10

Mano con mano, piel con piel,

mi gemelo en el espejo, Incarceron.

Miedo con miedo, deseo con deseo,

ojo con ojo. Cárcel contra cárcel.

Cantos de Sáfico

Los había oído.

—¡Rápido! —chilló Keiro.

Attia agarró las riendas y la montura, pero el caballo estaba aterrado; daba vueltas y relinchaba, y antes de que Attia consiguiera encaramarse a él, Keiro dio un salto hacia atrás, sudoroso. Attia se dio la vuelta.

La Banda Encadenada acechaba. Era un ejemplar macho, con doce cabezas cubiertas por cascos; sus cuerpos se fusionaban en las manos, las muñecas y las caderas, unidos por una piel de cadenas umbilicales a la altura de los hombros y de la cintura. Destellos de luz brillaban en algunas de sus manos; otras blandían armas: cuchillos, ganchos, un trabuco oxidado.

Keiro sacó su propia arma. Apuntó con ella al centro de aquella cosa informe.

—No te acerques más. Guarda las distancias.

La luz de las antorchas lo enfocó. Attia se agarró al caballo, que tenía el flanco sudado y caliente, y temblaba bajo su mano.

La Banda Encadenada se abrió y sus cuerpos se separaron; se convirtió en una fila de sombras, cuyos movimientos hicieron que Attia pensara absurdamente en las cadenitas de papel que hacía de niña, recortando la silueta de un hombre en una hoja doblada que después extendía para formar una guirnalda.

—¡Te he dicho que no te acerques, Attia!

Keiro fue repasando la fila de cuerpos con el arma. Tenía el pulso firme, pero sólo podía disparar a una de las partes, y si lo hacía, sin duda el resto de bandidos lo atacaría. ¿O no? La Banda Encadenada habló.

—Queremos comida.

Su voz era un concierto de repeticiones, una superpuesta a la otra.

—No tenemos nada que ofreceros.

—Mentiroso. Olemos a pan. Olemos a carne.

¿Eran uno o muchos? ¿Tendrían un solo cerebro que controlara los distintos cuerpos como si fueran extremidades, o cada uno de ellos sería un hombre autónomo, pero conectado a los demás de manera eterna y terrible? Attia se quedó mirando el engendro fascinada.

Keiro soltó un juramento. Entonces le ordenó:

—Tírales la bolsa.

Con cuidado, Attia sacó el zurrón con la comida que llevaba a cuestas el caballo y lo arrojó sobre el hielo. Se deslizó por el suelo. Un brazo largo lo agarró para detenerlo. Desapareció en la oscuridad informe de la criatura.

—No es suficiente.

—No tenemos más —dijo Attia.

—Olemos a la bestia. Su sangre caliente. Su carne dulce.

Attia miró a Keiro, alarmada. Sin el caballo estaban atrapados. Se colocó junto al chico.

—No. El caballo no.

Unas débiles chispas de energía estática iluminaron el cielo. Suplicó que las luces se encendieran de una vez. Pero estaban en el Ala de Hielo, eternamente a oscuras.

—Fuera —ordenó Keiro con desprecio—. Si no, os volaré los sesos. ¡Hablo en serio!

—¿A cuál de nosotros? La Cárcel nos ha unido. Tú no tienes forma de dividirnos.

La Banda Encadenada se iba acercando. Por el rabillo del ojo, Attia notó el movimiento. Suspiró:

—Nos tienen rodeados.

Retrocedió aterrorizada; estaba segura de que, si una de aquellas manos la tocaba, sus dedos se fundirían con los de ella.

Con su tintineo metálico, la Banda Encadenada los había sitiado casi por completo. Sólo la cascada de hielo que tenían a su espalda les ofrecía cierta protección; Keiro se cobijó en la cortina compacta y espetó:

—Monta en el caballo, Attia.

—¿Y qué harás tú?

—¡Monta en el caballo!

Attia se vio obligada a subir. Aquellos hombres unidos por cadenas se aproximaron aún más. De forma instintiva, el caballo retrocedió.

