21

—La culpa es tuya —le dijo el Encantador—. ¿Cómo podía saber la Cárcel que existía una forma de Escapar si no era a través de tus sueños? Lo mejor sería que renunciaras al Guante.

Sáfico negó con la cabeza.

—Demasiado tarde. Ya forma parte de mí. ¿Cómo podría cantar mis cánticos sin él?

Sáfico y el Oscuro Encantador

Mientras paseaban cogidos del brazo por la terraza, los grupos de cortesanos los saludaban con reverencias entre cuchicheos. Los abanicos aleteaban. Los ojos escudriñaban detrás de sus máscaras de demonios, lobos, sirenas y cigüeñas.

—El Guante de Sáfico —murmuró Finn—. Keiro tiene el Guante de Sáfico.

Claudia notó la descarga de exaltación que le recorría el brazo. Como si le hubieran inyectado una nueva esperanza.

Al pie de las escaleras, los ribazos formaban caminos de flores en la penumbra. Más allá de los cuidados jardines, se veían unas hileras de farolillos encendidos por los prados, que conducían a los recargados pináculos de la Gruta de las Conchas. Claudia y Finn se escondieron a toda prisa detrás de un ánfora gigante de la que manaba una ruidosa cascada de agua.

—¿Cómo se ha hecho con él?

—¿A quién le importa? Si es cierto, ¡sería capaz de cualquier cosa! A menos que se esté echando un farol…

—No. —La chica observó la multitud de cortesanos agrupados debajo de los farolillos—. Attia mencionó un guante. Y luego se calló de repente. Como si Keiro no la dejara continuar.

—¡Porque es el auténtico! —Finn anduvo por el camino y rozó un arbusto de polemonio que liberó su aroma dulce y pegajoso—. ¡Existe de verdad!

Claudia le advirtió:

—Nos están mirando.

—¡Me da igual! A Gildas se le hubieran puesto los pelos de punta. Nunca confió en Keiro.

—Pero tú sí.

—Ya te lo he dicho. Siempre. ¿De dónde lo ha sacado? ¿Qué va a hacer con él?

Claudia miró a los cientos de cortesanos, una masa de vestidos de color azul pavo real, casacas de satén resplandeciente, recargadas pelucas de pelo rubísimo recogido en moños altos. Entraban como un río a los pabellones y a la gruta, con una cháchara escandalosa e interminable.

—A lo mejor el Guante era la fuente de energía que percibió Jared.

—¡Sí!

Finn se inclinó contra el ánfora y se manchó de musgo la chaqueta. Detrás de la máscara, sus ojos brillaban con esperanza. Claudia únicamente sentía inquietud.

—Finn, según ha dicho mi padre, ese Guante completaría el plan de Huida de Incarceron. Sería un desastre. Seguro que Keiro no…

—Nunca se sabe lo que puede hacer Keiro.

—Pero ¿haría algo así? ¿Le daría a la Cárcel el medio para destruir a todos los que habitan dentro de ella sólo a cambio de tener la posibilidad de Escapar él también?

Claudia se había desplazado para colocarse enfrente de Finn; se vio obligado a mirarla a la cara.

—No.

—¿Estás convencido?

—Claro que estoy convencido —dijo en voz baja y furiosa—. Conozco a Keiro.

—Acabas de decir…

—Bueno… pero no lo haría.

Claudia sacudió la cabeza, porque empezaba a perder la paciencia con esa estúpida y ciega fidelidad de Finn.

—No te creo. Me parece que tienes miedo de que lo haga. Estoy segura de que Attia está aterrada. Y ya has oído lo que ha dicho mi padre. Nada «ni nadie» debe entrar por el Portal.

—¡Tu padre! Tiene de padre lo mismo que yo.

—¡Cállate!

—Y además, ¿desde cuándo haces lo que te manda?

Encendidos por la rabia, ambos se plantaron cara, antifaz negro contra máscara felina.

—¡Hago lo que quiero!

—Pero ¿le creerías a él antes que a Keiro?

—Sí —espetó ella—. Claro. Y antes que a ti también.

Una sorpresa herida cruzó por un segundo los ojos de Finn; luego recuperaron la frialdad.

—¿Matarías a Keiro?

—Sólo si la Cárcel lo empleara como instrumento. Si tuviera que hacerlo.

