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A través de Hugh Sloan, los dos periodistas sabían que la quinta persona que tenía control sobre los fondos secretos era un funcionario de la Casa Blanca. Había muchas razones para suponer que se trataba de H. R. Haldeman, el jefe de personal de la Casa Blanca. Y, además, había razones para sospechar que tras el caso Watergate se encontraba la personalidad de Harry Robbin Haldeman.
Atildado, engallado y poderoso, Haldeman, a los 46 años de edad, había pasado de dirigir la oficina de Los Ángeles de la Agencia de Publicidad de J. Walter Thompson, a dirigir los asuntos del presidente de los Estados Unidos.
Pese a que John Mitchell había sido el director de la campaña de Nixon en 1972, el CRP era mucho más una creación de Bob Haldeman, su director ejecutivo en la Casa Blanca. Cuando se organizó el CRP en marzo de 1971, Haldeman eligió a Jeb Magruder y Hugh Sloan para que se hicieran cargo de la política cotidiana y de las operaciones financieras. Ambos habían sido miembros de la llamada «Patrulla de los Castores», compuesta por jóvenes brillantes, extremadamente leales, llevados a la Casa Blanca por Haldeman, y procedentes del mundo de la publicidad y el marketing.
Dwight Chapin era el más digno de confianza de todos los primeros «Castores» de Haldeman. Gordon Strachan, que desempeñó un papel importante también en el reclutamiento de Donald Segretti, era el «Castor» que servía de enlace de Haldeman con el CRP. Bart Porter, otro miembro de la «Patrulla», había dejado su elevada posición en la Casa Blanca para convertirse en jefe contable del CRP.
Con la excepción de John Mitchell y sus dos lugartenientes, Fred LaRue y Robert Mardian, los hombres más elevados de Nixon que figuraron, aun cuando fuera de lejos, en los descubrimientos del Watergate, sólo se sentían leales al Presidente y a Haldeman (Maurice Stans, normalmente, sólo tenía que rendir cuentas al Presidente, pero había trabajado muy unido a Haldeman en las anteriores campañas electorales de Nixon).
Herbert W. Kalmbach había sido presentado al vicepresidente Richard Nixon, a mediados de la década de los cincuenta, por Haldeman. En su trabajo con los asuntos legales personales del presidente y recoger fondos para la campaña, Kalmbach actuaba generalmente a través de Haldeman.
Charles W. Colson comenzó su carrera en la Casa Blanca en 1969, cuando tenía 37 años de edad. Informaba al presidente y a Haldeman, en su calidad de enlace de la administración con grupos externos políticos o de especial interés y como abogado en funciones de la Casa Blanca, sobre las fuerzas políticas que actuaban marginalmente.
Algunos funcionarios de nivel medio de la Casa Blanca, habían asegurado a Bernstein y Woodward que en la Mansión Ejecutiva apenas si existían dudas de que la operación Segretti-Chapin había sido aprobada por Haldeman.
Durante semanas, Sloan se había mantenido firme en su negativa de identificar la quinta persona que controlaba los fondos secretos, repitiendo, cada vez que se le mencionaba un nombre, que formaba parte de sus razones para «suponer lo peor».
Haldeman era temido por todos los miembros de la administración. Cuando se mencionaba su nombre los funcionarios del Gabinete se quedaban silenciosos y atemorizados. Los pocos que podían hablar de él con conocimiento de causa decían que perderían su empleo si él se enteraba de que lo hacían. Lo definían como: «firme, pragmático… desconsiderado… devoto sólo de Richard Nixon… incapaz de detenerse ante nada…».
Las descripciones coincidían frecuentemente y varios citaron la celebrada autodescripción de Haldeman: «Soy como el “hijo de perra” del Presidente», es decir el hombre destinado a cargar con lo peor. Pero lo cierto es que Haldeman era bastante más complicado de lo que todas esas descripciones podían dar a entender.
Las reacciones de Haldeman le recordaron a Woodward su pasado militar y su formación en la Armada. Haldeman era como el primer oficial de un buque, el segundo en el mando, siempre el más ambicioso, celoso del deber, de que todos cumplieran con su obligación y capaz de hacer cualquier cosa por el capitán.
Uno de los métodos de Haldeman, los reporteros lo sabían, era la «negabilidad». Éste era el instrumento del que se valía para aislarse a sí mismo de la toma de decisiones discutibles; hacía que las tomaran otros, así, si las cosas salían mal, él podía negar más tarde su implicación en el asunto. Por ello los reporteros estaban convencidos de que Haldeman nunca emplearía por sí mismo a Howard Hunt como consejero de la Casa Blanca. Haría que fuese cualquier otro, Colson o Ehrlichman, quien figurase en los archivos como el que contrató. Aunque Haldeman estuviera detrás de la Operación Segretti, jamás habría entrado en contacto directo con él.
Por Sloan y otros, los periodistas estaban enterados de que Haldeman raramente trataba de modo directo con el CRP. Ése era el trabajo de Gordon Strachan. «Negabilidad» era la norma operacional del personal de la Casa Blanca: los jefes permanecían aislados por un impenetrable muro de fieltro. Si Haldeman estaba detrás del caso Watergate era poco probable que hubiera dejado alguna huella. Hubiera sido algo totalmente al margen de su carácter el mantener control directo sobre los fondos que se empleaban para pagar operaciones clandestinas. Y así era. Si lo había hecho, nadie pudo decírselo a los dos reporteros. No obstante, algunas fuentes del Departamento de Justicia y en el FBI no lo negaban. Guiados por las experiencias exteriores, Bernstein y Woodward venían interpretando esta reticencia como un signo de que sus sospechas eran correctas.
El 19 de octubre, Woodward cambió hacia atrás su maceta en el balcón, colocándola en posición de señal para «Garganta Profunda». Y a eso de la una de la madrugada dejó su apartamento para hacer el largo viaje hasta el garaje subterráneo. Llegó a eso de las dos y media. «Garganta Profunda» no estaba. Pasaron quince minutos, media hora. Una hora. «Garganta Profunda» no apareció. Woodward comenzó a sentirse preocupado.
«Garganta Profunda» raramente faltaba a una cita. En la penumbra del frío garaje, Woodward comenzó a pensar lo impensable. No habría sido difícil para Haldeman enterarse de que los periodistas estaban haciendo averiguaciones sobre él. ¿Era posible que «Garganta Profunda» hubiera sido descubierto? ¿O Woodward seguido? Personas lo bastante locas como para contratar a Gordon Liddy y Howard Hunt eran capaces también de hacer otras cosas. Woodward se indignaba consigo mismo por comportarse de un modo irracional y trató de apartar de su mente la visión de una pandilla de pistoleros asustando a «Garganta Profunda». ¿Habrían dejado un guante negro, con un puñal clavado en su palma, dentro del coche de «Garganta Profunda[37]»?. ¿Qué sería capaz de hacer en 1972 una pandilla de éstas, sobre todo si trabajaba para la Casa Blanca?
Woodward salió del garaje para dar un vistazo y seguidamente regresó a la oscuridad del interior. Pasó otra media hora esperando, asustándose cada vez más —no estaba exactamente seguro de qué— y finalmente se marchó del garaje e hizo a pie la mayor parte del camino hasta su casa. Más tarde le dijo a Bernstein que «Garganta Profunda» no había acudido a la cita. Había, desde luego, cientos de explicaciones posibles, pero ambos se mostraron preocupados.
Al día siguiente, el ejemplar del New York Times de Woodward llegó con un círculo en la página veinte y una esfera de reloj indicando las 3:00. Esto significaba una cita para esa hora.
Woodward tomó el camino que ya le era familiar y llegó con casi quince minutos de anticipación. Descendió hasta el piso donde tenían lugar sus encuentros. Y, allí, fumándose un cigarrillo, estaba «Garganta Profunda». Woodward se sintió al mismo tiempo aliviado y enfadado. Se dijo que su amigo no había apreciado la ansiedad que le produjo la otra noche. «Garganta Profunda» le explicó que no había tenido la oportunidad de observar el balcón el día anterior y que no le había telefoneado porque las cosas se estaban poniendo al rojo vivo. Woodward protestó más de lo necesario, confiando en que eso podría ayudarle a sacar de «Garganta Profunda» algo de información sobre Haldeman.
Aunque no era cierto, Woodward le dijo a «Garganta Profunda» que él y Bernstein preparaban para la semana siguiente un reportaje en el que dirían que Haldeman era la quinta persona que ejercía el control sobre los fondos secretos.
—Tendréis que hacerlo solos —le dijo «Garganta Profunda».
Woodward trató de presionarle desde otro ángulo. Le preguntó a su amigo si se creería en la obligación de prevenirles en el caso de que la información no fuese cierta.
«Garganta Profunda» dijo que sí, que lo haría.
—Entonces ¿estás verificando que Haldeman controlaba los fondos? —le preguntó Woodward.
—Yo no. Si lo decís, debéis hacerlo por vuestra propia cuenta.
La distinción parecía demasiado sutil.
—No podéis utilizarme como fuente de información —dijo «Garganta Profunda»—. No quiero ser fuente de información en ninguna historia sobre Haldeman.
Como siempre ocurría, los obstáculos parecían multiplicarse cuando salía a relucir el nombre de Haldeman.