Keiro disparó.

El fogonazo azul de la llama alcanzó el torso central; el forajido se vaporizó al instante y toda la Banda Encadenada gritó al unísono; once voces que aullaban de rabia.

Attia obligó al caballo a darse la vuelta. Cuando se inclinó y bajó un brazo para agarrar a Keiro, vio que aquella cosa se reagrupaba, sus manos se unían, la piel de cadenas se deslizaba hasta recomponer la misma forma compacta.

Keiro se dio la vuelta, dispuesto a montarse detrás de Attia, pero esa cosa se le echó encima.

El chico gritó y pataleó, pero las manos encadenadas estaban hambrientas; lo cogieron por el cuello y la cintura; tiraron de él para separarlo del caballo. Se resistió, juró y perjuró, pero eran demasiados, lo atacaban por todos los frentes, y sus cuchillos centelleaban en la gélida luz azulada. Attia intentó controlar al caballo asustado, se inclinó hacia delante, le arrebató el trabuco a Keiro y apuntó.

Si disparaba, lo mataría.

La piel de cadenas lo envolvía como un cúmulo de tentáculos. Lo absorbía. Cuando lo soltara, ya estaría muerto.

—¡Attia! —El grito de Keiro sonó amortiguado.

El caballo retrocedió de nuevo; Attia intentaba por todos los medios que no la volcara.

—¡Attia!

Por un instante, su rostro pareció lúcido; la vio con claridad.

—¡Dispara! —gritó Keiro.

No podía.

—¡Vamos! ¡¡Dispárame!!

Transcurrió un segundo en el que Attia se quedó congelada por el terror.

Entonces, levantó el arma y disparó.

—¿Cómo puede haber ocurrido?

Finn irrumpió en la habitación dando zancadas y se dejó caer en la silla metálica. Repasó con la mirada el misterio gris y murmurante que constituía el Portal.

—Y ¿por qué nos vemos aquí?

—Porque es el único lugar de toda la Corte en el que sé a ciencia cierta que no hay mecanismos de escucha.

Jared cerró la puerta con cuidado y notó una vez más ese extraño efecto que provocaba la habitación, que se expandía y se allanaba, como si se adaptase a su presencia. Cosa que debía de hacer en realidad si, tal como sospechaba, era una especie de estadio intermedio entre su mundo y la Cárcel.

Algunas plumas seguían poblando el suelo. Finn les dio una patada.

—¿Dónde está Attia?

—Ya llegará.

Jared observó al chico; Finn le aguantó la mirada.

Luego, más tranquilo, dijo:

—Maestro, ¿vos también dudáis de mí?

—¿También?

—Ya visteis a aquel chico. Y Claudia…

—Claudia cree que eres Giles. Siempre lo ha creído, desde el momento en que oyó tu voz.

—Pero entonces no lo había visto a él. Lo llamó por su nombre. —Finn se puso de pie, caminó con inquietud hasta la pantalla—. ¿Visteis lo aseado que iba? ¿Lo bien que sonreía y hacía reverencias? ¿Visteis que se comportaba como un príncipe? Yo no sé hacer eso, Maestro. Si alguna vez supe, se me ha olvidado. La Cárcel me lo ha arrebatado.

—Un actor con muchas tablas…

Finn se volvió de sopetón.

—¿Creéis en él? Decidme la verdad.

Jared entrelazó los dedos enjutos. Se encogió de hombros ligeramente.

—Soy un estudioso, Finn. No es fácil convencerme. Habrá que analizar esas supuestas pruebas. Y no cabe duda de que los dos tendréis que someteros a un interrogatorio ante el Consejo, tanto él como tú. Ahora que hay dos aspirantes al trono, todo ha cambiado. —Miró de reojo a Finn—. Pensaba que no tenías ganas de ser coronado.

—Pues ahora sí. —Su voz sonó como un gruñido—. Keiro siempre dice que si ganas algo peleando, tienes que conservarlo. Únicamente una vez logré convencerlo para que renunciara a una cosa.