Finn se quedó inmóvil. Luego susurró:

—Creía que eras distinta, Claudia. Pero eres igual de falsa, cruel y boba que todos los demás.

Se perdió entre la multitud, apartó de un manotazo a dos hombres y, haciendo oídos sordos a sus protestas, irrumpió en la gruta.

Claudia lo siguió con la mirada, con todos los músculos de su cuerpo hirviendo de furia. ¡Cómo se atrevía a hablarle así! Si resultaba que no era Giles, entonces no era más que Escoria de la Cárcel, y ella, a pesar de lo ocurrido, era la hija del Guardián.

Juntó las manos e intentó controlar la rabia. Respiró hondo para apaciguar los latidos de su corazón. Quería chillar y romper algún objeto, pero en lugar de eso, debía mantener la sonrisa congelada y esperar allí hasta que llegara la medianoche.

Y entonces ¿qué?

Después de semejante discusión, ¿todavía querría Finn huir con ella?

Una oleada de emoción recorrió a los asistentes, una confusión de reverencias exageradas. Entonces Claudia vio pasar a Sia, con un vestido transparente de fina tela blanca y una peluca con un moño alto como una torre de pelo trenzado que había adornado con una armada de diminutos barquitos dorados volcados y hundidos.

—¿Claudia?

Junto a ella estaba el Impostor.

—Veo que el bruto de vuestro acompañante se ha marchado hecho una furia.

Claudia sacó el abanico de la manga y lo abrió con un movimiento rápido.

—Hemos tenido un simple intercambio de opiniones, nada más.

La máscara de Giles reproducía la cabeza de un águila, muy hermosa y hecha con plumas verdaderas, con el pico encorvado y orgulloso. Como todo lo que hacía Giles, la máscara estaba pensada para reforzar su imagen de príncipe heredero. Le daba un aire de extrañeza, como es habitual en las máscaras. Pero sus ojos sonreían.

—¿Una pelea de enamorados?

—¡Por supuesto que no!

—Entonces, permitidme que os acompañe. —Le ofreció el brazo y, al cabo de un momento, ella lo tomó—. Y no os preocupéis más por Finn, Claudia. Finn es historia.

Juntos, cruzaron el césped y se dirigieron al baile.

Attia cayó.

Cayó igual que había caído Sáfico. Una caída terrible, descontrolada, a plomo. Cayó con los brazos extendidos, sin aliento, ciega, sorda. Cayó en medio de un torbellino rugiente, se introdujo en una boca, en una garganta que la engulló. Su ropa y su pelo, su piel misma, se rasgaron y parecieron despedazarse, hasta que no quedó de ella más que un alma que gritaba, que se precipitaba de cabeza hacia el abismo.

Pero entonces, Attia supo que el mundo era imposible, que era una criatura que se burlaba de ella. Porque el aire se enrareció y un entramado de nubes se formó debajo de su cuerpo —nubes densas y saltarinas que la hacían rebotar de una a otra— y en algún lugar oyó una risa que podría haber sido la de Keiro y podría haber sido la de la Cárcel, como si Attia ya no fuera capaz de distinguirlas.

Parpadeó entre jadeos y vio cómo volvía a tomar forma el mundo; el suelo del pabellón se retorció, se desmembró, se desplegó. Un río emergió bajo el viaducto, un torrente negro que se elevó para alcanzarla tan deprisa que apenas había logrado tomar aliento cuando se vio zambullida en él, en la profundidad más profunda de la oscuridad de esas burbujas de espuma.

Una membrana de agua se tejió alrededor de su boca abierta.

Y entonces logró sacar la cabeza, jadeando, y el torrente se fue calmando, la empujó a la deriva por debajo de columnas oscuras, la adentró en cuevas, en un umbrío submundo. Varios Escarabajos muertos fueron arrastrados por la corriente, que era un conducto de óxido, rojo como la sangre, canalizado entre dos paredes de metal altísimas, cuya superficie grasienta y abultada por los residuos apestaba: los despojos de un mundo. Igual que la aorta de algún ser inmenso, infestado de bacterias, imposible de sanar.

El conducto la hizo caer por una presa y allí la dejó, abandonada, en una orilla arenosa, donde Keiro ya la esperaba a cuatro patas, en la arena negra, controlando las arcadas.