—Chapin se ha tomado las cosas muy en serio y hay mucha tensión —explicó «Garganta Profunda»—. Y eso por decirlo del modo más suave posible. Debes ir con cuidado. En torno a Haldeman hay mucha tensión.
Estaba cansado y parecía tener prisa. Dijo que trataría de evitarles molestias a los dos reporteros.
Woodward le preguntó si se encontraban en apuros a causa de Haldeman.
—Os mantendré libres de ellos —le dijo «Garganta Profunda».
Dado que no les prevenía contra Haldeman, estaba confirmando la historia. Woodward le hizo ver que esperaba una señal suya si consideraba que debía dar marcha atrás en la publicación de su reportaje.
«Garganta Profunda» replicó que el dejar de prevenirles contra la publicación de un relato erróneo «sería una mala interpretación de nuestra amistad». Pero él, por su parte, no quería nombrar a Haldeman. Le estrechó la mano a Woodward y se marchó. El periodista, en esos momentos, estaba seguro de dos cosas: Haldeman era el nombre correcto y había acumulado en sus manos un poder terrible. «Garganta Profunda» no se asustaba fácilmente.
El lunes 23 de octubre, Woodward le explicó su encuentro a Bernstein. Éste se sintió incómodo por la «confirmación». ¿Se trataba realmente de una auténtica confirmación? Sí y no, le respondió Woodward.
Esa noche los reporteros visitaron a Hugh Sloan. Había luz cuando llegaron. Woodward golpeó con el gigantesco aldabón de metal dos o tres veces. Sloan abrió la puerta y salió.
—Esta noche me es imposible hablar —dijo. Su tono era amistoso y suave.
Los periodistas le dijeron que se trataba sólo de unas pocas preguntas sobre una información que habían recibido y que tal vez él estuviese en condiciones de confirmarla. Se dieron cuenta de que estaban aprovechándose de sus buenas maneras; Hugh Sloan sería incapaz de darle a nadie con la puerta en las narices. Pero tenían que hacerlo. Haldeman era importante.
Se refirieron a los fondos secretos y Sloan se mostró poco dispuesto a hablar de las cantidades expedidas.
Había cinco personas que tenían autoridad para aprobar los pagos, ¿no era sí?, le preguntó Bernstein.
—Sí, ya lo dije. Cinco —respondió Sloan.
Magruder, Stans, Mitchell, Kalmbach y alguien en la Casa Blanca, insistió Woodward.
—Así es —confirmó Sloan, que se había apoyado en el quicio de la puerta.
—¿Mencionó usted los nombres ante el gran jurado? —preguntó Woodward.
Sloan vaciló unos segundos antes de responder.
—¡Sí! —dijo.
—Sabemos que es Haldeman —le dijo Bernstein. Y lo hizo de un modo que parecía combinar en sus palabras seguridad y convicción. Quería que Sloan pensara que no descubría nada nuevo al confirmarlo—. ¿Haldeman, verdad?
—Puede ser, pero yo no quiero ser vuestra fuente de información en este asunto —respondió Sloan encogiéndose de hombros.
Todo lo que necesitaban eran una confirmación, insistieron los periodistas. No tenía necesidad de decir el nombre. Sólo «sí».
—No aquí —respondió Sloan.
Entonces Woodward le preguntó si era Ehrlichman.
—No —dijo Sloan—; puedo decirles que no era John Ehrlichman.
—¿Colson? —preguntó Bernstein.
—No —respondió Sloan.
Salvo que estuvieran partiendo de una base falsa, esto sólo dejaba a un candidato: Haldeman… o el propio Presidente, dijo Bernstein. Ciertamente no debía ser el Presidente.
—No, no era el Presidente —dijo Sloan.
—En ese caso tenía forzosamente que ser Haldeman —repitió Bernstein—. Mire, vamos a escribir la historia y necesitamos su ayuda, si es que hay algo equivocado en ella.
Sloan hizo una pausa.
—Bien, hagámoslo de ese modo. No tendré ningún problema si ustedes escriben eso.
—¿Quiere decir que es correcto? —preguntó Woodward.
—Sí —respondió Sloan.
Los periodistas trataron de disimular su excitación. Hicieron algunas preguntas más de pura fórmula y apenas si prestaron atención a las respuestas. Estrecharon la mano de Sloan y se dirigieron a donde habían dejado aparcado el automóvil de Woodward.
Eso casi bastaba, dijo Bernstein. Aún se sentía incómodo. Woodward se sentía más optimista, pero estuvo de acuerdo en que debían buscar otra confirmación más.
Los periodistas llegaron a la redacción a las diez de la noche. Hicieron una lista de las personas que estaban en posición de confirmar o negar que Haldeman era el último de los cinco. Sólo quedaban dos personas a las que no habían preguntado.
Uno de ellos era un agente del FBI con el que Bernstein había hablado durante la primera semana de octubre. Había sido un encuentro extraño. Bernstein había llamado al agente a su despacho. Éste tomó el teléfono y le respondió que no tenía nada de qué hablar con periodista. Unos diez minutos después fue él quien llamó a Bernstein y le dijo que se encontraría con él en un drugstore, a unas ocho manzanas del Post. Estaría sentado en la barra leyendo un periódico.
Bernstein se sentó en un taburete a su lado. El agente hizo algunos comentarios sobre la bolsa y terminó el café.
—Debemos irnos —le dijo a Bernstein, como si fuera un compañero de trabajo.
Los dos hombres salieron del drugstore y comenzaron a caminar hacia el Oeste.
—Muchachos, estáis creando muchas complicaciones —le dijo el agente—. Nuestros informes están apareciendo en el periódico casi, textualmente.
Bernstein se animó. Él y Woodward no estaban seguros de que su información fuese la misma que tenía el FBI, aunque había muchos que pensaban que ésta era la fuente de información del Post.
—Ustedes han dado en el clavo en todo… excepto en lo que a Mitchell se refiere. No nos consta que él fuese también uno de los que controlaban los fondos. Pero es posible que eso haya quedado al descubierto ante el gran jurado. Si es así, nosotros no lo sabemos. Vamos a empezar de nuevo a investigar por si dejamos algún cabo suelto.
Bernstein se sintió confundido. Él y Woodward estaban casi seguros de que el FBI sabía lo de Mitchell. Pensaban que tenían la información en sus ficheros.
—Eso es lo que ha hecho que: algunos de nosotros se sientan preocupados —dijo—. No estamos seguros de tener todos los datos. Nuestros agentes han estado investigando a fondo, pero siempre cabe la posibilidad de que se les haya pasado algo por alto.
El hombre del FBI seguía preguntando cosas sobre Mitchell. Bernstein no estaba seguro de sus propósitos. El agente, alternativamente, le estaba interrogando y expresando dudas sobre las investigaciones del FBI («Nadie cree que el caso termine con los siete que están acusados. La cuestión es saber por qué se han detenido ahí») y después se mostró enfadado con los periodistas. Caminaban en dirección a la Casa Blanca.
—Mire —le dijo el agente—, la única persona que sabe que estoy hablando con usted es mi jefe. Nos gusta nuestro trabajo. No queremos que nos trasladen. No es justo que al llegar por la mañana al despacho nos encontremos allí una copia casi textual de nuestros informes publicada en vuestro periódico.
El agente le confirmó que el FBI tenía información sobre la existencia del espionaje y el sabotaje político y que no había hecho nada en ese terreno.
—Sobre este asunto debería hablar con el Departamento de Justicia —le dijo el agente—. Nosotros les pasamos a ellos nuestra información por canales oficiales y no hemos vuelto a oír hablar de ello.
Dieron la vuelta hacia el norte, por la East Executive Av., caminando por la acera donde está el Departamento del Tesoro, directamente enfrente del Ala Este de la Casa Blanca. El agente se detuvo un momento para atarse el cordón de un zapato y colocó un pie sobre una de las rejas del edificio oficial. Bernstein echó una ojeada a su alrededor. Había una larga fila de turistas, algunos de ellos con cámaras fotográficas, que esperaban para entrar en la Casa Blanca. El agente se ató también el cordón del otro zapato. Tal vez Bernstein se estaba volviendo histérico, pero se le ocurrió que el agente se había detenido allí adrede para que alguien, disimuladamente, tomara su fotografía. Era el lugar más apropiado, con todos esos turistas con sus cámaras. Pero ¿por qué preocuparse por ello? Todo el mundo podía conseguir su foto en los archivos del Post. La conducta del agente, sin embargo, no era la más apropiada para disipar sus sospechas. Se detuvo durante otros treinta segundos para hacerle algunas preguntas sobre Mitchell mientras se mantenía apoyado con una mano en la verja como de modo casual. Finalmente reanudaron su camino hacia Lafayette, donde se sentaron en un banco para charlar unos minutos antes de despedirse.
Mientras Bernstein volvía a llamar al agente a su casa de los suburbios, para preguntarle qué sabía de Haldeman, Woodward tomó otra extensión telefónica para escuchar la conversación.
Bernstein sabía que jamás conseguiría la información deseada si se limitaba a hacer preguntas directas. Estaba decidido a provocar al agente diciéndole que estaban trabajando en un reportaje sobre lo inadecuadamente que el FBI había trabajado en ese caso. Tal vez había alguna explicación qué justificara esa actuación negativa. Por eso le llamaba.