—¿Cuándo os separasteis de la banda? —Jared lo miró a la cara—. Esas cosas que nos has contado sobre la Cárcel, Finn… Necesito saber si son ciertas. Lo de la Maestra. Y lo de la Llave.

—Ya os lo dije. Ella me dio la Llave y después la mataron. Se cayó al Abismo. Alguien nos traicionó. No fue culpa mía.

Estaba dolido. Pero Jared continuó sin piedad:

—Murió por tu culpa. Y ese recuerdo del Bosque, la caída del caballo. Necesito estar seguro de que es real, Finn. Debo saber que no lo has dicho únicamente porque creías que Claudia necesitaba oírlo.

La cabeza de Finn se volvió como con un resorte.

—¡Una mentira! ¡Eso queréis decir!

—Exacto.

Jared sabía que se estaba arriesgando. Mantuvo la mirada firme.

—El Consejo también querrá escuchar la historia, con todo lujo de detalles. Te preguntarán una y otra vez. A ellos será a quienes tengas que convencer, no a Claudia.

—Si cualquier otra persona me dijera algo así, Maestro, yo…

—¿Por eso te has llevado la mano a la espada?

Finn cerró los dedos en un puño. Lentamente, se arropó el cuerpo con ambos brazos y se desplomó de nuevo en la silla metálica. Estuvieron en silencio durante un rato, y Jared oyó el rumor débil de la habitación inclinada, un sonido que jamás había logrado aislar.

Al final, Finn dijo:

—La violencia era nuestro modo de vida en la Cárcel.

—Lo sé. Y sé lo difícil que debe de ser…

—Es que no estoy seguro. —Finn se volvió hacia él de repente—. No estoy seguro, Maestro, ¡no sé quién soy! ¡Cómo voy a convencer al Consejo cuando ni siquiera yo estoy convencido!

—Tendrás que hacerlo. Todo depende de ti. —Los ojos verdes de Jared estaban fijos en él—. Porque si te suplantan, si Claudia pierde su herencia, y yo… —Se detuvo. Finn vio cómo doblaba los pálidos dedos unos sobre otros—. Bueno, si eso ocurre, no habrá nadie que se preocupe por las injusticias de Incarceron. Y nunca volverás a ver a Keiro.

Se abrió la puerta y Claudia entró a la carrera. Parecía alborozada y nerviosa; tenía el vestido de seda manchado de polvo. Les dijo:

—Va a quedarse en la Corte. ¡Increíble! La reina le ha dado una suite en la Torre de Marfil.

Ninguno de los dos contestó. Al notar la tensión que se respiraba en el despacho, Claudia miró a Jared. Después sacó la bolsita de terciopelo azul del bolsillo y cruzó la habitación con ella en la mano.

—¿Os acordáis de esto, Maestro?

Deshizo el nudo del cordel y le dio unos golpecitos a la bolsa para sacar un cuadro en miniatura, una obra de arte que tenía un marco de oro y perlas, con el águila coronada grabada en el dorso. Se lo entregó a Finn, quien lo sujetó con ambas manos.

Era el retrato de un niño sonriente, con los ojos oscuros a la luz del sol. Tenía una mirada tímida, pero directa y franca.

—¿Soy yo?

—¿Ni siquiera te reconoces?

Cuando Finn respondió, el dolor de su voz sobresaltó a Claudia.

—No, ya no. Ese niño jamás había visto hombres asesinados por unos restos de comida, jamás había atormentado a una anciana para que le desvelara dónde escondía las pocas monedas que poseía. Jamás había llorado en una celda, con la mente destrozada, ni había pasado la noche en vela escuchando los gritos de otros niños. No soy yo. Ese niño nunca ha sido acechado por la Cárcel.

Le devolvió el retrato a Claudia y se subió la manga de la levita.

—Mírame, Claudia.

Tenía los brazos marcados por cicatrices y quemaduras antiguas. Claudia ignoraba cómo se las había hecho. La marca del Águila de los Havaarna quedaba difusa y costaba distinguirla.