Mojada, fría e increíblemente magullada, Attia intentó sentarse bien, pero no pudo. Y sin embargo, la voz ahogada de Keiro sonó como una áspera expresión de triunfo.

—¡Nos necesita, Attia! Hemos ganado. Lo hemos derrotado.

Ella no contestó.

No podía despegar la mirada del Ojo.

El nombre de la Gruta de las Conchas era muy adecuado.

Una caverna inmensa, cuyas paredes y cuyo techo colgante centelleaban con perlas y cristales; todas las conchas estaban distribuidas para formar figuras de volutas y espirales. Estalactitas falsas, adornadas a mano con un millón de diminutos cristales, pendían del techo.

Era un espectáculo vítreo que encandilaba.

Claudia bailó con Giles, con hombres que llevaban caretas de zorro y cascos de caballero, con bandoleros y arlequines. Sentía una calma gélida e ignoraba dónde estaba Finn, aunque tal vez él sí la hubiera localizado. Confiaba en que así fuera. Charlaba, jugaba con el abanico, buscaba la mirada de todos a través de las ranuras rasgadas de la máscara, y se convenció de que era divertido. Cuando las manecillas del reloj formado por millones de bígaros enanos tocaron las once, empezó a beber té helado en una copa rosada y se deleitó con los pasteles y sorbetes fríos que le ofrecieron unas sirvientas disfrazadas de ninfas.

Y entonces los vio.

Llevaban máscara, pero Claudia sabía que eran los miembros del Consejo Real. Una aparición repentina de hombres bulliciosos con trajes llamativos, algunos con túnicas largas, con voz seca y quebrada por el debate, áspera pero aliviada.

Se aproximó al más cercano, a salvo tras la máscara.

—Señor, ¿ha tomado una decisión el Consejo?

El hombre le guiñó un ojo tras la careta de búho y brindó con ella.

—Por supuesto que sí, mi preciosa gatita. —Se le acercó tanto que Claudia notó su mal aliento—. Esperadme detrás del salón y puede que incluso os desvele cuál es.

Ella hizo una reverencia, se abanicó y se alejó de allí.

Pobres necios de sonrisa tonta. Aunque ¡eso lo cambiaba todo! La reina no esperaría hasta el día siguiente. De pronto, Claudia cayó en la cuenta de que les había tendido una emboscada, de que el anuncio del veredicto tendría lugar allí mismo, esa noche, y el perdedor sería arrestado al instante. Sia los había despistado. ¡Tenía que encontrar a Finn!

Fuera, en los oscuros prados próximos al lago, Finn permanecía de espaldas a la distante Gruta, haciendo caso omiso de aquella voz sedosa. Sin embargo, la voz habló de nuevo y el muchacho la sintió como una daga entre los omoplatos.

—Han tomado una decisión. Los dos sabemos cuál será el veredicto.

La máscara de águila se reflejaba, hinchada hasta el espanto, en la copa que sujetaba en la mano. Finn dijo:

—Pues acabemos con esto cuanto antes. Aquí mismo.

Los prados estaban desiertos, en el lago se mecían las barcas y los farolillos.

Giles soltó una risa grave, divertido.

—Sabéis que acepto.

Finn asintió. Un gran alivio se despertó en él. Arrojó la copa de vino al suelo, se dio la vuelta y desenvainó la espada.

Pero Giles saludaba entonces a un sirviente que había aparecido de las sombras con un maletín de piel.

—No, no —dijo Giles en voz baja—. Al fin y al cabo, vos fuisteis quien me retó. Eso significa que, según las normas del honor, yo elijo las armas.

Abrió la tapa del maletín.

La luz de las estrellas relució en dos pistolas largas con empuñadura de marfil.

Claudia se abrió paso como pudo entre la multitud y rastreó toda la estancia resplandeciente, fue arrastrada a la pista de baile y consiguió escabullirse, metió la cabeza por debajo de las cortinas que escondían parejas acarameladas, esquivó varios grupos de trovadores que se paseaban por la sala. El baile se convirtió en una pesadilla de caras grotescas, pero ¿dónde estaba Finn?

De repente, cerca del arco de entrada, un bufón con sombrero y cascabeles hizo una cabriola delante de ella.

—¡Claudia! ¿Eres tú? Insisto en que bailes conmigo. Casi todas estas mujeres son unos muermos…

—¡Caspar! ¿Habéis visto a Finn?