Woodward, en el teléfono supletorio, tomaba nota de la conversación:
AGENTE: No nos hemos perdido muchas cosas.
BERNSTEIN: Entonces, ¿tienen ustedes el nombre de Haldeman en relación con el control de los fondos secretos?
AGENTE: Sí.
BERNSTEIN: Pero también ha salido a relucir en el gran jurado, ¿no es así?
AGENTE: Desde luego.
BERNSTEIN: Es decir que se pronunció el nombre tanto cuando el FBI interrogó a Sloan como ante el gran jurado.
AGENTE: Sí.
BERNSTEIN: Sólo queríamos asegurarnos de ello porque nos habían dicho que ese nombre sólo se pronunció ante el gran jurado y que vuestros hombres no tenían idea de ello.
AGENTE: También nosotros tenemos ese nombre. Hemos entrado en contacto con todos los que estuvieron mezclados en el manejo de los fondos secretos… y sabemos que el noventa por ciento de la información de que ustedes disponen proviene de nuestros archivos. O es que pueden verlos, o hay alguien que se los lee por teléfono.
Bernstein le dijo que no quería hablar en absoluto sobre sus fuentes de información. Volvió al tema de Haldeman y le preguntó si éste había sido mencionado como la quinta persona que manejaba los fondos secretos.
—Sí Haldeman. John Haldeman —confirmó el agente.
Bernstein terminó la conversación y levantó el pulgar haciéndole a Woodward una señal de triunfo. Pero enseguida se dieron cuenta de que el agente había dicho John y no Bob. En esos días parecía como si todo el mundo en Washington estuviera confundiendo a Bob Haldeman con John Ehrlichman «los pastores alemanes», «los Prusianos», «el Muro de Berlín», como se les llamaba. Los periodistas no podían dejar que persistiera esa confusión y Bernstein volvió a llamar al agente del FBI.
—Sí, Haldeman. Bob Haldeman. Yo nunca recuerdo los nombres de pila.
«Garganta Profunda», Sloan y el agente del FBI. Los tres habían confirmado el nombre de Haldeman. Los periodistas llegaron a la conclusión de que, finalmente, tenían la historia firmemente sujeta en sus manos. Se marcharon a casa a eso de la medianoche, más seguros de sí mismos.
A la mañana siguiente le dijeren a Sussman lo que tenían y no ocultaron su júbilo. Su nuevo artículo sería distinto a todos los precedentes sobre los fondos secretos. En vez de fuentes anónimas, en esta ocasión podía decirse que el nombre había sido mencionado en el testimonio secreto ante el gran jurado por Hugh Sloan, extesorero del CRP y exayudante en la Casa Blanca de H. R. Haldeman.
Durante meses el caso Watergate había ido alcanzando cada vez mayor tensión. Ahora, con la entrada en el escenario de H. R. Haldeman, el juego se hacía terrorífico. H. R. Haldeman era el principal colaborador del Presidente de los Estados Unidos. Cuando actuaba lo hacía en nombre del primer magistrado de la nación. Dada la índole de sus relaciones con Richard Nixon, parecía improbable que Haldeman se mezclara en acuerdos y componendas para llevar a cabo operaciones clandestinas sin contar con la aprobación explícita o implícita del Presidente. Y en especial si esa operación representaba la estrategia básica de la campaña de reelección.
Bernstein casi no pudo dormir aquella noche, pensando en las implicaciones que podría tener lo que habían escrito y lo que estaban a punto de escribir. ¿Y si estaban portándose mal con el Presidente de los Estados Unidos? ¿Y si no estaban jugando limpio con él y perjudicaban no sólo al Presidente como hombre, sino a toda la institución que representaba? ¿Y por extensión al país? Suponiendo que las estimaciones de los periodistas fueran erróneas, que de un modo u otro hubieran sido arrastrados a una horrible equivocación: ¿Qué les pasaría a dos pobres periodistas de poca categoría, que habían precipitado al país por tal tobogán de excitación y crítica? ¿No era posible que los fondos en metálico de la caja de Stans no hubieran sido más que fondos discrecionales malversados por algunos subordinados excesivamente celosos? ¿Y si los reporteros y sus fuentes hubieran estado facilitándose mutuamente sospechas y especulaciones? No menos horrible resultaba el pensamiento de que los periodistas podían haber sido utilizados para una campaña de calumnias. ¿Y si la Casa Blanca había visto una oportunidad de acabar con el Washington Post, preparando ella misma el terreno para una campaña que después se había de mostrar falsa y calumniosa? Indudablemente con ello se minaría el crédito de la Prensa en general. ¿Y si Haldeman jamás hubiera pedido el control sobre los fondos, si nunca hubiera ejercido su autoridad sobre ellos?
Posiblemente todos esos temores eran exagerados e irracionales. Tal vez Nixon no leía jamás su condenado periódico. Tal vez nadie prestaba atención a lo que escribían (en ocasiones casi era un alivio ver que las encuestas sobre las próximas elecciones mostraban que el Caso Watergate no estaba haciendo demasiado impacto sobre ellas).
Bernstein estaba hecho una ruina cuando llegó a la redacción a la mañana siguiente: muerto de sueño, lleno de dudas, vacilante. Se confió a Woodward. No era la primera vez que uno de los dos se sentía en esa situación moral. Frecuentemente se cambiaban los papeles. Woodward tenía fama de ser el más precavido, el más conservador de los dos y antes de Watergate tal vez lo había sido. Pero con el paso del tiempo cada uno de ellos había actuado como compensador del otro. Si uno de ellos tenía dudas, se ponía al habla con su redactor jefe y le decía que estaba de acuerdo en no publicar determinada información, por mucho que, privadamente, le desagradara dejar de hacerlo. O no le decía nada y se guardaba lo que sabía.
También Woodward había pasado por momentos de aprensión sobre si los fundamentos de sus reportajes —invisibles por completo para los lectores— eran lo suficientemente sólidos como para mantener visibles las implicaciones. Antes de informar a Sussman de que habían establecido sólidamente la implicación de Haldeman, los dos periodistas revisaron las bases. El ejercicio les sirvió para reforzar su seguridad… Sintieron lo mismo que deben sentir los astronautas cuando comprueban el funcionamiento de sus sistemas antes del lanzamiento, controlan las luces verdes una por una, y ven que todo funciona como es debido.
La tarde del 24 de octubre escribieron el artículo de Haldeman. En lo esencial contenía sólo un hecho nuevo… que la quinta persona que había dispuesto del control de los fondos de la campaña para el espionaje y sabotaje políticos era el jefe de la Casa del Presidente.
—El juego se está poniendo duro, terriblemente duro —dijo Ben Bradlee—, tanto que asusta.
Bradlee lo definió como una escalada a la cumbre. En vista de eso convocó a su despacho a Simons, Rosenfeld, Sussman, Bernstein y Woodward.
—Yo estaba absolutamente convencido, en el fondo, de que no había posibilidad de que todo eso hubiera sucedido sin la valoración o el consentimiento de Haldeman —dijo a los reporteros—. Pero tenía que hacer todo lo que estaba en mis manos para asegurarme de que no lo citábamos sin tener las pruebas. Tenía la sensación de que estábamos apuntando muy alto y sospeché que vosotros, muchachos, lo teníais en vuestro objetivo mucho antes de lo debido. Que tal vez lo sabíais, pero no estabais en condiciones de poderlo probar. Estaba decidido a no mencionarlo en el periódico hasta que pudierais probarlo.
Durante la reunión de esa tarde, a las siete, poco antes de la hora del cierre, Bradlee, representando el papel de fiscal, exigió saber con exactitud lo que cada informador había dicho.
—¿Qué dijo el tipo del FBI? —preguntó.
Los periodistas le hicieron un breve resumen.
—No, no es eso —dijo Bradlee—. Lo que quiero es oír exactamente lo que le preguntasteis y lo que él os respondió.
Hizo lo mismo con «Garganta Profunda» y con la entrevista en la puerta de la casa de Sloan.
—Yo recomiendo la publicación —dijo Rosenfeld.
Sussman lo aprobó.
Simons hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Adelante! —decidió Bradlee.
Cuando salían, Simons dijo a los dos reporteros que se sentiría más tranquilo si encontraban una cuarta fuente que lo confirmara. Eran las 7:30 y el artículo no podía estar en la imprenta después de las 7:50. Bernstein dijo que sólo cabía otra posibilidad: un abogado del Ministerio de Justicia que tal vez se mostraría dispuesto a confirmarlo. Tomó un teléfono cerca del despacho de Rosenfeld y le llamó. Woodward, Simons y Sussman estaban dando los toques finales al reportaje.
Por su parte, Bernstein le preguntó al abogado, directamente, si Haldeman era la quinta persona del control de los fondos secretos, el nombre que faltaba en la lista de Sloan.
La respuesta fue que no podía decirlo.
Bernstein le explicó que iban a publicarlo así. Lo habían confirmado ya tres fuentes distintas. Sabían que Sloan lo había dicho ante el gran jurado. Lo único que le pedían era que les advirtiera si veía alguna razón para dar marcha atrás y no publicarlo.
—Me gustaría mucho poder ayudaros, realmente me gustaría —dijo el abogado—. Pero, de verdad, no puedo decir nada.
