29

¿Escapó? Porque corre un rumor susurrado en la oscuridad, el rumor de que continúa atrapado en la profundidad del corazón de la Cárcel, con el cuerpo convertido en piedra; dicen que los lamentos que oímos son sus lamentos, que sus penurias sacuden el mundo.

Pero nosotros sabemos lo que sabemos.

Los Lobos de Acero

Jared dio un paso y le arrebató el Guante a Keiro de la mano. Al instante lo arrojó al suelo con una sacudida, como si estuviera vivo.

—¿Has oído sus sueños? —le preguntó—. ¿Te ha controlado?

Keiro se echó a reír.

—¿Qué opináis?

—¡Pero lo llevabas puesto!

—No es verdad.

Keiro estaba demasiado admirado para pensar en el Guante. Volvió el cuello de la casaca de Caspar con la punta de la espada.

—Buen tejido. Y es de mi talla.

Estaba radiante, emocionado. Si la luz blanca de la habitación lo había mareado o confundido, no daba muestras de ello. Lo asimiló todo (a ellos cuatro, el Portal abarrotado, la pluma gigante) barriendo con avidez la estancia con los ojos.

—Vaya, así que esto es el Exterior.

Finn tragó saliva. Notaba la boca seca. Miró a Jared y casi sintió en su piel el abatimiento del Sapient.

Keiro dio unos golpecitos con la espada en el peto de la armadura de Caspar.

—Y esto también lo quiero.

Finn intervino:

—Aquí es distinto. Hay armarios llenos de ropa.

—Quiero la suya.

Caspar estaba aterrorizado.

—¿Es que no sabes quién soy?

Keiro sonrió.

—No.

—¿Dónde está Claudia? —la pregunta agónica de Jared cortó la tensión.

Keiro se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Se han intercambiado. —Finn fijó la mirada en su hermano de sangre—. Claudia se sentó en la silla y se… disolvió sin más. Entonces apareció Keiro. ¿Es eso lo que hace el Guante? ¿Es ése el poder que tiene? ¿Puedo ponérmelo y…?

—Nadie se pondrá el Guante hasta que yo lo diga —dijo Jared sin dejarle terminar.

Se acercó a la silla y se apoyó en el respaldo. Tenía el rostro pálido por la fatiga, y parecía más ansioso que nunca, pensó Finn.

El muchacho se apresuró a decir:

—Maestro Medlicote, servid un poco de vino, por favor.

El aire se llenó del aroma fragante del vino. Keiro lo aspiró.

—¿Qué es eso?

—Es mejor que la bazofia de la Cárcel. —Finn lo miró—. Pruébalo. Vos también, Maestro.

Mientras acababan de servir el vino, Finn observó a su hermano de sangre, que rondaba por la habitación, explorándolo todo. Las cosas iban de mal en peor. Debería estar contento. Debería estar emocionado de tener allí a Keiro. Y sin embargo, en su interior anidaba un miedo atávico, un terror enfermizo que lo hacía temblar, porque no era así como tenía que pasar. Y porque Claudia se había esfumado, y de repente se había abierto un agujero en el mundo.

Finn preguntó:

—¿Con quién estabas?

Keiro dio un sorbo del líquido rojo y elevó las cejas.

—Con Attia, con el Guardián y con Rix.

—¿Quién es Rix? —preguntó Finn.

Pero Jared separó la mirada de la pantalla en ese instante y espetó:

—¿El Guardián estaba contigo?

—Él fue quien me mandó que lo hiciera. Me dijo: «Ponte el Guante». A lo mejor sabía… —Keiro se detuvo en mitad de la frase—. ¡Eso es! Claro que lo sabía. Era la manera que tenía de apartar el Guante del alcance de la Cárcel.

Jared volvió los ojos hacia la pantalla. Colocó los dedos en la superficie lisa y perdió la mirada vacua en su oscuridad.

—Por lo menos ahora Claudia está con su padre.

—Si es que siguen vivos. —Keiro miró las muñecas atadas de Caspar—. Y además, ¿qué se cuece aquí? Pensaba que en este sitio la gente era libre.

Volvió la cabeza y vio que todos lo miraban fijamente. Medlicote susurró:

—¿Qué quiere decir eso de «si es que siguen vivos»?

—Pensad un poco. —Keiro enfundó la espada y caminó hacia la puerta—. La Cárcel se va a poner hecha una fiera por esto. A lo mejor ya se los ha cargado…

Jared se lo quedó mirando.

—Sabías que podía ocurrir y aun así…

—Así son las cosas en Incarceron —contestó Keiro—. Cada uno se vale por sí mismo. Mi hermano puede decíroslo. —Se dio la vuelta y miró a Finn a la cara—. Bueno, ¿qué? ¿Vas a enseñarme nuestro Reino? ¿O es que te avergüenzas de tu hermano el delincuente? Eso, si aún somos hermanos, claro.

