24
Todos te amarán si les hablas de tus miedos.
El Espejo de los Sueños a Sáfico
—¿Y bien?
Rix sonrió. Con una reverencia propia de un comediante, señaló el tercer túnel de la izquierda.
Keiro caminó hasta él y asomó la cabeza. Parecía tan oscuro y maloliente como los demás.
—¿Cómo lo sabes?
—Oigo los latidos de la Cárcel.
Había un pequeño Ojo rojo al principio de cada uno de los túneles. Todos ellos observaban a Keiro.
—Si tú lo dices…
—¿No me crees?
Keiro se dio la vuelta.
—Como he dicho antes: tú mandas. Lo que me recuerda otra cosa: ¿cuándo empieza mi formación?
—Ahora mismo. —Rix parecía haberse recuperado de la decepción. Tenía el mismo aire arrogante que al principio; sacó una moneda de la nada ante los ojos de Keiro, la hizo girar y se la mostró—. Practica para aprender a moverla entre los dedos de esta forma. Mira, así. ¿Lo ves?
La moneda se deslizó entre los nudillos huesudos.
Keiro la cogió.
—Seguro que puedo hacerlo.
—Tienes los dedos rápidos de tanto robar bolsos, ¿no?
Keiro sonrió. Tapó la moneda con la palma y luego la hizo reaparecer. Después se la pasó con agilidad entre unos dedos y otros, no con tanta gracia como Rix, pero mucho mejor que Attia, si lo hubiera intentado.
—Aún queda mucho por pulir —dijo Rix con altanería—. Pero está claro que mi Aprendiz es de buena pasta.
Se dio la vuelta, haciendo caso omiso de la chica, y entró en el túnel dando zancadas.
Attia lo siguió. Se sentía decaída y un poco celosa. Detrás de ella, la moneda tintineó al resbalarse de los dedos de Keiro, quien soltó un juramento.
El túnel era alto, con unas paredes lisas que describían un arco perfecto. Estaba iluminado únicamente por los Ojos, colocados a intervalos regulares en el techo, de modo que el brillo rojizo de uno de ellos se distanciaba antes de que el siguiente proyectara sus sombras en el suelo.
«¿Por qué nos vigilas con tanta atención?», quería preguntar Attia. Percibía la presencia de Incarceron, su curiosidad, su anhelo, respirando junto a su oído, como un cuarto caminante entre las sombras.
Rix, que iba el primero, les sacaba una buena ventaja. Además de la espada, llevaba una bolsa al hombro, y en algún lugar, escondido cerca de su cuerpo, el Guante. Attia no tenía armas ni nada que transportar. Se sentía ligera, porque todo lo que sabía o poseía había sido abandonado, desterrado en algún punto pretérito que se desvanecía de su mente. Salvo Finn. Aún palpaba las palabras de Finn como un tesoro entre las manos. «No os he abandonado».
Keiro iba el último. Su chaqueta de color rojo intenso estaba gastada y algo harapienta, pero llevaba un cinturón pasado por las trabillas con dos cuchillos que había sacado del carromato. Además, se había aseado las manos y la cara y se había peinado. Mientras caminaba, jugueteaba con la moneda entre los dedos, la lanzaba al aire y la recogía; pero en todo momento, mantenía los ojos fijos en la espalda de Rix. Attia sabía por qué. Todavía intentaba urdir un plan para recuperar el Guante. Tal vez Rix ya no quisiera vengarse, pero estaba segura de que Keiro sí.
Al cabo de varias horas, Attia se percató de que el túnel se iba estrechando. Las paredes se hallaban visiblemente más próximas, e iban cambiando de color para volverse de un tono granate. En un momento dado, Attia se resbaló y, al mirar hacia abajo, vio que el suelo metálico estaba mojado con un curioso líquido oxidado, que discurría por la penumbra que tenían ante ellos.
Justo después de ese incidente, se toparon con el primer cuerpo.
Era de un hombre. Yacía empotrado contra la pared del túnel, como si se hubiera visto impelido por una corriente repentina, con el torso arrugado y convertido en poco más que un esqueleto cubierto de jirones.
Rix se quedó quieto ante él y suspiró:
—Pobre despojo humano. Llegó más lejos que la mayoría.
Attia preguntó:
—¿Por qué continúa aquí? ¿Por qué no lo han reciclado?
—Porque la Cárcel está atareada con su Gran Obra. Los sistemas se están colapsando.
Parecía haberse olvidado de que había decidido no hablar con ella.
En cuanto Keiro llegó hasta Attia, murmuró:
—¿Estás conmigo o no?