Bernstein meditó un momento y le dijo que, efectivamente, comprendía muy bien que no pudiera hablar.
Bernstein pensó otra forma de hacerlo. Se lo explicó: contaría hasta diez. Si había alguna razón para que los reporteros retiraran su artículo, el abogado debía colgar el teléfono antes de que la cuenta llegara a ese número. Si después de contar hasta diez seguía en la línea, eso significaba que la cosa estaba en orden y podía publicarse.
—¿Comienzas ahora? —preguntó el abogado.
—De acuerdo —dijo el periodista, y comenzó a contar. Llegó hasta diez. El abogado seguía al teléfono—. Muy bien —dijo Bernstein, y le dio las gracias efusivamente.
Les dijo a los redactores jefe y a Woodward que tenía la cuarta confirmación y se sintió satisfecho de su muestra de inteligencia, del método que había utilizado para conseguir la confirmación sin que el abogado tuviera necesidad de decir nada.
Simons seguía nervioso. Con un cigarrillo en los labios, cruzó la redacción y fue a sentarse frente a la máquina de escribir de Woodward.
—¿Qué opinas? —le preguntó—. Podemos aplazar la publicación un día más si crees que hay motivo para ello…
Woodward le dijo a Simons que estaba seguro de que la historia tenía una base suficientemente sólida y no había razón para retrasar la publicación.
Poco después fue Rosenfeld quien se aproximó a la mesa de Woodward, para preguntarle si tenía dudas. Ninguna, le respondió el reportero.
Rosenfeld sugirió una modificación del párrafo de entrada del reportaje. Deseaba que dijera que la confirmación de que Haldeman controlaba los fondos secretos se debía no sólo al «conocimiento de una declaración jurada ante el gran jurado encargado del caso Watergate» sino también a los investigadores federales. Woodward dijo que estaba de acuerdo; el agente del FBI lo había confirmado y «Garganta Profunda» le había dicho que los investigadores lo sabían. Se hizo el cambio.
Las mismas dos fuentes fueron la base de otra adición que expresaba que los cinco que controlaban los fondos habían sido interrogados por el FBI.
El reportaje se envió a la linotipia cuando sólo faltaban cinco minutos para la hora de cierre. Se dio orden de que dejaran espacio en blanco para el ritual mentís de la Casa Blanca.
Woodward llamó a la oficina de Prensa de la Casa Blanca y leyó el reportaje al subsecretario Gerald Warren, preguntándole a continuación si lo negaba o lo confirmaba.
Una hora más tarde, Warren le llamaba.
—Vuestra encuesta está basada en información errónea, porque la referencia a Bob Haldeman es falsa —dijo el representante de la oficina de Prensa de la Casa Blanca.
—¿Qué demonio significa eso? —quiso saber Woodward.
—Es cuanto tenemos que decir —le replicó Warren.
Woodward y Bernstein estuvieron tratando de descifrar el significado oculto, si es que lo había, de la declaración. Llegaron a la conclusión de que era un mentís débil e inseguro. Lo insertaron en el artículo.
Poco antes de las nueve de la noche, Woodward recibió una llamada telefónica de Kirby Jones, secretario de Prensa de la campaña de McGovern.
—He oído decir que tenéis un buen artículo para mañana —le dijo Jones—. ¿Qué tal si nos enviáis una copia?
Woodward se indignó y le replicó que el Post no escribía sus reportajes para los demócratas de McGovern ni para cualquier otra persona en particular. Añadió que lamentaba mucho que se le hubiera hecho tal petición. Jones se quedó atónito. No veía nada fuera de razón en su demanda, sobre todo dado que el periódico estaría a la venta dentro de unas horas.
Woodward le explicó que él y Bernstein tenían bastantes problemas con las acusaciones que se les hacían de estar en relación con los adversarios del Presidente. Le dijo a Jones que comprara el periódico en un quiosco, como todo el mundo, y colgó el teléfono.
Antes de que dejaran la redacción, el redactor jefe de la sección local del turno de noche les mostró una extensa información recibida por teletipo de la AP desde Maryland. El senador Robert Dole había lanzado un duro ataque, de veinte minutos de duración, contra el Washington Post delante de algunos miembros del Comité Central del Estado de Maryland, en Baltimore, el discurso contenía nada menos que 57 referencias al Post[38].
Finalmente los periodistas se marcharon del periódico olvidando hacer una llamada cortés de advertencia a Hugh Sloan, indicándole que el reportaje aparecería en la próxima edición. No cabía duda de que, tan pronto el periódico estuviera en la calle, se vería asediado por otros periodistas y debían haberle avisado de lo que se le avecinaba. Pero tenían mucho trabajo tratando de establecer las directrices de un libro que pensaban escribir sobre el caso Watergate. La línea general debía estar lista para el día siguiente y ser discutida durante el almuerzo.
Estuvieron escribiendo hasta casi el amanecer y se encontraron a la mañana siguiente, a las nueve, en la cafetería del Hotel Madison. Mientras desayunaban leyeron rápidamente su reportaje en la última edición del Post. A eso de las 10:30, Bernstein y Woodward cruzaron la Calle 15 para ir al Post y se dirigieron al despacho de Sussman para una discusión general sobre cómo proseguir con la historia de Haldeman. Fue una reunión muy cordial. Ahora sí que, verdaderamente, tenían cogida a la Casa Blanca. La referencia a la declaración de Sloan ante el gran jurado, un testimonio bajo juramento, era algo que Ziegler no podía rechazar por las buenas. No se trataba de un rumor, ni de un chisme. Hugh Sloan era el hombre que había manejado el dinero y había declarado bajo juramento quiénes eran los que lo controlaban.
En sus mesas, Bernstein y Woodward estaban estudiando sus notas para ver a quiénes debían ver esa tarde. Eric Wentworth, un reportero de la sección de enseñanza, se dirigió a Woodward.
—¡Hola! —le saludó Wentworth—. ¿Has oído lo que dice el abogado de Sloan?
Woodward no sabía nada.
—Dice que Sloan no mencionó a Haldeman ante el gran jurado. Y lo afirma inequívocamente.
Woodward se quedó atónito, sin habla.
Wentworth repitió sus palabras y después volvió a su mesa, donde mecanografió para Woodward lo que podía recordar de lo oído en una información de la Radio CBS mientras se dirigía en coche al trabajo. Woodward lo siguió. Cuando terminó le entregó la cuartilla a su compañero. Woodward regresó a su mesa, pues tenía necesidad de sentarse.
Telefoneó a Sloan. Nadie respondió al teléfono. Después trató de localizar a James Storner, el abogado de Sloan. No estaba en su despacho. Le dijo a su secretaria que lo llamara con la máxima urgencia tan pronto apareciera por su oficina.
Woodward se dirigió a la mesa de Bernstein y le dio un suave golpecito en el hombro. «Vamos a tener un pequeño problema», le dijo con voz calmosa y le pasó la hoja que le había escrito Wentworth. Bernstein, de repente, se sintió enfermo y pensó que iba a devolver. Durante un buen rato se quedó en la silla, sin fuerzas para moverse.
Cuando todo pasó, él y Woodward se presentaron en el despacho de Sussman y le entregaron la nota. Los tres se dirigieron seguidamente al despacho de Rosenfeld y pusieron la Televisión. Lo que vieron en la pantalla era algo que jamás podrían olvidar. Sloan y su abogado Stoner se dirigían a un Juzgado donde Sloan iba a prestar declaración. Daniel Schorr, el veterano corresponsal de la CBS, estaba esperando allí con su equipo de cameramen. Schorr se aproximó a Sloan y le preguntó qué tenía que decir sobre el informe del Post con respecto a su testimonio ante el gran jurado. Sloan dijo que su abogado haría el oportuno comentario. Schorr dirigió el micrófono a Stoner:
—Nuestra respuesta a eso es un rotundo no —dijo—. Nosotros… El señor Sloan no implicó al señor Haldeman en su testimonio en modo alguno.
Sussman, Woodward y Bernstein se miraron entre sí. ¿Qué había ido mal? ¡Estaban tan seguros!
Pocos minutos más tarde, Bernstein, Woodward, Sussman, Rosenfeld y Simons se reunieron con Bradlee en el despacho de éste. Bradlee había visto la entrevista de la CBS.
Bradlee recordaría posteriormente:
—¿Queréis saber cuál fue mi momento más deprimente en todo el asunto Watergate? Cuando contemplé a Dan Schorr que ponía un micrófono ante Sloan y después frente a su abogado a la mañana siguiente y le preguntó: «El Washington Post dice que usted ha declarado ante el gran jurado que Haldeman tenía el control de los fondos, ¿es cierto?», y el abogado de Sloan respondió que no… Esos bastardos con la Televisión dirigiéndose calle abajo y allí Dan, el gran y peligroso Dan Schorr, al que sólo conozco desde hace treinta años, arremetiendo contra ellos para después volverse contra nosotros.
