13
Engañé a la Cárcel.
Engañé a mi padre.
Le pregunté algo
que quedó en el aire.
Cantos de Sáfico
—¡Soy yo! ¡Os he estado buscando por todas partes!
Jared cerró los ojos aliviado. Entonces abrió la puerta y dejó que Claudia entrara como el rayo. Llevaba el vestido de fiesta tapado por una capa oscura. Le preguntó:
—¿Está aquí Finn?
—¿Finn? No…
—Ha retado al Impostor a un duelo. ¿Os lo podéis creer?
Jared volvió a acercarse a la pantalla.
—Me temo que sí puedo, Claudia.
La joven observó el desorden general que rodeaba al Sapient.
—¿Qué hacéis aquí en plena noche? —Se acercó más a Jared y lo estudió con detenimiento—. Maestro, parecéis agotado. Deberíais dormir.
—Ya dormiré en la Academia.
Había un toque amargo en su voz que resultaba nuevo para Claudia.
Preocupada, se inclinó sobre el banco de trabajo y apartó las minúsculas herramientas.
—Pero pensaba…
—Me marcho mañana, Claudia.
—¿Tan pronto? —La pilló por sorpresa—. Pero… estáis tan cerca de conseguirlo. ¿Por qué no invertís algunos días más…?
—No puedo.
Nunca había sido tan cortante con ella. Claudia se preguntó si sería el dolor que lo dominaba. Y entonces el Sapient se sentó, dobló sus dedos largos y enjutos encima de la mesa y dijo con tristeza:
—¡Ay, Claudia! Desearía con todas mis fuerzas que estuviéramos a salvo en el feudo del Guardián. Me pregunto cómo estará mi zorrillo, y los pájaros. También echo de menos mi observatorio, Claudia. Echo de menos contemplar las estrellas.
Con dulzura, Claudia respondió:
—Añoráis el hogar, Maestro.
—Un poco. —Se encogió de hombros—. Estoy harto de la Corte. De su Protocolo asfixiante. De sus banquetes exquisitos y sus interminables salas suntuosas en las que cada puerta esconde un espía. Me gustaría vivir con un poco de paz.
Eso la dejó muda. Jared casi nunca estaba triste; siempre exhibía un talante tranquilo y sereno, era como una presencia segura a su lado. Claudia luchó por apaciguar la alarma que sentía.
—Maestro, entonces iremos a casa en cuanto Finn esté a salvo en el trono. Volveremos a casa. Solos vos y yo.
Él sonrió y asintió con la cabeza, y Claudia creyó ver nostalgia en su mirada.
—Tal vez falte mucho para eso. Y un duelo no ayudará a resolver las cosas.
—La reina les ha prohibido que peleen.
—Bien.
Los dedos de Jared golpetearon al unísono en el escritorio. Claudia se dio cuenta de que los sistemas estaban vivos, el Portal murmuraba con una energía distorsionada.
Jared dijo:
—Tengo algo que contaros, Claudia. Algo importante. —Se inclinó hacia delante y evitó mirarla—. Algo que ya deberíais saber, que no debería haberos ocultado. Este viaje a la Academia… Hay un motivo por el que… la reina me ha permitido que vaya…
—Para que estudiéis la Esotérica, ya lo sé —dijo Claudia con impaciencia mientras caminaba arriba y abajo—. ¡Ya lo sé! Ojalá pudiera acompañaros. ¿Por qué os deja ir a vos pero a mí no? ¿Qué está tramando?
Jared levantó la cabeza y la observó. El corazón le latía desbocado; sentía tanta vergüenza que le costaba hablar.
—Claudia…
—Aunque a lo mejor no está mal que yo me quede. ¡Un duelo! ¡No tiene ni idea de cómo comportarse! Es como si hubiera olvidado todo lo que ha…
Cuando su mirada se cruzó con la de su tutor, Claudia dejó de hablar y soltó una risita incómoda.
—Lo siento. ¿Qué ibais a decirme?
Jared sintió un dolor dentro de su cuerpo que no estaba provocado por la enfermedad. Levemente lo reconoció como rabia; rabia y un profundo y amargo orgullo. Ignoraba que fuera una persona orgullosa. «Vos erais su tutor y su hermano, y ejercíais más de padre que yo en toda mi vida». Las palabras acusadoras del Guardián, cargadas de envidia, volvían a su mente; dedicó un instante a saborearlas, observó a Claudia, que aguardaba, sin sospechar nada. ¿Cómo podía haber destruido la confianza que había entre ellos dos?