La muchacha logró decir con voz firme:

—Bueno, pero entonces tampoco había visto las estrellas, no como tú las has visto. Este niño eras tú.

Volvió a mostrarle el retrato y Jared se acercó para estudiarlo mejor.

La similitud era indiscutible. Y sin embargo, Claudia sabía que el joven que había aparecido en palacio también se parecía mucho a él, y carecía de la palidez asustadiza que todavía conservaba Finn, de la delgadez del rostro y de ese aire perdido en la mirada.

Como no quería que el chico percibiera sus dudas, Claudia dijo:

—Jared y yo descubrimos esto en la cabaña de un hombre llamado Bartlett. Te cuidaba cuando eras pequeño. Dejó escrito un documento en el que contaba lo mucho que te amaba, y decía que te consideraba su hijo.

Desesperado, Finn negó con la cabeza.

Claudia continuó sin amedrentarse.

—Yo tengo otros retratos, pero éste es el mejor de todos. Creo que se lo regalaste tú personalmente. Bartlett fue quien, después del accidente, supo que el cuerpo no era el tuyo, que seguías vivo.

—¿Dónde está? ¿Podemos pedirle que venga?

Claudia lo miró a los ojos y contestó en voz baja:

—Bartlett está muerto, Finn.

—¿Por mi culpa?

—Bartlett sabía la verdad. Fueron a por él.

Finn se encogió de hombros.

—Vaya, lo siento. Pero el único anciano al que he querido se llamaba Gildas. Y también está muerto.

Algo crujió.

La pantalla del escritorio arrojó luz. Parpadeó.

Jared corrió hacia ella sin pensárselo y Claudia le siguió los pasos.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado?

—Una conexión. Tal vez…

Se dio la vuelta. Algo había modificado el murmullo de la habitación. Parecía retroceder y subir de tono en la escala musical. Claudia soltó un chillido y corrió a apartar a Finn de la silla, con tanta brusquedad que ambos estuvieron a punto de caer al suelo.

—¡El Portal funciona! Pero ¿cómo?

—Desde el Interior.

Blanco por la tensión, Jared contempló la silla. Los tres la miraron fijamente, sin saber qué les aguardaba, quién podría aparecer a través de ella. Finn empuñó la espada.

Una luz parpadeó, con ese brillo cegador que Jared todavía recordaba de la vez anterior. Y en la silla apareció una pluma.

Era del tamaño de un hombre.

El trabuco escupió fuego. Cortó el hielo bajo los pies de la Banda Encadenada y la criatura aulló, se tropezó y se resbaló por culpa del témpano de hielo derretido. Sus cuerpos se retorcieron, se agarraron unos a otros. Attia volvió a disparar, apuntando hacia las placas de hielo machacadas, y gritó:

—¡Vamos!

Keiro luchaba por zafarse de aquel engendro. Peleaba, mordía y pataleaba con una energía que era fruto de la rabia, pero se le resbalaban los pies en el charco de hielo derretido y todavía tenía una mano de cadenas aferrada a los faldones de la chaqueta. Entonces el tejido se rasgó y por un momento se vio libre. Alargó la mano y Attia se inclinó para agarrarlo; pesaba mucho, pero el terror de pensar que podían volver a atraparlo para asfixiarlo le dio fuerzas suficientes para encaramarse por el lomo del caballo y montar detrás de Attia.

La chica se calzó el arma debajo del brazo e intentó asir bien las riendas. El caballo tenía pánico; mientras retrocedía, una gran fractura en el hielo rompió el silencio de la noche. Attia miró hacia el suelo y vio que la placa se estaba resquebrajando; del cráter que había abierto con los disparos emergían en zigzag varias grietas negras. Las estalactitas se desprendían de la cascada y chocaban contra el suelo estallando en montones puntiagudos.

Notó que le arrebataban el arma. Keiro chilló:

—¡Contrólalo!