Bernstein y Woodward decidieron no cancelar su cita para almorzar con Dick Snyder, su editor, pero abreviarla lo más posible. Mientras caminaban hacia el Hotel Hay-Adams, comenzaron a darse cuenta de la enorme magnitud de lo que les había caído encima. Habían cometido un grave error. Hugh Sloan no mentiría nunca. Pero ¿cómo lo hizo? ¿Cuál era la equivocación? No cabía duda de que Sloan había confirmado que Haldeman era el quinto hombre en el control de los fondos secretos. Lo mismo había dicho el agente del FBI. Y «Garganta Profunda». Por lo visto el asunto tenía algo que ver con la afirmación en sí, sobre el testimonio de Sloan ante el gran jurado. Era ahí donde habían cometido, no sabían cómo, un terrible error. Estaban tratando de estudiar cuál pudo ser éste mientras caminaron las cuatro manzanas que los separaban del Hotel Hay-Adams, situado en la Plaza Lafayette, exactamente enfrente de la Casa Blanca.
Mientras se dirigían al hotel, Ron Ziegler estaba dando su conferencia de prensa regular, cotidiana, en la Mansión Ejecutiva. Comenzó a las 11:48 de la mañana. Después de diez minutos, más o menos, de discusiones y del anuncio de los discursos de la campaña electoral, un reportero preguntó:
—Ron, ¿ha hablado el FBI con Bob Haldeman sobre su supuesta participación en el control de los fondos secretos destinados al sabotaje político?
Entonces comenzaron treinta minutos de acusaciones contra el Washington Post.
ZIEGLER:
La respuesta a tu pregunta es no, no lo han hecho… Personalmente pienso que el Washington Post está haciendo una forma despreciable de periodismo… Creo que esos esfuerzos por parte del Post están llegando a un punto realmente absurdo…
»El reportaje y su título (Un testigo relaciona a un elevado ayudante de Nixon con los fondos secretos) se refieren a unos fondos secretos, un término que se ha hecho exclusivo, realmente exclusivo del Washington Post, que lo adoptó basándose sólo en rumores o en informaciones obtenidas de individuos que se niegan a identificar, de fuentes anónimas. Se me ha dicho (por John W. Dean III) que no existen tales fondos secretos… el artículo fue desmentido y ahora, sin embargo, presentan esta nueva historia en primera página con unos titulares desorbitados y que falsean la verdad, basados exclusivamente en rumores, insinuaciones… se trata de un clarísimo esfuerzo con una tendencia tan criminal como no creo haber presenciado jamás en todo el proceso político de cualquier época…
»…No estoy atacando a la Prensa, de ningún modo. Jamás lo he hecho desde mi cargo, pero sí que estoy haciendo observaciones muy directas sobre el Washington Post y sugiriendo que todo es una maniobra política… Digo que se trata de un esfuerzo político por parte del Washington Post, muy bien concebido y coordinado para desacreditar a la administración y a algunos de sus miembros en particular.
»… Ahora ya hemos tenido bastante con ese tipo de reportajes sórdidos presentados por ese periódico en particular, un diario que antaño fue considerado como un gran periódico. He de reafirmar lo que ya dije antes: que las tácticas periodísticas usadas en este asunto son miserables y bajas y que se trata de un abuso del procedimiento periodístico…
»… No pretendo, en modo alguno, responder a ese tipo de historias de manera distinta a como he venido reaccionando y respondiendo hasta ahora, y éste es un mentís inequívoco a todas las alegaciones…».
Jamás Ziegler había pronunciado una negativa tan rotunda e inequívoca sobre la información del Washington Post acerca del caso Watergate, dijo uno de los periodistas presentes, que añadió:
—Creo que acabas de hacer el comentario más extenso que jamás hizo un secretario de Prensa de la Casa Blanca.
Hubo, después, un intercambio de preguntas y respuestas:
PREGUNTA: Si todos esos hombres —Haldeman, Chapin y Colson— están limpios y son inocentes, ¿por qué no se ponen al alcance de la Prensa para ser entrevistados? Cuando le hemos hecho a usted preguntas para que fueran contestadas por ellos directamente, no hemos tenido tales respuestas directas.
ZIEGLER: No vamos a ponemos en las manos del Washington Post de ese modo ni a prestarnos al juego que ellos particularmente desean…
PREGUNTA: Muchos de los mentís han sido demasiado ambiguos y otros muy vagos. En el caso del señor Chapin, se dijo solamente que la información «era fundamentalmente incorrecta», pero si hay algo más que deba decirse para aclarar las cosas desde su punto de vista, ¿por qué no lo ha hecho así?
ZIEGLER: Creo que ya lo hemos hecho esta mañana.
PREGUNTA: Ya que estamos refiriéndonos al tema, ¿fue el señor Donald Segretti reclutado por la Casa Blanca o por el Comité para llevar a cabo espionaje político y era su enlace Dwight Chapin?
ZIEGLER: Creo que ya he anticipado la respuesta esta mañana.
PREGUNTA: Pero no ha dado la respuesta.
ZIEGLER:… Si ahora volviera a referirme a todas las fuentes, a todas las historias basadas en rumores, y me dedicara a cada una de ellas de modo específico, esto sería no sólo un intento fútil sino inútil, porque sería difícil volver a enderezar todo lo que ha sido distorsionado, incluso confundido, y no valdría la pena a causa (de)… el tipo de técnica periodística que se ha venido usando.
PREGUNTA: Ron, la revista Time y el New York Times también han publicado varios artículos sobre los incidentes que se supone han tenido lugar. ¿Los incluyes también en tu condena general como periodismo indigno y miserable?
ZIEGLER: Francamente creo que no pondría a esas publicaciones a la altura del Washington Post… No, no creo que deba hacerlo.
Seguidamente, alguien preguntó a Ziegler cuáles eran las razones que movían al Post para publicar tales historias.
ZIEGLER: No conozco sus razones. Tengo algunas ideas personales sobre cuáles podrían ser sus motivos. Todos sabemos que el director que manda en el Washington Post es un hombre llamado Ben Bradlee. Creo que cualquiera que quiera responder con honestidad a la pregunta de cuáles son sus sentimientos políticos, llegará fácilmente a la conclusión de que no se trata precisamente de un partidario de Richard Nixon…
»… el otro día leí que el señor Bradlee había pronunciado un discurso, en el que dijo que la administración de Nixon estaba llevándonos a la destrucción (se refería a la destrucción de la Prensa)… Que el gobierno de Nixon está decidido a destruir a la Prensa libre.
»… En todo el tiempo que llevo de secretario de Prensa no ha habido nada que ofrezca motivos para suponer que estamos involucrados en un programa de destrucción de la Prensa libre. Respetamos la libertad de Prensa. Yo respeto la Prensa libre. Lo que no respeto es el tipo de miserable periodismo que está practicando el Washington Post. Y creo que con esto ya os he expuesto claramente mi punto de vista».
El almuerzo tuvo lugar en medio de una gran tensión nerviosa.
Woodward y Bernstein estaban demasiado preocupados para poder discutir cualquier asunto de modo coherente y mucho menos uno tan complicado como la forma de escribir un libro. Si la situación empeoraba tan terriblemente como ellos esperaban, no les quedaría más remedio que presentar su dimisión al periódico. Y hay muy pocas ofertas de trabajo, en la prensa o en las editoriales para un par de reporteros desacreditados. Apenas si tocaron su comida y, por el contrario, bebieron café tras café.
Cuando terminó la reunión, se dirigieron al viejo ascensor de paneles de madera de roble del Hotel. Herbert Klein, el director de Comunicaciones de la Casa Blanca, estaba dentro. Mientras el ascensor bajaba, los tres tuvieron los ojos fijos en el suelo. Cuando llegaron a la planta baja, Klein salió del ascensor rápidamente y se precipitó en un coche oficial de la Casa Blanca que esperaba junto a la acera.
Bernstein y Woodward, cubriéndose la cabeza con ejemplares del Washington Post, corrieron de regreso a la redacción bajo la lluvia.
Cuando regresaron encontraron unos compendios, enviados por teletipo, de la rueda de Prensa de Ziegler en su bandeja de papeles. La autoconfianza y la ferocidad del ataque de Ziegler y el tajante mentís a la historia de Haldeman eran un signo más de que algo iba mal para ellos, horriblemente mal.
Ni física ni mentalmente estaban los dos periodistas en condiciones de enfrentarse con eficacia a la crisis. Se sentían fatigados, asustados y confusos.
Sudando y temblando, Woodward volvió a llamar al abogado de Sloan. En esta ocasión lo encontró y pudo preguntarle cuál era el significado de su negativa.
—Su artículo está equivocado —le respondió Stoner con helada frialdad—. Equivocado en lo del gran jurado.
Woodward se hallaba en desventaja. No podía traicionar a Sloan y decirle a su abogado que su propio cliente había sido su fuente de información.
¿Estaba seguro de que Sloan no había mencionado a Haldeman ante el gran jurado?, le preguntó Woodward tratando de que sus palabras sonaran sugestivamente.
—Sí —fue la respuesta del abogado—, absolutamente seguro.
Se anticipó a la siguiente pregunta:
—El mentís se dirige en especial a esa parte de su reportaje. No, mi cliente no se lo ha dicho al FBI. No ha mencionado el nombre de Haldeman ante ningún investigador federal.
Woodward tenía sudores fríos. ¿Había sido todo una trampa? No había esperado un antagonismo así por parte del abogado de Hugh Sloan.