Ella hizo un mohín.
—Ya sabes lo que opino del Guante.
—Eso es un «no», supongo.
Attia se encogió de hombros.
—Como quieras. Parece que has vuelto a tu papel de perro-esclavo. Eso es lo que nos diferencia a ti y a mí.
La adelantó y Attia clavó la mirada en su espalda.
—Lo que nos diferencia —dijo la chica— es que tú eres una Escoria arrogante y yo no.
Keiro se echó a reír y lanzó la moneda al aire.
En pocos minutos, los desperdicios empezaron a abarrotar el camino. Huesos, carcasas de animales, Libélulas destrozadas, amalgamas amorfas de alambres y componentes aplastados. El agua oxidada fluía sobre los desechos, cada vez con mayor profundidad, y los Ojos de Incarceron lo veían todo. Los viajeros continuaron avanzando a duras penas, con el agua a la altura de las rodillas, y subiendo.
—¿No te importan? —preguntó Rix de repente, como si sus pensamientos hubieran surgido por sí mismos de su cuerpo.
Había fijado la mirada en lo que podría haber sido un medio hombre, con la cara metálica sonriendo bajo una capa de agua.
—¿No sientes nada por las criaturas que reptan por tus venas?
Keiro se había llevado la mano a la espada, pero las palabras no iban dirigidas a él. La respuesta llegó como una risotada; un rugido profundo que hizo que el suelo se sacudiera y las luces parpadearan.
Rix palideció.
—¡No lo decía en serio! No te ofendas.
Keiro corrió hasta él y lo agarró.
—¡Loco! ¡¿Quieres que inunde el túnel y la corriente nos arrastre a todos?!
—No lo hará. —La voz de Rix sonó temblorosa pero desafiante—. Tengo su deseo más anhelado.
—Sí, y si estás muerto cuando se lo entregues, ¿qué más le dará a Incarceron? ¡Cierra el pico!
Rix lo miró a la cara.
—El maestro soy yo. No tú.
Keiro se adelantó y continuó caminando por el agua.
—No por mucho tiempo.
Rix miró a Attia. Pero antes de que la chica pudiera decir algo, el mago continuó avanzando.
Durante todo el día, el túnel siguió estrechándose. Al cabo de unas tres horas, el techo era tan bajo que Rix podía tocarlo con la mano si estiraba el brazo. La corriente de agua se había transformado en un río, que barría y arrastraba objetos: Escarabajos pequeños y marañas de metal. Keiro propuso que encendieran una antorcha, y Rix la encendió a regañadientes; a la luz de su humo acre vieron que las paredes del túnel estaban cubiertas de suciedad, una espuma lechosa que ocultaba inscripciones olvidadas, que parecían llevar siglos allí: nombres, fechas, insultos, oraciones. Y también había un sonido, un susurro que se prolongó en voz baja durante horas antes de que Attia se percatara de que lo oía; un retemblor profundo y palpitante, la vibración que había percibido dentro del sueño en el Nido del Cisne.
Se acercó a Keiro, que se había quedado quieto, escuchando. Ante ellos, el túnel se estrechaba aún más en la oscuridad.
—El latido de la Cárcel.
—Chist…
—Seguro que lo oyes…
—Eso no. Algo más.
Attia, callada, prestó atención, pero sólo oyó los chapoteos de Rix en medio de la corriente, agravados por el peso de la bolsa. Y entonces Keiro soltó un juramento y ella también lo oyó. Con un chillido propio de otro mundo, una bandada de unos pájaros de color rojo sangre salió como una bala de la boca del túnel, disgregándose por el pánico, de modo que Rix tuvo que bajar la cabeza para esquivarlos.
Detrás de los pájaros se acercaba otra cosa. Todavía no veían qué era, pero sí lo oían; daba tumbos y se chocaba raspando los laterales, como si fuera de metal, un inmenso ovillo deforme, una masa arrastrada por la corriente. Keiro sacudió la antorcha, de la que salieron unas chispas; estudió el techo y las paredes.
—¡Atrás! ¡Nos aplastará!
Rix parecía desquiciado.
—¿Dónde quieres que nos metamos?
Attia contestó:
—No hay ningún refugio. Tenemos que continuar avanzando.
No era fácil tomar una decisión. Y sin embargo, Keiro no lo dudó ni un instante. Se echó a correr hacia la oscuridad, chapoteando en el agua profunda, con la antorcha en alto, que desprendía brasas encendidas como estrellas que caían en el torrente. El bramido del objeto que se aproximaba llenó todo el túnel; ante ellos, en la negrura, Attia empezó a distinguirla por fin: una enorme bola de alambres enredados, cuyas aristas reflejaban la luz rojiza, rodaba hacia ellos.