—Esto —dijo el Sapient. Dio un golpecito al reloj que descansaba encima de la mesa—. Creo que deberíais tenerlo.
Claudia se mostró aliviada, y después sorprendida.
—¿El reloj de mi padre?
—No, el reloj no. Esto.
Claudia se acercó más a la mesa. Jared tocaba el cubo de plata que colgaba de la cadena. Lo había visto tantas veces en las manos de su padre que apenas le había prestado atención, pero ahora, un asombro repentino la embargó: ¿cómo podía ser que su padre, un hombre tan austero, llevara un adorno plateado en el reloj?
—¿Es un amuleto?
Jared no sonrió.
—Es Incarceron —dijo.
Finn se tumbó sobre la hierba crecida y miró las estrellas.
Entre las briznas oscuras, el brillo distante de su luz le proporcionaba cierto consuelo. Había llegado allí con la agitación del banquete todavía ardiendo en él, pero el silencio de la noche y la belleza de las estrellas lo habían ido apaciguando.
Movió el brazo que tenía debajo de la cabeza y notó el cosquilleo de la hierba bajo el cuello.
Estaban tan lejanas… En Incarceron soñaba con las estrellas, eran su símbolo de la Huida; cayó en la cuenta de que continuaban siendo lo mismo, de que él seguía encarcelado. Tal vez lo estuviera siempre. Tal vez lo mejor fuera desaparecer sin más, perderse cabalgando en el Bosque para no regresar. Aunque eso implicaría abandonar a Keiro y a Attia.
A Claudia no le importaría. Se removió incómodo para ahuyentar el pensamiento, pero la noción se mantuvo allí. No, no le importaría. Terminaría por casarse con el Impostor y sería reina, como estaba escrito en su destino desde el principio.
¿Por qué no?
¿Por qué no huir?
Aunque, ¿adónde? Y ¿qué sentiría cuando cabalgara entre el Protocolo interminable de ese mundo asfixiante, cuando soñara todas las noches con Keiro en el infierno metálico y lívido de Incarceron, sin saber si estaba vivo o muerto, tullido o loco, si había asesinado o recibido el golpe mortal de otro?
Se dio la vuelta y se acurrucó. Se suponía que los príncipes tenían que dormir en camas doradas con doseles de Damasco, pero el palacio era un nido de víboras, allí no podía respirar. Ese cosquilleo tan familiar detrás de los ojos había desaparecido, pero la sequedad de la garganta le advertía que el ataque había estado cerca. Tenía que andarse con cuidado. Era preciso aprender a controlarse mejor.
De todas formas, el momento de rabia en el que había planteado el reto había sido una satisfacción. Lo revivió una y otra vez: cómo el Impostor se apartaba, la marca enrojecida del puñetazo en su rostro… En ese momento había perdido la compostura, y Finn sonrió en la oscuridad, descansando la mejilla en la hierba húmeda.
Notó un roce tras él.
Se dio la vuelta a toda velocidad y se sentó. Los anchos prados parecían grises a la luz de las estrellas. Por detrás del lago, los bosques de la Corona elevaban sus negras cabezas hacia el cielo. Los jardines olían a rosa y a madreselva, un aroma dulce en el cálido ambiente estival.
Se tumbó de nuevo boca arriba y miró hacia lo alto.
La luna, un cúmulo de agujeros abandonados, pendía como un fantasma en el este. Jared le había contado que había recibido ataques durante los Años de la Ira, y que desde entonces las mareas del océano se veían alteradas, que la órbita nueva había modificado el mundo.
Y a continuación, habían detenido el cambio por completo.
Cuando él fuera rey, modificaría las cosas. Las personas serían libres de hacer o decir lo que quisieran. Los pobres no tendrían que ser esclavos en las grandes propiedades de los ricos. Y él encontraría Incarceron, los liberaría a todos… Aunque, claro, también pensaba huir.
Contempló las estrellas blancas del cielo.
«Finn el Visionario no huye». Casi podía oír el sarcasmo de Keiro.