Probó otro modo de aproximación. Dejando a un lado a quién se lo había dicho Sloan, ¿era el reportaje correcto en lo esencial? Es decir, ¿había tenido Haldeman verdaderamente control sobre los fondos secretos?
—Sin comentarios.
¿No era ésa la cuestión verdaderamente importante?
—No hay comentarios. No voy a hablar sobre información que mi cliente pueda o no pueda tener.
Agitándose en su silla, Woodward consideraba hasta dónde le ligaba su promesa. Dios mío, ¿qué iban a hacer? Le preguntó a Stoner si podía ofrecerle alguna guía que le ayudara a salir del callejón sin salida en que se hallaban metidos. Pero Stoner no estaba dispuesto a ofrecerles nada.
Woodward trató de dirigir la atención de Stoner al reconocimiento, diferentes veces repetido en el Post, de que Sloan no estaba implicado criminalmente en el caso Watergate. Había sido el primer periódico que lo había dicho así. Habían escrito explícitamente que Sloan había dejado su cargo porque era un hombre honrado.
Stoner dijo que agradecía el hecho, pero Woodward tuvo la impresión de que el abogado se estaba impacientando. Woodward, por su parte, necesitaba tiempo para pensar. Continuó hablando:
¿Debía el Post presentar disculpas a Sloan por haber expresado erróneamente lo que había dicho al gran jurado?
Stoner dijo que no era necesario.
Woodward hizo una pausa. Tal vez debía preguntarle si Haldeman merecía una disculpa. Pero supongamos que Stoner dijera que sí. Tendría que aparecer una disculpa en el periódico, en letra impresa. Sólo pensarlo era algo terrible.
Temiendo la respuesta, Woodward preguntó si lo adecuado sería una disculpa a Haldeman. No se le ocurría ninguna otra pregunta:
—No tengo nada que comentar.
Woodward le dijo a Stoner que el Post se creía obligado, que tenía la responsabilidad de corregir un error.
—Sin comentarios.
Woodward alzó la voz para convencer a Stoner de lo serio que era que un periódico reconociese un error.
Finalmente Stoner dijo que él no recomendaría que se le pidieran disculpas a Haldeman.
Por vez primera desde que oyó hablar de lo que había dicho la radio sobre el mentís de Sloan se sintió un poco relajado.
Preguntó si Sloan había sido interrogado por el gran jurado o por los investigadores, sobre si Haldeman controlaba los fondos.
Sin comentarios.
¿Podría haber sido tan mala la investigación del FBI, se preguntó en voz alta, y la investigación del gran jurado tan inadecuada que Sloan no hubiera sido interrogado sobre Haldeman?
Sin comentarios.
Esto los dejaba en el aire, dijo Woodward.
Stoner dijo que comprendía lo precario de su situación.
Woodward no respondió nada a esa observación. En realidad ¿qué le quedaba por decir? Los dos reporteros estaban perdiendo su compostura. Woodward no podía ponerse en contacto con «Garganta Profunda» hasta la noche como muy pronto. Bernstein no daba con Sloan. Toda la oficina parecía sumida en el limbo, como si un sudario hubiese caído sobre la redacción. Otros reporteros observaban en silencio cómo aumentaba la tensión. Bradlee y Simons salían de vez en cuando de sus despachos para decirles a los periodistas que se mantuvieran tranquilos, fríos, firmes en sus bases. Sussman parecía estar en la agonía. Rosenfeld no dejaba de ir de su despacho a las mesas de los dos reporteros insistiendo en ser informado de cualquier cosa, del más leve matiz que lograra descubrir cuando volvieran a ponerse en contacto con sus fuentes de información.
A las 3 de la tarde, Bernstein y Woodward salieron del periódico para buscar al agente del FBI que dos noches antes les había confirmado la historia de Haldeman. Lo hallaron en un pasillo, fuera de su despacho. Bernstein se acercó a él y trató de preguntarle si es que la noche anterior había entendido mal.
—No hablaré con usted —le dijo el policía alejándose.
Bernstein le siguió cuando el agente retrocedió por el pasillo.
Inexplicablemente, el agente parecía sonreír. No es una maldita broma, le dijo Bernstein. El agente dio una vuelta y dejó el corredor para perderse en otro.
Bernstein y Woodward habían tomado una determinación y expresaron su plan de acción. Si el agente no les daba una explicación, se dirigirían a su jefe y se la pedirían a él. De momento parecía claro que Sloan no había hablado, ni al FBI ni al jurado, de Haldeman.
Bernstein esperó un momento y después se precipitó rápidamente en persecución del agente, al que alcanzó a la mitad del pasillo. Se trataba de un asunto de importancia vital, le dijo, y no estaba para jugar al escondite. Deseaba una respuesta inmediata. Woodward se aproximó a ellos y se sumó a la discusión. Tenía en la mano una copia de las notas que había tomado de la conversación del agente con su compañero. Había llegado el momento de obtener una respuesta concreta, directa o, en caso contrario, pasarían a hablar con su jefe, le dijo Woodward.
El agente había dejado de sonreír. Parecía verdaderamente asustado, lleno de pánico.
—¿De qué demonios están ustedes hablando? —dijo—. Lo negaré todo. Lo negaré absolutamente todo.
Woodward desplegó la copia de las notas y se las mostró al policía. No querían crear problemas a nadie, dijo. Lo único que deseaban saber era qué error habían cometido, si es que habían cometido alguno. Y tenían que saberlo en ese mismo momento.
—Yo no voy a hablar con ustedes sobre Haldeman ni de ninguna otra cosa —dijo el agente—. No quiero que me vean hablando con dos bastardos como ustedes.
Bernstein trató de calmarlo. Algo se había torcido y necesitaban saber qué era; no había razón para que nadie sospechase de que alguien hubiera obrado intencionadamente de mala fe.
El agente estaba sudando y sus manos temblaban.
—¡Podéis marcharos a la mierda! —les dijo el agente, que dio la vuelta y se metió en su despacho.
Los reporteros vieron en el pasillo a uno de los superiores del funcionario. Su próximo movimiento representaba la más difícil decisión profesional —realmente poco profesional— que habían tenido que tomar en su vida. Iban a descubrir a una de sus fuentes confidenciales. Ninguno de los dos lo había hecho anteriormente; ambos sabían, por instinto, que obraban equivocadamente. Pero se creían justificados por la necesidad. Creían que habían caído en una trampa; su rabia era lógica, su autoconservación estaba en juego, se dijeron mutuamente.
Woodward y Bernstein se dirigieron al superior del agente y le estrecharon la mano. Necesitaban ir a algún sitio para poder charlar los tres, le dijo Woodward.
¿Cuál era el problema?
El reportero les habló de la conversación telefónica de Bernstein con su agente sobre Haldeman. Ambos habían estado en la línea. Woodward le mostró las notas.
El policía las leyó con rapidez. Pudieron ver cómo se iba indignando a medida que leía.
—¿Se dan cuenta ustedes de que es contrario a la Ley que otra persona escuche una conversación telefónica que se está llevando a cabo desde un teléfono oficial? —les previno.
Los dos reporteros afirmaron que estaban dispuestos a aceptar la responsabilidad, si verdaderamente habían violado alguna ley. Pero lo que de inmediato les interesaba era la cuestión de Haldeman y saber si se habían equivocado o habían sido engañados.
El superior se fue sin decirles una sola palabra más.
Pocos minutos después llegó el agente y se dirigió a toda prisa a los reporteros.
—Les ordeno a ustedes que se queden en este edificio —les dijo agitando en el aire un dedo amenazador—. No deben salir de aquí.
Después de esto se marchó a toda prisa. Bernstein y Woodward estuvieron de acuerdo en que el agente no tenía autoridad para prohibirles salir de allí, salvo en el caso de que los detuviera formalmente. Decidieron que lo mejor que podían hacer era llamar a Sussman y pedirle consejo. Woodward pensó que tal vez sería una buena idea llamar a un abogado.
Salieron del edificio del FBI y se dirigieron a un teléfono público, al otro lado de la calle, desde donde llamaron a Sussman. Éste sugirió que regresaran al Post, observando que era absurdo que obedecieran las órdenes del agente.
—¿Os ha arrestado? —preguntó Sussman.
Bernstein dijo que no.
Rosenfeld estaba también en la línea dedicando al agente epítetos nada agradables y afirmaba que ya le enseñaría a no meterse con la gente del Washington Post.
Los reporteros decidieron ignorar el consejo de Sussman y volvieron a ver al jefe del agente con el que antes habían hablado. Tal vez hubiera un modo de arreglar las cosas. El jefe estaba en su oficina. Una secretaria les dio entrada de inmediato.
El jefe estaba tras su mesa de despacho y el agente de pie frente a él. Su superior le ordenó que saliera.
—Bien, ¿qué es, exactamente, todo esto? —les preguntó una vez estuvo cerrada la puerta.
Mientras no pudieran determinar la certeza o falsedad de la historia de Haldeman, era posible que se vieran obligados a usar los nombres de las fuentes confidenciales que, a sabiendas, les hablan engañado. Querían saber si el agente les había dado a propósito una falsa información.
Más importante todavía, añadió Bernstein. Tenían que saber cómo habían podido cometer tal error. Aún seguían sin comprender. ¿Era Haldeman uno de los cinco o no lo era? ¿Había dicho Sloan que lo era o no lo había dicho? Pensaban que su problema no era lo sustancial del reportaje, sino la mención del testimonio de Sloan ante el gran jurado.