Agarró a Rix y lo obligó a continuar, en medio de la trayectoria de esa cosa, a sabiendas de que era la muerte, con una inmensa oleada de presión formándose en sus oídos y su garganta.
Keiro gritó.
Y luego desapareció.
Fue tan imprevisto como un truco de magia. Rix gruñó de rabia y Attia estuvo a punto de tropezarse, pero entonces ella también se vio impelida hacia ese punto, y el rugido de la increíble bola de alambres se cernió sobre ella, la cubrió, la envolvió…
Apareció una mano.
Tiró de ella hacia un lado hasta que la chica cayó, hundida en el agua, y Rix aterrizó encima de su cuerpo. Entonces, unos brazos le rodearon la cintura y la apartaron, y los tres viajeros notaron el calor abrasador cuando el objeto pasó arrastrándose junto a ellos, con los filos de metal rascando y haciendo saltar chispas de las paredes. Y Attia vio que en la superficie había rostros ahogados; remaches y cascos y espirales de alambre y mechas de vela. Era una esfera compacta de mineral de hierro y cemento, que dejaba a su paso miles de retales de colores, millones de virutas de acero que dibujaban su estela.
Cuando pasó junto a los tres viajeros, Attia notó la fricción, el aire condensado que implosionaba en sus tímpanos. La bola llenó el túnel por completo; siguió erosionándose y rasgándose con un millón de chirridos en su avance. La oscuridad apestaba a chamuscado.
Y después continuó rodando hasta perderse en la oscuridad, obturando el mundo. A Attia le dolían las rodillas y Keiro se recompuso mientras soltaba una retahíla de insultos, porque tenía la chaqueta hecha unos zorros.
Attia se puso de pie lentamente.
Se había quedado sorda y aturdida; Rix parecía mareado.
Se les había apagado la antorcha, que flotaba en el agua, ahora ya a la altura de la cadera. Y allí no había ningún Ojo. Aunque poco a poco, Attia logró distinguir la forma sombría de ese recoveco en el túnel gracias al cual se habían salvado.
Ante ellos tenían un brillo rojizo.
Keiro se retiró la melena de la cara.
Alzó la mirada hacia la superficie enmarañada y compacta de la esfera, que retemblaba, pues la fuerza del agua la iba empujando contra las paredes que la constreñían.
Ahora sí que no había vuelta atrás. Por encima del estruendo, Keiro gritó algo y, aunque Attia no pudo oírlo, supo qué quería decir. Keiro señaló hacia delante y comenzó a avanzar por el agua.
La chica volvió la cabeza y vio que Rix alargaba el brazo para tocar algo que resplandecía entre el metal. Distinguió que se trataba de una boca; las fauces abiertas de un lobo muy grande, como si la corriente hubiese barrido alguna estatua y la hubiese arrastrado hasta allí dentro, una estatua que se esforzaba por salir a flote.
Attia le tiró del brazo. A regañadientes, Rix se dio la vuelta.
—¡Quiero que suban el puente levadizo! —Claudia corría por el pasillo mientras se quitaba la casaca y los guantes—. Y arqueros en la torre de entrada, en todos los tejados, en la torre del Sapient.
—Los experimentos del Maestro Jared… —murmuró el anciano.
—Que embalen los objetos delicados y los bajen a las bodegas. Ralph, éste es F… el príncipe Giles. Éste es mi supervisor, Ralph…
El anciano hizo una marcada reverencia, con los brazos ocupados por las distintas prendas de las que había ido desprendiéndose Claudia.
—Señor. Me siento muy honrado de daros la bienvenida al feudo del Guardián. Deseo que…
—No tenemos tiempo —le cortó Claudia dándose la vuelta—. ¿Dónde está Alys?
—Arriba, señora. Llegó ayer, con vuestros recados. Lo hemos hecho todo. Las tropas del Guardián están listas. Tenemos doscientos hombres alojados en el edificio de las caballerizas, y otros tantos llegarán sin tardanza.
Claudia asintió. Abrió de par en par las puertas de una estancia enorme forrada de madera. Finn aspiró el dulzor de las rosas que decoraban las ventanas abiertas en cuanto entró corriendo tras ella.
—Bien. ¿Y las armas?
—Tendréis que preguntarle al capitán Soames, mi lady. Creo que está en las cocinas.
—Pues que venga. Y otra cosa, Ralph —lo miró—, quiero que todos los sirvientes se reúnan en el salón de la planta baja dentro de veinte minutos.
