque debía permanecer alerta. Imaginarse la rabia que sin duda sentiría Keiro la animó un poco.

—Come, por favor. Tenemos de sobra.

Alguien le tendió un plato de sopa caliente. Attia la sorbió a toda prisa mientras Ro se sentaba a observarla con los codos sobre las rodillas.

—Tenías hambre —dijo al cabo de un rato.

—Llevo varios días viajando.

—Bueno, pues tu viaje ha terminado. Aquí estás a salvo.

Attia saboreó la sopa clara y se preguntó qué querría decir la chica. Aquellas mujeres parecían hospitalarias, pero no podía bajar la guardia. Tenían a Keiro, y tenían el Guante.

—Estábamos esperándote —le dijo Ro en voz baja.

Attia estuvo a punto de atragantarse.

—¿A mí?

—A alguien como tú. Algo como esto. —Ro sacó el Guante del abrigo y se lo colocó encima del regazo con aire reverencial—. Últimamente pasan cosas extrañas, Attia. Cosas magníficas. Ya has visto a las tribus de emigrantes. Llevamos semanas observando cómo avanzan allí abajo, siempre buscando algo, comida o calor, siempre huyendo de la conmoción que habita en el corazón de la Cárcel.

—¿De qué conmoción hablas, Ro?

—Yo la he oído. —La extraña mirada de la joven se volvió hacia Attia—. Todas la hemos oído. Entrada la noche, en la profundidad de los sueños. Suspendidas entre el techo y el suelo, hemos notado sus vibraciones en las cadenas y los muros, en nuestros cuerpos. El latido del corazón de Incarceron. Cada vez se vuelve más fuerte, día tras día. Nosotras somos quienes lo alimentan, y lo sabemos.

Attia bajó la cuchara y cortó un pedazo de pan negro.

—La Cárcel se está cerrando, ¿verdad?

—Se concentra. Se contrae. Alas enteras están sumidas en la oscuridad y el silencio. Ha empezado el Invierno Eterno, tal como decía la profecía. Y aun así, el Insapient sigue exigiendo cosas.

—¿El «Insapient»?

—Así es como lo llamamos. Dicen que la Cárcel fue a buscarlo al Exterior… Metido en su celda, en el corazón de Incarceron, está creando algo terrible. Dicen que está fabricando un hombre a partir de los despojos y los sueños y las flores y el metal. Un hombre que nos conducirá a todos a las estrellas. Pronto ocurrirá, Attia.

Al contemplar el rostro ilusionado de la chica, Attia se sintió todavía más fatigada. Apartó el plato y dijo con tristeza:

—Y ¿qué hay de ti? Háblame de ti.

Ro sonrió.

—Creo que eso puede esperar hasta mañana. Ahora necesitas dormir.

Tiró de una colcha gruesa y cubrió a Attia con ella. Era suave, cálida e irresistible. Attia se acurrucó en ella.

—No perdáis el Guante —dijo ya medio dormida.

—No. Descansa. Ahora estás con nosotras, Attia Cygni.

Cerró los ojos. Desde algún punto lejano oyó que Ro preguntaba:

—¿Has dado de comer al esclavo?

—Sí. Pero se ha pasado la mayor parte del tiempo intentando seducirme —dijo entre risas una de las chicas.

Attia se dio la vuelta y sonrió.

Horas más tarde, en la profundidad del sueño, entre una respiración y otra, en los dientes, en las pestañas y en los nervios, notó el latido. Su latido. El de Keiro. El de Finn. El de la Cárcel.