Finn contestó en voz baja:

—Aún somos hermanos.

—No pareces muy contento de verme.

Finn se encogió de hombros.

—Es por la sorpresa. Y Claudia… está ahí dentro…

Keiro enarcó una ceja.

—Pues así son las cosas. Bueno, supongo que es rica, y lo bastante zorra para ser una buena reina.

—Eso es lo que más echaba de menos… Tu tacto y cortesía.

—Por no hablar de mi ingenio abrumador y mi belleza irresistible.

Se plantaron cara el uno al otro. Finn dijo:

—Keiro…

Y una explosión repentina retumbó por encima de sus cabezas. La habitación se sacudió, un plato cayó al suelo y se hizo añicos.

Finn se inclinó sobre Jared.

—¡Han abierto el fuego!

—Pues te aconsejo que cojas al querido hijo de la reina y lo subas a las almenas —dijo Jared sin inmutarse—. Yo tengo mucho que hacer aquí.

Intercambiaron una mirada rápida con Finn, quien vio que el Sapient tenía el Guante olvidado en la mano.

—Tened cuidado, Maestro.

—A ver si consigues que dejen de disparar. Y otra cosa, Finn. —Jared se acercó más a él y lo agarró por la muñeca—. Ni se te ocurra, bajo ningún concepto, salir de esta casa. Te necesito aquí. ¿Me entiendes?

Al cabo de un segundo, Finn contestó:

—Os entiendo.

Otro retemblor. Keiro dijo:

—Decidme que eso no son cañonazos.

—Un regimiento entero —contestó Caspar con petulancia.

Finn lo apartó de un empujón y se dirigió a Keiro.

—Mira, estamos sitiados. Ahí fuera hay un ejército, con más armas y más hombres que nosotros. La cosa pinta mal. Me temo que no has entrado en el paraíso. Has entrado en la batalla.

Keiro siempre había sabido encajar las situaciones difíciles. Asomó la cabeza al suntuoso pasillo con curiosidad y contestó:

—Pues entonces, hermano, soy justo lo que necesitas.

Claudia se sentía como si se hubiera desmembrado y recompuesto luego, descuartizada, pieza a pieza. Como si hubiera pasado a la fuerza por una barrera metálica, una matriz de dimensiones contrapuestas.

Apareció en medio de una enorme habitación vacía, con el suelo de lisas baldosas negras y blancas.

Tenía enfrente a su padre.

Parecía absolutamente desesperado.

—¡No! —suspiró el hombre. Y entonces, casi como un grito de dolor, repitió—: ¡NO!

El suelo se inclinó. Claudia mantuvo el equilibrio abriendo los brazos y después tomó aliento. El hedor de la Cárcel la sobrecogió, la peste de ese aire viciado, eternamente reciclado, y del miedo humano. Jadeó y se llevó ambas manos a la cara.

El Guardián se aproximó a ella. Por un momento creyó que iba a cogerle las manos con sus dedos fríos, que iba a imprimirle en la mejilla su beso gélido. En lugar de eso, le dijo:

—No tendría que haber pasado esto. ¡¿Cómo puede ser?!

—Decídmelo vos.

Claudia miró a su alrededor, vio a Attia con los ojos clavados en ella, y a un hombre alto y demacrado que parecía absolutamente confundido, con las manos entrelazadas y los ojos como dos profundos pozos de asombro.

—Magia —susurró—. El verdadero Arte.

Fue Attia quien dijo:

—Keiro se ha desvanecido. Él se esfumó y apareciste tú. ¿Significa eso que él está en el Exterior?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¡Tienes que saberlo! —chilló Attia—. ¡Tiene el Guante!

El suelo se inclinó de nuevo, con un oleaje de baldosas partidas.

—Ahora no hay tiempo para eso. —El Guardián sacó un trabuco y se lo dio a Claudia—. Toma. Protégete de todo lo que nos envíe la Cárcel.

Ella cogió el arma sin fuerzas, pero entonces vio que, tras el grupo, la totalidad del espacio vacío se iba llenando de nubes que giraban, se oscurecían y centelleaban con relámpagos. Un rayo cayó en el suelo, junto al Guardián, quien se dio la vuelta a toda prisa y miró hacia arriba.

—¡Escúchame, Incarceron! ¡Yo no tengo la culpa!

—¿Ah no? ¿Y quién tiene la culpa? —La voz de la Cárcel atronó con furia. Sus palabras sonaban ásperas y crudas, se disolvían en crepitante energía estática—. Fuiste tú quien le mandó que se lo pusiera. Tú me has traicionado.