Los labios pintados del bufón esbozaron una sonrisa. Se acercaron al oído de Claudia y susurraron:

—Sí. Pero no te diré dónde está hasta que bailes conmigo.

—Caspar, no seáis idiota…

—Es la única manera que tienes de encontrarlo.

—No tengo tiempo…

Pero ya la había cogido de las manos y la había arrastrado hacia el baile, un gran cuadrilátero de majestuosas parejas que daban pasos y entrelazaban las manos al ritmo de la música, formando con las máscaras uniones tan extravagantes como un diablo y un gallo, o una diosa y un halcón.

—¡Caspar! —Claudia tiró de él para sacarlo de allí y lo aprisionó contra la pared reluciente—. Decidme ahora mismo dónde está o recibiréis un rodillazo donde más duele. ¡Hablo en serio!

Caspar frunció el entrecejo y sacudió los cascabeles con irritación.

—Qué pesada estás con eso. Olvídate de él. —Entrecerró los ojos—. Porque mi querida mamaíta me lo ha explicado todo. Verás, en cuanto elijan al Impostor, Finn morirá. Y luego, unas semanas más tarde, denunciaremos que el otro también es falso y yo me quedaré con el trono.

—Entonces ¿«sí» que es un impostor?

—Pues claro.

Claudia lo miró con tal dureza que Caspar preguntó:

—¿Por qué me miras con esa cara? No me digas que no lo sabías…

—¿Y vos no sabéis que cuando Finn muera, yo también moriré?

Se quedó callado. Y luego dijo:

—Mi madre no haría algo así. Yo no se lo permitiría.

—Se os comería vivo, Caspar. Venga, ¡¿dónde está Finn?!

La cara de bufón había perdido el alborozo.

—Está con el otro. Han salido al lago.

Claudia se lo quedó mirando un segundo, inundada por un escalofrío de terror.

Entonces echó a correr.

Finn se quedó plantado en la penumbra y observó el cañón de la pistola mientras se elevaba. Giles la sujetaba con el brazo extendido, a diez pasos de distancia, en el otro extremo del prado oscuro. La empuñaba con mano segura, y el agujero por el que saldría disparada la bala era un círculo perfecto de negrura, el ojo negro de la muerte.

Finn lo miró con fijeza.

No se estremecería.

No se movería.

Todos sus músculos estaban tan tensos que sintió que se iba a quebrar, que se había transformado en un tronco de madera, que el disparo lo fracturaría en mil pedazos.

Pero no se movería, no.

Se sentía tranquilo, como si hubiera llegado el momento de la verdad. Si moría, sería porque nunca había sido Giles. Si estaba escrito que debía vivir, sobreviviría. Qué chorrada, diría Keiro.

Pero le daba fuerzas.

Y cuando el dedo del Impostor desplazó el gatillo, notó la respuesta del arma en lo más profundo de su mente, como si una cascada de imágenes brotara y se desatara.

—¡Giles! ¡NO!

No supo a cuál de los dos gritaba Claudia. Pero ninguno de ellos la miraba cuando Giles disparó.

Era un Ojo enorme y de un color rojo brillante.

Por un segundo, Attia pensó que era el dragón de la leyenda, con la cabeza gacha, mirándola. Pero entonces descubrió que era la boca de una cueva, en cuyo exterior ardía una luz fogosa.

Se recompuso y miró a Keiro.

Tenía un aspecto lamentable, igual que ella seguramente: mojado, magullado, harapiento. Pero el agua había devuelto el color rubio a su pelo. Se lo peinó hacia atrás y dijo:

—Estoy loco. No sé por qué te he traído.

Ella pasó por delante de Keiro cojeando, demasiado agotada para contestar siquiera.

La cueva era una cámara de terciopelo rojo, perfectamente circular, con siete túneles que salían de ella. En el centro de la estancia, cocinando algo en un fuego pequeño pero vivo, había un hombre sentado de espaldas a los dos. Tenía el pelo largo y vestía una túnica oscura. No se dio la vuelta.

La carne crepitó; desprendía un olor fabuloso.

Keiro echó un vistazo a la carpa improvisada, con sus rayas chillonas, vio el carromato con ruedas donde un ciberbuey rumiaba algo verde y pastoso.