—No podemos discutir esa cuestión —les dijo el policía.
Los periodistas lo intentaron de nuevo. Si estaban equivocados se hacía necesaria una rectificación y ofrecer disculpas. ¿Con quién debían disculparse? ¿Qué debían decir?
—Aquí no encontrarán ustedes la menor respuesta —les dijo su interlocutor.
Media hora más tarde, los periodistas estaban en el despacho de Bradlee, una vez más, con Sussman, Rosenfeld y Simons.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bradlee adelantándose hacia la mesa y tendiéndoles la mano. Bernstein y Woodward le respondieron que todavía no lo sabían.
Woodward observó que tenían la opción de nombrar a sus fuentes informativas porque todo acuerdo con una fuente se considera roto si ésta da falsa información de manera intencionada. Rosenfeld no estaba seguro de ello y Bernstein se mostraba contrario.
Bradlee pidió un momento de calma.
—Ni siquiera estáis seguros de si la información obtenida es falsa o correcta.
Estaba excitado pero no daba muestra de mal humor o de estar disgustado con ellos.
—Supongamos que nombráis a vuestras fuentes… ellos se limitarán a negarlo y entonces, ¿cómo quedáis? Mirad, muchachos, nosotros jamás mencionamos a nuestros informantes y no vamos a empezar a hacerlo ahora.
Bernstein se mostró aliviado. Rosenfeld tenía un aspecto muy decaído, pero conservaba la calma. Sugirió que volvieran a ponerse en contacto con las fuentes, una por una; que hablaran con «Garganta Profunda» y Sloan y cualquier otra persona que pudieran encontrar.
Los reporteros dijeron que estaban casi seguros de que Sloan no había prestado declaración ante el gran jurado con respecto a Haldeman. Woodward sugirió que al menos debían escribir eso y reconocer su error.
Bradlee hizo una mueca.
—No sabéis por dónde vais. No habéis conseguido descubrir los hechos. Manteneos a flote por un tiempo. No sé por qué hemos de creer las palabras del abogado de Sloan. Tenemos que esperar para ver en qué queda todo esto.
Bradlee, seguidamente, se dirigió a su máquina de escribir y se puso a redactar una declaración para todos los medios informativos que se habían pasado la tarde llamando en demanda de un comentario. El papel con copia cayó de la máquina al suelo como en una escena de película de los hermanos Marx. Después de varios intentos fallidos de dar con un buen principio, Bradlee se limitó a escribir el siguiente comentario: «Mantenemos lo dicho en nuestro reportaje»[39].
Bernstein y Woodward se pasaron la tarde sentados, pero no escribieron nada para el día siguiente. Otros lo hicieron por ellos. Algunos periódicos, que no habían publicado nada sobre el reportaje de Haldeman, dieron noticia del mentís de la Casa Blanca. Ben Bagdikian escribió más tarde en la Columbia Journalism Review que «la primera información dada por Chicago Tribune de la historia de Haldeman publicada por el Post no fue la mañana en que se publicó… sino al día siguiente y en la página 7, bajo el título: Ziegler denuncia las historias de espías del “Post”. Niega toda relación».
Peter Osnos, que recientemente había regresado a Washington tras prestar servicios como corresponsal del Post en Vietnam, publicó un reportaje de primera página sobre la declaración del abogado de Sloan y la negativa de la Casa Blanca.
A las 8:45 de la tarde, Bernstein logró finalmente localizar a Hugh Sloan. Bernstein le explicó el dilema: se daban cuenta de que habían cometido un error, pero no estaban seguros de dónde se hallaba.
Sloan mostró su simpatía.
—El problema es que no estoy de acuerdo con sus conclusiones, en la forma como las han escrito.
Haldeman había, pues, controlado los fondos, pero el asunto no se planteó ante el gran jurado, ¿era así?
—El nombre de Haldeman jamás se mencionó en mis entrevistas con el gran jurado. Nuestro mentís se limita estrictamente al reportaje publicado por ustedes. No refleja fielmente los hechos. Yo jamás lo dije ante el gran jurado. Jamás me preguntaron nada al respecto. No estoy tratando de influir en la continuación de vuestra historia. El mentís se limita expresamente sólo a eso.
El mensaje de Sloan pareció claro, aunque no explícito. Haldeman había controlado los fondos, pero el asunto no se había ventilado ante el gran jurado cuando Sloan prestó testimonio. O bien los periodistas habían entendido mal lo que Sloan les había dicho sobre su testimonio ante el gran jurado la semana anterior o Sloan había interpretado mal su pregunta.
Aquella conversación telefónica con Sloan fue, al menos, un rayo de esperanza; si los periodistas podían probar por encima de toda duda que Haldeman había controlado los fondos y explicar el error, la confianza en la veracidad de los periodistas no quedaría totalmente destruida. Bernstein y Woodward estaban exhaustos. Trataron de analizar los pasos por los que habían llegado a ese monumental lío.
Se habían precipitado. Persuadidos por sus fuentes y por sus propias deducciones de que Haldeman se encontraba detrás del caso Watergate, habían buscado el lazo que lo unía a él encontrándose con los fondos secretos. La decisión tenía cierta justificación. Los fondos de la campaña de Nixon constituían la clave con la que se abrieron las actividades secretas. Pero habían tomado un atajo cuando se convencieron de que Haldeman controlaba los fondos. Escucharon cuanto quisieron. La noche en que Sloan les confirmó que Haldeman era uno de los cinco, ni siquiera se habían molestado en preguntarle si Haldeman había utilizado esa autoridad, si realmente había autorizado algún pago. No habían indagado concretamente cerca de Sloan qué era lo que el Gran Jurado le había preguntado y menos todavía cuál fue su respuesta. Cuando Sloan pronunció las palabras mágicas que esperaban, lo habían dejado sin volver a llamarle. No le habían pedido que repitiera sus palabras para asegurarse de que se habían comprendido perfectamente. En su conversación con el agente del FBI, ellos habían sido los culpables de su equivocación, los únicos culpables del malentendido. Las preguntas de Bernstein habían sido incisivas y tendenciosas. Tenían que haber intentado que fuera el propio agente quien mencionara el nombre por sí mismo, por propia voluntad. Si el policía lo hubiera hecho así, el camino seguido para obtener la confirmación hubiera podido ser aceptable. La confusión del nombre de pila de Haldeman con el de Ehrlichman debió haberles servido de advertencia de que el agente tal vez estaba diciendo más de lo que realmente sabía. La astucia de Bernstein al acusar al FBI de negligencia o ineptitud para provocar al funcionario, había sido una mala idea. Bernstein no había tenido suficiente trato con él para saber hasta qué punto era merecedor de confianza o cuáles eran sus reacciones.
Se dieron cuenta de que el hecho de ponerse en contacto con el jefe del agente había sido un acto falto de ética. Lo advirtieron apenas lo hicieron. Habían puesto una mala nota en la carrera del agente, traicionaron su confianza y arriesgaron su crédito ante las demás fuentes.
Se dieron también cuenta de otros errores de cálculo. Bernstein no debía haber usado el silencio como confirmación, ni debía colgar el teléfono como método para lograr la confirmación del funcionario del Departamento de Justicia. Las instrucciones eran demasiado complicadas. (Más tarde se enteraron de que el abogado había entendido la explicación al revés y lo que había querido hacer era prevenirles de que no publicaran la información). Con «Garganta Profunda» habían puesto demasiada confianza en un código de confirmación, en vez de aceptar sólo una declaración clara y explícita.
La tarde siguiente, 26 de octubre, unas horas después de que Henry Kissinger se reuniera con la Prensa para declarar que en el Sudeste Asiático la «paz estaba al alcance de mano», Clark MacGregor entró en los Estudios en Washington del Centro de Televisión para Asuntos Públicos, para someterse a una entrevista. Desde el punto de vista de la administración, se trataba de una oportunidad perfecta para poner en claro su postura ante las duras realidades, así como corregir algunas de las erróneas declaraciones que más tarde perjudicarían a la Casa Blanca. Sobre todo teniendo en cuenta que cualquier cosa que MacGregor pudiera decir, quedaría mitigada ante el anuncio hecho poco antes por Henry Kissinger.
MacGregor confirmó la existencia de unos fondos en metálico del CRP destinados al pago de actividades clandestinas; sin embargo, no aceptó el calificativo de «secretos» e insistió en que los desembolsos de esos fondos no se habían hecho a sabiendas de que financiaban actividades ilegales. Sostuvo que el dinero de la caja de Stans se había utilizado para determinar si había alguien que estuviera organizando sabotajes contra la campaña de Nixon en las elecciones primarias. Nombró cinco personas que habían autorizado el pago o habían recibido dinero de tales fondos: Mitchell, Stans, Magruder, Porter y Liddy.
Pareció que las observaciones de MacGregor salvaban algo del crédito perdido por los reporteros en la debacle de Haldeman. El día anterior, Ron Ziegler había negado la existencia de tales fondos.
Bradlee retiró esa información de la primera página, donde ya iba otro reportaje sobre el caso Watergate. «Podía parecer que estábamos haciéndoles muecas el día en que la paz estaba al alcance de la mano», le dijo Bradlee a Woodward, que había insistido en que esa información se pusiera en la primera página.