El Guardián contestó con frialdad:

—En absoluto. A lo mejor lo ves así, pero tú y yo…

—¿Por qué no puedo abrasaros a todos y convertiros en ceniza?

—Porque dañarías tu delicada creación. —El Guardián dio un paso en dirección a la estatua; Claudia levantó la mirada hacia la figura con admiración mientras su padre tiraba de ella para que lo siguiera—. Creo que eres demasiado astuto para hacer algo así. —Sonrió—. Me parece, Incarceron, que las cosas han cambiado entre nosotros dos. Durante años has hecho lo que has querido, has gobernado a tu antojo. Te has controlado a ti mismo. De Guardián yo sólo tenía el nombre. Ahora, la única cosa que quieres, está fuera de tu alcance.

Claudia notó que Attia daba un brinco y se colocaba un paso por detrás de ella.

—Escucha lo que dice —le susurró la chica—. Todo esto tiene que ver con él y su poder.

La Cárcel soltó una risilla siniestra.

—¿Eso crees?

John Arlex se encogió de hombros. Miró a Claudia.

—No lo creo, lo sé. El Guante ha sido sacado al Exterior. Sólo te será devuelto si yo lo ordeno.

—¿Si tú lo ordenas? ¿Con qué poder?

—Con el poder de ser lord del Clan de los Lobos de Acero.

Era una fanfarronada, pensó Claudia, quien dijo en voz alta:

—¿Te acuerdas de mí, Incarceron?

—Me acuerdo de ti. Fuiste mía y volverás a ser mía. Pero ahora, a menos que recupere mi Guante, apagaré las luces y eliminaré el aire y el calor. Dejaré que miles de Presos se asfixien en la oscuridad.

—No lo harás —dijo el Guardián sin perder el temple—. De lo contrario, nunca tendrás el Guante. —Hablaba con la misma autoridad que si se dirigiera a un niño—. En lugar de eso, muéstrame la puerta secreta que utilizó Sáfico.

—¿Para que tú y tu supuesta hija podáis recuperar la libertad y me dejéis aquí atrapado? —Su voz fue acompañada de varios chispazos—. Jamás.

La Cárcel se sacudió. Claudia trastabilló y se cayó sobre Rix, quien la agarró del brazo con una sonrisa.

—La ira de mi padre —susurró el mago.

—Voy a destruiros a todos.

Los cuadrados negros del suelo se hundieron, convertidos en agujeros. De ellos salieron cables con ponzoñosas bocas abiertas. Se retorcían y ondeaban como serpientes de poder, entre crujidos y esputos.

—Subid las escaleras. —El Guardián las subió a toda prisa para quedarse a los pies del hombre alado, con Rix empujando a Claudia tras él. Attia llegó la última y miró a su alrededor.

Vívidos impactos blancos rompían la oscuridad.

—No dañará la estatua —murmuró el Guardián.

Attia echó un vistazo.

—Yo no estaría tan segura…

En lo alto del techo, un gran estruendo la silenció. Las nubes negras presagiaban tormenta. Unos diminutos copos de nieve, duros y compactos, caían sobre ellos. En cuestión de segundos, la temperatura se puso bajo cero y continuó descendiendo. El aliento de Rix se convirtió en vaho cuando exhaló el aire.

—No le hará falta dañarla. Le bastará con congelarnos y dejarnos tiesos de la cabeza a los pies.

Y cada uno de los minúsculos copos de nieve susurraba al caer, el eco de una furia repetida millones de veces.

Sí.

Sí.

Sí.

El primer disparo había sido sólo una advertencia. La bala había sobrevolado con creces el tejado y había impactado en algún lugar de los bosques posteriores. Pero Finn sabía que la siguiente daría en el blanco; mientras subía a la carrera el último peldaño y salía a las almenas, vio a través del humo acre los artilleros de la reina, que ajustaban el ángulo de los cinco imponentes cañones que habían dispuesto en las extensiones de césped.

Detrás de él, Keiro suspiró.

Finn se dio la vuelta. Su hermano de sangre se había quedado paralizado, con la mirada perdida en el pálido cielo del amanecer, salpicado de oro y escarlata. Estaba saliendo el sol. Pendía como un gran globo rojo por encima de los hayedos, y los grajos ascendían en bandadas desde las ramas para salir a su encuentro.

La sombra alargada de la casa se extendía sobre los prados y los jardines, y en el foso, la luz refulgía en las ondas que los cisnes trazaban al despertarse.

Keiro salió a las almenas y se agarró de la barandilla de piedra, como si quisiera asegurarse de que era real. Se deleitó un buen rato en la perfección de la mañana, en los banderines encarnados y dorados que ondeaban sobre las carpas de la reina, observó los ribazos de lavanda, las rosas, las abejas que zumbaban en las flores de madreselva que había bajo sus manos.