—No —dijo—. Imposible.

Dio un paso adelante, pero el hombre contestó:

—¿Aún sigues con tu amigo el guaperas, Attia?

Los ojos de Attia se abrieron como platos por la sorpresa. Preguntó:

—¿Rix?

—¿Quién si no? Y ¿cómo he llegado aquí? Por el Arte de la Magia, bonita. —Entonces se dio la vuelta y le dedicó su sonrisa picarona plagada de agujeros—. ¿De verdad creías que no era más que un hechicero de poca monta?

Guiñó un ojo, se inclinó hacia delante y echó unos polvos oscuros a las llamas.

Keiro se sentó.

—No me lo puedo creer.

—Pues créetelo. —Rix se puso de pie—. Porque soy el Oscuro Encantador, y ahora os hechizaré para que caigáis en un sueño mágico.

El humo empezó a desprenderse del fuego, dulce y empalagoso. Keiro dio un salto y se tropezó, cayó al suelo. La oscuridad entró por la nariz, la garganta y los ojos de Attia.

Le dio la mano y la condujo hacia el silencio.

Finn notó la bala rozándole el pecho como el fogonazo de un relámpago.

Inmediatamente alzó su pistola y apuntó justo a la cabeza de Giles. La máscara de águila se inclinó.

En la torre del reloj repicaron las campanadas alegres de la medianoche. Claudia jadeó para intentar tomar aliento; no podía moverse, a pesar de que sabía que la reina estaría anunciando el veredicto en ese preciso momento.

—Finn, por favor —susurró.

—Nunca has creído en mí.

—Sí creo en ti. No le dispares.

El muchacho sonrió, sus ojos oscuros bajo la máscara negra. El dedo devolvió el gatillo a su posición de reposo.

Giles se alejó tambaleándose.

—Quieto —gruñó Finn.

—Mirad. —El Impostor extendió las manos—. Podemos hacer un trato.

—Sia eligió bien. Pero no eres un príncipe.

—Dejadme marchar. Se lo contaré a la Corte. Se lo explicaré todo.

—Ja, no lo creo.

El gatillo tembló.

—Juro…

—Demasiado tarde —dijo Finn, y disparó.

Giles se derrumbó hacia atrás sobre la hierba con tal velocidad que hizo estremecer a Claudia, quien corrió hacia él para arrodillarse junto a su cuerpo. Finn se acercó y bajó la mirada, sin agacharse.

—Tendría que haberlo matado —dijo.

La bala había dado en el brazo del Impostor, que colgaba desmembrado. El impacto lo había dejado sin conocimiento. Claudia se dio la vuelta. Un gran alboroto surgió de la gruta iluminada; los bailarines salían corriendo y se quitaban las máscaras, desenvainaban las espadas.

—Su chaqueta —susurró Claudia.

Finn levantó al chico y entre los dos le quitaron la casaca de seda. Él se sacó la suya a toda prisa y se enfundó la del otro como pudo. Mientras Finn se ajustaba la máscara del águila a la cara, Claudia le puso la chaqueta oscura y el antifaz negro al Impostor.

—Guarda la pistola —murmuró ella justo cuando los soldados llegaban a la carrera.

Finn cogió el arma y la pegó a la espalda de Claudia, mientras ella perjuraba y se retorcía.

El guardia apoyó una rodilla en el suelo.

—Caballero, se ha hecho público el veredicto.

—¿Y cuál es? —jadeó Claudia.

El sirviente hizo oídos sordos.

—Se ha demostrado que sois el príncipe Giles.

Finn se rio con tal crueldad que Claudia lo miró a los ojos.

—Ya sé quién soy. —Su comentario salió con brusquedad por el pico del águila—. Este pedazo de Escoria de la Cárcel está herido. Lleváoslo y encerradlo en alguna celda. ¿Dónde está la reina?

—En el salón de baile…

—Apartaos. —Sin soltar a Claudia, a quien llevaba como si fuera su prisionera, avanzó a grandes zancadas hacia las luces. Cuando los otros ya no podían oírle, murmuró—: ¿Dónde están los caballos?

—En la Colina del Esquilador.

Finn bajó el brazo, tiró la pistola entre los matorrales y contempló por última vez el palacio encantado que acababa de perder. Entonces dijo:

—Vamos.