El hombre asintió con la peluca ligeramente ladeada.
—Me encargaré de que así sea.
Al llegar a la puerta, justo antes de despedirse con una reverencia, dijo:
—Bienvenida a casa, mi lady. Os echábamos de menos.
Claudia sonrió, sorprendida.
—Gracias.
Una vez que se hubieron cerrado las puertas, Finn se abalanzó sobre los platos de carne fría y fruta que había dispuestos en la mesa.
—No estará tan encantado cuando el ejército de la Reina aparezca por el horizonte.
Ella asintió y se dejó caer en la butaca. Estaba rendida.
—Pásame un poco de pollo.
Comieron en silencio durante un rato. Finn curioseó por la habitación: el techo de escayola blanca decorado con volutas y filigranas, la enorme chimenea con los emblemas del cisne negro… La casa estaba tranquila, una quietud adormilada que favorecía el zumbido de las abejas y el aroma dulzón de las rosas.
—Así que esto es el feudo del Guardián.
—Sí. —Claudia sirvió unas copas de vino—. Es mío, y seguirá siendo mío.
—Es muy bonito. —Finn dejó el plato en la mesa—. Pero no habrá forma de defenderlo.
Claudia arrugó la frente.
—Tiene un foso y un puente levadizo. Gobierna las tierras que lo rodean. Contamos con doscientos hombres.
—La reina tiene cañones. —Finn se puso de pie y se acercó a la ventana. La abrió—. Mi abuelo no eligió bien la Era en la que nos plantó. Algo un poco más primitivo habría mantenido mejor la igualdad. —Se dio la vuelta a toda prisa—. Porque emplearán las armas de esta época, ¿verdad? ¿O crees que pueden tener cosas que desconocemos… reliquias de la Guerra?
La pregunta la dejó helada. Los Años de la Ira habían supuesto un cataclismo que había destruido la civilización; su onda expansiva había detenido las mareas y agujereado la Luna.
—Confiemos en que nos consideren un objetivo sin importancia.
Claudia dedicó unos segundos a desmenuzar un trozo de queso en el plato. Luego dijo:
—Vamos.
El salón de los sirvientes era un hervidero de ansiedad. Cuando entró en él acompañando a Claudia, Finn percibió que el ruido iba apagándose, aunque lo hizo de un modo algo más lento de lo esperado. Los mozos y las criadas se volvieron hacia ellos; los lacayos empolvados esperaban con sus recargadas libreas.
En el centro del salón había una larga mesa de madera; Claudia se subió a un banco y de ahí subió a la mesa.
—Amigos.
Ahora sí estaban todos en silencio, salvo las palomas que arrullaban en el exterior.
—Me alegro mucho de haber vuelto a casa. —Sonrió, a pesar de que Finn sabía que estaba tensa—. Pero las cosas han cambiado. Ya os habréis enterado de todas las noticias de la Corte: seguro que sabéis lo de los dos aspirantes al trono. Bueno, pues la situación ha llegado a un punto en el que nosotros… yo… me he visto obligada a decidir a cuál de ellos dos dar mi apoyo.
Extendió la mano para que Finn subiera a la mesa y se colocase a su lado.
—Éste es el príncipe Giles. Nuestro futuro rey. Mi prometido.
La última aseveración sorprendió a Finn, pero intentó que no se le notara. Asintió mirando a los congregados con seriedad, y todos ellos levantaron la mirada hacia el muchacho, con los ojos fijos en cada uno de los detalles de su vestimenta, sucia y gastada por el viaje, y atentos a su cara. Sin saber cómo, se irguió cuan alto era, obligándose con voluntad férrea a no vacilar ante aquel escrutinio.
Tenía que decir algo. Logró pronunciar:
—Os doy las gracias a todos por vuestro apoyo.
Sin embargo, no arrancó ni un solo aplauso. Alys estaba junto a la puerta, con las manos entrelazadas. Ralph, próximo a la mesa, se atrevió a exclamar:
—¡Dios os bendiga, señor!
Claudia no dejó tiempo para una respuesta.
—La reina ha declarado que apoya al Impostor. En resumidas cuentas, eso implica una guerra civil. Siento exponerlo de manera tan abrupta, pero es importante que todos vosotros entendáis lo que está ocurriendo aquí. Muchos habéis vivido en el feudo del Guardián desde hace generaciones. Erais los sirvientes de mi padre. El Guardián ya no está entre nosotros, pero he hablado con él…
Eso provocó un murmullo.
—¿El Guardián también está a favor de este príncipe? —preguntó alguien.