—Increíble —susurró—. Absolutamente increíble.

—Y eso no es nada —murmuró Finn—. Cuando el sol llegue a lo alto, te cegará. Y por la noche… —Se detuvo—. Entra. Ralph, dale agua caliente, y las mejores prendas…

Keiro negó con la cabeza.

—Tentador, hermano, pero aún no. Primero acabemos con esa reina enemiga.

Medlicote subió detrás de ellos, casi sin resuello, y tras él aparecieron los soldados que empujaban a Caspar, furioso y con la cara enrojecida.

—Finn, quítame estas cuerdas ya. ¡Insisto!

Finn asintió y el guardia más cercano cortó el nudo hábilmente. Caspar se frotó como muchos aspavientos las muñecas magulladas y miró con altanería uno por uno a todos los presentes salvo a Keiro, cuyos ojos le parecían demasiado aterradores para mirarlos fijamente.

El capitán Soames lo miró incrédulo.

—¿No es…?

—Esto es un milagro —dijo Finn—. Y ahora, ¿podemos llamar su atención antes de que nos rompan en pedazos?

Levantaron la bandera, que aleteó con estruendo. En el campamento de la reina, unos cuantos hombres señalaron hacia ellos; alguien entró corriendo en la carpa más grande. Nadie salió.

Las armas formaban una fila de bocas oscuras.

—Si disparan… —dijo nervioso Medlicote.

Keiro interrumpió:

—Se acerca alguien.

Un cortesano galopaba hacia la casa del Guardián en un caballo gris. Habló con los artilleros al pasar junto a ellos, después galopó con cautela por los prados hasta llegar al borde del foso.

—¿Deseáis entregar al Preso? —chilló.

—Callad y escuchadme. —Finn se asomó—. Decidle a la reina que, si nos dispara, matará a su hijo. ¿Entendido?

Agarró a Caspar y lo empujó hacia las almenas. El cortesano lo miró horrorizado, mientras el caballo hacía cabriolas bajo sus piernas.

—¿El conde? Pero…

Keiro se acercó a Caspar y le puso un brazo por los hombros.

—¡Aquí está! Con las dos orejas, los dos ojos y las dos manos. A menos que quieras llevarle alguna a la reina como prueba…

—¡No! —gimió el hombre.

—Qué pena. —Keiro había acercado una navaja a la mejilla de Caspar con aire descuidado—. Pero te aconsejo que le digas a la reina que ahora está en mis manos, y yo no soy como todos vosotros. A mí no me gusta jugar.

Agarró más fuerte a Caspar, hasta que éste soltó un gemido.

Finn dijo:

—No.

Keiro sonrió con la más encantadora de sus sonrisas.

—Y ahora, corre.

El cortesano hizo girar al caballo y galopó hacia el campamento. Los cascos levantaban nubes de polvo. Cuando alcanzó a los hombres que había junto a los cañones, les gritó con apremio. Se retiraron, claramente confundidos.

Keiro se dio la vuelta. Apretó levemente la punta de la navaja contra la piel blanca de Caspar. Un puntito rojo se llenó de sangre.

—Un pequeño recuerdo —le susurró.

—Déjalo. —Finn apartó a Caspar y empujó al conde, a punto de desmayarse, hacia donde estaba el capitán Soames—. Llevadlo a algún lugar seguro y pedid a un hombre que se quede con él. Comida y agua. Todo lo que necesite.

Mientras se llevaban al joven, Finn se dirigió a Keiro muy enfadado.

—¡Esto no es la Cárcel!

—No paras de repetirlo.

—No hace falta que seas tan salvaje.

Keiro se encogió de hombros.

—Demasiado tarde. Así soy yo, Finn. Así es como me ha vuelto la Cárcel. Aquello no se parece a todo esto, qué va. —Hizo un gesto con el que abarcó la casa del feudo—. Este mundo tan precioso, estos soldados de juguete. Yo soy real. Y soy libre. Libre de hacer lo que me venga en gana.

Caminó hacia las escaleras.

—¿Adónde vas?

—A por ese baño, hermano. Y esa ropa.

Finn asintió con la cabeza y le dijo a Ralph:

—Búscale algo.

Al ver la consternación en el rostro del anciano, se dio la vuelta.

Se había olvidado. En tres meses se había olvidado ya de la temeridad de Keiro, de su arrogancia y su caprichosa testarudez. Había olvidado que siempre tenía miedo de lo que podía ser capaz de hacer su hermano.

El grito furioso de una mujer lo obligó a levantar la cabeza. Cortó la mañana como el filo de un cuchillo, procedente de la tienda de la reina.

Bueno, por lo menos ese mensaje había llegado a su destino.