Pero el caballo, aterrado, sacudió la cabeza, y sus cascos taconearon al resbalar por las planchas congeladas.

La Banda Encadenada luchaba por sobrevivir, medio inmersa en el hielo derretido. Algunos de sus cuerpos habían quedado aplastados por los demás, sus cadenas de nervios y su piel se iban congelando con la escarcha.

Keiro levantó el arma.

—¡NO! —suspiró Attia—. Podemos escapar. —Y entonces, cuando vio que Keiro no bajaba el arma, añadió en voz más baja—. ¡Antes eran seres humanos!

—Si se acordaran, me darían las gracias —dijo Keiro con voz macabra.

La ráfaga de fuego los abrasó. Disparó tres, cuatro, cinco veces, con frialdad y eficacia, hasta que el arma chisporroteó, tosió y se quedó sin munición. Entonces la arrojó al cráter carbonizado.

A Attia le dolían las manos por el roce constante con las riendas de cuero.

Tiró de ellas hasta conseguir que el caballo se detuviera.

En el silencio fantasmal, el susurro de una brisa casi imperceptible rozó la nieve. Attia era incapaz de bajar la mirada hacia los hombres muertos; así pues, miró hacia arriba, al distante techo, y notó un escalofrío de admiración, pues por un momento creyó ver miles de puntitos de luz brillante en aquel firmamento negro, como si allí estuvieran las estrellas de las que le había hablado Finn.

Keiro dijo:

—Salgamos de este infierno.

—¿Cómo? —murmuró ella.

La tundra era un entramado de grietas. Por debajo del hielo roto empezaba a ascender agua, un océano de color gris metálico. Y esas centellas de lo alto no eran estrellas, eran las partes que sobresalían de una niebla de plata, que lentamente se cernía desde las alturas de Incarceron.

La niebla bajó hasta adherirse a sus rostros. Y dijo:

—No deberías haber matado a mis criaturas, tullido.

Claudia observó el caño central de la pluma, enorme, esos gigantescos filamentos azules unidos hábilmente unos a otros. Con cuidado, alargó la mano y tocó el suave penacho de la punta. Era idéntica a la diminuta pluma que Jared había recogido en el jardín. Pero estaba hinchada, exagerada. Fuera de toda proporción.

Asombrada, Claudia susurró:

—¿Qué significa esto?

Una voz divertida le respondió:

—Significa, querida mía, que te devuelvo el regalito.

Al principio Claudia no pudo moverse. Cuando por fin lo logró, fue para preguntar:

—¿Padre?

Finn la cogió de la mano y la invitó a darse la vuelta. Claudia vio que en la pantalla, definiéndose poco a poco, píxel a píxel, aparecía la imagen de un hombre. Cuando la imagen se completó, lo reconoció: la austeridad de su levita oscura, la perfección de su pelo recién cepillado y recogido en la nuca con elegancia. El Guardián de Incarceron, el hombre al que continuaba considerando su padre, la miraba desde lo alto.

—¿Me veis? —susurró Claudia.

Ahí estaba. Con su sonrisa fría de siempre.

—Por supuesto que te veo, Claudia. Creo que te sorprenderías si supieras todo lo que veo. —Sus ojos grises se dirigieron a Jared—. Maestro Sapient, os felicito. Pensaba que los daños que había provocado en el Portal serían irreparables. Al parecer, como siempre, os había subestimado.

Claudia entrelazó las manos delante del cuerpo. Se irguió, tal como solía hacer cuando estaba ante él, totalmente rígida, como si de pronto volviera a ser una niña pequeña, como si la mirada clara de su padre la hiciera menguar.

—Os devuelvo el material de vuestro experimento —dijo con sequedad el Guardián—. Como podéis ver, continúa habiendo problemas de escala. Jared, os recomiendo encarecidamente que no mandéis ningún ser vivo a través del Portal. Los resultados podrían ser nefastos para todos nosotros.

Jared frunció el entrecejo:

—Entonces, ¿las plumas llegaron?

El Guardián sonrió pero no contestó.