Volvió la cabeza, suspiró y estiró los brazos.
Entonces tocó algo frío.
Con un estremecimiento de acero, desenvainó la espada. Ya se había incorporado, estaba alerta, el corazón le palpitaba con fuerza, el cosquilleo del sudor le mojaba el cuello.
A lo lejos, en el palacio iluminado, se oía el eco de unas notas musicales.
Los prados continuaban vacíos. Sin embargo, había algo pequeño y brillante hundido en la hierba justo por encima del lugar en el que había reposado la cabeza.
Al cabo de un momento, sin dejar de prestar mucha atención, se agachó y recogió el objeto. Y mientras lo contemplaba, un escalofrío de temor hizo que le temblara la mano.
Era una pequeña daga de acero, peligrosamente afilada, y su empuñadura era un lobo que corría, con las fauces abiertas y aspecto feroz.
Fin se puso de pie y miró a su alrededor, agarró con firmeza el puño de la espada.
Pero la noche continuó en silencio.
La puerta cedió tras la tercera patada. Keiro apartó una zarza de cables y metió la cabeza por el hueco. Su voz resurgió amortiguada.
—Un pasillo. ¿Tienes la linterna?
Attia se la entregó.
Keiro se aventuró por el túnel mientras ella esperaba, sin distinguir apenas sus movimientos lejanos. Entonces le dijo:
—Vamos.
Attia se coló por la puerta y se detuvo junto a él.
El interior estaba oscuro y mugriento. Saltaba a la vista que llevaba años abandonado, tal vez siglos. Montones de desperdicios y troncos se agrupaban debajo de las telas de araña y la suciedad.
Keiro apartó algo y se abrió paso entre un escritorio abarrotado y un armario roto. Sacudió el polvo de sus guantes y bajó la mirada hacia el montículo de vajilla rota.
—Vaya, lo que faltaba.
Attia aguzó el oído. El pasillo conducía hacia la oscuridad, donde no se percibía nada salvo unas voces. Ahora había dos, que se acercaban y alejaban a ellos de forma curiosa.
Keiro ya tenía la espada preparada.
—Al menor contratiempo nos largamos de aquí. Con una Banda Encadenada ya tenemos suficiente…
Attia asintió y se desplazó para adelantarlo, pero él la agarró por el brazo y la empujó hacia atrás.
—Cúbreme las espaldas. Ése es tu trabajo.
Attia sonrió con dulzura.
—Yo también te quiero —susurró.
Avanzaron con cautela por el espacio sombrío. Al final del pasillo había una puerta enorme medio abierta, detenida para siempre e incapaz de abrirse del todo. Cuando Attia se coló por la rendija detrás de Keiro, supo por qué: alguien había apilado un montón de muebles contra la puerta, como en un último y desesperado intento de mantenerla cerrada.
—Aquí dentro pasó algo. Mira ahí.
Keiro dirigió la luz de la linterna hacia el suelo. Unas manchas oscuras moteaban las baldosas. Attia supuso que en otra época habría sido sangre. Observó con más atención los desperdicios, después miró alrededor y repasó toda la sala rodeada de galerías.
—Son juguetes —susurró.
Se hallaban ante los restos de una guardería suntuosa. Pero el tamaño de las cosas no encajaba. La casa de muñecas que la muchacha observaba en ese momento era enorme, tanto que casi habría podido colarse dentro si hubiera aplastado la cabeza contra el techo de la cocina, rematado con filigranas de escayola y del que se había desprendido una de las molduras. Las ventanas del piso superior quedaban demasiado altas para poder mirar por ellas. En el centro de la habitación había aros, tableros, pelotas y bolos desperdigados; cuando Attia se acercó a ellos notó una suavidad increíble bajo sus pies, y al arrodillarse se dio cuenta de que era una alfombra, negra por la mugre.
La estancia se iluminó. Keiro había encontrado velas; encendió unas cuantas y las repartió.
—Mira esto. ¿Habría un gigante o varios enanos?