—Sí. Pero él habría querido que os tratáramos a todos con respeto. Por eso, os diré lo siguiente. —Cruzó los brazos y paseó la mirada entre los sirvientes—. Quiero que las mujeres jóvenes y todos los niños se marchen inmediatamente. Os proporcionaré escolta armada hasta la aldea, aunque no será necesaria. En cuanto a los hombres y los sirvientes ya ancianos, la elección es vuestra. A nadie se le impedirá marcharse si lo desea. Aquí ya no rige el Protocolo… Os digo esto de igual a igual. Cada uno de vosotros debe decidir por sí mismo. —Hizo una pausa, pero en la sala reinaba el silencio, de modo que continuó—: Reuníos en el patio cuando den las campanadas del mediodía, y los hombres del capitán Soames se ocuparán de desalojaros. Os deseo lo mejor.
—Pero mi lady —intervino un sirviente—, ¿qué haréis vos?
Era un muchacho que se hallaba al fondo.
Claudia le sonrió.
—Hola, Job. Nos quedaremos. Finn y yo emplearemos la… maquinaria del estudio de mi padre para intentar contactar con él dentro de Incarceron. Puede ser lento, pero…
—¿Y el Maestro Jared, señora? —preguntó una de las criadas con nerviosismo—. ¿Dónde está? Él sabría qué hay que hacer.
Unos aplausos le dieron la razón. Claudia desvió la mirada hacia Finn. Se limitó a contestar:
—Jared está de camino. Pero nosotros ya sabemos qué hay que hacer. El verdadero rey ha sido hallado, y no podemos dejar que quienes en otro tiempo intentaron destruirlo vuelvan a salirse con la suya.
Había tomado las riendas de la situación, pero todavía no se los había ganado. Finn se había dado cuenta. El descontento general se hacía patente en el silencio, que era una duda implícita. La conocían demasiado bien, desde que era una niña. Y a pesar de que era una señorita con carácter, lo más probable era que nunca la hubiesen amado de verdad. No apelaba a su corazón.
Así pues, en ese momento Finn alargó el brazo y la cogió de la mano.
—Amigos, Claudia hace bien en dejaros elegir. Yo se lo debo todo a ella. Sin Claudia, ahora mismo estaría muerto, o peor, habría sido arrojado de nuevo al infierno de Incarceron. Ojalá supiera transmitiros lo que significa para mí el apoyo de la hija del Guardián. Pero para hacerlo, tendría que explicaros cómo es la Cárcel, cosa que no haré, porque no me atrevo a hablar de ella. Me duele el mero hecho de pensarlo…
Se quedaron embelesados; la palabra Incarceron era como un encantamiento. Finn puso voz temblorosa.
—Yo era un niño. Me arrebataron de un mundo de belleza y paz y me arrojaron a un tormento de dolor y hambre, un infierno en el que los hombres se matan unos a otros sin inmutarse, en el que las mujeres y los niños se venden para poder sobrevivir. Sé lo que es la muerte. He sufrido las miserias de los pobres. Sé lo que es la soledad, lo desdichado que se siente quien está solo y aterrado en un laberinto de salas vacías que hacen eco, sé lo que es temer la oscuridad absoluta. Eso es lo que Incarceron me enseñó. Y cuando sea rey, ésa será la experiencia que emplearé. Se acabará el Protocolo, se acabará el miedo. Se acabará el encierro. Haré todo lo que esté en mi mano, os lo juro, todo lo que pueda, para convertir este Reino en un verdadero paraíso, en un mundo libre para todos sus habitantes. Y haré lo mismo con Incarceron. Eso es todo lo que puedo deciros. Todo lo que puedo prometeros. Ah, una cosa más: si perdemos, me quitaré la vida antes que volver a entrar allí.
El silencio se había transformado. Se les había atragantado en la garganta. Y cuando un soldado rugió: «¡Contad conmigo, mi lord!», otro respondió al instante, y otro más, y de repente, toda la sala se convirtió en un alboroto de voces, hasta que el aflautado «¡Dios salve al príncipe Giles!» de Ralph logró que todos bramaran su adhesión a la causa.
Finn sonrió, lánguido.
Claudia lo miró a la cara y, cuando sus ojos se encontraron, vislumbró el triunfo en su interior, tímido pero orgulloso.
«Keiro tenía razón», pensó. Finn sabía cómo conmover a la multitud con sus palabras.
Entonces Claudia se dio la vuelta. Un lacayo se había abierto paso hasta ella, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos. La chica se agachó y la voz del criado, fina y aterrada, silenció el tumulto.
—Están aquí, mi lady. El ejército de la reina ha llegado.