Claudia se moría de impaciencia. Las palabras salieron abruptamente de su boca:

—¿De verdad estáis en Incarceron?

—¿Dónde si no?

—Pero ¿dónde está la Cárcel? ¡¿Por qué no nos lo habéis desvelado?!

Un atisbo de sorpresa cruzó el rostro del Guardián. Se inclinó hacia atrás y Claudia vio que se hallaba en un lugar sombrío, porque un brillo similar a la luz de una llama se reflejó por un instante en sus ojos. Un sonido suave, como un palpitar, provenía de algún punto de la oscuridad.

—¿Cómo que no? Vaya… Pues me temo, Claudia, que tendrás que preguntarle a tu apreciado tutor.

Claudia miró a Jared, que parecía avergonzado y no se atrevía a mirarla a los ojos.

—¿Cómo habéis podido ocultárselo, Maestro? —La burla en la voz del Guardián era evidente—. Y yo que pensaba que no existían secretos entre los dos… En fin, Claudia, parece que tienes que andarte con cuidado. El poder corrompe a los hombres. Incluso a los Sapienti.

—¿El poder? —espetó ella.

Las manos de su padre se abrieron con elegancia, pero antes de que pudiera preguntarle nada más, Finn le dio un codazo para apartarla.

—¿Dónde está Keiro? ¿Qué le ha pasado?

El Guardián se limitó a decir:

—Y ¿por qué iba a saberlo yo?

—¡Cuando os convertisteis en Blaize, teníais una torre llena de libros! Los informes de todos los Presos de la Cárcel. Podríais encontrarlo…

—¿De verdad te importa? —El Guardián se inclinó hacia delante—. Bueno, pues te lo diré. En este momento está intentando salvar el pellejo en una pelea contra una criatura monstruosa de varias cabezas.

Al ver que Finn se quedaba mudo y taciturno, el Guardián se echó a reír.

—Y tú no estás para cubrirle la espalda. Eso debe de doler… Pero aquí es donde le corresponde vivir. Éste es el mundo de Keiro, sin amistad, sin amor. Y tú, Preso, también perteneces a este mundo.

La pantalla resplandeció y crepitó.

—Padre… —se apresuró a decir Claudia.

—¿Todavía me llamas así?

—¿De qué otro modo voy a llamaros? —Claudia dio un paso adelante—. Sois el único padre que conozco.

La observó durante un instante y Claudia se dio cuenta, en la imagen que empezaba a desintegrarse, de que tenía el pelo ligeramente más canoso que antes y la cara más arrugada. Entonces, el Guardián dijo en voz baja:

—Ahora yo también soy un Preso, Claudia.

—Podéis Escapar. Tenéis las Llaves…

—Las tenía. —El Guardián se encogió de hombros—. Incarceron me las ha quitado.

La imagen se perdía. Desesperada, Claudia preguntó:

—Pero ¿por qué?

—El deseo está consumiendo a la Cárcel. Todo empezó con Sáfico, porque cuando se puso el Guante, la Cárcel y él pasaron a tener una sola mente. Sáfico contagió a Incarceron.

—¿Cómo? ¿Le transmitió una enfermedad?

—No, un deseo. Y el deseo puede convertirse en enfermedad, Claudia. —La miraba con fijeza, mientras su imagen temblaba y se desvanecía para volver a formarse al instante—. Tú también tienes parte de culpa, por habérselo descrito todo con tanto detalle. Ahora Incarceron arde de anhelo. Pues, a pesar de sus miles de Ojos, hay una cosa que no ha visto jamás, y que daría lo que fuera por ver.

—¿El qué? —preguntó la joven en un suspiro, aunque ya lo sabía.

—El Exterior —susurró él.

Por un instante, todos permanecieron en silencio. Entonces Finn se inclinó hacia delante.

—¿Qué pasa conmigo? ¿Soy Giles? ¿Fuisteis vos quien me encerró en la Cárcel? ¡Contestad!

El Guardián le sonrió.

Entonces la pantalla se fundió en negro.