Aquellos juguetes eran impresionantes. En su mayoría eran demasiado grandes, como esa espada gigante y el casco del tamaño de un ogro que colgaba de una percha. Pero otras cosas eran diminutas: un desbarajuste de piezas de construcción no más grandes que unos granos de sal, libros ordenados en una estantería que empezaban siendo cuadernos inmensos en una punta e iban disminuyendo de tamaño hasta convertirse en minúsculos libros cerrados con llave en la otra punta. Keiro abrió la tapa de un baúl de madera y se admiró al encontrar una colección interminable de disfraces de todas las tallas. Continuó rebuscando dentro del baúl y encontró un cinturón de cuero con hebillas de oro. También había una casaca de pirata, de piel de color carmín. Al instante se quitó la levita roja que llevaba y se puso la nueva, ajustándose el cinturón antes de decir:
—¿Me queda bien?
—Estamos perdiendo el tiempo.
Las voces se habían apagado. Attia se dio la vuelta e intentó identificar de dónde provenía el sonido, que parecía nacer entre el enorme caballito balancín y una fila de marionetas oscilantes que colgaban de la pared, con la nuca rota y las extremidades retorcidas, y que la miraban con sus ojillos penetrantes y rojos como los de Incarceron.
Detrás de las marionetas había muñecos. Estaban todos amontonados: princesas de melena rubia, ejércitos enteros de soldados, dragones de fieltro y batista con la cola larga y terminada en un tridente. Ositos de peluche, osos pandas y otros animales que Attia no había visto nunca formaban una montaña tan alta que llegaba al techo.
Arremetió contra ellos y los apartó a manotazos.
—¿Qué haces? —soltó Keiro.
—¿Es que no lo oyes?
Dos voces. Pequeñas y crepitantes. Era como si los peluches hablaran, como si las muñecas conversaran. Brazos y piernas y cabezas y ojos de cristal azul entremezclados.
Debajo de todos ellos encontró una cajita, en cuya tapa había incrustada un águila de marfil.
Las voces provenían de su interior.
Durante un buen rato, Claudia no dijo nada. Entonces se acercó, agarró el reloj y dejó que el dado se balanceara en la cadena y diera vueltas, para que brillase con la luz.
Al final susurró:
—¿Cómo lo sabéis?
—Me lo dijo vuestro padre.
Claudia asintió y el Sapient vio la fascinación en sus ojos.
—«Tenéis un mundo en vuestras manos». Eso me dijo.
—Y ¿por qué no me lo habíais contado antes?
—Primero quería hacer unos cuantos experimentos. Pero ninguno de ellos ha funcionado. Supongo que deseaba estar seguro de que me había dicho la verdad.
La pantalla crepitó. Jared la miró con la mente abstraída.
Claudia observaba cómo giraba el dado. ¿De verdad contenía el mundo infernal en el que había entrado, la cárcel con un millón de presos? ¿Era allí donde estaba su padre?
—¿Por qué iba a mentir, Jared?
Él no la escuchaba. Estaba absorto en los controles, ajustando algo hasta que el murmullo de la habitación se moduló. Claudia sintió unas náuseas repentinas, como si el mundo hubiera cambiado, y bajó el reloj a toda prisa.
—¡La frecuencia ha cambiado! —exclamó Jared—. A lo mejor… ¡Attia! ¡Attia! ¿Me oyes?
Sólo crepitó el silencio. Y entonces, para su asombro, débil y muy lejano, les llegó el sonido de una música.
—¿Qué es eso? —preguntó en un suspiro Claudia.
Pero ya sabía lo que era. Era la melodía aguda y tontorrona de una caja de música.
Keiro mantuvo abierta la caja. La melodía sonaba muy fuerte; llenó la sala abarrotada con una alegría fantasmal y amenazadora. Lo curioso era que carecía de mecanismo, no había nada que produjera el sonido. La caja era de madera y estaba completamente vacía, salvo por un espejo que había en el reverso de la tapa. Keiro le dio la vuelta y examinó la parte inferior.
—Parece imposible.
—Dámela.
Keiro la miró a los ojos, pero después le entregó la caja.
Attia la agarró con fuerza, porque sabía que las voces estaban ahí escondidas, detrás de la música.
—Soy yo —contestó—. Soy Attia.
—Ha pasado algo. —Jared deslizó sus delicados dedos por los controles, tecleando con rapidez—. Ahí. ¡Ahí! ¿Lo oyes?
Una amalgama de sonidos indescifrables. Eran tan altos que Claudia se estremeció, y el Sapient bajó el volumen al instante.