El New York Times sí publicó la declaración de MacGregor en la primera página. Y añadió algo más: declaraciones juradas de individuos conectados con el comité de Nixon relataban que se habían pagado 900 000 dólares en metálico procedentes de dicho fondo.
Esa mañana Woodward movió la maceta con la bandera roja en su balcón. Sabía que iba a ser el peor de todos sus encuentros con «Garganta Profunda».
Cuando llegó a casa, a eso de las nueve de la noche, Woodward se preparó un batido de leche con Ovaltine y, de inmediato le invadió el sueño. No se despertó hasta la una y treinta de la madrugada. Angustiado porque iba a llegar tarde, pensó en tomar el coche, pero desechó la idea considerándola demasiado arriesgada. Él y Bernstein ya habían sido excesivamente incautos con demasiada frecuencia.
Woodward se puso ropa de invierno y descendió por las escaleras posteriores hasta salir al callejón. Anduvo quince manzanas, encontró un taxi y llegó al aparcamiento subterráneo poco antes de las 3 de la madrugada. «Garganta Profunda» lo estaba esperando en un rincón oscuro, apoyado contra el muro, medio escondido en la sombra.
Los dos reporteros necesitaban ayuda urgente, le dijo Woodward, y después dio rienda suelta a sus sentimientos de inseguridad, confusión, pesar y rabia. Habló casi sin interrupción durante quince o veinte minutos.
«Garganta Profunda» le hizo alguna que otra pregunta ocasional y parecía profundamente preocupado, con más tristeza que remordimientos. Woodward quería hacerle comprender lo desesperado de su situación. Pensaba que el error había estropeado todo el éxito conseguido por sus anteriores reportajes. Cabía la suposición de que todo se construyó sin base sólida. Si las cosas hubieran seguido como hasta entonces, posiblemente la Casa Blanca tendría que ceder. Ahora las presiones ya no caían sobre la Casa Blanca: todo el peso de la carga había pasado al Post.
Bien. Haldeman se os escapó, comenzó a hablar «Garganta Profunda». Apoyó el tacón de su zapato contra el muro del garaje sin molestarse en disimular su desencanto. El relato completo ya no podría llegar a conocerse jamás. El error con Haldeman había sellado el caso.
«Garganta Profunda» se aproximó a Woodward. Dijo:
—Deja que te cuente algo: cuando se persigue a alguien como Haldeman hay que estar seguro de que se pisa el más firme de los terrenos. ¡Mierda, que follón tan fenomenal!
Se le aproximó aún más y siguió hablando casi en un susurro:
—Posiblemente no te estoy diciendo nada que no sepas, pero en lo esencial los hechos que relatáis son ciertos. Desde la base a la cúspide, todo el asunto ha sido una operación planeada por Haldeman. Él manejaba el dinero. Se aislaba en apariencia, colocando a todos esos funcionarios en torno suyo. Pero ahora, ¿cómo vais a llegar hasta él?
«Garganta Profunda» describió la operación de Haldeman:
—Es un tipo muy brillante y puede ser suave si lo cree necesario, aun cuando durante el resto del tiempo es cualquier cosa menos eso. Es el ayudante principal del Presidente y abre las puertas del despacho oval a quien quiere. Él es quien da las órdenes y puede ser muy desagradable cuando lo hace. Haldeman tiene cuatro ayudantes a quienes imparte algunas órdenes, pero no delega ni la menor responsabilidad: Lawrence Higby, «un joven malévolo, un don nadie que hace todo lo que se le ordena»; Chapin, «elegante y más espabilado que Higby, menos pueblerino y también servidor fiel y dedicado, de los que siempre dicen sí a todo»; Strachan «un tipo militarista y capaz»; y Alexander Butterfield «un excoronel de las Fuerzas Aéreas que sabe cómo tratar a la gente y a la Prensa».
—Todo el mundo se ha quedado más acobardado todavía, después del error que habéis cometido, muchachos —continuó «Garganta Profunda»—. Ha contribuido a aumentar el mito de la invencibilidad de Haldeman y de su fortaleza. Parece que verdaderamente os hubiera dado un puñetazo en un ojo, como si estuviera en condiciones de manejar los hilos hasta el punto de poder mandar al cuerno al Washington Post.
El reportaje había sido «el peor de los retrocesos. Habéis conseguido incluso que haya quien se sienta compadecido de Haldeman. Jamás pensé que pudiera ocurrir una cosa así».
«Garganta Profunda» golpeó el suelo con el pie.
—Una conspiración como ésta… una investigación sobre una conspiración…, la cuerda debe quedar firmemente amarrada, poco a poco, en torno al cuello de todo implicado. Podríais montar un edificio de pruebas suficientes, todas las que necesitarais, contra los Hunts o los Liddys. Éstos están irremediablemente perdidos, terminados; quizá aún no hablan, pero ya sienten la presión de los grilletes. Estando así las cosas, hacéis otro movimiento similar, pero al más alto nivel. Cuando uno apunta muy alto y falla, los demás se sienten aliviados, más seguros. Así es como trabajan los abogados. Y estoy seguro de que los reporteros listos lo hacen también así. Vosotros habéis conseguido que la investigación retroceda meses. Habéis puesto a todo el mundo a la defensiva: a los periodistas, a los agentes del FBI; después de lo ocurrido, ahora todo el mundo tiene que humillarse.
Woodward suspiró profundamente y hubo de tragarse el sermón. Lo tenía merecido.
Esa misma tarde, Woodward le dijo a Bernstein lo que le había contado «Garganta Profunda». Estuvieron conformes en que debían escribir un reportaje diciendo que Haldeman no había sido mencionado por Sloan ante el gran jurado, pero volviendo a decir que fuentes dignas de crédito confirmaban la autoridad de Haldeman sobre los fondos secretos.
Bradlee y los demás jefes desecharon ese relato. Las llamas se estaban apagando y no deseaban añadir más leña al fuego.
El domingo el senador McGovern apareció en el programa de la NBC-Televisión, «Encuentro con la Prensa», y aprovechó la oportunidad para dictar su mensaje sobre el caso Watergate. Todo era verdad, dijo McGovern, porque dos respetados reporteros del Washington Post así lo habían afirmado[40].
Esa misma tarde, Spiro Agnew, en el programa de la ABC-Televisión «Preguntas y Respuestas», hizo una declaración totalmente distinta: «Algo reprensible desde el punto de vista periodístico», dijo refiriéndose en general a lo publicado por el Post. En particular describió el reportaje sobre Haldeman como «una historia amañada, construida sobre dos mentiras, en un intento de mezclar al Presidente en esos asuntos».
Minutos más tarde, Simons habló por teléfono con Rosenfeld para decirle que el periódico no tendría más remedio que corregir lo publicado sobre Haldeman. Resultaba intolerable que el candidato demócrata a la Presidencia recorriera el país citando una información del Washington Post que no era del todo verdadera.
Se pidió a Woodward y a Bernstein un artículo que aclarara la controversia. Estaban cambiando impresiones en torno a la mesa de Bernstein cuando un ordenanza de la sala de teletipos les ofreció copia de una información aparecida en la revista Time.
El artículo decía que el Time había obtenido información procedente de los archivos del FBI, que mostraba que Dwight Chapin había admitido ante los agentes del FBI su implicación en el contrato de Daniel Segretti «para sabotear la campaña de los demócratas»; que «Chapin había confesado también al FBI que los pagos de Segretti se habían acordado por el abogado personal de Nixon, el jurista de California Herbert Kalmbach». Y que el abogado personal del Presidente había admitido haber pagado a Segretti.
Pero el Time continuaba diciendo que «no había podido conseguirse evidencia convincente para apoyar las acusaciones, hechas por el Washington Post, de que H. R. Haldeman, jefe de personal de la Casa Blanca, fuese uno de los que tenían control sobre los fondos que se habían utilizado para el pago del espionaje y el sabotaje».
Woodward y Bernstein sabían que era incuestionable que el Time tenía acceso a los archivos del FBI. Escribieron, pues, un artículo de rutina que comenzaba con la información del Time sobre Chapin y Kalmbach y las conclusiones a las que había llegado la revista con respecto al asunto de Haldeman. En el artículo decían que los reporteros del Post habían preguntado a Sloan si Haldeman era uno de los cinco autorizados a hacer pagos de los citados fondos… aun cuando Sloan no hubiera dado esa información al gran jurado. Y añadían la respuesta de Sloan: «Nuestro mentís estaba estrictamente limitado».
Y añadían:
Seguidamente los reporteros del «Post» volvieron a sus fuentes federales donde se les comunicó que su relato era incorrecto, al identificar el testimonio de Sloan ante el Gran Jurado como fuente de información que relacionara a Haldeman con los fondos.
Sin embargo, la misma fuente, que ha facilitado información detallada en otras ocasiones sobre la investigación del caso Watergate, confirmó una vez más que Haldeman estaba autorizado para hacer pagos del dinero del fondo.
Una fuente informativa fue tan lejos que llegó a decir: «Ésa es una operación de Haldeman». Según esta misma fuente, «Haldeman se ha aislado así mismo, manejando los fondos a través de un intermediario».