—Soy yo. Soy Attia.
—¡La hemos encontrado! —Jared no cabía en sí de gozo—. ¡Attia, soy Jared! Jared Sapiens. Dime si puedes oírme.
Un minuto de electricidad estática. Y después la voz de Attia, distorsionada, pero inteligible.
—¿De verdad sois vos?
Jared miró a Claudia, pero el rostro de la chica provocó la extinción de su alegría triunfal. Parecía extrañamente sobrecogida, como si la voz de la otra chica le hubiera devuelto los oscuros recuerdos de la Cárcel.
Más tranquilo, el Maestro dijo:
—Claudia y yo estamos aquí. ¿Te encuentras bien, Attia? ¿Estás a salvo?
Un crujido. Después otra voz, corrosiva como el ácido.
—¿Dónde está Finn?
Claudia soltó el aliento lentamente.
—¿Keiro?
—¿Quién va a ser, si no? ¿Eh? ¿Dónde está, Claudia? ¿Dónde está el príncipe? ¿Estás ahí, hermano de sangre? ¿Me estás oyendo? Porque te voy a partir la cara, asqueroso.
—No está aquí.
Claudia se acercó más a la pantalla. Describía ondas frenéticas. Jared hizo unos cuantos ajustes.
—Ya está —dijo el Sapient en voz baja.
Claudia vio a Keiro.
No había cambiado nada. Llevaba el pelo largo y se lo había recogido en la nuca; vestía una especie de chaqueta muy cantona con cuchillos en el cinturón. Sus ojos reflejaban una rabia feroz. Él también debió de verla, porque una burla instantánea se dibujó en su cara.
—Hombre, parece que aún llevas sedas y volantes.
Detrás de él, Claudia vio a Attia, en las sombras de una habitación abarrotada de objetos. Sus ojos se encontraron. Claudia preguntó:
—Decidme, ¿habéis visto a mi padre?
Keiro soltó el aire en un silbido silencioso. Miró a Attia y preguntó:
—Entonces, ¿es verdad? ¿Está en el Interior?
La voz de Claudia sonó muy baja.
—Sí. Se llevó las dos Llaves, pero ahora las tiene la Cárcel. Ha ideado un plan temerario… Quiere construir…
—Un cuerpo. Lo sabemos.
Keiro disfrutó del breve silencio que provocó el asombro de la pareja, pero entonces Attia volvió a arrebatarle la caja y preguntó:
—¿Finn se encuentra bien? ¿Qué está pasando ahí?
—El Guardián saboteó el Portal. —Jared parecía apurado, como si se le acabara el tiempo—. He hecho algunos arreglos pero… Todavía no podemos sacaros de allí.
—Entonces…
—Escuchadme. El Guardián es el único que puede ayudaros. Intentad encontrarlo. ¿Con qué mecanismo nos veis?
—Con una caja de música.
—Pues llevadla encima. A lo mejor…
—¡Sí, pero Finn…! —Attia estaba pálida por la ansiedad—. ¿Dónde está Finn?
A su alrededor, la guardería empezó a ondularse de repente. Keiro chilló alarmado.
—¿Qué ha sido eso?
Attia miró con atención. Todo el tejido del mundo se había vuelto más fino. Sintió un terror repentino a que, de algún modo, pudiera caer a través de él, hacia abajo, como Sáfico, envuelta en la eterna negrura. Y al momento la alfombra mugrienta volvió a parecer firme bajo sus pies y Keiro dijo:
—La Cárcel debe de estar furiosa. Tenemos que irnos.
—¡Claudia! —Attia sacudió la caja, pues ahora sólo se veía a sí misma en el espejo—. ¿Sigues ahí?
Voces, discusiones. Ruido, movimiento, una puerta que se abría. Y luego una voz que dijo:
—Attia, soy Finn.
La pantalla se iluminó y entonces lo vio.
Attia se quedó totalmente muda.
Las palabras se le escaparon; había tantas cosas que quería decirle… Logró pronunciar su nombre:
—¿Finn…?
—¿Estáis bien los dos? Keiro, ¿estás ahí?
Attia notó que Keiro se le pegaba a la espalda. Cuando el muchacho por fin dejó oír su voz, sonó grave y burlona:
—Vaya —dijo—. Mira cómo vas…